Kiin no siguió a los demás hasta la playa. Tal vez habría sido correcto que lo hiciera porque no se trataba de una travesía de caza. Amgigh no quedaría maldito si la tocaba, si permitía que sus ojos la contemplaran demasiado tiempo y que sus pensamientos evocaran las noches compartidas. Y Samiq… Pues no, Samiq no era su marido. Su presencia no podía maldecirlo. Kiin decidió que era mejor quedarse en el ulaq. Cortaría esófagos de otaria para fabricar botas y de este modo mostraría a los espíritus que aguardaba el rápido retorno de su marido y del padre de éste. A medida que trabajaba, notaba que su propio espíritu pugnaba por salir, empujaba sus piernas y sus pies hasta que no pudo quedarse quieta.
Guardó las pieles y se puso a caminar de un lado al otro del ulaq, anduvo hasta que los pies la condujeron al poste de salida.
«No, no necesito salir, no necesito ver una vez más a Samiq», se dijo. Los pies treparon por el poste y Kiin se encontró en lo alto del ulaq, como si su cuerpo se moviera sin el consentimiento de su espíritu. Miró hacia la playa. Los tres en ikyan, las canoas de Samiq, Amgigh y Kayugh, habían partido. Aunque la de Grandes Dientes tampoco estaba, Kiin sabía que sólo los acompañaría una jornada.
Kiin se dio la vuelta para entrar en el ulaq y en ese momento se acordó del espacio para dormir de Samiq. Había que limpiar el suelo con brezo fresco y era necesario sacudir y airear las pieles. Tal vez fuera mejor que lo hiciese de inmediato, aunque antes tendría que ir a las colinas a recoger brezo. Decidió poner manos a la obra y sólo entró en el ulaq para recoger su cuchillo de mujer y ponerse la suk.
Salió del ulaq, trepó deprisa por la hondonada poco profunda que estaba resguardada del viento y se dirigió a lo alto de los acantilados que se alzaban en la parte posterior de la cala. Los ikyan se dirigirían al sur y al oeste bordeando la isla de Tugix y la isla cercana en la que los hombres cazaban nutrias; luego cruzarían la extensión de agua que la separaba de la isla de los Cazadores de Ballenas. Kiin se resguardó los ojos del sol y miró hacia el mar. Finalmente los divisó, no tan lejos como suponía. En primer lugar iba el ikyak de Samiq, luego el de Kayugh, después el de Grandes Dientes y, por último, el de Amgigh. Kiin contempló los movimientos seguros y prestos de Samiq, la derechura de su espalda mientras pilotaba el ikyak. A su lado Amgigh parecía un chiquillo y su forma de remar era insegura.
Kiin llegó a la conclusión de que Kayugh había elegido bien. Samiq era el que debía ir a la isla de los Cazadores de Ballenas y aprender a cazar esos animales. Samiq era el hombre.
Qakan observó a los cuatro hombres que abandonaron la playa. Amgigh reía y hacía bromas, pero Samiq estaba serio y apenas hablaba. Samiq se había agachado a recoger un puñado de guijarros: la promesa de que retornaría. Luego había escrutado el ulakidaq. Qakan se dio cuenta de que con la mirada buscaba a Kiin. Nunca había comprendido por qué motivo Samiq la deseaba, pero lo cierto es que sabía que la deseaba, que siempre la había deseado. Hasta de niño Samiq empezaba a jactarse y a reír cada vez que Kiin se encontraba cerca. Durante el año anterior, cada vez que visitaba el ulaq, Samiq la contemplaba y escrutaba con la mirada los pequeños pechos de pezones sonrosados de Kiin y sus piernas larguiruchas.
Qakan entendía perfectamente esa parte del deseo de Samiq. ¿Acaso no experimentaba lo mismo cuando veía a las mujeres de otras tribus, en las contadas ocasiones en que los Cazadores de Ballenas llevaban a sus esposas durante las visitas de trueque? A veces, una de las esposas pasaba la noche en su ulaq, en el lecho de su padre, y Qakan oía los gemidos y las risas y detestaba a su padre por guardarse a la mujer para sí.
En cierta ocasión Qakan abandonó su espacio para dormir y se arrimó al borde de las cortinas del de su padre. Mientras veía a su padre desnudar a la mujer, la parte masculina de Qakan se alargó y se puso rígida. Qakan se preguntó si Kiin había aprendido de Pájaro Gris a ser codiciosa. Seguramente otros hombres compartían a las mujeres con sus hijos.
Por consiguiente, Qakan comprendía el deseo de Samiq y, aunque consideraba a Kiin demasiado delgada y callada, sabía que por alguna razón Samiq la quería por esposa. Pero Samiq no se saldría con la suya. Qakan sonrió. Samiq, el niño que siempre hacía lanzamientos más distantes y mejores que los otros chicos, que corría más rápido, que era más fuerte, mejor cazador y que incluso atrapaba más peces con sus anzuelos de conchas de almeja talladas —por motivos que nadie había sido capaz de descifrar—. Samiq no podía tener a Kiin ni jamás la tendría.
Y Qakan tampoco.
Sus minuciosos planes, las noches que Qakan había pasado en vela a lo largo de los años en su espacio para dormir, pensando respuestas rápidas, réplicas que pusieran de manifiesto su inteligencia, su ingenio, todas las noches que se había dedicado a hacer planes mientras los demás dormían…
Transcurrieron muchos meses hasta que alguien se dio cuenta e hizo comentarios sobre sus bromas, sobre la fuerza que emanaba de sus palabras.
