22

Kiin permaneció dos días tendida en el fondo del ik de su hermano. El balanceo del bote le daba dolor de cabeza y, cada vez que Qakan la obligaba a beber un sorbo de agua o a comer algo, Kiin vomitaba.

Ni siquiera intentó ayudarlo a montar el campamento, a cocinar o a disponer las esteras para dormir. Permaneció en el ik y durmió la mayor parte del tiempo, pero cada vez que estuvo despierta hizo planes. El dolor de cabeza iba remitiendo. Pronto volvería a estar fuerte, más que Qakan. ¿Y quién podía decir qué sucedería entonces? Tal vez el espíritu de alguna abuela había sido testigo de lo que Qakan le hizo, quizás el espíritu de alguna abuela la ayudaría a escapar.

Al tercer día, mientras arrastraba torpemente la embarcación desde la playa en la que había pernoctado, Qakan dijo:

—De modo que morirás.

Kiin no respondió y mantuvo los ojos cerrados para protegerse de la luminosidad del nuevo día. Aunque no dijo nada, oyó la voz de su espíritu, cuyas palabras sonaron claramente en su mente: «No, Kiin no morirá. Qakan, serás tú el que morirá».

Kiin notó la inclinación del ik cuando Qakan se acomodó en el asiento acolchado de pieles de foca.

—Es una pena que mueras sin alma —dijo Qakan.

Kiin abrió ligeramente los ojos, con la esperanza de que Qakan no lo percibiera. Éste la miró. Tenía la cara sucia, un desgarrón en el hombro de su chaqueta de pieles de ave y el pelo opaco y pegoteado. Más que un comerciante semejaba un chiquillo; parecía alguien que sabe poco, que se deja dominar fácilmente. Kiin notó que su espíritu inundaba su pecho, volvió a sentir fuerza en brazos y piernas y se dio cuenta de que lo que sus ojos veían era real en lugar de imágenes espirituales que duplicaban y triplicaban cada roca, cada brizna de hierba.

—De modo que morirás sin alma y no irás a parte alguna —dijo Qakan—. No irás a las Luces Danzarinas ni volverás a ver a Samiq.

El corazón de Kiin pegó un brinco. ¿Por qué mencionaba a Samiq si su marido era Amgigh? ¿Sus sentimientos hacia Samiq se traslucían tanto que hasta Qakan lo sabía?

—Am-Am-Amgigh es mi ma-ma-marido —respondió y su voz quebró varios días de silencio.

Qakan la miró y a través de la sombra de las pestañas, Kiin se dio cuenta de que sonreía como solía hacerlo cuando se disponía a pegarle, cuando se aprestaba a contar a su padre mentiras acerca de ella.

—De modo que vuelves a estar viva —afirmó Qakan.

Kiin movió lentamente la cabeza y abrió los ojos para contemplar el cielo plomizo. Sí, se había fortalecido y sólo le dolía la cabeza en el sitio donde Qakan la había golpeado, pero eso no era más que la blandura de la herida, no el dolor profundo que la sumía en terribles sueños y hacía que la voz de Qakan retumbase como el agudo quejido del viento.

—Te he traído para que me ayudes a remar, a pescar y a cocinar —agregó Qakan—. No me imaginé que tendría que cuidarte como si fueses una cría.

—Amgigh ven-ven-vendrá a bus-bus-buscarme —replicó Kiin. Se incorporó lentamente y apretó los dientes cuando el cielo y el ik parecieron girar—. Hoy o ma-ma-mañana nos encontrará y te ma-ma-matará por haberme poseído.

Qakan rio. Era la misma risa de su padre, la que parecía brotar de la garganta y arquearse en una nota aguda y chillona como la llamada del pájaro bobo. La grasa de debajo del mentón de Qakan tembló y su tripa se estremeció bajo la chaqueta.

Qakan convertido en comerciante, pensó Kiin. ¿Quién haría trueques con él? El espíritu de Kiin susurró: «Muchos querrán comerciar con él. Qakan es un chiquillo fácil de engañar. Cambiará pieles de foca y volverá a su playa con pieles de lemming».

—Amgigh no nos seguirá —aseguró Qakan—. Te da por muerta.

Kiin se sentó en el ik, miró a Qakan a la cara y por su mirada supo que decía la verdad.

—Hice un agujero en el fondo del ik de nuestra madre y lo encajé entre las rocas, cerca de los acantilados del sur. Toda la aldea pensará que los espíritus del mar te llevaron.

Kiin alzó la barbilla y miró a Qakan hasta que éste desvió la vista.

—En-en-enviaré mi es-es-espíritu a Amgigh en sus sueños pa-pa-para que sepa la ver-ver-verdad.

