25

—Empuja —ordenó Qakan.

Kiin se apoyó en la popa del ik e hizo fuerza mientras Qakan sumergía el zagual en el agua y hacía que el bote surcara las olas. El agua fría heló las piernas de Kiin y las rocas zahirieron sus pies desnudos. Volvió a empujar.

Esa mañana muy temprano, Qakan había escalado los acantilados y despertado a Kiin. «Anoche no te toqué», había dicho cuando Kiin abrió los ojos y lo miró. «Llevas a mi hijo en tus entrañas». Pronunció esas palabras con tono beligerante y, como los niños, hizo sobresalir el labio inferior. «No llevas un hijo de Amgigh».

Hastiada, Kiin se apartó rodando y se puso en pie. Aunque no había sangrado durante la luna llena, su madre le había dicho que, al principio y hasta que la luna se habituara a considerarla mujer, sus pérdidas de sangre no seguirían las costumbres regulares de las mujeres.

—¡Empuja!

Kiin volvió a empujar y saltó para aferrarse a la bancada cuando el ik se desplazó hacia aguas profundas. Una vez en el bote, Kiin se puso la suk y se secó los pies y los tobillos con los bajos de la prenda.

Kiin pensó que había mentido. «Qakan, he mentido y hoy emprenderemos la travesía de retorno con los nuestros. Si Kayugh dice que estoy maldita, pues maldita estaré. Quizá me permita vivir en la aldea, en mi propio ulaq. Tal vez pueda ayudar a las familias con mis costuras y mis tejidos. Será mejor que estar aquí o que me truequen como esclava en la aldea de los Hombres de las Morsas. Si no logro encontrar el modo de regresar o si eres más fuerte de lo que creo, seguiré adelante y advertiré a los Hombres de las Morsas».

Kiin dejó pasar la mañana y estuvo atenta hasta que Qakan se cansó de remar.

Finalmente se puso a pescar. No se sorprendió al descubrir que el pescado seco había desaparecido. Qakan debió de comer toda la noche. De todos modos, Qakan necesitaría alimento durante la larga travesía de retorno con los suyos. La carne de foca seca y las raíces que Qakan había llevado no alcanzaban ni siquiera para alguien de apetito moderado y Qakan devoraba tanto como dos o tres hombres.

Kiin desplegó una línea de fibra de kelp, ató una masa de carnada en un extremo y la dejó caer. La línea se tensó y Kiin la recogió enroscándola en su mano izquierda. Un arenque pequeño aleteó, brincó y se defendió del anzuelo con carnada que se le había clavado en la boca. Kiin llevó el pez hasta el ik, lo abrió y lo destripó; extrajo la carnada de la boca del arenque y ató el pescado en el interior de la proa del bote, con la tripa abierta para que la carne se secara por la acción del viento.

—Tengo hambre —dijo Qakan con tono quejumbroso.

Kiin cortó la cabeza al arenque y sin decir palabra se la dio a su hermano.

Qakan sacó el zagual del agua y, antes de ponerlo en el fondo del ik, lo suspendió sobre la cabeza de Kiin y rio mientras el agua chorreaba por el cuello de su hermana. Kiin había descubierto que Qakan se cansaba muy pronto de ese juego si fingía que el agua no la molestaba, por lo que permaneció muy quieta.

Por fin Qakan puso el zagual en el fondo del ik y empezó a comer la cabeza de pescado.

Kiin escurrió el agua que chorreaba de sus cabellos, enganchó un trozo de tripa de pescado a la masa de carnada y volvió a tirar la línea.

Qakan casi nunca internaba el ik en aguas más profundas, en las que Kiin podía pescar halibuts. Qakan no se alejaba demasiado de la orilla y bordeaba las playas. Aunque le había dicho que lo hacía para eludir a los cazadores de otras tribus, Kiin sabía que el verdadero motivo consistía en que le tenía miedo al mar. No era difícil percibir el pánico que le atenazaba la mirada cada vez que el oleaje era demasiado alto o el viento arreciaba.

