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Volvían a observarlo. Las risillas hicieron que perdiese la concentración en el trabajo, se le resbaló el cuchillo y agujereó otro trozo de madera. Samiq cerró los ojos y arqueó la espalda para aliviar la tensión de los hombros. Su abuelo le había dado la estructura de un viejo ikyak para que construyera su propio bote; según dijo su abuelo, un ikyak bien hecho, construido a la manera de los Cazadores de Ballenas, una barca que los animales marinos respetarían.

Samiq hizo esfuerzos por no pensar en el antiguo dueño de la estructura del ikyak, el cazador que había dado forma a la quilla articulada, las regalas y los baos de cubierta. El fabricante del ikyak había sido muy diestro. La estructura era sólida y las ensambladuras encajaban bien. Samiq no pudo dejar de preguntarse si aquel hombre había sido un buen cazador que había llevado carne a la aldea o si había maldecido la estructura de su ikyak con su pereza, con su falta de respeto.

La mayor parte de la estructura estaba en buenas condiciones, incluso las ensambladuras en las que los baos de cubierta se unían con las regalas. Los Cazadores de Ballenas empleaban amarras de sustancia córnea para unir las ensambladuras, y donde la madera rozaba la madera introducían pequeñas cuñas de marfil de diente de ballena.

Su abuelo había rascado un trozo de madera con la uña y le había dicho: «Fíjate, el agua ablanda la madera y la corroe hasta que las olas no tienen donde romper. El marfil impide que la madera se desgaste».

Samiq había pintado las piezas de la estructura con ocre de color rojo sangre; había preparado una pasta y la había extendido con un trozo de piel de foca peluda de cerdas duras. El ocre protegía la madera de la acción de la podredumbre, del desgaste de la sal del mar.

Muchas Ballenas explicó a Samiq que la estructura de madera del ikyak de un cazador de ballenas se semejaba a la osamenta de una ballena y era articulada para moverse en el mar, adaptarse a las olas y ceder a la marejada. Añadió que los ikyak de los Primeros Hombres estaban mal hechos porque eran rígidos e inadecuados.

Las palabras de Muchas Ballenas se clavaron como astillas en el pecho de Samiq y tuvo la sensación de que arañaban su corazón cuando respiraba. Samiq se dijo que si un niño Cazador de Ballenas iba a la aldea de los Primeros Hombres para aprender a cazar otarias, probablemente primero tendría que aprender a manejar los ikyak de los Primeros Hombres. Sin duda tendría que prescindir de su lanza grande y de difícil manejo y aprender a lanzar los arpones de foca con lengüeta y finamente equilibrados de los Primeros Hombres.

Samiq introdujo en el encaje de la regala un extremo del bao curvo de la cubierta. Llegó a la conclusión de que las piezas encajaban bien. Quedaban apretadas, pero no tanto para que se rompiera si una ola inclinaba el ikyak.

Esposa Gorda había accedido a coser las pieles de otaria que Samiq había cortado para la cubierta. Cuando el ikyak estuviese terminado, al menos Samiq podría escapar de las muchachas, aunque Muchas Ballenas no le permitiría quedar fuera de la vista de la playa.

Contempló con ansia el ikyak, que había traído de su aldea. Estaba más arriba de la línea de la marea alta y era una embarcación construida a la manera de los Primeros Hombres, sin la ondulación de la parte superior ni la sobrequilla en piezas de los ikyak de los Cazadores de Ballenas. Podía ir a buscarlo y regresar a su aldea, con los suyos. Regresar junto a Kiin, a su madre y a su hermana pequeña Reyezuela. Pero si volvía decepcionaría a Kayugh y a Amgigh. Para ayudar a su pueblo debía convertirse en Cazador de Ballenas y, al menos durante un año, tenía que complacer a Muchas Ballenas e incluso a Esposa Gorda.

Le resultaría más fácil si Esposa Gorda se pareciese a su madre. Entonces podría hablarle de los Primeros Hombres, de su familia y de su aldea. Así no se sentiría tan solo. Al parecer, Esposa Gorda estaba empeñada en que Samiq olvidara a los Primeros Hombres. No quería que se sentase como lo hacían los Primeros Hombres, no quería que hablase como hablaban los Primeros Hombres. Incluso insistió en hacerle una nueva chaqueta, y cuando la terminó Samiq encontró muy pocas diferencias entre ésta y la que su madre le había cosido.

Muchas Ballenas se había reído de los arpones para focas de Samiq, de las puntas finas y delgadas, de las ligeras astas anteriores de hueso. Cuando examinó el lanzador de Samiq, el anciano se limitó a gruñir y Samiq sonrió para sus adentros porque sabía que el lanzador era lo mejor que podía hacer un hombre. Había pertenecido a su abuelo Shuganan y se lo dieron a Samiq porque tenía exactamente la misma longitud de su antebrazo, desde la punta del dedo más largo hasta el codo.

