Pájaro Gris echó la cabeza hacia atrás y rio largo rato. Al principio las carcajadas incomodaron a Qakan, pero en seguida su malestar se trocó en furia. Su padre era un insensato. ¿No se daba cuenta de lo que le ofrecía?
Con los ojos pequeños tan oscuros y duros como bayas negras, Pájaro Gris declaró:
—No puedo dártela, pertenece a Amgigh.
—Amgigh ha partido.
—Estará fuera tres, como mucho cuatro días.
Qakan se inclinó hacia su padre.
—Para mí es suficiente.
Pájaro Gris entrecerró los ojos.
—¿Qué dices?
—¿Qué ocurriría si Kiin muriera, si sufriese un accidente con el ik? ¿Tendrías que devolver el precio nupcial que Amgigh pagó?
Pájaro Gris se encogió de hombros.
—No. Es su esposa y yo no prometí cuánto tiempo viviría. Aunque es probable que no reciba las cuatro pieles que Chagak tiene que terminar de curtir. —Pájaro Gris se miró las manos y se quitó tierra de una uña—. Dime, ¿por qué quieres matar a tu hermana?
Qakan lanzó un bufido.
—Yo no quiero matarla. Me basta con que parezca que ha muerto. Escucha lo que quiero decirte. Necesito tu ayuda.
Pájaro Gris se irguió y miró a su alrededor. Estaban al amparo del ulaq y el viento sólo llegaba en ráfagas que la hierba del techo frenaba.
—No hay nadie cerca —afirmó Qakan—. Las mujeres están en los ulas, lo mismo que Grandes Dientes, y Kiin vigila los anaqueles de pescado.
Pájaro Gris meneó la cabeza. Cogió el bastón y lo hundió en la hierba próxima a sus pies.
—No puedo ayudarte. Haz lo que tengas que hacer, pero no lo hables con nadie. Hay espíritus que oyen y no sabes si están de tu parte o a favor de tu hermana.
—Están a mi favor —afirmó Qakan. La cólera volvió a hinchar su pecho y envió sangre a su cara hasta que tuvo la sensación de que su cabeza era demasiado grande con relación a su cuerpo—. Mi hermana sólo es una mujer sin poder.
—Alguien la favorece porque tiene un buen marido.
—Fuiste tú quien le puso nombre. Eres tú quien le dio el poder que tiene.
Pájaro Gris se incorporó y se alejó de Qakan. Miró por encima del hombro y añadió:
—Tu hermana me ha proporcionado más pieles de foca que tú. Si fueras cazador prestaría más atención a tus propósitos.
Las palabras se apiñaron tan rápido en la boca de Qakan que éste supo que un espíritu las había colocado:
—¿Eres tú, precisamente tú, quien se atreve a hablarme de la caza?
Pájaro Gris se dio la vuelta y levantó el bastón con mano temblorosa. Abrió la boca hasta que Qakan le vio los dientes, pero el muchacho no se quedó para oír lo que su padre tenía que decir.
Ya estaba bien. Decidió llevarse a Kiin sin ayuda de su padre. Las pieles que le cambiaran por ella serían suyas, no le debería nada a su padre. Caminó rumbo a la playa sin mirar atrás. Tenía el ik a punto y podía partir en ese mismo momento. Al menos todos pensarían que había zarpado.
El primer día de ausencia de los hombres, Kiin y Chagak hablaron mucho y rieron otro tanto. Casi todo el tiempo Reyezuela estuvo fuera de la cuna y la dejaron deambular por el ulaq sin preocuparse de que molestara a los hombres. Por la tarde Concha Azul —la madre de Kiin— fue al ulaq y las tres mujeres tejieron cestas mientras Chagak desgranaba una historia o Kiin entonaba un canto de la urdimbre y otro sobre el mar.
El segundo día tampoco fue terrible y Chagak elogió a Kiin por los bacalaos que Nariz Ganchuda les había regalado, como si la joven los hubiese pescado en lugar de limitarse a ayudar a Nariz Ganchuda a destriparlos. Y el tercer día, el ulaq estaba demasiado tranquilo, demasiado vacío. Mientras vivió en el ulaq de su padre, Kiin y su madre se alegraron cada vez que Pájaro Gris salió de caza. Dada la ausencia de Amgigh y Kayugh, parecía que el ulaq estaba oscuro incluso con todas las lámparas encendidas y en la larga tarde no sonaban risas alegres. Y Samiq…, Samiq no retornaría. No volvería ese año y, tal vez, ni siquiera el próximo. Kiin no podía permitirse sentir el vacío de su ausencia. Era la esposa de Amgigh. Cabía la posibilidad de que cuando Samiq retornara a la aldea de los Primeros Hombres, Kiin ya le hubiera dado un hijo a Amgigh y quizá Samiq traería una esposa Cazadora de Ballenas.