—No tienes espíritu —espetó Qakan—. En la aldea todos te dan por muerta. Tu espíritu tuvo miedo de permanecer en un cuerpo sin vida. Te dejó mientras dormías y fue a las Luces Danzarinas sin ti.

Kiin rio, estuvo a punto de soltar una carcajada, pero no respondió a los disparates de Qakan.

Qakan ladeó la cabeza y la observó unos instantes.

—¿Crees que te he traído conmigo sólo para que me cosas la chaqueta y prepares mis alimentos? No te equivoques. Cuando lleguemos a una aldea del Pueblo de las Morsas te venderé.

Kiin mantuvo la sonrisa, pero una pequeña parte de la cólera que se acrecentaba en su pecho se trocó súbitamente en miedo. Era verdad que podía obtener un buen precio por ella, si no como esposa, al menos como esclava. Los comerciantes decían que algunos aldeanos del Pueblo de las Morsas tenían esclavos.

—No que-que-querrán una mu-mu-mujer sin al-al-alma —dijo y dejó que la burla de su espíritu se trasluciera en su mirada.

—No les diré nada. —Qakan la miró como si fuera una niña a la que estaba regañando—. Y tú tampoco debes contárselo. Te irá mejor si eres esposa en lugar de esclava.

—En-en-entonces me convierto en es-es-esposa —añadió Kiin—. Al-al-algún día digo que quiero visitar mi pueblo y re-re-regreso a mi aldea. Con-con-contaré a nues-nues-nues-tro padre y a mi marido lo que has hecho. Puede que él o Am-Am-Amgigh te maten. Tal vez lo haga Ka-Ka-Kayugh.

Qakan se encogió de hombros. Hundió el zagual en el agua y masculló:

—Nuestro padre ya lo sabe. Amgigh tomará otra esposa, una esposa mejor que tú. Cuando vuelvas no te querrá.

Kiin oyó a su hermano y apretó los dientes furiosa. Claro que su padre lo sabía. ¿De qué otro modo había acumulado Qakan pieles y aceite para emprender una travesía de trueque? En seguida dedujo que su padre sabía que Qakan la utilizaría para hacer trueque con el Pueblo de las Morsas pero ¿estaba enterado de que Qakan la había tomado por la fuerza y usado como a una esposa?

—¿Tam-tam-también sabe que te maldijiste a ti mismo y tu travesía de true-true-trueque usando a tu her-her-hermana como es-es-esposa? —preguntó y bufó al ver que Qakan se ruborizaba.

—Obtendré más por ti si esperas un niño —comentó Qakan en voz baja.

Kiin se inclinó hacia su hermano. La rabia impulsó sus palabras, que manaron fluidas y precisas, como si hablara el espíritu en lugar de la propia Kiin.

—Y tú te crees que me darás ese niño. ¿No sabes que Amgigh ya ha puesto un niño en mi vientre? No conseguirás nada. Te has maldecido a ti mismo y a este ik. Fíjate en la sangre que hay en el fondo del ik. Es mi sangre, sangre de mujer. Si internas este ik en el mar, los animales marinos harán un agujero en el fondo y los dos nos hundiremos.

Qakan hundió los hombros como si quisiera protegerse de las palabras de Kiin.

—Si yo estoy maldito, tú lo estás dos veces. Si regresas a nuestra aldea y cuentas lo ocurrido, ¿crees que Amgigh te querrá? ¿Crees que un cazador del Pueblo de las Morsas te querrá? No me hables de maldiciones. Soy comerciante. Tengo demasiado poder para quedar maldito por lo que le ocurre a la mujer. Es la mujer la que acarrea la maldición y ya se ha cobrado tu alma.

—Te equivocas, Qakan —afirmó Kiin—. Aún tengo alma. La siento con todas sus fuerzas aquí. —Se apretó el pecho con la mano.

Qakan sonrió.

—Puede que tengas razón. Tal vez tu alma sigue allí. Se necesita mucho tiempo para que el alma abandone a alguien que sigue vivo, pero quizás ahora es más pequeña. Quizá cada vez que hablas una pequeña parte de tu alma escapa con las palabras, sale y el viento la arrastra hasta las Luces Danzarinas.

Cuando terminó de hablar una ola alta rompió contra el ik y lo empujó hacia una saliente rocosa. Qakan contuvo el aliento, remó y, a gritos, pidió ayuda a Kiin. Ésta cogió un zagual del fondo del ik y lo estiró hacia las rocas. La piedra se clavó en el zagual de madera. Aunque le fallaron los brazos, Kiin sostuvo con firmeza el zagual y empujó con todas sus fuerzas mientras Qakan remaba con movimientos largos y profundos.

Por fin la ola quedó atrás y Kiin la vio romper espumosa en la playa, perdiendo fuerzas entre los guijos oscuros, siseando cuando regresó al mar.

