26

Samiq tocó la punta de lanza que Muchas Ballenas le había dado. Era un filo de obsidiana, delgado y del mismo largo que la mano de un hombre.

«Transcurrirán muchos veranos hasta que adquieras la destreza necesaria para usarla con habilidad, pero aprenderás y esta noche, durante la ceremonia, te convertirás en Cazador de Ballenas. Es justo que tomes esta arma», le había dicho Muchas Ballenas.

El anciano había salido lentamente del ulaq y Samiq volvió a quedarse solo. Había sido una larga jornada de reflexión y el ulaq estaba a oscuras, con excepción de la pequeña lámpara de aceite situada en el suelo, que no era una lámpara de mujer, sino una lámpara de cazador como las que se llevaban en el ikyak.

Muchas Ballenas había pintado la cara de Samiq con ocre rojo y después el propio Samiq se preparó, entonó el canto que Muchas Ballenas le había enseñado e intentó inventar su propia canción, como se esperaba de los cazadores. Sus pensamientos no encajaban hasta crear una canción. Al final sus palabras parecieron escaparse y esconderse entre las sombras del ulaq, y su mente se pobló de imágenes de cazadores que capturaban ballenas con arpones y de flotadores para arrastrar otarias.

Después pensó en Kiin y recordó su habilidad para inventar cantos, su voz pura y diáfana, las bellas palabras para complacer a los espíritus. En ese momento un espíritu pareció murmurar: «Maldecirás la caza si piensas en mujeres».

Samiq llevó la punta de lanza a su espacio para dormir y la guardó en el cesto de sustancia córnea que su madre le había hecho. La pondría allí, junto a los filos y las puntas de arpones que había trasladado desde su aldea, el montón de plumas del primer pájaro que había cazado y un trozo de pellejo de su primera foca. Guardaría la punta de lanza hasta que necesitase su poder. Tapó el cesto y lo sostuvo unos instantes, acariciando el sutil trenzado que las manos de su madre habían forjado. Pensó en lo que se había convertido: un hombre de dos pueblos.

Al convivir con los Cazadores de Ballenas había dejado de considerarse un hombre para pensarse niño. Esposa Gorda siempre se apresuraba a corregirlo —su modo de hablar, sus costumbres— y con frecuencia Samiq tenía la impresión de que, si pudiera, la mujer le metería la mano en la cabeza y le cambiaría los pensamientos.

Samiq depositó el cesto en los pliegues de la manta y regresó a la estancia principal del ulaq. Levantó los brazos por encima de la cabeza y saltó hasta tocar las vigas de mandíbula de ballena. Habría preferido estar al aire libre, correr, sentir el viento.

Como no veía el sol ni las mareas, Samiq no sabía cuánto tiempo llevaba en el ulaq ni cuánto faltaba para que comenzasen el festín y la ceremonia. Sabía que aún sería de día cuando empezara la ceremonia. Aunque el fin del verano se aproximaba, el sol aún era lo bastante fuerte para proporcionar días largos. Ahora divisaban menos ballenas que en primavera, pero los escondrijos de alimentos de la aldea ya estaban llenos y cada vez que alguien practicaba un avistamiento, cualquiera de los hombres más jóvenes tenía la oportunidad de alancear la ballena.

Samiq repasó las jornadas que había pasado junto a Muchas Ballenas. El anciano era como las otarias: rígido y lento en tierra y hábil y veloz en el agua. Su ikyak parecía formar parte de su cuerpo y el zagual era una extensión de sus brazos.

Samiq se había considerado diestro con el ikyak hasta que vio a Muchas Ballenas. Ni siquiera Kayugh era comparable al anciano y, a través de la observación, Samiq comprobó que mejoraba notoriamente gracias a los consejos de su abuelo.

Muchas Ballenas le hizo surcar los mares más tempestuosos y Samiq aprendió a valorar la flexibilidad de la sobrequilla de tres piezas de los Cazadores de Ballenas, ya que el ikyak seguía la curva del oleaje.

