Samiq la vio cuando se volvió por última vez. Estaba en lo alto del borde del acantilado, con el pelo desplegado a sus espaldas por el viento y su delgado cuerpo convertido en una fina línea que contrastaba con el gris del cielo.
Manténla a salvo para Amgigh, rogó a Tugix. Aléjala de Pájaro Gris y de Qakan. Repitió la misma plegaria durante la primera y larga jornada de navegación e incluso por la noche, después de que Grandes Dientes se despidiera y entre los tres montaron el campamento para pernoctar en la isla de las otarias.
Acarrearon los ikyak playa arriba hasta el sitio donde cuatro cantos rodados formaban un círculo y los acomodaron entre las piedras como si fueran protecciones contra el viento. Kayugh llenó las lámparas de aceite y las encendió. Eran lámparas de cazadores, pequeñas, ligeras, de piedra y de fácil transporte en el ikyak.
Comieron carne de foca seca y grasa de oca, buenos alimentos que calmaban la irritación de garganta después de una jornada expuestos al agua salada. Más tarde Kayugh preparó las esteras para dormir, pero Samiq fue incapaz de conciliar el sueño. Sólo pensaba en Kiin, en la noche que habían compartido. Aunque era esposa de Amgigh, ¿acaso no lo había llamado marido en sueños?
Antes de partir, Samiq había confiado a Grandes Dientes que temía por la seguridad de Kiin, pero Grandes Dientes se limitó a sonreír y aseguró:
—Pájaro Gris teme a tu padre, a ti e incluso a Amgigh. No hará daño a Kiin. Y Qakan… —Grandes Dientes echó hacia atrás la cabeza y rio—. Qakan ha decidido ser comerciante. Le he dado diez anzuelos y varias pieles para que los cambie. Al parecer piensa marcharse dentro de unos días. Cuando regrese, si es que vuelve, Amgigh y tu padre ya habrán retornado a la aldea.
Samiq había asentido con la cabeza. Grandes Dientes siempre tenía razón. Aunque Kiin estaba a salvo, el temor pendió en él como un espíritu, le golpeó la mente y le susurró la infinidad de maneras en que Kiin podía ser herida, modos que no dejaban huella en el cuerpo, cosas que podían hacerle para destruir su alma.
Samiq se acercó al ikyak y desató un paquete de piel de foca que colgaba de un lado. Contenía grasa de foca derretida. Se la pasó por las manos y las mejillas y luego cogió la chigadax.
Extendió grasa de foca sobre las numerosas costuras horizontales de la chaqueta. Engrasó las tiras de intestino de foca para que se mantuvieran flexibles y para evitar rasgones. Disponía de aguja y de hilo de tendón y, como todos los cazadores, sabía reparar sus ropas, pero no podía volverlas impermeables.
Con frecuencia había visto coser a su madre y en cierta ocasión había contemplado a Kiin mientras reparaba la chigadax de Pájaro Gris. Cada costura impermeable era doble, se cosía de un lado, se le daba la vuelta y volvía a coserse.
Había visto que Kiin introducía la aguja en la piel y la recogía hábilmente sin permitir que penetrara el otro lado de la costura. No parecía difícil, pero cada vez que Samiq tenía que reparar la chigadax daba la impresión de que la aguja seguía su propio camino, por lo que tuvo que darse por satisfecho con untar con grasa las puntadas para impedir que el agua se filtrara.
Cuando acabó de engrasar su chigadax, Samiq hizo otro tanto con la de su padre. Era una tarea que podía realizar para no pensar en el día venidero, jornada en la que su padre y él se reunirían con los Cazadores de Ballenas.
¿Qué representaba cazar el más grande de los animales? ¿Acaso su capacidad para cobrar otarias le supondría ventajas entre los Cazadores de Ballenas? Quizá no fuera lo bastante hábil para cobrar ballenas y su abuelo lo hiciese regresar con los Primeros Hombres, convertido nuevamente en un chiquillo, igual que Qakan.
Por la mañana comieron mientras guardaban todo en los ikyan. A Samiq se le revolvió el estómago y cuando volvieron a surcar las aguas tuvo la impresión de que Amgigh remaba demasiado rápido. ¿Para qué darse prisa? Tenían todo el día para llegar a la playa de los Cazadores de Ballenas.
El mar estaba picado y, aunque no vieron señales de focas ni de ballenas, las gaviotas los siguieron a cierta altura, trazando círculos y graznando como si les indicaran el camino en medio del agua.
Esa tarde avistaron la isla de los Cazadores de Ballenas.
