Kiin despertó temprano y fue a las rocas de kelp a pescar brecas. Cobró tres piezas, cada una tan larga como su antebrazo. Las limpió, las abrió y las llevó a la piedra de cocinar de Chagak. Había hecho fuego bajo la piedra antes de salir a pescar, por lo que ahora estaba caliente. Depositó los pescados con la piel hacia abajo y vio que el calor volvía blanca y escamosa la piel interior verde de las brecas.
Kiin comió un pescado acuclillada junto a la piedra de cocinar, llevó los otros dos a Chagak y a Reyezuela y salió del ulaq para contemplar el mar. Era imposible saber cuándo regresarían Amgigh y Kayugh, aunque tal vez estuviesen de vuelta ese mismo día.
Kiin suspiró y escrutó las aguas. Aunque todavía era temprano, vio que Nariz Ganchuda ya había salido en el ik y estaba de regreso en su pequeña barca de piel descubierta, llena de bacalao. Kiin sonrió y bajó corriendo a la playa para ayudar a Nariz Ganchuda a varar la embarcación.
—¿Has pes-pes-pescado toda la no-no-noche? —preguntó Kiin al ver la proa de la barca repleta de peces de blanco vientre.
Nariz Ganchuda rio.
—No, simplemente los espíritus me fueron favorables.
Junto a los anaqueles de los ikyan, bajo una piedra, Kiin divisó la red de acarreo de Nariz Ganchuda. Corrió a buscarla y se la entregó a Nariz Ganchuda.
La red era circular. Cuando la extendían, era tan ancha como un hombre alto. Nariz Ganchuda aflojó el cordel con el que se cerraba, Kiin y ella sostuvieron sendos lados e introdujeron los bacalaos del ik en la red. La acarrearon hasta el sitio donde las mujeres destripaban el pescado. Durante la bajamar, en ese sitio las olas no las alcanzaban, pero cuando había pleamar el agua se llevaba las entrañas de los peces.
Depositaron la red en el suelo y Kiin metió la mano bajo la suk y la introdujo en el bolsillo del delantal, donde guardaba su cuchillo de mujer. El filo de pedernal estaba ligeramente curvado y el mango recto alisado para encajar fácilmente en la mano de Kiin. Cogió un pez del montón y lo rajó de las agallas a la cola, introdujo la mano, con dos cortes rápidos separó las tripas por arriba y por abajo y terminó de arrancarlas. Nariz Ganchuda tenía palos de secado, de los cortos, del ancho de la mano de Kiin, que se colocaban en el interior del pescado y lo mantenían abierto para que se secase más rápido; también disponía de palos largos, en los que colgaban de diez a quince pescados de la cola y las agallas para colocarlos en los anaqueles de secado.
Kiin encajó un palo corto, clavó los extremos en la carne y depositó el bacalao en el trozo de cubierta de un viejo ikyak que Nariz Ganchuda había desplegado.
—Tu suk es hermosa —comentó Nariz Ganchuda mientras destripaba otro bacalao.
Kiin hizo una mueca de contrariedad al ver las babas que le colgaban de una de las mangas y repuso:
—De-de-debería haberme pues-pues-puesto la vie-vie-vieja.
—Pues ve a buscarla. El pescado puede esperar.
Kiin bajó la cabeza y simuló que comprobaba el filo de la hoja de su cuchillo con el pulgar.
—Es-es-está en el ulaq de mi pa-pa-padre.
Nariz Ganchuda lanzó un bufido.
—Pues iré a recogerla —afirmó y se alejó antes de que Kiin pudiera impedírselo.
—No di-di-digas que yo la quie-quie-quiero —gritó Kiin, pero no supo si Nariz Ganchuda la oyó.
Kiin sabía que Nariz Ganchuda no le temía a su padre. Pájaro Gris era un hombre menudo y Nariz Ganchuda era más alta, puede que hasta más fuerte.
Kiin retiró varios bacalaos de la red y los destripó. Miró en dirección a los ulas y vio que Nariz Ganchuda se aproximaba con su vieja suk de cormoranes en la mano.
—Tu padre te envía saludos.
Kiin abrió mucho los ojos y rio. Por lo que recordaba, su padre jamás enviaba saludos a nadie, menos aún a ella.
—¿Ha de-de-decidido que a-a-ahora que soy esposa me-me-merezco sus saludos? —preguntó Kiin e intentó restar importancia a sus palabras.
Nariz Ganchuda sonrió y dijo:
—Ve a lavarte las manos antes de cambiarte la suk.
Kiin se acercó a la orilla del río y se acuclilló para refregarse la mano con guijos. Con arena húmeda quitó las babas y la sangre del pescado de la manga de la suk y se la sacó por encima de la cabeza. El viento le enfrió los pechos y se puso la suk a modo de escudo mientras regresaba al lado de Nariz Ganchuda.