Los Cazadores de Ballenas utilizaban un zagual de doble hoja y, a pesar de que al principio las manos de Samiq eran torpes, pronto fue como si siempre lo hubiera empleado, como si siempre hubiese remado con tanta agilidad y rapidez. Aprendió a guardar silencio en medio de la neblina, que transmitía fácilmente el sonido, y a fundir el chapoteo de su zagual con el fluir de las corrientes. Aprendió a arrojar la lanza en medio de las olas más altas, con el lanzador firme y certero en la mano.

Samiq se sentó y se concentró en las ballenas. «Obsérvalas en el agua», había aconsejado el anciano. «Préstales atención. Imagina qué siente la ballena al ser tan grande y meterse mar adentro. Si mentalmente puedes parecerte a la ballena, siempre sabrás cómo apuntar».

Samiq estuvo un rato sentado en el ulaq e intentó convertirse en ballena, nadó bajo las aguas y se dejó llevar por el empuje del mar, pero un haz de luz brotó en lo alto del ulaq y la cara de Esposa Gorda fue una luna redonda que flotó en la penumbra y le pidió que subiera.

Samiq abandonó el ulaq. Aunque estaba nervioso, irguió los hombros y siguió a Esposa Gorda hasta la playa. El color del cielo le permitió saber que el sol se ocultaría pronto. Las nubes situadas al oeste y al norte de Atal —la pequeña montaña de los Cazadores de Ballenas— estaban teñidas de rosa.

—Ponte aquí —ordenó Esposa Gorda—. Recibirás los signos.

Samiq miró a su alrededor y se preguntó qué mujer trazaría las líneas negras que marcarían su barbilla y lo proclamarían Cazador de Ballenas, que lo convertirían en hombre.

—No te muevas —añadió Esposa Gorda y su sonrisa recordó a Samiq que la abuela se regodeaba mangoneándolo.

Muchos Niños se inclinó sobre Samiq. Éste pensó que le tocaba a ella. Estaba casada con Roca Dura, el alananasika, el jefe de los balleneros.

Muchos Niños lavó la cara de Samiq con agua de mar y le quitó el rojo del ocre. Con un trozo de carbón dibujó tres líneas en su barbilla.

Samiq desvió la mirada cuando Muchos Niños sostuvo la aguja ante sus ojos. Un delgado hilo de tendón, teñido de negro con carbón, estaba atado a la punta de la aguja. Cuando Muchos Niños pasara la aguja por su piel, el tendón trazaría una línea oscura que lo señalaría definitivamente como Cazador de Ballenas.

Muchos Niños le sujetó la cara con la mano izquierda y pellizcó la piel por la que introduciría la aguja. El pinchazo fue rápido cuando Muchos Niños la pasó por el pliegue de piel, pero Samiq se estremeció al oír el siseo del tendón.

Esposa Gorda se acercó al rostro de Samiq y observó cada vez que Muchos Niños introdujo la aguja en la piel. Después de cada perforación, Esposa Gorda secaba la sangre con un jirón de piel de foca.

Al terminar la primera línea de marcas en el centro de la barbilla de Samiq, Muchos Niños le metió el pulgar en la boca, apartó la carne de los dientes y clavó la aguja en la piel, a la izquierda de la primera hilera. En total trazó tres líneas, una al lado de la otra, en el centro del mentón de Samiq.

El dolor hizo que Samiq apretara los dientes y en seguida le dolieron los músculos del cuello y de los hombros, pero el ritual finalmente terminó. Muchos Niños ennegreció la barbilla de Samiq con carbón y dijo:

—No te lo quites en dos días.

Esposa Gorda le untó el resto de la cara con aceite de foca enrojecido con ocre.

Samiq se irguió, deseoso de unirse a los hombres que se habían congregado en torno a los fosos para cocinar.

—No —dijo Esposa Gorda y lo obligó a permanecer sentado—. Espera a Muchas Ballenas.

