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Samiq contuvo el aliento y esperó la reacción de Kiin. Amgigh tendría que haber hablado a solas con ella, tendría que haberle preguntado si estaba dispuesta a pasar la noche con Samiq; de este modo, podría haberse negado si no le apetecía, podría haberlo dicho sin incomodidades, sin que diera la impresión de que se enfrentaba a su marido.

Samiq pensó: «Quizás a Amgigh le gusta tener el poder del marido sobre Kiin, disfruta reclamando su obediencia».

No, Amgigh no era así, era Pájaro Gris quien tenía esas actitudes. Amgigh era joven, un marido reciente. ¿Acaso Primera Nevada no había cometido errores parecidos en sus tratos con Baya Roja? Pese a que llevaban casi dos veranos como marido y mujer, ocasionalmente Samiq notaba que la desconsideración de Primera Nevada llevaba a Baya Roja a rechinar los dientes colérica o, con más frecuencia, a reír frustrada. A veces Baya Roja también era insensata, pues corría hasta la orilla para desearle buena suerte en las travesías de caza, pese a que todo cazador sabe que la esposa no debe observar desde la playa sino desde el techo del ulaq, a pesar de que todo cazador sabe que no debe tocar a su esposa antes de subir al ikyak. De lo contrario, los animales marinos, que perciben el olor terrestre de las mujeres, se sienten ofendidos y no se entregan al arpón del cazador.

Samiq vio que Kiin abría desmesuradamente los ojos y lo contemplaba unos instantes, pero en seguida apartó la mirada, bajó la cabeza y dijo algo en voz baja a Amgigh.

—Muy bien —dijo Amgigh y le dio una palmadita a Samiq en la espalda—. Iros ya. Que paséis una larga noche.

Kiin replicó con el rostro encendido:

—An-an-antes tengo tra-tra-trabajo.

Les dio la espalda y puso manos a la obra en el escondrijo para alimentos.

Empezaron a comer y de pronto Samiq se dio cuenta de que nada sabía bien. Le ardía el estómago como si hubiese ingerido tubérculos amargos y crudos.

La velada transcurrió lentamente. Daba la impresión de que la madre de Samiq rondaba a Kiin, le hablaba en voz baja y tranquilizadora; su padre se replegó en un rincón, dio la espalda a la estancia principal y se puso a arreglar el arpón.

Samiq pensó que, si rechazaba a Kiin, insultaría a su hermano y a su esposa y no permitirla que Amgigh le diese nada en trueque por los secretos de los Cazadores de Ballenas. ¿Le hago sentir que soy yo quien ha recibido la mejor vida? ¿O poseo a Kiin?

Experimentó una vacilación interior: la necesidad de su cuerpo y el deseo de tener a Kiin. Luego sintió ira y sus pensamientos se apartaron de Amgigh y se concentraron en sus propias necesidades.

«Tendría que haber sido mi esposa, no la de Amgigh», se dijo Samiq. «Que Amgigh vaya a la aldea de los Cazadores de Ballenas y aprenda. Que viva con sus ruidosas mujeres. Yo soy el verdadero esposo de Kiin. Me preocupo por ella más que Amgigh».

Sin mirar a su padre, a su madre ni a Amgigh, Samiq se incorporó y se acercó al sitio donde Kiin trabajaba. La aferró de la muñeca y la ayudó delicadamente a ponerse en pie.

—Ven —dijo y la condujo a su espacio para dormir.

Amgigh los observó, vio cómo caía la cortina tras los pasos de Kiin. La imaginó desnuda, rodeada por los brazos de Samiq y el dolor le acuchilló el pecho, lo obligó a contener el aliento. Permaneció inmóvil y cabizbajo hasta que volvió a respirar. Se incorporó y se desperezó. Cogió la chaqueta de una percha encajada en la pared, se la puso y abandonó el ulaq.

El negro firmamento estaba salpicado de nubes grises y entre éstas divisó las estrellas. Se sentó en el techo del ulaq e intentó alejar sus pensamientos de Kiin y Samiq. «¿Qué era una esposa en comparación con la caza de ballenas?», se preguntó. «¿Qué suponía compartir una esposa en comparación con el poder al que accedía el hombre que mataba una ballena?».

