13

Kiin despertó temprano y se apartó delicadamente de los brazos de Amgigh. Hacía tres días y cuatro noches que era esposa y cada noche, antes de dormirse, se decía que debía madrugar, encender las lámparas y preparar alimentos para que Chagak permaneciese en su espacio para dormir y amamantara a Reyezuela.

Kiin se ató el delantal en la cintura y tapó suavemente los hombros de Amgigh con un pellejo de foca. Se dirigió a la amplia estancia central del ulaq y, con ayuda de un junco trenzado, cogió fuego de las mechas ardientes de la lámpara de aceite más próxima al orificio para el humo y encendió las restantes lámparas. Sacó huevos y carne del escondrijo para alimentos y los depositó sobre las esteras tejidas por Chagak.

En el ulaq reinaba el silencio. En cierto momento oyó un murmullo en el espacio para dormir de Samiq; al cabo de un rato, Reyezuela lanzó un gritito y ya no oyó nada más. Al disponer los alimentos, Kiin estiró las esteras del suelo para que no se superpusieran. Reyezuela estaba aprendiendo a caminar y solía tropezar.

Kiin pensó que el ulaq era un buen lugar. No sentía odio ni arranques de cólera; Kayugh jamás pegaba a Chagak y casi nunca alzaba la voz enfadado. Aunque a veces disentían, eran más los momentos en que Samiq y Amgigh colaboraban, construían ikyan, reparaban el ik de su madre o cazaban focas juntos.

Kiin estiró los brazos por encima de la cabeza y bostezó.

Hacía días que su padre no le pegaba. Los verdugones de la última paliza habían desaparecido. Era agradable caminar sin dolor, mirar a los demás sin incomodidad, sin tener los ojos hinchados y morados y los dientes aflojados por los puñetazos de su padre.

Era agradable despertar por la mañana abrazada a su marido, despertar y saber que no habría palizas ni pullas de su hermano. En la única ocasión en que había visitado el ulaq de su padre, Pájaro Gris la había tratado bien, había pedido a su esposa que sirviera comida y preguntado a Kiin si su marido pensaba emprender pronto una travesía de caza. Aunque Qakan la observó con el ceño fruncido cada vez que la vio, Kiin mantuvo la frente alta, como si no se percatara de su presencia, como si su hermano sólo fuera una brizna de hierba arrastrada por el viento.

Kiin sacó del escondrijo para alimentos un estómago de foca que contenía aceite, lo levantó y con sumo cuidado vertió aceite en un pequeño cuenco de madera. Guardó el estómago de foca en su sitio, llenó de aceite las lámparas y lo dejó caer lentamente desde el borde para que no cubriese las mechas encendidas y apagara las llamas.

Cuando terminó, arrastró con los dedos el aceite que quedaba en el cuenco y se lo pasó por el pelo. Tenía los cabellos largos, le llegaban hasta la cintura, y con frecuencia su padre la había amenazado con cortarlos y venderlos a los Hombres de las Morsas, cuyas mujeres hacían adornos de pelo tejido en las chigadax y en las botas de intestino de foca.

Ya no había peligro ni amenazas. Amgigh le había dicho que su cabellera era hermosa y en cierto momento en que quedaron a solas en el espacio para dormir de Kiin, su marido la tumbó, extendió sus cabellos sobre las esteras para dormir y los acarició como cualquier hombre acaricia los laterales del ikyak la mañana después de haber yacido con su mujer.

Kiin oyó un sonido procedente del espacio para dormir de Chagak. Reyezuela salió a gatas y cuando Kiin estiró las manos hacia la pequeña, ésta se irguió y se tambaleó por el suelo del ulaq. Kiin contuvo el aliento mientras los regordetes pies de la niña avanzaban sobre las esteras y la hierba y la risa cuando, a pocos pasos de sus manos extendidas, Reyezuela se lanzó hacia ella. Kiin la cogió, la alzó, le dio un abrazo y la hizo callar cuando Reyezuela empezó a reír. En ese instante, Kiin oyó otra risotada, alzó la cabeza y descubrió que Samiq la observaba. Sus ojos se encontraron y con esa mirada Kiin tuvo un sobresalto del corazón, un apretón del espíritu, de modo que bajó la cabeza deprisa y escondió la cara en los cabellos de Reyezuela.

Chagak y Amgigh aparecieron en la estancia principal del ulaq. La sonrisa de Amgigh se esfumó al ver a Samiq.

—¿Mañana, hermano? —preguntó.

Samiq replicó con un gruñido, se dirigió al poste de la salida y al pasar acarició la cabeza de Reyezuela. Amgigh observó a su hermano hasta que abandonó el ulaq y luego se situó detrás de Kiin.

—Hay co-co-comida —dijo Kiin, dejó a Reyezuela en el suelo y miró a su marido.