Las mujeres se alejaron y Samiq se quedó solo. Le ardía la barbilla y las gotas de sangre que aún escapaban de cada orificio dejado por la aguja se secaron y le provocaron picores. Cruzó los dedos para no rascarse. «Has sufrido cosas peores», dijo su voz interior, y Samiq se obligó a mirar a los hombres que danzaban en la playa.

Cada hombre vestía su chigadax y la mayoría llevaba un largo delantal de piel de nutria que llegaba casi hasta los tobillos. Cada cazador se tocaba con un sombrero de madera —el sombrero de los balleneros—, adornado con plumas y con bigotes de foca. Samiq observó atentamente a los balleneros, observó el modo en que se comportaban y decidió cómo bailaría y caminaría cuando le permitieran reunirse con ellos.

Las mujeres dieron de comer a los cazadores. Muchas Ballenas seguía sin aparecer. Samiq esperó mientras los cazadores se alimentaban. No había probado bocado desde la noche anterior y su estómago vacío era como una piedra que le apretaba la columna vertebral.

En cuanto los hombres comieron, se alimentaron los niños. Al ver que los pequeños danzaban alrededor de los fosos para cocinar, Samiq recordó a su hermana Reyezuela. Crecería feliz y amada. Una vez más pensó en Kiin, en las numerosas veces que la había encontrado lastimada y sangrando a causa de las palizas de su padre.

Ahora hasta Kiin era feliz. Samiq tuvo la certeza de que su madre trataría a Kiin como a una hija; además, Chagak no era de las que se ponían de mal humor o se enfadaban, como tantas Cazadoras de Ballenas que se dejaban llevar por un espíritu y destruían la paz del ulaq con sus voces chillonas y sus riñas.

—¡Samiq!

La voz lo sobresaltó y al alzar la vista vio un inmenso rostro deforme, algo que parecía tallado en una gigantesca viruta de madera. La cara medía tanto como un hombre de la cabeza a las rodillas y estaba pintada en rojos y azules. Aunque los ojos también estaban pintados, en las amplias aberturas de la parte inferior de la nariz, Samiq creyó discernir el brillo de los ojos de alguien que miraba. Se preguntó si sería un hombre o un espíritu. Notó que bajo la curva del mentón gigante el rostro presentaba un par de vulgares pies de hombre y cuando le dijo que lo siguiera la voz se pareció mucho a la de Roca Dura.

Samiq lo siguió hasta que llegaron junto a Muchas Ballenas, sentado sobre una manta de plumas extendida sobre un canto rodado. El enmascarado hizo arrodillar a Samiq, que miraba fascinado a Muchas Ballenas. Daba la impresión de que, sentado sobre el canto rodado, el anciano había ganado fuerza y magnitud; su chigadax bordeada de plumas y las botas altas de intestino de foca resplandecían, rosas y doradas, bajo la luz del largo crepúsculo.

Muchas Ballenas esgrimía un báculo tallado en una mano y entonó un cántico con palabras que Samiq no llegó a comprender.

El anciano entregó a Samiq un hatillo que contenía un delantal ceremonial de piel de nutria y una chigadax de piel de lengua de ballena.

—¡Ponte en pie!

Los cazadores que estaban cerca de Muchas Ballenas cogieron el delantal del hatillo de Samiq, se lo anudaron a la cintura y le quitaron el delantal de hierba. Alguien pasó la chigadax por la cabeza de Samiq.

—Las botas también —dijo Muchas Ballenas y se inclinó hacia delante, con los ojos brillantes visibles a pesar de la sombra creada por el sombrero de madera.