El lanzador era una extensión del brazo de Samiq y le permitía arrojar la lanza o el arpón mucho más lejos. De casi el ancho de su mano, en cada extremo tenía una aldabilla en la que se encajaba el asta de la lanza. Ésta se colocaba en un canalón que recorría el largo del lanzador. Samiq sujetaba un extremo del lanzador y dejaba que se extendiera, en la horizontal del agua, por encima de su hombro. Cuando hacía un potente lanzamiento lateral, el lanzador seguía el arco de su brazo y la lanza se mantenía horizontal, conectada al lanzador únicamente por la aldabilla del extremo.

El lanzador siempre permitía que Samiq arrojase certeramente la lanza, y la aldabilla del extremo no fallaba. Muchos cazadores más dotados que Samiq poseían lanzadores menos eficaces. «Tal vez tiene que ver con el poder de las numerosas piezas que tu abuelo se cobró con este artilugio», le había explicado Kayugh. Y Samiq dio esa misma explicación a Muchas Ballenas.

Pero cada día Samiq se quedaba en la playa y veía que los jóvenes de la aldea salían a cazar otarias o focas. Entonces recordaba las palabras de Kayugh: «Haz lo que el anciano te diga. Muéstrate interesado en sus palabras y en sus anécdotas y, después de que te haya enseñado a cazar ballenas, regresa a nuestro lado y cuéntanos qué has aprendido. Seremos como los Cazadores de Ballenas pero más grandes, porque somos más hábiles en la caza de las otarias».

Cada vez que su espíritu añoraba su isla y ansiaba retornar a su ulaq, Samiq se decía que Kayugh lo había tratado como a un auténtico hijo. Que tenía que honrar a Kayugh como su verdadero padre, aprender a cazar ballenas para enseñarle, para enseñarle a Kayugh y a su hijo Amgigh.

Samiq puso el cuchillo en el suelo y examinó el ikyak. Había unido cada ensambladura con cintas rígidas de sustancia córnea, había encajado las cuñas de frotamiento de marfil en los orificios y las había adherido con una mezcla de kelp en polvo y sangre. A Muchas Ballenas le resultaría difícil encontrar motivos para rechazar esa estructura. Era posible que ese mismo día Esposa Gorda empezase a coser la cubierta.

Los cuchicheos de las chicas cesaron cuando Samiq recogió el cuchillo y echó a andar hacia el ulaq de Muchas Ballenas. Poco después oyó que alguien corría a sus espaldas. Samiq se dio la vuelta y descubrió que lo seguía la muchacha llamada Tres Peces. Sus dos amigas se taparon las sonrisas con las manos, se apiñaron y los observaron desde la playa.

Tres Peces era alta y ancha, como los Cazadores de Ballenas, y al sonreír dejó al descubierto una hilera de dientes irregulares. ¿Cómo se convertiría en buena esposa si desde tan joven tenía los dientes astillados y rotos? ¿Cuántas botas de aleta de foca sería capaz de fabricar, moldeando las suelas con los dientes, antes de quedar desdentada?

—¿Dónde están tus amigas? —preguntó Samiq a Tres Peces.

La muchacha rio y extendió el brazo señalando a las dos chicas.

—Creen que eres un gigante y que las devorarás —replicó Tres Peces y volvió a reír.

Samiq no dijo nada más. Se sentía agobiado cada vez que hablaba con alguna muchacha de la aldea. Aunque tenía muy poca experiencia en los asuntos del espacio para dormir, sabía que las tres chicas que se encontraban detrás habían sido poseídas poco después de la primera pérdida de sangre. Entre los Cazadores de Ballenas cualquier hombre que no fuera padre, abuelo o hermano tenía derecho a solicitar favores, aunque a la mujer casada sólo podía concederla el marido. Las tres estaban deseosas de compartir su lecho, dedicaban mucho tiempo a seguirlo y agitaban los delantales al andar. Aunque Tres Peces apenas despertaba deseos en el corazón de Samiq, las otras dos —Florecilla y Cesta Moteada— no eran feas.

Durante el primer día que Samiq pasó en la aldea de los Cazadores de Ballenas, Muchas Ballenas le había advertido: «Nada de paseos nocturnos. Los paseos nocturnos harán que la hierba crezca entre los dedos de tus pies y quedarás maldito para siempre con los animales marinos».

La extraña advertencia había desconcertado a Samiq, que preguntó a Pájaro Encorvado —un joven de la aldea— a qué se refería Muchas Ballenas.