—¡Ahí está! —exclamó Kayugh súbitamente.
Samiq se enderezó en el ikyak y mantuvo el zagual en posición vertical dentro del agua para permanecer quieto. Distinguió la isla. Era grande, con una playa larga y llana que se elevaba hacia una serie de colinas y las cumbres serradas de una montaña. La niebla cubría el día. El sol no era más que un manchón luminoso entre las nubes y, pese a que no vio la totalidad de la isla, a Samiq le pareció enorme, con la playa tres, cuatro veces más larga que la de Tugix.
Kayugh señaló el escollo rocoso que sobresalía hacia el mar.
—Manteneos apartados del lado sur de la playa —gritó—. Está lleno de piedras.
A medida que se acercaban a la isla, Samiq divisó seis, tal vez siete montículos alargados próximos a las colinas y dedujo que eran ulas. Un riachuelo atravesaba el lado norte de la playa y Samiq alejó el ikyak de la corriente que producía el caudal de agua que penetraba en el mar.
Aminoró el ritmo del ikyak y siguió a su padre. Kayugh ya había estado en la aldea y seguramente recordaba en qué puntos los cantos rodados acechaban bajo el agua. Aun así, Samiq estuvo atento al mar y buscó rocas que pudiesen rasgar el fondo de su ikyak.
—Nos han visto —gritó Kayugh a Samiq.
En la playa había seis u ocho hombres, tres armados con lanzas. Kayugh hizo una señal: levantó la mano, la agitó, la bajó y volvió a elevarla. Los hombres de la playa se miraron entre sí y gritaron. A medida que se aproximaban a los hombres, Samiq vio que señalaban una zona de rocas lisas que se extendía hasta la playa.
Kayugh remó hasta las rocas y cuando una ola lo impulsó hasta la orilla, aflojó la tira que le cruzaba el hombro y lo sujetaba al ikyak y se bajó. Varios Cazadores de Ballenas sujetaron la embarcación y la trasladaron a un sitio alto. Uno le dio a Kayugh una palmada en la espalda a modo de saludo y ambos rieron.
Samiq vio que Amgigh encauzaba su ikyak hacia las rocas. Súbitamente, una ola giró su canoa y dos Cazadores de Ballenas sujetaron a Amgigh al tiempo que otros dos elevaban el ikyak. Amgigh quedó colgado hasta que Kayugh desató las tiras que lo sujetaban a la barca.
Samiq aferró el zagual y esperó a que una ola lo impeliera hacia las rocas. El enérgico oleaje le permitió llegar a la playa. Samiq mantuvo el equilibrio con el zagual y abrió las ataduras que le permitirían salir del faldón de la escotilla, hecho con intestinos de otaria.
Samiq solía ajustar el faldón de la escotilla con tres nudos que se soltaban fácilmente. El primero se soltó de un tirón, pero el segundo resistió y Samiq permaneció en el ikyak, forcejeando con una mano y con los dientes para deshacerlo.
—La próxima ola te arrojará contra las rocas —dijo uno de los hombres y le entregó un cuchillo.
Samiq cortó el nudo, abandonó el ikyak de un salto y levantó la embarcación antes de que la ola rompiera.
—Samiq, eres muy rápido —declaró el mismo hombre.
Samiq irguió la cabeza y vio al cazador al que llamaban Foca Agonizante, que ocasionalmente visitaba su aldea durante las travesías para hacer trueques. Aunque se sorprendió de que Foca Agonizante recordara su nombre, Samiq sonrió y replicó:
—Sólo con los nudos.
Foca Agonizante rio. Era un hombre de hombros anchos y piernas cortas, como todos los Cazadores de Ballenas, pero a diferencia de éstos no tenía por costumbre fanfarronear. Cuando los Cazadores de Ballenas iban a comerciar a la aldea de los Primeros Hombres, celebraban un festín y siempre había un rato para contar historias. Los relatos de Foca Agonizante no aludían a sus matanzas, sino a las de otros cazadores. Muy a su pesar, eran muy célebres sus habilidades con el ikyak y con el arpón.
—¿Habéis venido a comerciar? —preguntó Foca Agonizante.
—No —replicó Samiq. En seguida añadió—: Bueno, si, pero se trata de otro tipo de trueque.
