—No —dijo Muchas Ballenas a Samiq.
Samiq caminó de un extremo al otro del ulaq de Muchas Ballenas, se detuvo y se acuclilló delante de su abuelo.
—Sólo es un viaje de trueque —insistió Samiq—. No es más que eso. Para comerciar aceite y carne. Tenemos más de lo que necesitamos.
No dijo lo que realmente deseaba: retornar con Kayugh y su madre, con Amgigh y, tal vez, compartir otra noche con Kiin. Ahora era hombre, notaba el ímpetu de esa hombría, quería que Kayugh viese en qué se había convertido, deseaba a Kiin…, deseaba a Kiin…, deseaba a Kiin.
—Ahora eres uno de los nuestros —dijo Muchas Ballenas—. Tal vez el verano próximo emprendamos un viaje comercial. El verano que viene o el siguiente. Puede que entonces salgamos de trueque. O tal vez Kayugh y tu hermano visiten nuestra aldea.
—Prometiste que estaría un año aquí, con vosotros —añadió Samiq y notó que su corazón se agitaba, que el calor trepaba a sus orejas y le martilleaba los tímpanos—. Entonces podría regresar y enseñar a mi pueblo.
La cólera pareció escapar de los ojos de Muchas Ballenas, que le espetó:
—¡Ellos no son tu pueblo! Nos perteneces. Te quedarás con nosotros. Puede que a veces los visites para hacer trueques, pero eso es todo. Después, dentro de muchos años, cuanto te hayas convertido en cazador experto, te serán revelados los secretos de nuestros venenos, el modo en que atraemos las ballenas a nuestras playas. Ya has permanecido en la choza del alananasika. ¿Cuántos otros cazadores jóvenes lo han hecho? Sólo a ti te ha tocado. —Muchas Ballenas se inclinó y señaló groseramente a Samiq con dos dedos largos y huesudos—. ¿Qué es lo primero que aprende un cazador? ¿Qué es lo que hasta un crío sabe? Que el cazador debe esperar, debe tener paciencia.
La ira hizo que a Samiq se le atragantaran las palabras cuando dijo:
—Sólo pretendo cumplir la promesa que le hice a mi padre. Entre los Primeros Hombres las palabras que se dicen son promesas que se cumplen.
Aguardó, atento a la expresión de su abuelo por si aparecían las reveladoras señales de cólera: la vena que palpitaba deprisa en el cuello o en la sien, el sutil rubor de la mandíbula y las mejillas. Pero la cólera había desaparecido de los ojos del anciano y se lo veía pequeño, encogido, como si la discusión le hubiese arrebatado parte de la vida.
Samiq se preguntó si ese hombre, un hombre en el que no podía confiar, era realmente su abuelo. ¿Cómo era posible que Chagak, su madre, hubiese concebido un hijo con el espíritu de ese pueblo? Samiq cerró los ojos para defenderse de la impureza que súbitamente experimentó dentro de sí.
—Las palabras sólo son palabras —afirmó el anciano con tono mesurado—. Lo verdadero es lo que alberga el corazón. Todos los seres humanos saben que las promesas salen o no del corazón. Es quien las oye el que debe decidir. Las palabras que pronuncié eran el mejor modo que tuve de traer a mi nieto al hogar, junto a su verdadero pueblo. La verdad estaba en mi corazón. Tal vez Kayugh lo supo. Quizá yo también percibí la verdad de su corazón. Tal vez está dispuesto a esperar muchos años para aprender a cazar ballenas. Quizá sólo te entregó a mí con la esperanza de aprender. Tal vez ésta es la verdad de Kayugh. Sabes que Kayugh no es tu verdadero padre, que vino a la aldea de los Cazadores de Ballenas después de la muerte de tu padre. Amgigh es su hijo, pero tú, no. ¿Te parece tan raro que esté dispuesto a trocar aquel que no es verdadero hijo a cambio de la expectativa de aprender a cazar ballenas? ¿Cuál es la verdad de tu corazón? ¿De dónde eres? ¿Regresarás con Kayugh sin estar en condiciones de enseñarle? ¿Volverás con los Cazadores de Focas para trenzar cestas o te quedarás aquí, te convertirás en alananasika y aprenderás el secreto de los venenos y los cánticos?