Después de las dos o tres primeras jornadas perdieron de vista Tugix y muy pronto Aka, la montaña de Chagak; pasaron frente a varios montes y dio la sensación de que la mayoría albergaba espíritus coléricos, pues nubes de humo y, en ocasiones, la neblina creada por las cenizas envolvían las cumbres.

A medida que avanzaban hacia las aldeas de los Hombres de las Morsas, los valles entre las montañas estaban cubiertos de hielo; el hielo semejaba los ríos azules que fluían desde las cumbres hasta el mar. A veces el hielo ocupaba una extensión tan amplia que Qakan lo rodeaba con el ik y, cuando pasaban, Kiin percibía el susurro del viento frío que pugnaba desde la superficie del hielo y se posaba en el fondo del bote.

Qakan murmuraba que se trataba de espíritus, palidecía y empezaba a sudar, pero Kiin no tenía miedo. Si se trataba de espíritus solidarios, tal vez alejaran su maldición; si eran espíritus dañinos, quizás hundirían el ik. Y ella se ahogaría, pero Qakan también.

Kiin recordó los relatos de su padre sobre los hombres azules que vivían en los ríos de hielo. A veces arrancaban a un hombre de un ikyak y se lo llevaban a las profundidades heladas. Pájaro Gris contaba que en cierta ocasión había visto la figura oscura de un hombre, congelada en el interior de un río de hielo.

A veces el hielo parecía un acantilado, blanco bajo el agua y azul cuando se elevaba hacia el cielo, como si la luz le proporcionara color. Al principio Kiin se asustaba de mirar en las profundidades azules. ¿Cómo se sentiría si, al igual que su padre, veía a un hombre congelado en las honduras? ¿Y si los espíritus decidían atraparla en medio del hielo? Se preguntó si eso sería peor que ser vendida como esposa, portando una maldición para el hombre que la comprase. ¿Sería tan terrible morar en el apacible azul, ver nada más que cielo y mar, gaviotas y nutrias, oír únicamente los murmullos del agua, los gemidos y los crujidos del hielo?

Y si llevaba en las entrañas un hijo de Qakan, el niño quedaría helado dentro de ella y no podría hacer daño.

Kiin atrapó otro pez y lo puso a secar junto al primero.

—Había traído alimentos suficientes para la travesía, pero tú nos has obligado a ir más despacio —dijo Qakan—. Supuse que me ayudarías a remar. Si remaras llegaríamos antes.

—Re-re-remaré —dijo Kiin e hizo frente a la mirada de Qakan.

Su hermano le escupió unos bocados de pescado.

—De regreso a la isla de Tugix —añadió Qakan.

Kiin bajó la cabeza y suspiró.

—No —murmuró con voz débil y temblorosa—. Nos hemos a-a-alejado de-de-demasiado. —Alzó la mirada y percibió dudas en la expresión de Qakan—. Pre-pre-prefiero ayudarte a re-re-remar hasta la isla de los Hombres de las Morsas pa-pa-para que no mu-mu-muramos de hambre.

Qakan la miró contrariado, pero le entregó el zagual que estaba en el fondo del ik. Se arrastró hasta la proa, se tendió boca arriba y equilibró su zagual sobre la barriga.

Durante el resto de la mañana y parte de la tarde, Kiin remó deprisa y voluntariamente. Mientras lo hacía elaboraba planes y se preparaba para luchar recordando las mentiras de Qakan y las veces que le había pegado. Se acordó de la maldición que su hermano le había lanzado, maldición que amenazaba tanto a los Primeros Hombres como a los Hombres de las Morsas. Dejó que su ira fuera creciendo hasta que le llenó el pecho hasta el extremo de que apenas podía respirar.

