Kiin retiró otra tira de ballico de la pila que tenía al lado. Cada jornada, después de que Qakan y ella varaban el ik para pasar la noche en una playa, Kiin trenzaba cestas. De ese modo estaba ocupada, tenía algún motivo para apartar la mirada del rostro burlón de Qakan, para simular que no oía sus quejas.
Qakan se había llevado las hierbas del ulaq de su padre; Kiin pensó que probablemente las había robado del montón de hierbas secas que su madre apilaba en capas planas en un rincón de su espacio para dormir. Cada vez que Kiin las tocaba, las hierbas le acariciaban las yemas de los dedos y su espíritu tenía la impresión de que veía a su madre trenzando cestas. Kiin desechó la pena de recordar. Ahora estaba aquí con Qakan, ya no era una niña que podía trepar al regazo de su madre y resguardarse de los miedos de la vida de cada día.
A veces hacía un alto en la labor y acariciaba la concha de diente de ballena, otras tocaba el collar que Samiq le había dado o la talla que había pertenecido a Chagak, pero luego sus dedos volvían a sostener las hierbas mientras las giraba, las sujetaba con una mano y las ceñía con nudos fuertes que hacía con la aguja de tejer. Sonrió al recordar el temor de Qakan a la talla que colgaba de su cuello, sus murmuraciones acerca de todas las cosas por las que podría trocarlo. ¿Existía alguien tan insensato para tocar una de las tallas de Shuganan sin permiso de la persona elegida para tenerla? Ni siquiera Qakan correría semejante riesgo.
Kiin acababa de terminar la base circular de otra cesta cuando Qakan regresó de la playa. Era un buen sitio, con acantilados que paraban el viento por un lado y, por el otro, taludes que conducían a las montañas. Kiin dio la espalda a Qakan, con la esperanza de que la dejara en paz, pero él corrió hacia ella y la sujetó por los brazos. Sus ojos brillaban con una expresión que Kiin había acabado por temer e intentó apartarse de su hermano, procuró girarse para que, si le pegaba, no le diera en la cara ni el vientre.
—He visto una ballena. Es una buena señal para nosotros —dijo Qakan, le soltó los brazos, se agachó y apoyó las manos sobre las rodillas para recuperar el aliento.
Kiin pensó que Qakan estaba demasiado grueso para correr tanto. El espíritu de Kiin susurró que la ballena podía ser un mensaje de Samiq, así que la joven se agachó y preguntó a Qakan:
—¿Si-si-sigue en la pla-pla-playa?
Qakan asintió con la cabeza y Kiin echó a correr hacia la playa, pero su hermano gritó:
—Kiin, espérame. —Como su voz contenía la queja que presagiaba la ira, Kiin se detuvo y lo observó—. La verás mejor desde los acantilados.
Kiin dio la espalda a la playa y trepó por las rocas que conducían a los acantilados. No miró atrás. Sabía que Qakan no podía alcanzarla y dudaba de que intentara seguirla, pues era demasiado perezoso para correr tan largo trecho.
Al llegar a lo alto del acantilado, Kiin se protegió los ojos del sol y se esforzó por divisar a la ballena en medio de las olas.
—No me has esperado —dijo Qakan con tono acusador y jadeante. Como Kiin no se volvió, preguntó—: ¿La has visto?
—No —contestó Kiin.
Su espíritu estaba inquieto y algo en su interior lanzó una advertencia. Qakan había llegado demasiado rápido. Había corrido cuando, en realidad, no le gustaba correr.
—Yo no he mentido. He visto una ballena.
El extraño tono de Qakan hizo que Kiin lo mirase. Estaba agachado, con el peso del cuerpo apoyado en los talones.
Kiin percibió la verdad en su mirada. La ballena no existía. Qakan la quería allí, en los acantilados, pero no para que viera una ballena.
Kiin había corrido por la estrecha extensión de lo alto del acantilado y como Qakan estaba a sus espaldas no podía eludirlo.
Intentó fijar la mirada en el mar, pero algo la obligó a volver la cabeza hacia Qakan para ver qué hacía.
Qakan esbozó su sonrisa siniestra, tan parecida a la de su padre.
—Podría empujarte y morirías —dijo y rio.