Un dolor súbito impregnó el pecho de Kiin que oyó susurrar a su espíritu: «Pues sí, será mejor que la traiga. Será una hermana para ti y para Amgigh, una hija para Chagak y Kayugh y una segunda madre para los hijos de Amgigh».
Kiin buscó con los dedos la lisa superficie del diente de ballena que pendía junto a su cuerpo y acarició el marfil hasta que parte de la pena la abandonó. Llevaba demasiado tiempo en el ulaq. Le haría bien coger el ik de su madre e ir a pescar a las rocas de kelp. Esa noche, Chagak y ella celebrarían un modesto festín, algo que facilitara la espera.
Chagak daba el pecho a Reyezuela en su espacio para dormir y Kiin le dijo que volvería en seguida, que sólo se alejaría un poco de la orilla.
—¡Espera! —pidió Chagak—. Quiero darte algo.
Desconcertada, Kiin aguardó a que Chagak saliera del espacio para dormir. Llevaba en brazos a Reyezuela y la niña mamaba, con la boca apretada contra el seno derecho de Chagak.
—Ten —dijo Chagak, y entregó a Kiin la talla que llevaba colgada del cuello.
Kiin sabía que el abuelo Shuganan había trabajado esa talla para Chagak. Representaba a una mujer, su marido y su hijo, y los rostros del hombre y la mujer seguramente eran los de Kayugh y Chagak. El marfil del diente de ballena estaba amarilleado por el paso de los años y oscurecido por el aceite con que Chagak lo untaba para impedir que se secara y se escamara.
—No pue-pue-puedo —tartamudeó Kiin—. Es tu-tu-tuya. Tu a-a-abuelo…
Chagak levantó una mano para hacer callar a Kiin, le pasó la tira por el cuello y acomodó la talla para que pendiera entre los pechos de la joven.
—Ahora es tuya —dijo Chagak—. Te dará hijos y tus hijos no sólo serán una alegría para ti, sino también para mí.
Aunque Kiin intentó hablar, un espíritu le cerró la garganta y le arrebató las palabras. Kiin se inclinó, pegó su mejilla a la de Chagak y dejó que la mujer viera que se le habían llenado los ojos de lágrimas.
Chagak sonrió y añadió:
—Algún día se la darás a la esposa de uno de tus hijos. De esa forma siempre será un don.
Kiin aferró la talla con ambas manos y observó los rostros, la suk de la mujer, las plumas y las costuras dibujadas en el marfil. Durante unos instantes pensó en las lamentables tallas de su padre, pero apartó la idea. No podía permitir que los pensamientos sobre Pájaro Gris malograran su alegría.
—¿Irás a pescar? —preguntó Chagak.
—Bus-bus-buscaré percas —replicó Kiin.
—Pregunta a tu madre si quiere acompañarte —propuso Chagak—. Hay mucho viento. No salgas sola.
Kiin sonrió. Chagak siempre se preocupaba por todo. La joven cogió su suk y se la pasó por encima de la cabeza. Al salir del ulaq aún aferraba con una mano la talla de marfil.
Caminó hasta el ulaq de su padre y al descender se le encogió el corazón, pero comprobó aliviada que Pájaro Gris no estaba. Dio voces, pero el ulaq estaba vacío. Tal vez su madre arrancaba raíces o recolectaba brezo en las colinas. A Kiin no le importó. Ciertamente, el viento era fuerte, soplaba desde el norte y se extendía hacia el mar del sur, pero se desplazaría hasta el lado sur de la cala para que las olas no alejasen su ik de las rocas de kelp. A veces era mejor estar sola y avanzar lentamente en el ik, atenta a la presencia de nutrias o de focas.
Su ik estaba en la playa, junto al de Chagak, pero el de Qakan, el que éste y el padre de Kiin construyeron cuando el muchacho decidió convertirse en comerciante, no se encontraba allí.
Pues sí, pensó Kiin, por la mañana Nariz Ganchuda mencionó que Qakan había emprendido la noche anterior su primer viaje como comerciante. Añadió que se había llevado casi todos los peces de los anaqueles de secado. ¿Cabía esperar otra cosa de Qakan?