Por fin llegó el día, dos lunas antes de que Kayugh y Amgigh llevaran el precio nupcial de Kiin al ulaq de Pájaro Gris. Éste estaba en el techo del ulaq, a solas con su hijo, pues las mujeres habían bajado a la playa y recogían almejas durante la bajamar. Qakan fue a por todas y se lo comunicó a su padre, más que pedírselo. Estaba convencido de que su padre era débil y sabía que las peticiones solían acabar en una negativa simplemente porque en el rechazo Pájaro Gris experimentaba una sensación de poder.
«No soy cazador. Quiero ser comerciante. Te cubriré de honores y te traeré pieles, conchas y arpones de otras aldeas», había dicho Qakan.
En lugar de explayarse sobre el deseo de Qakan de convertirse en comerciante, Pájaro Gris había comentado:
«Es verdad, no eres cazador. Si los espíritus escondieran las raíces y las bayas que cogen las mujeres y las focas que cobran los cazadores, tú ni siquiera serías capaz de atrapar un frailecillo».
Indignado por las palabras de su padre, Qakan apretó los dientes y dijo lo que siempre decía, lo primero que le había oído decir a su padre:
«No es culpa mía. Me gustaría ser cazador pero la niña, tu hija, me ha arrebatado las fuerzas».
Pájaro Gris escupió una brizna de hierba, dejó de observar a su hijo y escrutó el mar.
Qakan esperó un rato y, al ver que su padre guardaba silencio, añadió:
«Los comerciantes traen tantos honores como los cazadores y, a veces, más pieles».
Pájaro Gris giró lentamente la cabeza y miró a Qakan.
«Quieres ser comerciante».
«Sí».
«¿Te consideras capaz de negociar, de lograr que un hombre acepte por sus bienes, por sus pieles o conchas, menos de lo que cree que valen?».
Qakan estaba esperando que su padre le hiciera esa pregunta. Era la misma que había oído a los comerciantes, a los que acudían al ulaq de su padre, a los que usaban por una noche a la madre de Qakan y miraban expectantes a Kiin, pero desviaban la vista en cuanto Pájaro Gris les narraba la historia de la vergüenza de su hija.
«No», replicó Qakan y reprimió la risa al ver que su padre enarcaba las cejas. «No haré que un hombre acepte menos de lo que cree que valen sus pieles porque así me ganaría enemigos. Le haré pensar que recibe más, aunque no sea cierto. Trocaré finas pieles de foca por conchas que en esta playa son raras, pero comunes en otra, o por carne de ballena, de la que los Cazadores de Ballenas disponen en abundancia».
Su padre había asentido varias veces con la cabeza y añadido:
«Pues tendrás que tener algo para hacer trueques. ¿De qué dispones?».
Qakan miró al suelo. Su padre no tenía que percibir la burla que brillaba en sus ojos. ¿De qué disponía para hacer trueques? De muchas cosas, muchas, muchísimas: de cuchillos de mujeres descuidadamente olvidados en la playa, de trozos de marfil del cesto de las tallas de su padre, de cosas que Kiin o Concha Azul creyeron haber perdido y por las cuales fueron castigadas. Cada vez que aparecían los comerciantes, cada vez que visitaban el ulaq de Pájaro Gris, el de Grandes Dientes o el de Kayugh, ese mismo día o al siguiente desaparecían cosas: agujas de coser de las mujeres, leznas, cuchillos curvos, cosillas que era muy fácil ocultar en la manga de la chaqueta. Ah, sí, decían todos, ¡vaya con los comerciantes! No se podía confiar en ellos.
Qakan se mantuvo cabizbajo y respondió:
«Puede que tú, Samiq y Kayugh tengáis pieles de más, algo que podría llevarme para negociar y, a cambio, os traeré colmillos de morsa o pieles de oso, cosas que os gustaría tener».
Su padre volvió a asentir con la cabeza.
«¿Y qué sacarías tú a cambio de traernos colmillos de morsa o pieles de oso?», preguntó Pájaro Gris.
«Buenos alimentos, honores en otras tribus y mujeres para mi lecho».
Qakan lanzó una carcajada.
Pájaro Gris sonrió burlonamente y los pelos de la barbilla le temblaron.
Qakan se armó de valor y añadió:
«Tal vez, quizá me permitas llevarme una cosa».
«¿Qué cosa?».
«A mi hermana».
Su padre se volvió bruscamente y abrió los ojos azorado.
«¿Y quién te dará algo por ella?», preguntó. «No tiene alma y jamás ha sangrado».
«¿Quién lo sabe más allá de esta aldea?».
«Algunos comerciantes», respondió Pájaro Gris. Clavó la mirada en el mar y apostilló: «No es fea. ¿Cuántas pieles eres capaz de conseguir por ella?».
«Diez», aseguró Qakan. Dijo diez aunque pensó que tal vez obtendría veinte.
«Diez», repitió Pájaro Gris. «Si consigues diez, espero que me entregues ocho».
«Ocho», confirmó Qakan. Su padre sólo esperaba ocho pieles, el trato era mejor de lo que había supuesto.
Y entonces Amgigh había ofrecido dieciséis pieles y un cuchillo de obsidiana.
Por eso Qakan había contemplado la partida de Amgigh, Samiq, Kayugh y Grandes Dientes. Sí, de todos modos se había preparado para el trueque, se las había ingeniado para que Grandes Dientes le diera anzuelos y pieles, para que su madre le cosiera una suk de pieles de ave; incluso Kiin le había dado varias cestas muy bien tejidas y Chagak le había permitido que se llevara cinco esteras de hierba, las que trenzaba con los bordes de cuadros oscuros. Antes de partir cogería la pila de pieles de foca que Kayugh había entregado como precio nupcial de Kiin. Pero además sería mucho mejor tener a Kiin.