Caía la tarde cuando a Qakan se le empezaron a cerrar los ojos. Su respiración se volvió más profunda y Kiin se dio cuenta de que estaba dormido. La joven apartó el zagual del agua y lo elevó sobre la cabeza de Qakan; contuvo el aliento y aguardó a que la ira que llenaba su pecho fluyese por sus brazos y le diera fuerzas. Vio demasiado tarde el hilillo de agua que goteaba del zagual y caía sobre la cabeza de Qakan. Éste despertó sobresaltado y su movimiento hizo que el zagual no le diese en el cráneo.

El ik se bamboleó y Kiin se refugió en la regala. Qakan se volvió, agitó el zagual y golpeó a Kiin en las costillas. La joven se dobló de dolor y, antes de que pudiera erguirse, Qakan se abalanzó sobre ella, le rodeó el cuello con las manos y le cortó la respiración hasta que Kiin comprendió que se estaba muriendo. En ese instante, Qakan la soltó. Buscó algo en uno de los paquetes con objetos para trocar y sacó una espiral de babiche. Qakan ató los tobillos de su hermana y luego las muñecas a la espalda; tensó tanto las cuerdas de cuero sin curtir que muy pronto a Kiin se le entumecieron los dedos.

Había vuelto a fracasar. Tal vez no debía regresar a la aldea de los Primeros Hombres, quizá los espíritus de los Primeros Hombres que ya habitaban las Luces Danzarinas consideraban que su maldición era excesiva. Probablemente protegían la aldea de su pueblo.

Claro que podía enfrentarse a Qakan pero ¿para qué plantar cara a los espíritus? Los espíritus deseaban lo mejor para su pueblo. ¿Acaso Kiin creía que su sabiduría era mayor que la de los espíritus?

Se apoyó en la regala del ik y miró hacia la orilla. Decidió que no lucharía, que seguiría a Qakan.

Se detuvieron temprano para hacer noche. Desde que Qakan la había secuestrado, Kiin se había acostumbrado a que cada jornada empezaba tarde y terminaba temprano. Kiin señaló con el mentón la abundancia de huesos de animales marinos que se veía en la línea de la marea alta y dijo:

—Ha-ha-haremos un buen fue-fue-fuego y a-a-ahorraremos aceite.

Qakan titubeó pero finalmente le desató las muñecas y los tobillos.

—Antes ayúdame con el ik.

Kiin dobló y estiró los dedos hinchados para recuperar la sensibilidad. Sujetó la borda del ik y ayudó a Qakan a depositarlo sobre la hierba, más arriba de la playa.

Descargaron la barca y le dieron vuelta a fin de convertirla en refugio para ellos mismos y los objetos de trueque. Kiin se decidió a recoger huesos, los desenterró de la arena y los apiló cerca del ik.

Aunque en pocas playas del mar del norte había arrecifes, Kiin supo que aquí abundaban por la forma en que rompían las olas.

—Pue-pue-puede que haya pulpos —gritó a Qakan.

Con un pulpo grande prepararía una buena comida y sobraría carne.

Qakan paseó la mirada por las frías aguas y Kiin se dio cuenta de que su hermana evaluaba el esfuerzo de volver a botar el ik.

—Secaré la bolsa de tinta y la moleré para convertirla en pintura negra. Como sabes, los cazadores comercian con polvo de pintura negra —añadió.

—No —se opuso Qakan—. Busca erizos. Con eso tendremos bastante. Tengo azufre y encenderé el fuego.

Kiin se encogió de hombros y se acercó al ik para recoger un cesto. Recorrió la playa de punta a punta y llenó el cesto con grandes erizos de mar de púas verdes, que encontró en los bordes de las charcas dejadas por las mareas y en los huecos entre las rocas de los bajíos. Cuando en el cesto no cabía un erizo más, Kiin se acercó a la hoguera, ante la cual Qakan estaba sentado y comía el último pez que ella había atrapado esa mañana.

—Qakan, ¿qué comeremos ma-ma-mañana? —preguntó Kiin.