Amgigh arrancó una brizna de hierba del techo del ulaq y la destrozó con los dedos.

Sólo era una noche, compartiría a Kiin sólo una noche. Pero Samiq lo recordaría; recordaría ese compartir y la promesa que le había hecho de enseñarle a cazar ballenas. Y también estaban los cuchillos de obsidiana: dos cuchillos trabajados a partir de la misma piedra, tan hermanos como lo eran Amgigh y Samiq.

Amgigh había preparado las hojas al estilo de los Primeros Hombres: sólo había afilado un lado. Desde la infancia dio la impresión de que Amgigh era el que tenía el toque más sutil, el que sabía en qué punto la piedra cedería a la presión de su punzón de hueso, cómo hacer que las escamas saliesen limpia y suavemente. A pesar de que sólo había trabajado un lado de la hoja, había afilado un borde hasta dejarlo casi transparente.

Su padre decía que la piedra le hablaba y Amgigh pensaba que, hasta cierto punto, tal vez fuera verdad. La piedra pareció hablarle sobre todo en el caso de esas dos hojas de obsidiana. Desde el primer golpe con la piedra de martillar, las hojas le hablaron de su belleza, de su equilibrio.

Tuvo la sensación de que, mientras trabajaba, estaba rodeado de espíritus. Sus voces le transmitieron miedo, cólera y pena. En dos ocasiones Amgigh interrumpió el trabajo, se detuvo a escuchar, pero su deseo de terminar fue más estentóreo que las voces de los espíritus. Y nadie sabía si esas voces espirituales eran buenas o malas, si decían la verdad o contaban mentiras.

Le había dicho a Samiq que le fabricaría un cuchillo de obsidiana y, si no lo hacía, ¿qué pensaría su hermano? ¿Creería que estaba enojado? ¿Que a Amgigh no le apetecía que Samiq retornara a la aldea de los Primeros Hombres para enseñarles a cazar ballenas? Los cuchillos formaban parte de la promesa de retorno de Samiq.

Mientras Amgigh elaboraba las hojas, se dio cuenta de que, por algún motivo, uno de los cuchillos no iba bien, le pesaba demasiado en la mano. Cuando acabó de picarlas, puso un filo junto al otro y no notó grandes diferencias, pero había uno que no estaba bien.

«Pesa demasiado, pesa demasiado», pareció susurrar la voz del espíritu de Amgigh y éste supo que dentro de ese cuchillo había otra piedra atrapada en la oscuridad de la obsidiana, tal vez un nódulo de cuarzo que lo debilitaría.

Amgigh descendió al interior del ulaq y saludó a sus padres inclinando la cabeza. Entró en su espacio para dormir y dejó abierta la cortina para que entrase la luz. Guardó sus cosas en una bolsa de piel de foca. Debía de estar preparado pues su padre deseaba partir con las primeras luces. Sacó una cesta del rincón de las armas. Contenía filos acabados: cabezas de lanza de andesita, pequeños filos de obsidiana para cuchillos curvos y unos pocos redondeados para los cuchillos de las mujeres. Los seleccionó y escogió varios de los mejores a fin de llevarlos consigo a la aldea de los Cazadores de Ballenas. Tal vez tuvieran algo que intercambiar.

Cuando Pájaro Gris le contó que Qakan pronto partiría en una travesía de caza, Amgigh entregó al muchacho diversos filos y le dijo: «Hoja por hoja, ni más ni menos». Necesitaba ver la obra de otros picadores. Ya había superado las habilidades de su padre y de Pájaro Gris, los picadores de hojas de los Cazadores de Ballenas. Abrigaba la esperanza de que Qakan realizara buenos trueques. Francamente, nadie sabía qué era capaz de hacer Qakan, nadie confiaba en él. Y como había dicho Kayugh, era mejor darle una oportunidad que permitir que viviera para siempre en el ulaq de su padre. Qakan era un devorador que nunca cazaba y que incluso era demasiado perezoso para recolectar erizos de mar o desenterrar almejas.