—Por lo visto, piensas que sólo necesitamos comida —replicó Amgigh.

Su respuesta asustó a Kiin porque la ira contenida en su tono se semejaba demasiado a la de Pájaro Gris.

Durante unos instantes, los dedos de Amgigh apretaron con excesiva rudeza los hombros de Kiin. Al principio, la muchacha sintió dolor. En seguida, las manos de Amgigh se tornaron delicadas, le acariciaron los cabellos y se demoraron en su mejilla.

—Comeré más tarde —dijo Amgigh y salió del ulaq.

Kiin lo vio salir y paseó la mirada por los alimentos que había preparado. Notó un peso en el pecho, casi un temor. ¿En qué se había equivocado? ¿Había hierba en los alimentos? ¿La carne estaba podrida o rancio el aceite?

Pues no, todo estaba en perfectas condiciones. La carne no estaba blanca por el moho sino limpia y el aceite despedía un olor exquisito.

Chagak se acercó a Kiin y murmuró:

—Está afectado porque mañana Samiq parte a la aldea de los Cazadores de Ballenas. Muchas Ballenas, el abuelo de Samiq, le enseñará a cazar.

Estas palabras fueron como un bofetón y dejaron sin aliento a Kiin. «Así es mejor», dijo su espíritu, pero una parte de Kiin habría preferido protestar a gritos. Se dio cuenta de que buena parte de su gozo por ser esposa de Amgigh consistía en ver cada día a Samiq, preparar alimentos para él, ayudar a Chagak a coser sus ropas.

«Perteneces a Amgigh», le recordó su espíritu. «Eres de Amgigh. Samiq es tu hermano. Perteneces a Amgigh».

Kiin se volvió hacia Chagak y vio la pena en su mirada.

—¿Cuán-cuán-cuánto tiempo es-es-estará fue-fue-fuera? —quiso saber Kiin.

—Este verano, aunque es posible que también esté fuera el invierno y el próximo verano.

—¿Y Am-Am-Amgigh?

—Kayugh y Amgigh acompañarán a Samiq, se quedarán unos días y regresarán a nuestro ulaq —respondió Chagak—. Cada uno de nuestros hijos ha recibido un don. Samiq aprenderá a cazar ballenas y a Amgigh le ha tocado una esposa.

Kiin se volvió deprisa y dispuso más carne sobre las esteras. ¿Qué hombre preferiría una esposa en lugar de aprender a cazar ballenas? ¿Qué hombre la preferiría en lugar del honor de convertirse en cazador de ballenas? Todo sería peor cuando Samiq regresase el próximo verano o el siguiente. Cualquier hombre encontraba esposa, incluso un mal cazador como su padre, pero eran contados los que aprendían a cazar ballenas. Kiin pensó que Amgigh terminaría por odiarla, que ya la odiaba.

El día se le hizo interminable. Kiin sólo salió del ulaq para vaciar las cestas con los desperdicios nocturnos y acarrear agua del manantial. El dolor que había brotado en su pecho, se extendió a los brazos y las piernas, de modo que estaba rígida como si aún viviera con su padre y tuviera los músculos agarrotados por sus golpes.

No volvió a ver a Samiq ni a Amgigh hasta que el día tocó a su fin y el crepúsculo de la noche estival los cubrió. Los hermanos entraron juntos, riendo y charlando. Cuando les ofreció alimentos —primero a Amgigh y luego a Samiq— concentró su espíritu en su interior, con la misma fortaleza que cuando hacía frente al bastón en ristre de su padre, y se obligó a mirar a Amgigh a los ojos. Si su esposo la odiaba, se daría cuenta porque todos sabían que el odio se aloja en el espíritu y se manifiesta en los ojos.

Kiin miró a Amgigh y no vio odio sino un resplandor, tal vez de cólera, quizá de tristeza, pero no de odio.

Aliviada, se volvió hacia Samiq y le entregó un cuenco con pescado que Chagak había preparado al aire libre, en la piedra para cocinar. En ese instante sus miradas se cruzaron. El espíritu de Samiq se comunicó tan rápido con Kiin que no pudo desviar la mirada. A pesar de que Samiq tenía los ojos fruncidos, casi cerrados por la sonrisa que esbozó, a Kiin no se le escapó su pesar, una tristeza mucho mayor que la que contenía la mirada de Amgigh.

Amgigh aferró del brazo a Kiin y dijo:

—Esposa, mañana mi hermano parte a la aldea de los Cazadores de Ballenas. Le he prometido algo inolvidable, algo que lo haga regresar a esta aldea cuando haya aprendido lo que va a aprender. —Amgigh cogió la mano de Kiin y la apoyó en el hombro de Samiq—. Reúnete esta noche con Samiq. Que sepa le que se pierde por preferir las ballenas a tener esposa.