La mujer señaló con la barbilla el sitio donde había dejado la vieja suk de Kiin y la muchacha se la deslizó por la cabeza y la acomodó sobre el delantal.
Trabajaron un rato en silencio, hasta que Nariz Ganchuda preguntó:
—¿Te sientes distinta ahora que eres esposa?
Kiin frunció los labios y finalmente repuso:
—Más que con ser es-es-esposa tiene que ver con que tengo al-al-alma. —Se acercó una mano al pecho—. Es bue-bue-bueno notar que el es-es-espíritu se mue-mue-mueve en tu in-in-interior.
—Tu padre debió ponerte nombre hace mucho tiempo —afirmó Nariz Ganchuda—. Al menos tu madre hizo cuanto pudo por ti.
Las palabras de Nariz Ganchuda sorprendieron a Kiin. ¿Qué había hecho su madre por ella? Incluso su nueva suk la había cosido Chagak. Concha Azul era incapaz de desafiar a su marido para honrar a la hija que éste detestaba. ¿Cuántas veces Concha Azul se había limitado a mirar, llorosa pero sin hacer nada para impedirlo, mientras Pájaro Gris pegaba a Kiin?
—Nun-nun-nunca permitiré que mi marido pe-pe-pegue a mis hijos —aseguró Kiin—. A cambio puede pe-pe-pegarme a mí.
—No he dicho que tu madre lo hiciera todo bien —razonó Nariz Ganchuda—, pero debes tener en cuenta que la ira de tu padre hacia ti corresponde a que no eres un hijo. No hay otro motivo. Eres una mujer hermosa y a menudo se jacta de tu belleza. Me lo ha dicho Grandes Dientes.
La sorpresa enmudeció a Kiin. ¿Su padre la consideraba hermosa?
—Pero mi ma-ma-madre… —logró decir.
—¿Crees que tendría que haberlo impedido? —preguntó Nariz Ganchuda—. Sí, al menos podría haberlo intentado. Pero debes recordar lo que hizo por ti. —Kiin frunció el ceño y Nariz Ganchuda prosiguió—: Tu padre quería matarte en el mismo momento en que naciste.
Kiin asintió con la cabeza.
—Qakan me lo ha di-di-dicho muchas ve-ve-veces.
—Kayugh obligó a tu padre a que te dejase vivir porque prometió a Amgigh como marido. Tu padre se vengó no poniéndote nombre. Así Kayugh no podía cumplir su promesa, no podía entregarte a Amgigh. No podía pedirle a Amgigh que renunciase a las esperanzas de tener hijos ni arriesgarse a que le robaras el alma.
—Jamás robaría el alma de un hombre.
Nariz Ganchuda se encogió de hombros.
—Y tu madre podría haberte entregado al viento. Podría haberte dejado morir. Así no habría habido disputas ni ira en nuestra aldea.
—Pero Kayugh podría haberse enfadado… —empezó a decir Kiin.
Nariz Ganchuda volvió a encogerse de hombros.
—Existen muchos modos de dejar morir a una recién nacida. Es fácil asfixiar a una niña y decir que murió mientras dormía. Tu madre te vigilaba sin cesar. Jamás te dejaba sola. Cuando salía a pescar te llevaba colgada a su espalda. Piensa que para ella habría sido muy fácil obedecer a tu padre, asfixiarte cualquier noche, no decirle a nadie la verdad y devolver la paz al ulaq de tu padre.
Nariz Ganchuda dejó de hablar y Kiin no dijo nada. Le había sido fácil estar resentida con todos los miembros de su familia, encerrarse hasta tal punto en su soledad y su miedo que los gozos de la vida no la alcanzaron.
—¿Entiendes lo que te digo? —preguntó Nariz Ganchuda.
Kiin alzó la cabeza, miró a la mujer a los ojos y respondió:
—Sí.
Nariz Ganchuda sonrió y se incorporó. Aferró un poste de colgado y con ayuda de Kiin enristraron los bacalaos destripados. Una vez lleno el primer palo, lo subieron por la playa hasta una zona llana y rocosa, al abrigo de los acantilados. En ese sitio los hombres habían montado los anaqueles de secado. Con los acantilados al fondo, los anaqueles estaban más protegidos de las aves y bastaba una mujer de guardia para espantar gaviotas y cuervos.
Cada anaquel de madera flotante contaba con anchos soportes ahorquillados, cada uno de los cuales se mantenía en pie mediante pilas de piedras y guijos de la playa. En cada soporte había tres palos, uno en la horquilla de la parte de arriba y dos en huecos abiertos a los lados. Kiin y Nariz Ganchuda depositaron el palo de pescado en el hueco ahorquillado de los soportes más cercanos.