Dos hombres ayudaron a Muchas Ballenas a apartarse del canto rodado y el enmascarado le entregó algo envuelto en una piel de otaria. La forma era reveladora y Samiq contuvo el aliento mientras Muchas Ballenas extendía la piel y dejaba al descubierto un brillante sombrero de madera. Le habían pintado rayas rojas y negras. Ni un solo bigote de otaria colgaba de la costura revestida en marfil de la parte posterior. El abuelo le había explicado que el cazador recibía los bigotes cada vez que se cobraba una ballena. El sombrero de Muchas Ballenas tenía más bigotes que el de cualquier otro cazador, incluso más que el de Roca Dura.

Muchas Ballenas sostuvo el sombrero nuevo sobre la cabeza de Samiq y volvió a pronunciar palabras extrañas. Se inclinó hacia Samiq y dijo:

—El negro representa la ballena y el rojo la sangre. —Hizo una pausa y miró a los cazadores reunidos en torno a ellos. Depositó el sombrero en la cabeza de Samiq y tocó ligeramente los tatuajes que adornaban su barbilla—. Eres Matador de Ballenas, un hombre del pueblo de los Cazadores de Ballenas.

Samiq levantó la mano y tocó el sombrero. La madera estaba fresca y suave al tacto. «Samiq, Matador de Ballenas, un hombre de dos pueblos», pensó. «Samiq. Matador de Ballenas». En medio de tanta alegría experimentó una súbita pena y recordó que lo había hecho por los Primeros Hombres, que había obedecido a Kayugh. Volvió a mirar a Muchas Ballenas —el anciano que realmente era su abuelo—, se enderezó y cuadró los hombros.

Nadie habló y en medio de tanto silencio Samiq oyó los enérgicos latidos de su corazón. De repente, con más fuerza que los latidos, Samiq percibió los golpes de la señal del vigía. Los hombres que lo rodeaban se dieron la vuelta y Samiq vio que un muchacho corría hacia ellos.

—¡Ballena! ¡Ballena!

El enmascarado se quitó la careta que cubría su cuerpo y Samiq confirmó que era Roca Dura, el alananasika. Bajo la máscara sólo llevaba el delantal y, cuando echó a correr hacia el ikyak, su esposa Muchos Niños salió disparada del ulaq con su chigadax. Mientras se vestía, el muchacho que había dado voces se acercó a Roca Dura y su voz aguda llegó a oídos de Samiq:

—Está aquí, cerca de la orilla.

Samiq miró el mar. Divisó la ballena incluso en medio del gris de principios de la noche; la bruma del aventador resaltaba por su blancura en medio del mar. Roca Dura subió a su ikyak y deslizó la pequeña embarcación entre las olas con prestos movimientos del zagual. Aunque Samiq ya no veía la ballena, observó a Roca Dura hasta que el ikyak no fue más que un pequeño punto oscuro en el agua.

Samiq creyó ver un brazo en alto, el vuelo de una lanza, pero no estuvo completamente seguro y al final regresó junto a Muchas Ballenas.

Pájaro Encorvado —un joven que tenía la misma cantidad de veranos que Samiq y que se había reído de él mientras tomaba las primeras lecciones sobre la caza de ballenas— miró a Samiq y éste reparó en el agitado golpe de las venas en el cuello del hombre, en la tensión de sus puños. Samiq se percató de que Roca Dura había decidido ir en pos de la ballena, no había permitido que uno de los nuevos cazadores adquiriera experiencia y, quizás, el honor de cobrar una ballena. Pero como Roca Dura era alananasika, ¿quién podía poner en duda sus decisiones?

Muchas Ballenas llamó a Samiq y le puso una mano en el hombro.

—Matador de Ballenas, acabas de recibir un gran honor —dijo Muchas Ballenas—. La ballena ha reconocido tu hombría. Serás un gran cazador.

Como si un espíritu dirigiera sus ojos, Samiq volvió a mirar a Pájaro Encorvado, que tenía los labios fruncidos y los dientes apretados. De alguna manera, Samiq se dio cuenta de que las iras de Pájaro Encorvado no iban dirigidas a Roca Dura, sino a él, el cazador novísimo, el cazador cuya ceremonia de hombría fue dignificada por una ballena.