12

Qakan despertó temprano, incluso antes de que su madre recortara las mechas de las lámparas y vaciara las cestas con los desperdicios nocturnos. Escaló a lo alto del ulaq de su padre y, en la penumbra de la naciente mañana, paseó la mirada por el ulakidaq y por la playa.

Estaba hambriento. Tendría que haber sacado algo de comer del escondrijo para alimentos, pero ahora se encontraba en lo alto del ulaq. Regresar al interior suponía demasiados esfuerzos. Además, su madre se levantaría en seguida y le llevaría algo de comer.

Bostezó. Todo estaba en calma. Hasta el viento había amainado y el mar rompía casi plácidamente en la orilla. El movimiento en otro ulaq llamó la atención de Qakan. Probablemente se trataba de Chagak. Esa mujer era muy activa. Pues no, se trataba de Kiin, que había salido a vaciar las cestas con los desperdicios nocturnos.

Qakan sonrió y estuvo a punto de lanzar una carcajada. Kayugh había pagado dieciséis pieles y un cuchillo por su hermana.

Ahora Kiin era esposa de Amgigh. Aunque cada vez que pensaba en el precio que Kayugh había pagado por Kiin una carcajada escapaba de sus labios, Qakan también sentía cólera por la codicia de su padre. Ya podía olvidarse de los planes que había trazado tan minuciosamente, planes que había tardado más de tres veranos en elaborar.

¿Por qué Kayugh estuvo dispuesto a pagar semejante precio? Sabía que Kiin no valía nada. Durante mucho tiempo no había tenido nombre ni alma. Pájaro Gris decía que jamás sería esposa y que cuando él envejeciera, cuando fuera demasiado viejo para cazar, ¿qué sería de ella? Se iría a vivir con Qakan y tomaría su comida, alimentos que Qakan necesitaría para sus esposas, para sus hijos y para sí mismo.

¿Cuántas veces su padre le había dicho a él, a los cazadores de otras tribus y a los comerciantes que llegaban a su aldea que Kiin había usurpado a Qakan el derecho de primogenitura por ser la primera que tomó la teta de su madre, que reclamó un sitio en el ulaq? ¿Quién podía decir qué otros poderes le había arrebatado? Pues sí, la madre destetó prematuramente a Kiin para darle otro vástago —un varón— a su marido. Aunque la mayoría de los críos destetados tan pronto habrían muerto, su hermana —llena de codicia de vida— había vivido, había vivido.

La niña aprendió a caminar muy pronto, se movió con piernas firmes a medida que ayudaba a su madre, soportó cargas demasiado pesadas para una cría tan pequeña y también habló pronto, dijo palabras demasiado duras para salir de la boca de una cría. Mientras tanto él, Qakan, había permanecido echado y la había observado, conformándose con mirarla porque ella le había arrebatado su poder, la capacidad de andar y de hablar. Finalmente, Qakan supo que debía luchar y aprendió a caminar y a decir palabras. Los espíritus repararon en sus esfuerzos, quitaron muchas palabras a su hermana y se las entregaron a Qakan, con lo que la niña empezó a tartamudear. Transcurrieron los veranos y por fin Qakan elaboró su maravilloso plan. Lo pensó cuando aún era un niño y ahora estaba a punto de ser hombre.

Qakan parpadeó, volvió a bostezar y contempló la gris extensión del mar. Detestaba el mar, el agua que rodeaba constantemente su ikyak, incluso sobre su cabeza, el agua que pendía gris de las nubes. Detestaba el peso del arpón en las manos, las líneas que se enredaban y anudaban, el ikyak que se balanceaba con cada ligera sacudida de los brazos o las piernas. Detestaba el hedor de la chigadax. Pues no, no era cazador. Aunque nadie lo supiera, tal vez Kiin le había arrebatado ese poder y lo retenía en su seno como una simiente, con la esperanza de que sus hijos fueran cazadores.

Aunque no supiera cazar, Qakan tenía más poder que su hermana. Daba igual lo que ella le hubiese hecho: Qakan se convertiría en hombre aprendiendo a comerciar. Los comerciantes eran los más respetados. No ocurría lo mismo con los cazadores, claro que no. La caza sólo proporcionaba pieles y pellejos para los comerciantes, que eran los que transportaban productos de una tribu a otra. Podían escoger las mejores mujeres de cualquier tribu para que por la noche calentasen sus lechos y pernoctaban en el honrado espacio para dormir del jefe de los cazadores. Con sus ikyan vistosamente decorados, los comerciantes se hacían con las mejores pieles, las chaquetas más abrigadas y las armas más bellas.

Por eso Qakan había hecho planes y esperado. El día en que su padre retornó con éxito de una cacería, regresó con una otaria mientras que Kayugh, Grandes Dientes y Primera Nevada no cobraron una sola pieza, Qakan había observado, aguardado mientras dividían la carne y las mujeres entonaban los cantos de alabanza, había esperado hasta que su padre se atiborró a reventar. Como si algún espíritu participara del plan de Qakan, en ese momento su hermana derramó caldo caliente en los pies de su padre.

Había sido un accidente, nada más que un accidente, se defendió su hermana. Había tropezado con la pierna de Qakan al acercarse a su padre.

Qakan había sido testigo de la paliza, había visto cómo desviaba la mirada su madre. Había visto temblar a Kiin con la fuerza de cada golpe. El silencio sólo se quebró con el sonido del bastón de su padre contra el cuerpo de Kiin y con la respiración agitada de su padre. Qakan se dio cuenta de que Kiin no gimió porque carecía de alma. Era imposible que un ser sin alma sintiera dolor.

Después de la paliza, Kiin trepó por el poste de salida y abandonó el ulaq, tal vez para pasar la noche fuera o para perder el orgullo y suplicar cobijo en otro ulaq. Qakan se acomodó junto a su padre, hizo unos breves comentarios sobre la estupidez de su hermana y aguardó en silencio hasta que su madre dejó el ulaq.

En ese momento, Qakan se inclinó hacia su padre, sonrió y alabó sus éxitos como cazador.

Pues sí, había dicho Qakan, nadie podía negar que Pájaro Gris era un buen cazador que se cobraba una otaria cuando los demás volvían con las manos vacías. Sin embargo, era una pena, añadió, que la bondad de Pájaro Gris hubiese permitido que su hermana viviera, que esa codiciosa se hubiese hecho con el poder que tendría que haber sido suyo. Por eso Qakan jamás podría ser cazador como su padre. No, nunca sería cazador. Jamás conocería el orgullo de que las aldeanas cantasen para él. No, nunca lo conocería. Empero, había una cosa que su codiciosa hermana no le quitó: el ingenio. Qakan tenía en su totalidad el ingenio, la astucia.

Qakan vio que, lentamente, el ceño fruncido de Pájaro Gris se demudó, se convirtió poco a poco en algo más próximo a una sonrisa. Pues sí, Qakan era listo, había reconocido Pájaro Gris. No era cazador ni tenía fuerza muscular, pero sí una mente poderosa.

«Tal vez haya algo para mí en el ingenio», había dicho Qakan. «Tal vez haya honra para mí, algo…» Dejó que las palabras se perdieran en medio de las parpadeantes lámparas de aceite del ulaq y esa noche no dijo nada más.