30

Samiq fue el primero en ver los fuegos de avistamiento. Los jóvenes que cuidaban de las hogueras acababan de dar la voz cuando Samiq se sumó a ellas y gritó:

—¡Ballena! ¡Ballena!

Se reunió con su abuelo en lo alto del ulaq. El anciano escrutaba la fogata del vigía y cuando Samiq se acercó lo suficiente para oírlo, Muchas Ballenas dijo:

—Como eres el cazador, no te corresponde dar la voz de alarma. Entra, Esposa Gorda tiene tu chigadax.

Samiq cogió las lanzas del rincón de las armas del ulaq y Muchas Ballenas le entregó la caja de marfil tallado que contenía el veneno que Samiq colocaría bajo las puntas de las lanzas. Samiq las ató con tiras de tendón. Éste se partiría en cuanto el arpón penetrase el cuerpo de la ballena y dejaría la punta envenenada, que se enconaría en lo profundo de sus carnes.

Se puso la chigadax y durante unos instantes apretó el amuleto que colgaba de su cuello.

Muchas Ballenas aferró de la muñeca a Samiq y le dijo:

—He visto la tromba. Se trata de la tromba baja y ancha de una jorobada. No podía pedir una ballena mejor para tu primer intento. Ten cuidado con las aletas. Son largas y la ballena las utilizará como el hombre los brazos. —Soltó la muñeca de su nieto—. Sé fuerte.

Samiq abandonó el ulaq. Los aldeanos lo esperaban y se mantuvieron a corta distancia mientras se dirigía al ikyak. Aunque notó que Roca Dura no estaba entre ellos, Samiq alzó la cabeza y caminó a la manera de los cazadores, con la vista fija en el mar y las lanzas en la mano derecha. Era cazador de ballenas y, desde que se había instalado en el ulaq de su abuelo, por primera vez tuvo la certeza de que ocupaba un sitio en la aldea de los Cazadores de Ballenas.

Samiq trasladó el ikyak hasta el agua, trepó y estiró las piernas. Se rodeó el pecho con el faldón de la escotilla y lo frunció por encima de su hombro, con el bramante trenzado que Esposa Gorda había preparado. Amarró las lanzas a la parte superior del ikyak y se internó en el océano con la ayuda del zagual.

Libre por fin de las turbulencias de la orilla, Samiq se deslizó fácilmente por las aguas y escudriñó el mar desde lo alto de cada ola. Durante largo rato no vio nada y se preguntó si había tardado demasiado en vestirse y en botar el ikyak. En ese momento divisó el círculo cada vez más amplio de burbujas, la espuma bajo la superficie y estabilizó el ikyak, con el zagual sumergido en posición casi vertical. Samiq se aprestó a girar o a echarse hacia delante. Repentinamente el agua se oscureció y Samiq se dio cuenta de que la ballena asomaba a la superficie.

Como había dicho Muchas Ballenas, se trataba de una jorobada, cuyas largas aletas de bordes blancos destacaban en contraste con el agua. La ballena salió lentamente, giró al elevarse y dejó al descubierto la protuberancia de la espalda. El agua rugió estruendosamente y martilleó los oídos de Samiq. Hizo avanzar el ikyak y echó el brazo hacia atrás, a punto para arrojar la primera lanza.

La magnitud de la bestia y la agitación del agua hicieron que Samiq dudase de sus aptitudes. La ballena era gigantesca y de pronto Samiq volvió a ser un chiquillo. Se dio cuenta de lo pequeño que era el ikyak en la inmensidad del mar, de su endeblez en comparación con la ballena. Aunque apretó la mano sobre el lanzador, fue incapaz de mover el brazo, no pudo arrojar la lanza.

La ballena volvió a hundirse en el agua.

Samiq se estremeció desilusionado. Se dijo: «Eres un niño, sólo eres un chiquillo que teme convertirse en cazador. Por lo visto, tu abuelo tiene razón. Deberías regresar con los Cazadores de Focas y trenzar cestas». De pronto recordó otro comentario de su abuelo: que muchos hombres fracasaban la primera vez que salían en pos de una ballena, que hasta Roca Dura había dado media vuelta en el ikyak y huido de su primera ballena.

Samiq descartó el temor que se había posado en su estómago como una piedra y volvió a preparar el arpón. No se habló colérico a sí mismo, sino como si se dirigiera a otro cazador, con amabilidad y palabras de aliento: «La ballena podría volver. Eres fuerte. Prepárate. Apréstate».

Remó hacia el norte, orientándose por la bruma amarillenta del sol y la línea gris de la orilla, y volvió a percibir un oscurecimiento en el agua. Una vez más vio que el mar se ponía verde a medida que la ballena se acercaba a la superficie, pero esta vez se aproximó y se arriesgó a que la ballena tumbara el ikyak.

Samiq alzó la lanza, estabilizó el ikyak con el zagual y apretó el lanzador con los dedos cuando el animal asomó a la superficie. Durante unos instantes fijó la mirada en el ikyak, en el agua que la ballena agitó y que se arremolinó en la proa. El agua semejaba la resaca en medio de la tormenta y el ikyak se hundió como una otaria al zambullirse. El mar cubrió la proa y las amarras que aferraban las demás lanzas de Samiq. Echó el zagual hacia atrás, lo obligó a penetrar la blanca espuma y a agitar las aguas hasta que la proa se enderezó.

La ballena giró, dejó al descubierto un flanco blanco y Samiq se olvidó del ikyak, olvidó todo lo que no fuera la ballena. Aferró el lanzador, se recostó en la popa del ikyak y soltó la lanza, apuntando como Muchas Ballenas le había enseñado para alcanzar a la ballena debajo de la aleta.