Samiq acarreó su ikyak playa arriba y lo dejó junto al de su padre. Kayugh y Amgigh hablaban con Roca Dura, un cazador que solía ir de trueque a la aldea de los Primeros Hombres. Foca Agonizante se sumó a ellos y Samiq se arrodilló en busca de rasgones en el fondo y los lados del ikyak. Que los Cazadores de Ballenas se percatasen de que valoraba su ikyak más que la charla sobre el tiempo y el mar. Tenía muchos días para conversar con los Cazadores de Ballenas. ¿Para qué escucharlos ahora?
Mientras Samiq repasaba el ikyak con las manos, el viento arrastró hasta sus oídos las palabras de Roca Dura:
—Muchas Ballenas es muy viejo. Tal vez está durmiendo.
—¿Sigue siendo vuestro jefe? —preguntó Kayugh.
Roca Dura lanzó un bufido.
—Sí, es nuestro jefe —replicó Foca Agonizante.
—Tengo que hablar con él. He traído a su nieto. Muchas Ballenas quiere que su nieto aprenda a cazar ballenas.
Roca Dura volvió a bufar, señaló con la barbilla a Amgigh y a Samiq y preguntó:
—¿Cuál de los dos chicos pertenece a Muchas Ballenas?
Samiq se puso en pie.
—Somos cazadores y dueños de nosotros mismos —replicó Samiq, miró a su padre y notó que había apretado los labios y tensado los músculos de la mandíbula.
—Samiq ha venido a aprender vuestras costumbres —dijo Kayugh—. Necesitamos que Amgigh permanezca con nosotros. No podemos renunciar a dos cazadores.
Roca Dura clavó la mirada en Samiq. Sus ojos eran intensos y oscuros, como pequeñas piedras negras.
—Vamos —propuso Foca Agonizante a Kayugh e hizo un gesto que abarcó a Samiq y a Amgigh. Los condujo al primer ulaq alargado. Trepó hasta el orificio de lo alto del montículo, miró a Kayugh y añadió—: Espera.
Samiq giró y vio que Roca Dura seguía junto a los ikyan y que se había agachado al lado de las canoas con el ceño fruncido. Samiq volvió a mirar a su padre, pero Kayugh paseaba la mirada por la línea de ulas que componían la aldea de los Cazadores de Ballenas. Aunque su padre le había dicho que constaba de ocho hogares, Samiq sólo divisó siete, alineados entre las colinas y la playa, cual pisadas de un gigante.
—¿Dónde está el octavo ulaq? —quiso saber Samiq.
Kayugh señaló un punto entre dos colinas, a cierta distancia del resto de los ulas.
—Aquél es el ulaq de Roca Dura.
—¿Por qué lo construyó en ese sitio?
—Dice que algún día será jefe y que el jefe debe vivir apartado de los demás.
Samiq meneó la cabeza.
—¿Y qué han dicho los demás Cazadores de Ballenas?
—Los demás dicen que es perezoso. Como encajó el ulaq entre dos colinas, no tuvo necesidad de construir paredes, sólo el techo.
Aunque rio, la inquietud se coló en los pensamientos de Samiq. Conviviría con los Cazadores de Ballenas. Tendría que cazar con ellos, incluso con Roca Dura. Volvió a dolerle el estómago y experimentó el vergonzoso anhelo de volver a ser niño, de regresar a su aldea, de sentarse junto a su madre mientras cosía o tejía esteras, de que no le exigieran nada salvo recolectar huevos, bayas o erizos.
Como si le hubiera adivinado el pensamiento, Kayugh posó la mano en el hombro de Samiq y dijo:
—No estás obligado a quedarte.
Súbitamente, Amgigh se echó hacia delante y afirmó:
—Debes cumplir tu promesa.
Kayugh frunció el entrecejo y miró a Samiq.
—Dije a Amgigh que le enseñaría a cazar ballenas —explicó Samiq—. Me quedaré hasta que Muchas Ballenas decida que ya no puedo permanecer aquí.
Samiq reparó en la expresión orgullosa de su padre.
—Si aprendes a cazar ballenas podrás enseñarnos a todos —dijo Kayugh en voz baja.
—Sí —coincidió Samiq y calló al ver que Amgigh entrecerraba repentinamente los ojos.
—A Qakan, no —puntualizó Amgigh.
—Primero Qakan debería aprender a cazar focas —comentó Kayugh y alzó la cabeza cuando Foca Agonizante salió del ulaq de Muchas Ballenas.
—Muchas Ballenas os recibirá —gritó Foca Agonizante.
Samiq siguió a su padre por la ladera del ulaq y Foca Agonizante descendió.
—¿No nos acompañas? —preguntó Kayugh.
—Quiere veros a solas a Samiq y a ti. —Foca Agonizante posó la mano en el brazo de Amgigh y añadió—: A ti, no.