Qakan simuló no haberla oído.

Kiin dejó el cesto con los erizos en la arena y se dedicó a partirlos con una piedra. Qakan terminó de comer el pescado y manoteó los erizos abiertos. Desenfundó el cuchillo de la manga y utilizó el filo para recoger los ovarios de los erizos. Devoró a tal velocidad que Kiin no pudo seguirle el ritmo. Al cabo de un rato se detuvo con la boca llena de ovarios de erizos y murmuró:

—He decidido comerciar una esposa para Samiq. —Como Kiin guardó silencio, Qakan le arrebató un erizo abierto y agregó—: Kayugh me ha pedido que le lleve una mujer. ¿No lo sabías?

Kiin mantuvo la cabeza baja y abrió otro erizo. ¿Qakan decía la verdad o la martirizaba con una mentira?

—¿No me crees? Compruébalo. ¿De quién son las pieles de foca que están en el ik? Son de Kayugh y de Samiq.

Kiin recordó el montón de pieles suaves, mullidas y bien curtidas. Sí, tenían que ser de Kayugh. Ninguna mujer de la aldea curtía las pieles mejor que Chagak. Tal vez eran las pieles de foca que Amgigh había entregado a su padre como precio nupcial. O quizás Qakan las había robado del ulaq de Kayugh.

—Al principio pensé trocar las pieles de foca de Kayugh por una anciana —dijo Qakan, rio y de su boca escaparon restos de comida—. Una vieja que no pudiera dar más hijos, que tuviese los dientes podridos y las manos agarrotadas. —Kiin interrumpió la faena y dejó en la arena la piedra que usaba para abrir los erizos—. ¡Más! —gruñó Qakan.

Kiin apretó los dientes y miró a su hermano a los ojos.

—Los que quedan son para mí.

Qakan se incorporó, eructó y arrebató el cesto de erizos de las manos de Kiin. Los arrojó al suelo, le lanzó a Kiin dos de los más pequeños, sujetó el cuchillo con el filo hacia arriba y dijo:

—Yo me comeré éstos. Tendrías que haber recogido más.

Kiin no contestó.

Qakan volvió a sentarse, pedorreó con una mueca de satisfacción, recogió ovarios de erizo con la hoja del cuchillo y se los llevó a la boca. Finalmente dijo:

—Pues sí, pensaba llevarle una anciana a Samiq, pero ahora pienso que es mejor una joven, alguien a quien le gusten los hombres. —Se carcajeó—. Una mujer que no quiera guardarse para su marido. La travesía de regreso a Tugix es muy larga.

Kiin desvió la mirada y contempló el mar, el oscuro cielo de levante. Qakan seguía hablando y le explicaba que se acostaría con la mujer de Samiq, que se convertiría en comerciante, tendría muchas mujeres y no obtendría poder como cazador, en las frías aguas, sino como comerciante. Dijo que algún día tendría su propia tribu, una tribu de hijos que se extendería desde los Cazadores de Ballenas por el oeste hasta el Pueblo de los Caribúes por el este.

«Sólo es una fanfarronada», susurró el espíritu de Kiin, pero ésta sabía que Qakan tenía un espíritu poderoso. ¿Por qué otro motivo ya se había convertido en comerciante y sus objetos para el trueque eran lo bastante buenos para que otros lo consideraran un hombre poderoso?

Kiin deslizó la mano hasta el amuleto que pendía de su cuello. Esa tarde, mientras le ataba las muñecas y los tobillos, Qakan había amenazado con quitárselo, pero ella le había recordado que toda amenaza a su espíritu representaba un peligro para su hijo. Por eso Qakan le había permitido conservar el amuleto, que ahora Kiin apretó y volvió a apretar, al tiempo que oraba para que las fanfarronadas de Qakan no se hicieran realidad, para que Samiq, su pueblo y hasta el cazador Hombre de las Morsas que la tomase por esposa estuvieran protegidos.