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Cuando discutieron, Samiq conoció la severidad del hombre que era su abuelo y ahora, ante los cazadores de la aldea, volvió a percibir la testarudez del anciano, la dureza encubierta con palabras persuasivas.

—¿Salimos de trueque? —preguntó Muchas Ballenas.

Nadie replicó y Samiq pensó que todos estaban de acuerdo. Algunos hombres ya se habían puesto en pie y escrutaban el horizonte, observaban el mar, miraban el cielo. Poco después, Roca Dura se incorporó con varios hombres a su lado. Samiq observó a Muchas Ballenas y vio que el anciano se tensaba con la mirada cargada de penas.

—Te equivocas —dijo Roca Dura. Pronunció esas palabras en voz baja y suave, pero firme, y Samiq acusó el golpe desde el sitio en que estaba, en el fondo del círculo de hombres—. Las mujeres deben trabajar más, secar la carne y almacenar el aceite para que podamos comer muchos meses. Tal vez el año que viene no haya ballenas.

—Cambiaremos carne por carne, foca por ballena —replicó Muchas Ballenas serenamente.

—Eso no es discutible —prosiguió Roca Dura— pero ¿qué dices del aceite? El aceite de foca no vale nada. ¿Estás dispuesto a trocar grasa de ave por nuestro aceite de ballena?

Samiq percibió el principio de la derrota en la discusión y aguardó con el aliento contenido en el pecho. Su pueblo necesitaba la carne y mucho más el aceite.

—¿Aceptarás cestas? —preguntó Roca Dura insultante. Muchas Ballenas no respondió—. Matador de Ballenas —lo llamó Roca Dura y Samiq levantó la cabeza para hacer frente a su mirada—, ¿qué puede comerciar tu pueblo a cambio de aceite?

Aunque Samiq miró a Muchas Ballenas, no encontró respuesta en los ojos del anciano y supo que debía dar su propia réplica.

—Los Primeros Hombres siempre han sido comerciantes —dijo lentamente—. Habéis comerciado con ellos. No hace falta que os recuerde las cosas que almacenan en sus ulas. No necesito mencionaros las pieles de foca repletas de pescado; los tendones de caribú, resistentes y delgados como los cabellos de mujer; aceite y carne de foca, cestos y raíces curativas. —Se encogió de hombros—. Marfil y obsidiana. Mi hermano pica excelentes cuchillos. —Extrajo de la vaina que le colgaba de la cintura el cuchillo que Amgigh le había dado y lo sostuvo en alto para que los hombres viesen la larga hoja de obsidiana negra.

Se oyó una aspiración de aire, silencio y, poco después, el súbito barboteo de muchas voces.

Roca Dura habló una vez más. Sus palabras fueron recias y repentinamente Samiq comprendió que la discusión no se refería al trueque. Los Cazadores de Ballenas no necesitaban tanta carne y comerciar con los Primeros Hombres siempre era motivo de celebración y de comilonas. La discusión se refería a quién gobernaría a los Cazadores de Ballenas. Muchas Ballenas había sido un gran cazador, pero ya no podía capturar ballenas. Su valor consistía en transmitir su experiencia y compartir su sabiduría. Roca Dura era un cazador que en ese momento capturaba más ballenas de las que nunca se había cobrado un cazador. Era el legítimo jefe.

Samiq contempló el rostro de su abuelo. El anciano tenía los ojos cerrados y las manos relajadamente cruzadas sobre los muslos.

Roca Dura permaneció de pie y miró a los hombres reunidos a su alrededor. Algunos escrutaron el mar y otros dejaron escapar los guijos de la playa entre los dedos.

Samiq pensó que no querían elegir, que les resultaba muy difícil.

—Yo no comerciaré —declaró finalmente Roca Dura—. Mi parte se quedará aquí. De todos modos, cada hombre debe decidir por sí mismo. Yo no decidiré por nadie.

Samiq pensó que era justo. Cada hombre debía decidir qué quería hacer. Sintió más respeto hacia Roca Dura y entendió el motivo por el cual Muchas Ballenas había cerrado los ojos, entendió que Roca Dura merecía ser jefe.

Los hombres se dispersaron; algunos caminaron hasta el río y otros se apiñaron a orillas del mar. Samiq contempló a su abuelo y aguardó mientras Muchas Ballenas seguía con los ojos cerrados.

Las imágenes de Cesta Moteada mientras yacía en la hierba, a su lado, se apiñaron súbitamente en la mente de Samiq y lo obnubilaron.