Samiq notó que Amgigh enrojecía de ira.
Kayugh y Samiq descendieron a la penumbra del ulaq de Muchas Ballenas. En cuanto sus ojos se adaptaron a la oscuridad, Samiq se percató de que el ulaq de Muchas Ballenas era amplio, más alto y más largo que el de los Primeros Hombres. La estancia principal estaba revestida de cantos rodados que casi llegaban a la altura de la cintura de Samiq; en la cima de cada piedra había un hueco que contenía aceite y un montoncillo de musgo que hacía las veces de mecha.
—Me alegro de que estéis aquí —dijo Muchas Ballenas—. Poneos cómodos.
El anciano se encontraba en el centro del ulaq, sentado en una estera. Llevaba una chaqueta de nutria, cada una de cuyas costuras estaba adornada con piel y plumas. Cubría su cabeza un sombrero cónico de madera. Los Cazadores de Ballenas lucían esos sombreros siempre que iban a la aldea de los Primeros Hombres para hacer trueque y desde niño Samiq había soñado con tener un sombrero semejante. Su madre le había explicado que los Cazadores de Ballenas los hacían con un trozo de madera tan delgado que lo trataban con vapor para darle forma y unían los bordes por detrás, como si fuera una costura. La madera del sombrero de Muchas Ballenas estaba lisa y brillante, como si la hubiera untado con aceite. En la costura del sombrero habían cosido largos bigotes de otaria y de un lado colgaban plumas y conchas.
Kayugh tomó asiento en una de las esteras de hierba extendidas frente al anciano e indicó a Samiq que se acomodase a su lado. A la izquierda de Muchas Ballenas se encontraba su esposa, una mujer baja y gorda, con el pelo tensamente apartado de su cara redonda y recogido en una coleta con una tira de piel de nutria. Los dos permanecían con las piernas cruzadas en lugar de acuclillados, como Samiq y Kayugh.
La mujer señaló dos esteras, cubierta la primera con rodajas de carne delgadas y oscuras, y la segunda con cuatro cuencos de concha llenos de grasa derretida. Muchas Ballenas escogió una rodaja, se la dio a Kayugh e hizo señas a Samiq de que se sirviera. El muchacho vio que Muchas Ballenas hundía la carne en la grasa derretida, la doblaba y se la llevaba a la boca. Samiq lo imitó.
La carne era sabrosa y dulce. Al principio Samiq supuso que era carne de morsa, pero en seguida supo que era de ballena. Una vez más, la certeza de las razones por las que estaba ahí lo abrumó y su corazón latió deprisa.
—Hace mucho tiempo me prometiste que me devolverías a mi nieto. Sabía que vendrías —afirmó Muchas Ballenas.
Su voz sonó grave y fuerte, como la de un joven. Según contaban los narradores, antaño los Cazadores de Ballenas habían sido Primeros Hombres. Aunque los dos pueblos hablaban la misma lengua, algunas palabras se pronunciaban de manera distinta. Cada voz de los Cazadores de Ballenas sonaba rápida y entrecortada, como si al cazar ballenas hubiesen aprendido a moverse a mayor velocidad, incluso en el habla.
—Hace mucho tiempo nuestro pueblo salvó tu aldea —dijo Kayugh.
Samiq se sorprendió de la brusquedad de su padre. Las conversaciones solían empezar lentamente, con muchos comentarios sobre la caza y el mar, las esposas y los hijos.
—Así es —confirmó Muchas Ballenas—. Por ese motivo te entregué a mi nieta y a mi nieto.
De pronto Samiq se quedó inmóvil y permaneció sentado muy recto. Notó que Esposa Gorda estaba tan inclinada hacia delante que los grandes pechos le rozaban las rodillas.
Samiq se concentró en las palabras de su padre. ¿Qué había querido decir Muchas Ballenas cuando confirmó que había entregado a Kayugh su nieta y su nieto?
—Dije que, a cambio, te devolvería a tu nieto cuando fuera hombre para que aprendiera a cazar ballenas.
Muchas Ballenas no dijo nada, pero intervino su esposa:
—Sólo los hombres de esta aldea cazan ballenas. Además, este chico no parece cazador, tiene los huesos grandes y los hombros muy anchos.
Samiq se sorprendió de que la mujer pronunciara palabras en una reunión de hombres y esperó a que Muchas Ballenas la regañara, pero el anciano se limitó a asentir con la cabeza.