No fue un lanzamiento perfecto. La lanza giró y zigzagueó, atrapada en la espuma, pero un espíritu pareció transportarla hasta la ballena. Samiq creyó oír un gemido cuando la punta de la lanza penetró el cuerpo de la ballena. La gruesa capa de grasa situada bajo la oscura piel de la ballena rodeó el asta de la lanza y un copioso torrente rojo escapó de la herida cuando la ballena se sumergió, dejando un manto de grasa y sangre sobre la superficie del mar.

Samiq hizo grandes esfuerzos para evitar que el ikyak zozobrara en medio de la espuma que la ballena había provocado al sumergirse. Sacó un flotador de piel de foca de las cuerdas de la parte superior del ikyak, comprobó que la piedra de lastre estaba firmemente atada al flotador y lo arrojó al agua, al sitio donde había visto por última vez a la ballena. Dio la vuelta tan rápido como pudo, impulsando el ikyak hacia la orilla con movimientos largos y enérgicos del zagual. Las olas lo ayudaron a ganar velocidad. Los cazadores estaban en la playa y, al acercarse, Samiq levantó el zagual por encima de la cabeza, señal de que la ballena había sido alcanzada. Varios hombres treparon a sus ikyan, los botaron y remaron hacia la ballena. Samiq se dirigió a la choza del alananasika para entregarse a la ballena del mismo modo que pretendía que ésta se entregase a los Cazadores de Ballenas. Ofrenda por ofrenda. En su transformación, Samiq dio las gracias a la ballena, al animal que cedería sus carnes para que los Cazadores de Ballenas viviesen.

Samiq supo que habían pasado tres días por los ruidos de la aldea. Había vuelto a convertirse en ballena, sintió que enfermaba, supo que estaba al borde de la muerte. Y ahora, de repente, no era más que sí mismo. ¿Qué había sucedido?

Aguardó aguzando el oído. De la playa llegaban voces. Oyó a Roca Dura y a Foca Agonizante. Habían regresado. ¿La ballena ya estaba en la playa o se había perdido?

Súbitamente el faldón de la puerta de la choza se abrió y apareció Muchas Ballenas. La luz que rodeaba al anciano difuminó sus facciones y Samiq sólo vio el perfil de los delgados brazos y piernas de su abuelo, la inclinación de sus hombros.

El anciano permaneció mudo y al fin Samiq preguntó:

—¿La ballena está varada?

—Sí —replicó Muchas Ballenas en voz baja, de pie en el umbral, y no hizo ademán de ayudar a Samiq a ponerse en pie.

—¿Ha llegado el momento de que le quite el veneno?

—Sí.

Samiq se incorporó, súbitamente inquieto. La actitud de su abuelo denotaba una aspereza que Samiq no alcanzó a comprender.

Muchas Ballenas se volvió y Samiq lo siguió hasta el exterior de la choza, pero se detuvo nada más ver la playa, pues allí no había una ballena.

—Vamos —dijo Muchas Ballenas y señaló el ikyak de Samiq—, ve con tu ballena.

Samiq miró al anciano e intentó desentrañar el significado de sus palabras. Varios cazadores se habían reunido y Roca Dura sonreía ampliamente.

—Tu abuelo dice que te reúnas con tu ballena, pero yo digo que te quedes aquí —intervino Roca Dura—. Los Cazadores de Focas reconocerán tu lanza, ¿verdad? La has pintado a rayas, a juego con tus arpones para focas. Seguramente saben que no deben comer tu veneno.

Foca Agonizante posó una mano en el hombro de Samiq y dijo:

—Tu elección es la que hace todo cazador: alimentar a su pueblo. Tienes poder. Nunca habíamos visto tanto poder.

Roca Dura se adelantó a Foca Agonizante, escupió en el suelo, cerca de sus pies, y miró a Samiq a los ojos. Habló en voz tan baja que Samiq percibió su fondo colérico:

—Jamás serás alananasika. Tu poder no vale nada. ¡No creas que puedes gobernar al pueblo como mandas a las ballenas!

Roca Dura le dio la espalda y los demás lo siguieron. Samiq y Muchas Ballenas quedaron solos en la playa. Samiq tuvo la sensación de que aún estaba en el mundo de su transformación como si el mundo que sus ojos veían no fuera real. Él no había dirigido la ballena a la playa de los Primeros Hombres. ¿Había un hombre con tanto poder para hacer semejante cosa?

—Yo no… —empezó a decir Samiq, pero su abuelo lo interrumpió.

—¿Te quedarás o te irás? —preguntó Muchas Ballenas.

—¿Puedo elegir?

—Sí.

Samiq pensó unos instantes en Kiin, en su madre, en la aldea de los Primeros Hombres y en seguida recordó la promesa que le había hecho a Kayugh y a Amgigh. Aún le quedaba mucho que aprender sobre la caza de ballenas.

—Me quedaré —respondió Samiq. Muchas Ballenas asintió con la cabeza—. Yo no envié la ballena… —dijo Samiq, pero su abuelo volvió a interrumpirlo.

—¿Tienes hambre?

Samiq respiró hondo y respondió:

—Sí.

—Le diré a Esposa Gorda que te traiga algo de comer. —Muchas Ballenas echó a andar hacia los ulas, pero se giró y con mirada más afectuosa explicó—: Samiq, el poder de un hombre no es sólo aquel que sabe que posee, sino lo que los demás creen que es. —Con voz serena que pareció fundirse con la bruma fina que se posaba sobre la playa, el abuelo añadió—: Si los Cazadores de Focas fueran mi pueblo, yo habría hecho lo mismo.