Kiin reaccionó a causa del dolor. Le dolía la cabeza y tenía la espalda como si le hubieran pegado, como si la hubieran azotado hasta desgarrarle la piel y dejarla en carne viva. Le pesaba el estómago de dolor, como si necesitara vomitar, y cuando intentó abrir los ojos descubrió que no podía.
Dedujo que estaba en el ik, pues notó el influjo del agua en los costados. De repente sintió miedo, tan súbito y lacerante como el dolor. Si estaba en el ik, las corrientes la habían arrastrado mar adentro. Tenía que buscar el zagual. Se agarró a los lados del ik y se irguió. El dolor se posó bajo su vientre y notó una ráfaga de calor entre las piernas. Abrió los ojos. Lo vio todo doble: su torso dividido a la altura del pecho, cuatro piernas, dos superpuestas en el centro y todo estaba cubierto de sangre. Volvió a cerrar los ojos.
Se dijo que no era posible, que aún no le tocaba sangrar, que todavía había luna nueva.
Oyó una voz por encima de su cabeza, una voz y una carcajada:
—Ahora Amgigh no te querrá. Y tampoco Samiq. Kiin, he vuelto a apoderarme de tu alma.
Aunque no dio señales de haberlo oído, Kiin notó que su espíritu se movía en su cuerpo, que empujaba y volvía a empujar, que saltaba de su cabeza a su corazón y de allí a sus pies. De pronto Kiin supo que Qakan la había tomado como el hombre posee a la mujer. La había poseído airado y con violencia y la había desgarrado.
Kiin se tumbó lentamente. Cruzó los brazos sobre el pecho. Que la sangre fluyera, que manchase el ik de comerciante de Qakan, que sobre él recayera la maldición de la sangre de mujer. A Kiin no le importaba.
—Te usaré para el trueque —dijo Qakan—. Me pagarán bien por ti. ¿Crees que Amgigh saldrá a buscarte? —Qakan rio—. Nadie lo hará. Creen que has muerto. Aunque te encontrara, Amgigh ya no te querrá. Estás estropeada, como la carne podrida.
Kiin abrió los ojos y giró la cabeza para ver a Qakan, pero su rostro regordete y redondo no era más que una mancha. La sangre aún manaba de sus heridas y se estremeció al pensar en Qakan tendido sobre su cuerpo, penetrándola y dejando su flujo, la leche blanca y espesa que quemaba como el jugo de la planta de ugyuun. Pero Qakan estaba muy equivocado: no le había arrebatado el espíritu. Persistía con fuerza en su interior y se movía colérico. Kiin cerró los ojos y la boca y se tapó los oídos para retener al espíritu. No lo dejaría escapar. Conservaría su espíritu y, aunque de momento no estaba lo bastante fuerte para oponerse a Qakan, pronto su cabeza se despejaría y le haría frente. No permitiría que Qakan comerciara con ella, antes lo mataría.
Qakan miró a su hermana y rio. Kiin estaba tendida en el fondo del ik, con las piernas dobladas y las manos en las orejas. Qakan hundió el zagual en el agua y empujó la canoa con movimientos firmes y uniformes. Volvió a reír y sus carcajadas flotaron. Ahora era hombre, se había demostrado a sí mismo que lo era. Estaba tan orgulloso que notó que su parte masculina volvía a endurecerse. Sí, ya era hombre, tan hombre como Amgigh, más que Samiq. ¿Samiq había estado alguna vez con una mujer? Quizás ahora, en la playa de los Cazadores de Ballenas, ya había compartido el lecho de una mujer. Era imposible saberlo. De todos modos, las Cazadoras de Ballenas eran feas y, más que mujeres, parecían hombres.
Qakan introdujo el zagual en el ik y lo sostuvo sobre la cabeza de Kiin. El agua que chorreaba cayó sobre el rostro de Kiin y se deslizó por su cuello. Aunque hizo una mueca, no apartó las manos de las orejas. Qakan le puso el zagual bajo el brazo y tironeó en un intento de separarle la mano de la oreja, pero Kiin era fuerte, más de lo que Qakan se imaginaba. Levantó el zagual. Debería volver a golpearla. Pretendía que ella le temiese, pero se contuvo. No, necesitaba que mañana Kiin remara y, además, ¿para qué herirla otra vez? La herida en la sien dejaría cicatrices y ya tenía varias en la espalda, producidas por las palizas de Pájaro Gris. Debía empezar a actuar como un comerciante. Kiin le sería de más provecho sin cicatrices.
Además, ella ya le temía. Se había tapado las orejas para ocultarse de su voz.
—Kiin, no eres nada —dijo y lo repitió hasta que rebotó en los acantilados frente a los cuales pasaban, en los gruesos ríos de hielo que fluían desde las montañas hacia el mar del norte—. No eres nada, nada, nada…