—Recuerdo que Chagak amamantó dos niños —prosiguió Esposa Gorda—. Uno era su hijo, nuestro nieto, y el otro tu hijo. ¿Cómo sé si éste es el nuestro?
Las palabras se posaron como piedras en el corazón de Samiq, que hizo grandes esfuerzos por comprender lo que decía Esposa Gorda. ¿Desde cuándo no era hijo de Kayugh? En ese caso, ¿quién era su padre? Miró a Kayugh, deseoso de que éste lo mirara, pero Kayugh mantuvo la vista fija en Muchas Ballenas.
Por fin Kayugh tomó la palabra, al principio despacio, como si hablara para sus adentros, como si Muchas Ballenas, su esposa y Samiq no estuvieran allí.
—Samiq ya es honrado en nuestra aldea por la cantidad de focas que ha cobrado. Es muy hábil manejando el ikyak. Es vuestro nieto. Sabéis que no os mentiría. —Kayugh se levantó y Samiq se irguió a su lado—. Vuestros comerciantes serán siempre bienvenidos —añadió Kayugh, y esas palabras eran la despedida tradicional de todas las aldeas que practicaban el trueque.
La brusquedad de Kayugh volvió a sorprender a Samiq, que luchó por contener todas las preguntas que treparon a su boca, por guardar silencio y comportarse como si entendiera la actitud de Kayugh.
Kayugh escaló el poste que conducía al orificio del techo del ulaq.
—Sería bueno tener un hijo en nuestro ulaq —afirmó Esposa Gorda—. Una vida a cambio del hijo que perdimos en el combate con los Bajos.
—¿Estás dispuesto a entregárnoslo como hijo? —preguntó Muchas Ballenas.
—Como nieto —replicó Kayugh—. Es mi hijo.
—Llévalo fuera —añadió Muchas Ballenas—. Toma una decisión y reúnete con nosotros.
Samiq siguió a Kayugh al exterior del ulaq y descendieron a sotavento del montículo, donde podían hablar sin temor a que el viento transportara sus palabras hasta los que se encontraban en la playa.
—¿Quieres quedarte? —preguntó Kayugh.
En lugar de responder, Samiq inquirió:
—Si tú no eres mi padre, ¿quién lo es?
Kayugh guardó silencio largo rato y finalmente replicó:
—Tu padre, el marido de tu madre, Chagak, era hijo de Shuganan el tallador.
Samiq asintió con la cabeza. Había oído muchas narraciones sobre Shuganan, sobre su influjo en el mundo de los espíritus. Su madre también le había contado que su aldea fue destruida por los Bajos. Chagak era una de las hijas de Muchas Ballenas.
—¿Amgigh es tu verdadero hijo? —quiso saber Samiq.
El corazón de Samiq había abandonado su sitio en el pecho, se había desplazado como los espíritus y lo notó primero en las sienes, luego en las muñecas y finalmente aporreando sus corvas.
—Sí, Amgigh es mi hijo e hijo de otra esposa que no es tu madre.
El corazón de Samiq volvió a desplazarse y latió deprisa en su cuello.
—¿De modo que no somos hermanos?
—Cuando tomé a tu madre por esposa os convertisteis en hermanos y yo en vuestro padre.
—Tendrías que habernos dicho la verdad. Tendrías que habernos dicho la verdad cuando éramos muy pequeños.
Kayugh carraspeó y no miró a Samiq.
—Pensamos que era mejor que crecierais sin saberlo. ¿De qué sirve hablar de los muertos? Nadie sabe qué maldición, qué cólera podría caer sobre nuestro ulaq si tu madre hablara de tu verdadero padre, si yo hablara de la verdadera madre de Amgigh.
Samiq cerró los ojos y se frotó los párpados.
—¿Amgigh no fue elegido para aprender a cazar ballenas porque no es nieto de Muchas Ballenas?
—Así es.
—Pero si tú hubieras podido elegir, habrías escogido a Amgigh…
Kayugh alzó la vista al cielo y cuando volvió a mirar a Samiq, éste percibió su desasosiego.
—Te habría escogido a ti porque eres mejor cazador —afirmó Kayugh—. ¿Te quedarás?
—Sí —respondió Samiq.
Mentalmente, vio las incontables veces que había tenido la impresión de que Kayugh favorecía a Amgigh, las ocasiones en que Samiq había ganado una carrera o conseguido el pez más grande y Amgigh había recibido las alabanzas.
Kayugh asintió con la cabeza y añadió:
—Si te quedas, aprende. Aprende a cazar ballenas y regresa para enseñarle a Amgigh.