—Vigila tú —propuso Nariz Ganchuda y le entregó una vara larga para espantar a los pájaros—. Yo enristraré los peces en otro poste.
Kiin se agachó junto al anaquel. Las gaviotas trazaban círculos, se llamaban y se peleaban por quedar bien situadas encima de los anaqueles. Kiin se incorporó y con la vara dibujó un círculo sobre su cabeza. Las gaviotas se replegaron y volaron hacia la pila de entrañas que Nariz Ganchuda y ella habían dejado para que la arrastrara la marea. Kiin volvió a acuclillarse junto a los anaqueles.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó una voz.
Sobresaltada, Kiin levantó la cabeza y vio a Qakan.
—Nariz Ganchuda ha ba-ba-bajado a la pla-pla-playa. Ayúdala a tras-tras-trasladar postes.
—Prefiero ayudarte a ti —declaró Qakan.
Kiin recordó la noche antes de convertirse en esposa de Amgigh. Estaban solos en el ulaq de su padre, ella trenzaba esteras y Qakan se había apoyado en un montón de pieles de foca rellenas con plumas de oca.
«¿Crees que seré un buen marido?», había preguntado Qakan y se había levantado el delantal para mostrarle su parte masculina.
«No», había contestado Kiin disgustada. «No creo que ten-ten-tengas fuerza suficiente pa-pa-para hacer hi-hi-hijos».
Kiin había subido a la escalera por el poste y abandonado el ulaq. Qakan tuvo demasiada pereza para seguirla. Aguardó en el exterior del ulaq a que su madre volviera de recoger erizos y desde entonces Qakan no le había dirigido la palabra hasta ese momento.
Una súbita ráfaga de gozo inundó el pecho de Kiin. Pensó que era bueno estar lejos del ulaq de su padre, a salvo de Qakan.
—¡Kiin! —gritó Nariz Ganchuda.
Kiin miró en dirección a la playa y vio que la mujer tenía dos postes con bacalaos ensartados. Se irguió para ir en su ayuda, pero Qakan corrió hacia Nariz Ganchuda y cogió uno de los postes.
Los acarrearon y los apoyaron simultáneamente en los soportes para que el anaquel no se inclinara.
—Quédate junto a los anaqueles —dijo Nariz Ganchuda a Kiin—. He pedido a Chagak que venga al ulaq de mi marido. Pequeña Pata y yo pensamos tejer cestas.
Cuando Nariz Ganchuda regresó al ulaq de Grandes Dientes, Kiin se puso en cuclillas y se cubrió las rodillas con la suk. Qakan se agachó a su lado.
—Pronto me iré —dijo Qakan. Kiin lo miró y arrugó el entrecejo—. Me dedicaré al trueque. Soy comerciante —añadió con tono beligerante, como si esperara a que Kiin le llevase la contraria. Kiin se levantó y agitó la vara cerca del anaquel—. Necesito más cosas para hacer trueque. ¿Has trenzado más esteras o cestas? Si me las das te traeré algo bueno a cambio.
Kiin miró a Qakan, sonrió lentamente y repuso:
—Ten-ten-tengo dos cestas para recolectar bayas. Al-al-alguien me las regaló. —Notó que los colores subían al rostro de Qakan—. Están en el ulaq de Kayugh. Pe-pe-pero ahora no pue-pue-puedo dejar los anaqueles.
—Iré yo —propuso Qakan. Kiin se encogió de hombros cuando su hermano se incorporó—. Te traeré algo bueno a cambio —repitió.
Kiin dio la espalda a Qakan y agitó la vara para espantar a las gaviotas. Probablemente Qakan estaría fuera todo el verano, pensó. ¿Podía pedir algo mejor?
En ese momento recordó lo que había dicho Nariz Ganchuda: Concha Azul había querido a su hija y, a su manera, la había protegido. La dureza que durante tanto tiempo había rodeado su corazón pareció escapar de su pecho.
Kayugh había prometido a su hijo Angigh como marido para salvarle la vida. No podía permitirse el deseo de tener por marido a Samiq. Estaba viva gracias a Amgigh.
¿Cómo olvidar las ocasiones en que, perturbado por sus morados, Amgigh había desviado la mirada? Fue Samiq, no Amgigh, el que se acercó a su lado y la consoló con afectuosas palabras hasta que los pensamientos de Kiin se apartaron del dolor físico, de las heridas lacerantes de su espalda y sus brazos.
Cierta vez que su padre la golpeó tanto que Kiin no lograba recordar cómo había llegado de su ulaq al de Kayugh, Chagak le preparó un lecho en la amplia estancia central, cerca del calor de las lámparas de aceite. Samiq le había tomado la mano y le había dicho que quería que fuese su esposa, que pagaría el precio nupcial, que daría a su padre lo que reclamara. «Te quiero como esposa», había declarado.