Las palabras del anciano golpearon a Samiq como las olas que rompen en los acantilados de la playa de los Primeros Hombres. La pena era tan honda que no pudo contestar. Se irguió y caminó hasta su espacio para dormir, pero al llegar a las cortinas oyó las palabras casi delicadas de Esposa Gorda:
—Hay demasiada carne para nosotros. Tenemos suficiente para dos, tres inviernos. Pide a los cazadores que comercien con los Primeros Hombres y diles que también sean generosos.
—Tal vez un viaje comercial… —masculló el anciano—. Hablaré con los cazadores. De todos modos, Matador de Ballenas se queda aquí. No quiero que regrese. Aún es pronto.
La rabia estalló y con su calor quemó la garganta de Samiq. A pesar de la ceremonia y de las ballenas que su espíritu se había cobrado, era un hombre pero no era un hombre, pues sus opiniones no contaban.
¿Cuántas focas hacían falta para que un hombre tuviese aceite suficiente durante un año? ¿Veinticinco, treinta? Sin las piezas de Samiq y como Qakan no servía para nada, los suyos tendrían dificultades para capturar focas suficientes. Si los Cazadores de Ballenas estaban dispuestos a cambiar aceite de ballena por cuchillos, por tendones de caribú…
Samiq se dio cuenta de que Esposa Gorda lo miraba, pero volvió la cabeza y entró en su espacio para dormir. Recogió la cesta en la que guardaba las puntas de lanza. Pasó las manos por los lados delicadamente tejidos de la cesta, pensó que las manos de su madre la habían acariciado y recordó lo que Muchas Ballenas había dicho acerca de Kayugh. Había insistido en que Kayugh no era su padre. ¿Acaso el hombre que criaba un niño, lo alimentaba y le enseñaba a cazar no era su verdadero padre?
Samiq se puso la chaqueta, no la nueva que le había dado Esposa Gorda, sino la que su madre había cosido con pieles de frailecillo. Caminó desde su espacio para dormir hasta el poste de salida sin mirar a Esposa Gorda ni a Muchas Ballenas y abandonó el ulaq sin dirigirles la palabra.
Cortó por el tajo de la colina que se elevaba por encima del ulaq de Roca Dura y atravesó el ballico que crecía a la altura de su pecho, desde la orilla del mar hasta que la hierba daba paso a los brezos y los primeros musgos que se apiñaban en las laderas rocosas.
Oyó el sonido antes de ver la mano, percibió el siseo de las palabras que le pidieron que no hiciera ruido antes de que la mano lo sujetara por la muñeca y lo tendiera en la hierba. Se encontró con los ojos oscuros de Cesta Moteada.
Estaba desnuda, había doblado el cinturón y lo había dejado sobre la hierba, a su lado; había puesto la suk bajo su cuerpo, cual una estera para dormir. Sus labios esbozaban una sonrisa.
—Suelo esperar aquí a Pájaro Encorvado, pero hoy no ha venido —explicó.
Samiq apartó bruscamente la mano y se irguió, pero Cesta Moteada lo contempló con los párpados entornados e hizo morritos.
—Ahora ya eres hombre —insistió y le acarició la barbilla con las yemas de los dedos—. Has cazado ballenas. ¿Temes a las mujeres?
Samiq pensó que Cesta Moteada tenía razón, que ya era hombre. Daba igual lo que pensara Muchas Ballenas, ya era hombre. Se acuclilló junto a Cesta Moteada y estiró el brazo para coger con la mano uno de sus pequeños senos. La chica deslizó la mano bajo la chaqueta de Samiq y le acarició los muslos. Samiq estuvo en un tris de ponerse de pie e irse. Su voz interior susurró: «¿Qué harás si Muchas Ballenas se entera?».
Su mirada siguió el movimiento de sus manos y percibió el tibio aroma de mujer de Cesta Moteada cuando ella separó las piernas. ¿Qué le importaba lo que pensase Muchas Ballenas? ¿Acaso el anciano se preocupaba por él?