Su risa estremeció a Kiin, que se apartó del borde del acantilado.
—Te da-da-darán mu-mu-mucho por mí en el true-true-trueque —afirmó y clavó la mirada en las manos de Qakan, presta a moverse si él lo hacía.
—También me darán mucho por las pieles de Kayugh.
—Por mí ob-ob-obtendrás más —insistió Kiin e intentó moverse imperceptiblemente.
Qakan se encogió de hombros.
—Puede ser. Recuerda lo que te dije sobre los Hombres de las Morsas. —Aunque aún estaba rojo a causa del esfuerzo, Qakan habló sin dificultad, sin tener que hacer pausas para respirar. Rompió un tallo de una hierba y mascó la punta—. Los Hombres de las Morsas asignan mucho valor a la mujer que ha tenido un hijo. Es evidente que no valdrás mucho.
Kiin no hizo caso de las palabras de Qakan porque se dio cuenta de que sólo hablaba para distraerla. Pensó que su hermano se movía lentamente y que podría abalanzarse sobre él… Kiin miró hacia el mar y dijo:
—Es-es-espera, me pa-pa-parece que he vis-vis-visto algo.
Cuando Qakan apartó la mirada, Kiin dio media vuelta y echó a correr, pero su hermano se lanzó sobre ella. Al saltar, Kiin se enganchó el pie en un pliegue de la chaqueta de Qakan.
La muchacha trastabilló. Qakan la sujetó por un tobillo y la arrastró hasta dejarla a su lado. La caída dejó sin aliento a Kiin, que no pudo hablar.
—Kiin, me tienes miedo —aseguró Qakan, y se echó a reír—. ¿Crees que te voy a matar?
Qakan se acercó a Kiin, se puso a horcajadas, se sentó sobre su pecho y le trabó los brazos con las rodillas.
Una ráfaga de viento subió por los acantilados y los pelos taparon los ojos de Kiin. Qakan metió la mano dentro de la chaqueta y extrajo un cuchillo de obsidiana de hoja larga. Kiin jadeó sorprendida. Era el cuchillo de Amgigh, el que guardaba cuidadosamente envuelto en el rincón de las armas de su espacio para dormir. Kiin sabía que ese cuchillo formaba parte de una pareja y que Amgigh había llevado el otro a la aldea de los Cazadores de Ballenas para dárselo a Samiq.
—El pelo te tapa los ojos —dijo Qakan—. Te lo apartaré.
Qakan agarró un mechón de pelo de su hermana y lo cortó al ras.
Kiin había recobrado el aliento, intentó zafarse y levantó las piernas para dar rodillazos en la espalda de Qakan.
—Los es-es-espíritus te han vis-vis-visto. Saben que te lle-lle-llevaste el cuchillo de Amgigh. Han vis-vis-visto lo que me-me-me has he-he-hecho. Te ma-ma-matarán.
Qakan rio a carcajadas y la risa le torció la comisura de los labios.
—No pasará nada porque eres una mujer sin alma.
Volvió a reír y todo su cuerpo tembló.
Qakan sujetó otro mechón de pelo y preparó el cuchillo para cortarlo.
—Cor-cor-córtame el pe-pe-pelo —dijo Kiin—. Vol-vol-volverá a crecer pero no an-an-antes de que lle-lle-lleguemos a la aldea de los Hombres de las Morsas.
Qakan frunció el ceño y soltó la cabellera de su hermana, que respiró hondo.
—Tienes razón —reconoció Qakan—. A los Hombres de las Morsas les gustan las mujeres de pelo largo. —Le acercó el cuchillo al cuello—. ¿Recuerdas lo que te dije de los Hombres de las Morsas? ¿Lo recuerdas?
Qakan presionó la piel de Kiin con el cuchillo de Amgigh y la muchacha percibió lo afilado que estaba. Aunque permaneció inmóvil, de pronto Qakan se irguió y se dejó caer violentamente sobre su pecho. Volvió a perder el resuello y no pudo hablar, ni siquiera cuando Qakan se echó hacia atrás, le metió una mano entre las piernas y sus dedos fríos indagaron la calidez de sus partes femeninas.