Kiin había observado el rostro de Samiq: la frente ancha y fuerte, los pómulos altos y sesgados. El poder de la mirada de Samiq atrapó los ojos de Kiin y pareció retenerlos. El joven acarició con un dedo la curva de su mejilla y añadió:
«Te prometo que algún día serás mi esposa y me ocuparé de que estés a salvo».
Esa promesa sólo había sido la de un chiquillo, una palabra que Samiq no podía cumplir. Por eso Amgigh era su esposo y, por añadidura, un buen esposo. Tal vez ya llevaba un hijo de él en su seno. Kiin se estiró para acomodar uno de los anaqueles de pescado y al moverse oyó susurrar a su espíritu, como si le hablase en voz baja a algo que se encontraba dentro de Kiin, como si esperara que ella no lo oyese: «O tal vez llevas un hijo de Samiq».
Kiin acarició la concha de diente de ballena que pendía junto a su cuerpo. Pensó que no, que Samiq estaba con los Cazadores de Ballenas y que tomaría por esposa a una mujer de esa tribu.
Recordó la ballena que varios años antes había varado en la playa de los Primeros Hombres: carne, huesos para las vigas de las viviendas y aceite limpio y que no despedía humo para las lámparas. Era bueno que Samiq aprendiese a cazar ballenas, bueno para Samiq y para los Primeros Hombres.
Una o dos veces por año, los Cazadores de Ballenas se presentaban para hacer trueques. Kiin conocía el nombre de algunos o recordaba sus rostros: Foca Agonizante y otro hombre, hosco y siempre presto a protestar, al que llamaban Roca Dura. Pues ahora ése era el pueblo de Samiq. Tomaría por esposa a una Cazadora de Ballenas. Kiin pertenecía a Amgigh.
Qakan anunció su presencia de viva voz, pero nadie respondió. Sonrió y descendió por el poste hasta el interior del ulaq de Kayugh. El rincón de Kiin tenía que ser el más alejado del espacio para dormir de Kayugh. Pues sí, ahí estaban las cestas de Kiin, que no eran lo bastante perfectas para ser obra de Chagak. Qakan se acuclilló y repasó la pila de esteras y pieles trabajadas por Kiin. Las cestas para recolectar bayas estaban arrolladas en lo más bajo de la pila. Las cogió. Bajo las cestas encontró un cuchillo de mujer y lo recogió. La hoja era obra de Amgigh. Nadie más picaba tan finos los filos. Qakan se guardó el bolsillo bajo la manga. Deambuló por el ulaq, se detuvo ante el espacio para dormir de Kayugh, apoyó la mano en la cortina y la corrió.
¿Para qué correr el riesgo de que la cólera de Kayugh evocara espíritus que maldecirían su viaje de trueque? Se dirigió al espacio para dormir de Amgigh. Kayugh tenía el poder de matar hombres. ¿Quién no había oído narraciones sobre su combate con los Bajos? En realidad, Amgigh sólo era un chiquillo. Su maldición sería ínfima, no tendría fuerza suficiente para hacer daño a un comerciante.
Además, los filos de Amgigh siempre suponían buenos trueques. Qakan apartó la cortina, entró y buscó el sitio donde Amgigh guardaba sus armas: lanza corta, arpón para focas, boleadoras, un recipiente para anzuelos y una cesta llena de filos.
La risa llenó los pulmones de Qakan cuando extendió las hojas sobre las pieles para dormir de Amgigh. Nadie las hacía mejor. Bastaba con que un hombre se llevara los filos de Amgigh para convertirse en un gran comerciante.
Qakan alzó la cesta y en ese instante reparó en la envoltura de piel de otaria. Dejó la cesta, se sentó con las piernas cruzadas sobre las pieles para dormir de Amgigh y cogió el hatillo. Al sopesarlo y equilibrarlo entre las manos supo de qué se trataba. Aun así lo desenvolvió y lanzó un prolongado silbido: obsidiana picada hasta formar una hoja de filos delgados. Las facetas labradas captaban la luz, iluminaban la negrura del cuchillo. El mango estaba recubierto de sustancia córnea negra, cortada en tiras tan finas como cabellos.
Volvió a envolver el cuchillo, se abrió la pechera de la chaqueta y lo guardó en la pretina del delantal.
—Soy hermano de Amgigh —dijo Qakan en voz alta, dirigiéndose a los espíritus que moraban en el espacio para dormir de Amgigh—. Soy hermano de Amgigh. Recordad que su esposa, Kiin, es mi hermana. Amgigh puede trabajar otro cuchillo. Yo haré trueques con éste y con los que hay en la cesta. Le traeré algo que hasta Samiq envidiará.