—Quédate el zagual —dijo Qakan—. Con tu ayuda iremos más rápido.

Kiin aferró el mango uniforme del zagual. Paseó la mirada por el mango hasta llegar a la hoja. «Sorpréndelo ahora», murmuró el espíritu de Kiin. «Sorpréndelo ya. Está cansado y tú has recobrado las fuerzas».

—So-so-sólo remaré si di-di-diriges el ik ha-ha-hacia nuestra isla.

Qakan sacó el zagual del agua y lo elevó hacia su hermana. Levantó el mentón y señaló la herida parcialmente cicatrizada que atravesaba la sien de Kiin.

—¿Has olvidado lo que soy capaz de hacer con el zagual? —preguntó.

Con la fresca madera del zagual en las manos, Kiin miró los dedos tersos y rollizos de su hermano y no experimentó el menor temor. Se replegó y sacó el zagual del agua para esgrimirlo como protección entre su hermano y ella.

Qakan echó la cabeza hacia atrás y rio.

Kiin esperó unos instantes, aguardó a que la risa de Qakan subiera hacia sus mejillas, hasta que sus mejillas se curvaron y lo obligaron a cerrar los ojos. Esgrimió el zagual como el cazador la lanza y lo dejó caer en la masa fofa del estómago de Qakan. El golpe de Kiin arrojó a Qakan, que cayó hacia atrás en el ik, y en medio de la caída soltó el zagual. Kiin se echó hacia delante, aferró el zagual y volvió a dirigirlo contra Qakan, pero ahora éste lo sujetó antes de que lo golpeara, lo sujetó y lo retuvo con manos tan firmes que Kiin se sorprendió de su fuerza.

Kiin pensó que su hermano había contado con la ayuda de algún espíritu aunque, ¿qué espíritu estaba dispuesto a ayudar a Qakan?

Kiin intentó arrebatarle el zagual y las sacudidas agitaron el ik, de modo que la proa ya no miraba hacia el mar. Las olas rompieron contra el bote y el agua entró por un costado.

—¡Kiin, basta! —chilló Qakan—. Nos ahogaremos. El ik…, mira…

«¿Y qué importa?», murmuró el espíritu de Kiin. «Desde aquí hasta un niño puede llegar a la orilla». Kiin acercó el zagual a su cuerpo y lo soltó tan rápido que la hoja golpeó la boca de Qakan. Dio un salto y cayó con una rodilla sobre la tripa de Qakan y la otra en su entrepierna. Qakan gimió. Soltó el zagual y cuando intentó sujetar a Kiin le agarró los pelos con una mano. La rodeó con los brazos sin darle tiempo a que se zafara, le acercó la cara a su pecho y le apretó el tórax hasta que Kiin no pudo respirar, hasta que sintió que su corazón no tenía espacio para latir. Subió las manos hasta el cuello de su hermana y le apretó la tráquea con los dedos. A Kiin le dolieron los pulmones por la falta de aire y al forcejear se le desdibujó la visión y vio todo gris, relumbrando con imágenes espirituales.

Qakan la apartó, sujetándola del cuello con una mano y con la otra convertida en un puño.

Kiin respiró hondo.

—Pe-pe-pégame —dijo y las palabras le rasparon la garganta—. Así el Pue-pue-pueblo de las Morsas te pagará bien por una mu-mu-mujer con ci-ci-cicatrices en la cara.

Qakan torció los labios e hizo una mueca. La sangre burbujeaba entre sus dientes.

—Kiin, eres tonta —masculló y de su boca escapó un rocío de sangre y saliva.

Kiin intentó apartarse, pero Qakan le retorció el pelo con las manos, le levantó la cabeza y se la aplastó contra una de las costillas de madera del ik. El dolor estalló en el fondo del cráneo de Kiin, salió disparado hacia sus ojos y una vez más todo se duplicó, una vez más todo se enturbió.

—¿Por qué luchas conmigo? —preguntó Qakan, y largos y estremecidos jadeos puntuaron sus palabras—. Amgigh ya no te quiere. Ni siquiera Samiq te quiere ahora. Además, maldecirás a Amgigh si eres su esposa después de haber yacido con tu propio hermano.

Las palabras de Qakan penetraron en la cabeza de Kiin, que notó su peso y dejó que se deslizaran por su garganta hasta su pecho, donde se aposentaron duramente junto a su corazón.

Qakan tenía razón. Portaba una maldición. ¿Podía convivir con Amgigh o con Samiq y correr el riesgo de que se contagiaran la maldición?

El peso de la maldición se extendió por su pecho, creció y empujó su alma hasta convertirla en una delgada capa del interior de su piel, hasta que al final quedó hueca, con el alma frágil como la cáscara de un huevo, y en su seno ya no retuvo nada más que el aliento y palabras vacilantes.