De todos modos, Qakan era más valiente de lo que Kiin suponía. Un hombre solo afrontaba muchos peligros, incluso un comerciante que bordea las playas y los brazos de mar. No sería una travesía fácil, aunque sólo visitara la aldea de los Cazadores de Ballenas. Además de las cestas para recolectar bayas, Kiin le había dado varios cestos. Qakan le prometió que le llevaría algo a cambio, algo de otra tribu. Kiin no esperaba nada. Estaba acostumbrada a los elogios de Qakan cuando pretendía algo y a su presto desdén cuando lo conseguía.
A Kiin no le importaba. Ya era esposa y quizá pronto se convertiría en madre. Que Qakan hiciese lo que le viniera en gana.
Levantó el ik y lo introdujo en el agua hasta que las olas le lamieron los bajos de la suk. Subió a la embarcación y empezó a remar. Cuando la corriente arrastró el ik, Kiin utilizó el zagual para dirigir la canoa hasta las rocas de kelp. Ataba una línea a la masa para pescar cuando vio una gran cantidad de quitones que brillaban sobre las rocas, apenas sumergidos. Se estiró, extrajo el cuchillo de mujer de la bolsa que le colgaba de la cintura y utilizó el borde de la hoja para desprender los quitones.
Trabajó hasta acumular una pila de quitones, cada uno tan largo como su mano, con las conchas oscuras y articuladas enroscadas como diminutos montículos de ulas. Se sirvió del zagual para alejar el ik de las rocas. ¿Para qué tomarse la molestia de pescar? Se darían un festín de quitones.
Tendría que remar con mucho ahínco para volver a la playa. Aunque la corriente la alejaba de la cala, Kiin estaba acostumbrada a remar y su espalda y sus brazos eran fuertes. Había hecho varios movimientos enérgicos cuando oyó que alguien la llamaba. Se irguió y divisó un ik.
Volvió a remar, mantuvo la posición del ik en medio de la corriente y saludó con la mano. Era Qakan. Resultaba imposible confundirlo porque había pintado su ik con los vivos colores de los comerciantes, aunque de una manera horrorosa.
Dejó que la corriente la arrastrara hacia las rocas y el ik derivó hasta un sitio de aguas mansas entre dos cantos rodados. Sólo un día, a Qakan le había bastado con pasar un día a solas en el mar. Kiin no se sorprendió. Su hermano nunca sería hombre. Más que Kiin, era Qakan el que viviría para siempre en el ulaq de su padre.
Cuando su hermano estuvo lo bastante cerca, Kiin gritó:
—Supuse que querías ser comerciante.
Qakan se encogió de hombros y acercó el ik al de su hermana.
—Pasé mala noche —explicó, con el tono agudo y quejumbroso que Kiin conocía de siempre—. En la playa donde hice noche había espíritus.
Kiin asintió con la cabeza, pues estaba casi segura de que Qakan había pernoctado en la cala del lado oeste de la playa de Tugix. Los Primeros Hombres habían construido un campamento en ese sitio e incluso un pequeño ulaq. Esa cala servía de apeadero a las focas peludas que nadaban desde el mar del sur hacia el norte.
No era un sitio tan terrible para pasar la noche. Cuando todavía era una chiquilla, Kiin había estado allí una vez. Había cogido el ik de Nariz Ganchuda y remado hasta la cala, decidida a vivir lejos de su padre. Kayugh la encontró al día siguiente y la llevó de regreso al ulaq, pero lo cierto es que no había pasado una noche terrible. Tampoco había encontrado espíritus.
Qakan bajó los ojos, rehuyó la mirada de su hermana y fugazmente Kiin se apiadó de su vergüenza. Tenía que ser espantoso ser perezoso y asustadizo como Qakan.
—He recogido muchísimos quitones —comentó Kiin—. ¿Tienes una cesta que pueda llenar para que se la lleves a nuestra madre?
Qakan asintió con la cabeza y le entregó una de las cestas que la propia Kiin había tejido, la que había adornado con plumas amarillas del penacho de los frailecillos. Le habría gustado devolvérsela y pedirle que la cambiara por otra menos hermosa, pero su espíritu murmuró: «¿Para qué aumentar su dolor?».
Kiin cogió la cesta y la llenó de quitones.
Como miraba hacia abajo, Kiin no vio que Qakan elevaba el zagual por encima de la cabeza, no alzó la vista hasta que oyó el zumbido del zagual cortando el aire.
El zagual golpeó la sien izquierda de Kiin, le desgarró la piel y la arrojó al fondo del ik. Miró unos instantes a Qakan y en sus ojos no percibió vergüenza ni miedo. Lentamente se obligó a hacer una pregunta:
—¿Por qué?
Qakan rio y en seguida el cielo se tiñó de rojo, el océano se volvió negro y Kiin no vio nada más.