Kiin se resistió enérgicamente y estuvo a punto de apartarlo, pero Qakan aguantó, cogió con ambas manos la cabellera de Kiin, le levantó la cabeza y la aplastó contra el terreno pedregoso.
El dolor hizo chillar a Kiin y Qakan rio.
—Qakan, ter-ter-terminarás mal-mal-maldito. Estoy pre-pre-preñada —dijo Kiin apretando los dientes.
—Mientes —la acusó Qakan e introdujo una mano por el cuello de la suk.
Kiin forcejeó, pero Qakan levantó el cuchillo y le pegó con fuerza en la cara. El golpe le provocó una herida en la mejilla y la sangre empezó a manar sobre su ojo izquierdo.
Qakan se echó hacia atrás, subió lentamente una mano por el interior de los muslos de Kiin y, como modificó la posición del peso de su cuerpo, uno de los brazos de la muchacha quedó libre. Concentró todas sus fuerzas en el puñetazo que dirigió al estómago de Qakan, pero al moverse Qakan se volvió y Kiin vio que en la mano sostenía una piedra. En el mismo momento en que le dio el puñetazo, notó el golpe de la piedra encima de su sien izquierda.
Luego reinó la oscuridad.
Qakan rio. Volvió a erguirse y se dejó caer pesadamente sobre el vientre de Kiin. La muchacha se limitó a gemir, con los ojos en blanco tras los párpados parcialmente cerrados.
Qakan miró la piedra que sostenía en la mano. El borde estaba manchado de sangre. Era la sangre de Kiin, sangre de mujer.
Arrojó la piedra desde el acantilado y aguzó el oído para escuchar el golpe de la caída en el agua. Qakan se dijo que si caía al mar significaría buena suerte. De todos modos, sólo oyó el roce de la piedra contra la piedra.
La culpa era de Kiin. Ella era capaz de maldecir hasta a las piedras.
Levantó el collar de conchas que rodeaba el cuello de su hermana. Era un regalo de Amgigh y Samiq, y Qakan sabía que Kiin lo guardaba como un tesoro.
Apretó el collar hasta que las cuentas de conchas hicieron muescas en sus dedos; pegó un brusco tirón, rompió los hilos de tendón y arrojó el collar.
Qakan volvió a incorporarse y a dejarse caer pesadamente sobre Kiin. Sólo oyó un gemido. Su hermana estaba débil. Nunca lograría derrotarlo. Se irguió y la miró. ¿Qué era Kiin en comparación con él? Se acuclilló a su lado, estiró el brazo y le metió la mano bajo la suk. Entonces recordó sus palabras: estaba preñada. Era mentira. ¿Acaso Kiin decía la verdad alguna vez? Aunque quizás…
Tenía que ser su hijo, por supuesto. Era su hijo. Se incorporó y pateó a Kiin para ver si abría los ojos, pero ella sólo movió la cabeza de un lado a otro y masculló algo con las mismas palabras truncadas de siempre.
Qakan pensó: «Pues sí, ya podía reírse de él su padre. Que Amgigh y Samiq se burlasen de sus aptitudes como cazador. De todos modos era un hombre, más hombre que cualquiera de ellos. Y tal vez en el vientre de Kiin estaba la prueba de su hombría».
Levantó el pie y lo apoyó en los senos de Kiin. Por lo que recordaba, no había sangrado durante la travesía. Tal vez decía la verdad. ¿Por qué no decir la verdad si con ello se libraba de una paliza? Los Hombres de las Morsas se llevarían una buena sorpresa. Pues sí, un hijo, pero su hijo, el hijo de un hermano. ¡Claro que sí, malditos, quedarían malditos y le darían regalos por esa maldición!
Qakan rio y emitió un sonido que nació en lo más recóndito de su garganta y repiqueteó como la piedra que había arrojado. Escrutó el mar. Su estómago pareció protestar.
Miró a Kiin, que aún tenía los ojos cerrados y respiraba con dificultad. Podía bajarla a cuestas, pero no sería fácil. Además, tenía mucha hambre para esperar a que despertase. El viento arreciaba y arrastraba el rocío marino. Los acantilados siempre eran ventosos.