Pájaro Encorvado le había dicho que significaba que no podía recibir visitas y se había reído. Esa risa llevó a Samiq a pensar que tal vez no le caía bien a Pájaro Encorvado. Las palabras del abuelo querían decir que no podía dormir con mujeres porque todavía no era un hombre.

En ese momento Samiq se dio cuenta de que, si era un crío a los ojos de Muchas Ballenas, todos los Cazadores de Ballenas lo consideraban un crío. Los hombres se cobraban ballenas y Samiq ni siquiera tenía un ikyak en condiciones.

Por eso halló un extraño consuelo en la risilla de Tres Peces. Cada vez que la oía reír, Samiq pensaba que alguien lo consideraba un hombre.

Esposa Gorda estaba sentada en la amplia estancia central del ulaq, iluminada por lámparas de aceite de ballena. Estas ardían más limpiamente que las lámparas de aceite de foca de los Primeros Hombres.

Samiq aguardó respetuosamente a que Esposa Gorda reparase en su presencia y, cuando lo miró, se agachó para hablar.

—Abuela, estoy preparado para poner la cubierta —dijo.

—¿Has terminado la estructura? —preguntó Esposa Gorda.

—Sí.

—Entonces siéntate. Te hablaré de algo que Muchas Ballenas me ha contado. Puede que él mismo te lo diga y puede que no. Se trata de algo que debes saber.

Samiq se sentó en las esteras del suelo, con las piernas cruzadas al modo de los Cazadores de Ballenas. Esposa Gorda dejó en el suelo la cesta que estaba a punto de terminar y Samiq notó que su labor era muy tosca en comparación con la de su madre. La imagen de su madre delante del poste para trenzar cestas, con un cesto invertido, pareció ponerle un peso en el pecho y Samiq se obligó a concentrarse en Esposa Gorda, con su pelo engrasado y tensamente apartado de la cara redonda y sus ojillos centelleantes bajo la luz de las lámparas.

—Somos un gran pueblo. —Esposa Gorda empezó a recitar la ahora conocida letanía de los Cazadores de Ballenas, el principio de todo plan o narración—. Eres más que un niño, pero aún no te has convertido en hombre. En la aldea de nuestro pueblo para ser hombre debes cazar una ballena. Como ya te has cobrado focas, no puedes estar con los chicos y aprender lentamente, con el paso del tiempo. —Se echó hacia delante, miró a Samiq a los ojos y añadió—: Muchas Ballenas te enseñará. —Volvió a repantigarse y acomodó la estera que tenía doblada sobre las rodillas—. Se trata de un gran honor.

Como no sabía qué decir, Samiq finalmente respondió:

—Sí, abuela, es un gran honor.

Esposa Gorda sonrió y le tocó la rodilla y Samiq tuvo que hacer un esfuerzo para no retroceder. Entre los suyos, tocarse era algo que se limitaba a las esposas y los hijos de un hombre. Claro que Esposa Gorda no lo consideraba un hombre, se dijo Samiq. Notó que se le subían los colores a la cara y abrigó la esperanza de que Esposa Gorda no se diera cuenta.

La mujer volvió a echarse hacia delante, le acarició la mejilla y añadió:

—Te pareces mucho a tu abuelo, pero eres más ancho y más fuerte. Puede que algún día descubra con qué alimentan a sus hijos las madres Cazadoras de Focas que los hace crecer tan fuertes. ¿Lo sabes?

Samiq intentó recordar alguna planta o animal que su pueblo comiera y que los Cazadores de Ballenas no utilizaran, pero le resultó imposible. Cuando se trataba de comer, todo le parecía igual.

—No lo sé —replicó aunque le habría gustado decírselo, le habría gustado complacerla. Añadió—: Lo preguntaré cuando regrese con mi pueblo.

Esposa Gorda se apartó rápidamente, frunció el ceño y entrecerró los ojos. Alzó la cabeza y declaró:

—Ya no eres un Cazador de Focas. Eres uno de los nuestros. Muchas Ballenas ha decidido ponerte un nuevo nombre: Matador de Ballenas.

Samiq abrió los ojos desaforadamente y no pudo disimular el desaliento de su tono, aunque habló suavemente, como si intentara que un niño comprendiera:

—Me llamo Samiq. Es un nombre respetado entre los Primeros Hombres.

—¡Kayugh te ha entregado a nosotros! —exclamó Esposa Gorda.

La mujer observó intensamente el rostro de Samiq y de pronto éste se sintió muy cansado. Recordó las palabras que su madre solía decir cuando el vocerío de muchas personas inundaba el ulaq: «Necesito hablar con el mar». Aunque le repitió esas palabras a Esposa Gorda, no se le escapó la sonrisa que ésta esbozó cuando dejó el ulaq.