Amgigh cogió los dos filos de obsidiana que había trabajado para Samiq y para sí mismo. Eran hermosos, los más finos que había pulido en su vida. Había encajado cada hoja en mangos realizados con trozos de mandíbula de ballena y recubiertos con la sustancia córnea negra de la ballena jorobada.

Sostuvo un filo en cada mano. El que había trabajado primero estaba en su mano izquierda y el otro en la derecha. Amgigh suspiró. La piedra le habló a su alma, le transmitió su imperfección. Dejaría la hoja defectuosa aquí, en su espacio para dormir, y llevaría la otra a la aldea de los Cazadores de Ballenas, se la daría a Samiq para recordarle su promesa de enseñarle a cazar.

En ese momento, Amgigh oyó risas, carcajadas femeninas, y supo que era su esposa. Kiin estaba con Samiq. Una vez más la imaginó desnuda y vio las manos de Samiq en sus pechos, las manos de Samiq entre sus muslos.

Amgigh cerró los ojos y apretó los dientes. Envolvió el filo bueno y lo guardó en el rincón de las armas de su espacio para dormir. Envolvió el filo imperfecto y lo metió en la bolsa que llevaría a la aldea de los Cazadores de Ballenas.

El corazón de Kiin latía con tanta vehemencia que notó las pulsaciones a lo largo de los brazos. Se alegró de que el espacio para dormir de Samiq estuviese a oscuras, pues así no podía verle los ojos. ¿Qué pensaría si veía su miedo? ¿Qué pensaría si veía su gozo?

«Tu marido te ha pedido que lo hicieras», musitó su espíritu. «Sólo haces lo que él te pidió». De todos modos, se sentía incómoda. Tal vez una parte de su ser deseaba demasiado lo que estaba a punto de ocurrir. Quizás ese anhelo había escapado mientras dormía y había penetrado los sueños de Amgigh. O acaso fue su propio egoísmo, sus propios deseos los que impulsaron a Amgigh a ofrecerla a Samiq. ¿Saldría algo bueno de su deseo egoísta? Samiq era su hermano y Amgigh su esposo.

Samiq se acercó a Kiin y le habló en un susurro, al tiempo que le estrechaba las manos:

—Lo siento, lamento apartarte tan pronto de tu marido. Comprenderás que así Amgigh tiene algo que dar a cambio, algo que merece la pena. Era él quien quería visitar a los Cazadores de Ballenas. A mí me hubiera gustado más quedarme aquí y ser tu marido. No necesito cazar ballenas y Amgigh…

Samiq se irguió, acarició la mejilla de Kiin y bajó los dedos hasta el collar de cuentas que le había regalado.

—Cuando lo ensarté pensé que era para mi esposa, —dijo.

Kiin notó que a Samiq le temblaban los dedos y le apretó la mano.

—Cuan-cuan-cuando me lo dis-dis-diste, ¿lo sa-sa-sabías?

—Sí, mi padre me lo había dicho.

—¿Y te en-en-enfadaste?

—Sí, pero sobre todo me alegré porque estarías aquí y vivirías en este ulaq, lejos de…

—Sí…

Samiq estuvo largo rato sin hacer nada, sin moverse, sin hablar, hasta que Kiin acomodó esteras y pieles y le preparó un lecho mullido. Samiq volvió a tomarle las manos y añadió:

—Tiéndete.

El aliento de Samiq acarició el cuello de Kiin, que se acostó. «Es Amgigh quien lo decidió», afirmó su espíritu. Kiin descartó la inquietud que la agobiaba y deshizo el nudo del delantal.

—No, no podemos —dijo Samiq.

El joven dio la vuelta a Kiin, la rodeó con los brazos y se tendió apretando el pecho contra la espalda de la muchacha.

—Es Am-Am-Amgigh quien lo quiere —insistió Kiin.

—No —replicó Samiq—. Amgigh sólo quiere aprender a cazar ballenas.