Cuando Samiq regresó al ulaq, Esposa Gorda lo había mirado con los ojos entrecerrados y le había dicho que Muchas Ballenas estaba hablando con los hombres, que debía reunirse con ellos. Antes de dejarlo salir, Esposa Gorda trazó un círculo a su alrededor y rio entre dientes mientras quitaba restos de hierba de las plumas de la chaqueta de Samiq.

La abuela no dijo nada, pero Samiq se ruborizó y, mientras subía por el poste de salida del ulaq, Esposa Gorda le advirtió: «La próxima vez, dile a Cesta Moteada que te quite los restos de hierba de la chaqueta. Así Muchas Ballenas no se enterará».

Al recordar esas palabras, los colores volvieron a teñir las mejillas de Samiq. ¿Cómo había sabido la abuela que se trataba de Cesta Moteada? ¿Acaso hablaba con los espíritus?

Muchas Ballenas carraspeó y abrió los ojos. Samiq volvió a prestar atención a su abuelo. ¿Qué pensaría cuando se enterase de que le había desobedecido? ¿Cómo se defendería? ¿Qué hombre no necesitaba una mujer? ¿Qué cazador no se negaba ese placer con tal de reforzar su poder para cazar? No era de extrañar que Muchas Ballenas no lo considerase un hombre. Ningún hombre permitía que la cólera dictase sus acciones. El hombre se controlaba en todo.

—¿Se ha ido? —preguntó Muchas Ballenas a Samiq.

—Sí, abuelo.

Samiq se dio cuenta de que no podía hacer frente a la mirada de Muchas Ballenas. No sólo le había desobedecido, sino que por él su abuelo había perdido el mando de los Cazadores de Ballenas. Aunque nunca se había considerado egoísta, de pronto la ira le pareció necia y el recuerdo del rato que había compartido con Cesta Moteada fue como una piedra alojada en el centro de su pecho.

La voz interior de Samiq dijo: «Lo que hiciste con Cesta Moteada no fue el acto de un hombre, sino el de un chiquillo y la preocupación por tu pueblo no es egoísta. Cada hombre debe tomar en consideración las necesidades de su pueblo. ¿Por qué otra razón se sale de caza? ¿Acaso tu vida no vale más que la carne y el aceite de foca? Desde luego. Cazas para tu pueblo, para que viva. Y eso no es egoísta».

—¿Has entendido? —preguntó Muchas Ballenas.

Samiq tuvo la impresión de que Muchas Ballenas había oído su voz interior.

—Sí —respondió.

—Será un buen jefe —añadió Muchas Ballenas, y Samiq se dio cuenta de que su abuelo hablaba de Roca Dura—. Roca Dura hace las cosas a su manera y deja que los demás decidan si lo siguen o no.

—Habrían hecho lo que tú les hubieras pedido —sostuvo Samiq.

—Así es, pero ha llegado el momento —replicó el anciano—. Es lo mejor. Nadie se sintió deshonrado.

Samiq se irguió y esperó mientras el anciano se ponía en pie.

—¿Te das cuenta de que habrá poco aceite o carne de ballena para trocar con tu pueblo, de que la parte del alananasika es la más grande y de que, si comercian con su carne, los demás no podrán tener la certeza de que Roca Dura compartirá lo que tenga con sus familias durante el invierno? —Samiq asintió con la cabeza—. ¿Comprendes por qué te interrogó Roca Dura?

Samiq sonrió.

—Porque soy Cazador de Focas.

—No —disintió Muchas Ballenas—. No fue por eso. —Carraspeó y se acomodó el cuello de la chaqueta—. A medida que envejece, el hombre se vuelve sabio en entender las actitudes de los demás. Aprende a mirar los ojos, la posición de la mandíbula, el movimiento de los dedos. He observado a Roca Dura. Teme que las ballenas hayan venido gracias a ti. Por eso dice que serás cazador si avistamos otra ballena. Quiere comprobar si tienes poder para atraer otra ballena y, en el caso de que venga, quiere ver si tienes habilidad suficiente para capturarla. Es bastante frecuente que la mayoría de las ballenas alanceadas no mueran o acaben varando en otra playa. Muchas veces el cazador no puede acercarse lo suficiente para clavar la lanza o, si se aproxima, la ballena vuelca su ikyak. Este año nos hemos cobrado todas las ballenas alanceadas. Alguien tiene un gran poder. Roca Dura teme que seas tú.