Se encogió de hombros. Esa noche tendría que preparar su propio alimento. Pues no estaría nada mal. Por fin comería. ¡Comería! Kiin acaparaba todos los peces que atrapaba, le daba unos pocos hoy y otros pocos mañana, como si él fuese un niño. Pero esta noche Kiin no podría dominarlo. Esta noche comería cuanto quisiera.
Qakan dejó a Kiin en los acantilados.
Cuando Kiin despertó había caído la noche. Aunque intentó incorporarse, un agudo dolor en la espalda la obligó a hacerse un ovillo y a levantarse muy lentamente.
Se arropó con la suk. Aunque le dolían la cara y la cabeza, no notaba el menor dolor entre las piernas. Por lo tanto, Qakan no la había poseído, le había creído cuando dijo que estaba preñada. Puede que hasta pensase que el niño era suyo. Tal vez por eso no la había poseído. No hay hombre dispuesto a maldecir a su hijo.
Kiin se sintió aliviada, pero con el alivio llegó el miedo. Qakan la había sometido fácilmente. ¿Eso significaba que su alma era débil? Tal vez Qakan acertaba cuando decía que el espíritu se le escapaba lentamente, quizá con cada palabra que pronunciaba.
Se incorporó, pero le dio vueltas la cabeza. Cayó a gatas y vomitó. Vomitó hasta que en su estómago no quedó nada. Luego se tendió en el suelo y cerró los ojos.
Decidió quedarse allí hasta la mañana y buscar un escondite donde Qakan no pudiera encontrarla.
Estuvo tiempo sin moverse. Finalmente notó que las piedras le laceraban la espalda y las piernas y se sentó para no marearse. Despejó un sitio del acantilado, arrancó manojos de hierbas y preparó un acolchado que le hiciera de lecho.
Se arrellanó en el montículo de hierba y contempló el cielo. Las nubes cambiaban de forma y se movían como ondulaciones que el mar deja en la arena sobre el trocito de luna. Kiin se restregó los ojos, se acercó la mano a la herida de la mejilla y en ese instante algo que estaba junto a su lecho reflejó la luz de la luna. Estiró la mano. Era el collar de conchas que Samiq le había dado. Seguramente Qakan se lo había arrancado, pero como había un nudo entre cada una de las cuentas, sólo faltaban unas pocas de las más pequeñas.
Aferró el amuleto y acarició la talla que Chagak le había dado y que aún rodeaba su cuello.
Entonces oyó una voz. Tal vez le habló su espíritu o quizá fue la voz de los acantilados o del mar. «Debes enfrentarte a Qakan. Si no le haces frente, Qakan hará daño a muchas personas. Tú eres la única que sabe realmente cuán malvado es».
—No —respondió Kiin en voz alta—. No, no y no.
Se ocultaría, buscaría escondites en los acantilados, en las colinas. Qakan jamás la encontraría.
La voz volvió a expresarse: «Debes regresar, debes regresar».
Kiin volvió a decir que no al espíritu. Su voz no se quebró y sonó clara y fuerte.
—¿Por qué tengo que preocuparme de los Hombres de las Morsas? —preguntó y lanzó su pregunta al acantilado, al mar, a la luna—. ¿A mí qué me importa el mal que Qakan pueda hacerles?
Durante largo rato no percibió nada, pero luego llegó la respuesta, suave como la voz de una abuela, y se elevó a su alrededor, manó del collar de conchas entibiadas por sus manos, de la suk de Chagak —tersa piel que rozaba su piel—, de la talla de Shuganan que pendía de su cuello: «Porque son gente».
—No son mi pueblo —dijo Kiin y bajó la cabeza porque súbitamente supo que, fuese cual fuese el espíritu que había hablado, ya fuese de la luna, del viento o del mar, ese espíritu tenía razón—. Mañana —murmuró Kiin y canturreó para que las palabras no se le atragantaran—, mañana volveré a enfrentarme a Qakan y si gano regresaré con los míos. Si no gano, diré la verdad a los Hombres de las Morsas; no importa lo que Qakan me haga.
Se abrigó las piernas con la suk y se tendió en el lecho de hierbas. El viento le agitó los cabellos y los zarandeó como a un lagópedo atrapado en las redes para pájaros de su madre.