Kiin se obligó a permanecer inmóvil e intentó pensar en cualquier cosa, menos en que Samiq estaba muy próximo a ella y le transmitía la calidez de su cuerpo. Pensó en aves: gaviotas de patas rojas, petreles y gaviotas blancas, se imaginó que volaba con sus alas, que se cernía sobre la isla de Tugix y contemplaba el ulakidaq. Pensó en ballenas, en la jorobada gigante de aletas largas y en las más pequeñas, imaginó que nadaba con ellas hasta sus aldeas en el fondo del mar.

Finalmente, el calor del cuerpo de Samiq junto a su piel, el peso de sus brazos al rodearla y el ritmo de su respiración se colaron en los sueños de Kiin.

Su padre le gritaba por algo que había hecho o dejado de hacer. Alzaba el bastón y lo dejaba caer violentamente contra su cara, sobre sus hombros. Otros miraban mientras su padre le pegaba, a medida que levantaba una y otra vez el bastón. Nunca sería mujer, chillaba Pájaro Gris, nunca sería esposa, jamás madre. Era nada. No tenía alma y no valía nada.

Kiin se acurrucó y se protegió los ojos y las orejas de los bastonazos. Su espíritu le dijo: «Eres Kiin, Kiin. Tienes alma. Él no puede arrebatártela, ni con el bastón ni con las palizas. Eres Kiin, Kiin, Kiin».

Los golpes no cesaron y unas manos se acercaron a ella, la apartaron de su padre, la alejaron del dolor y pronunciaron su nombre:

—Kiin, estás a salvo. Estas aquí, conmigo. No permitiré que nadie te haga daño. Kiin, Kiin.

Era Samiq. Kiin se estiró y lo abrazó.

—Samiq, mi marido —murmuró—. Samiq.

Kiin acarició la tersa piel del pecho de Samiq, la suave oscuridad de sus cabellos, y notó sus manos en la espalda cuando las bajó para abrazarla con fuerza mientras ella lo rodeaba con las piernas. Kiin notó que la parte masculina de Samiq crecía y se ponía rígida y le resultó imposible no acariciarla…

—Por favor —susurró—, por favor, quiero ser tu esposa.

Kiin despertó temprano. Samiq dormía con una pierna sobre las de ella y tenían las manos entrelazadas. Se apartó lentamente, se sentó y se acomodó el delantal. Durante unos instantes se permitió mirar a Samiq, el moreno claro de su piel, la negrura de su pelo.

«Fue un sueño», le dijo su espíritu.

Kiin pensó que había sido un sueño. Paseó la mirada por la piel tersa y sin morados de sus brazos y sus piernas. Su padre no le había pegado. Había sido un sueño.

Fue a la estancia principal del ulaq, preparó comida y varios recipientes de pescado seco que Samiq, Amgigh y Kayugh se llevarían.

Una vez dispuestos los alimentos, Kiin cogió la chaqueta de Amgigh y se sentó en una estera, cerca de su cesto de costura. La chaqueta tenía un rasgón en un brazo, a la altura de la axila, y quería repararla antes de la partida de Amgigh. Quería que las Cazadoras de Ballenas supiesen que era una buena esposa.

«Una buena esposa… ¿de Samiq?», pareció susurrar un espíritu.

«Fue un sueño», replicó el espíritu de Kiin y las palabras se introdujeron en la mente de la muchacha mientras hacía agujeros con la lezna en sendos lados del rasgón y escogía un trozo de piel de foca para remendarlo. Anudaba un hilo de tendón retorcido al extremo de la aguja cuando vio que el faldón de la puerta del espacio para dormir de Samiq se abría.

Kiin alzó la vista. Samiq se detuvo a contemplarla. Kiin sonrió y sus miradas se cruzaron y quedaron fundidas. De pronto Kiin sintió que volvía a estar en sus brazos, recordó su cuerpo fuerte que se movía junto al suyo y el calor de Samiq en su interior y supo que no había sido un sueño.

—Esposa —dijo Samiq en voz tan baja que Kiin sólo lo oyó porque vio el sonido en sus labios—. Esposa.