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Samiq miró a Kiin, que siguió a Amgigh hasta el ulaq de Kayugh. La ira le estrujó el pecho, pero no supo si estaba enfadado con Amgigh por tomar a Kiin como esposa, con su padre por haber hecho el trueque o con Kiin por caminar tan desenfadadamente en pos de Amgigh, como si siempre hubiera sido esposa, como si deseara a Amgigh tanto como Samiq a ella.

«No seas insensato», se dijo. «Ahora Kiin está a salvo, lejos de Pájaro Gris, segura en el ulaq de nuestro padre. No puedes ser su esposo porque irás a vivir con los Cazadores de Ballenas. Pasarás fuera el verano, tal vez más tiempo. ¿Preferirías que quedara desprotegida, golpeada y maltratada en el ulaq de Pájaro Gris?».

Samiq permaneció en la playa. El viento se volvió hacia la noche, frío y acedo, le embotó las manos y le dejó rígidas las rodillas, por lo que caminó despacio, como los ancianos.

Kiin acarició la concha de diente de ballena que pendía junto a su cuerpo y cruzó las manos en el regazo. Chagak le había asignado un rincón de la estancia grande para que guardara su cesto de costura y los enseres para tejer, y Kayugh le había mostrado el espacio para dormir que le correspondía, situado cerca de la parte delantera del ulaq. Kiin acomodó en ese espacio las pieles para dormir y apiló las esteras de hierba que las protegían de la tierra apisonada y de las piedras del suelo del ulaq. Ya no tenía nada que hacer.

En anteriores visitas al ulaq de Kayugh no se había sentido incómoda, había ayudado a Chagak a preparar alimentos o a atender a la hermana pequeña de Samiq, pero ese día Reyezuela dormía arropada en el espacio para dormir de Chagak y cuando Kiin se ofreció a colaborar con la comida, Chagak le hizo señas para que se sentara y estuviera quieta. Al día siguiente Kiin prestaría su ayuda, al día siguiente cocinaría y cosería, pero esa jornada era para estar sentada, charlar y no hacer nada.

Por lo que Kiin recordaba, nunca había pasado un día sin hacer nada. Le resultó imposible tener las manos quietas. Cruzó y descruzó los dedos hasta que, inquieta porque sus actos parecían los de una niña más que los de una esposa, metió las manos en el interior de las mangas de la suk y empezó a jugar mentalmente, jugó a nombrar bayas —grosella, grosella roja, arándano— y luego nombró peces como la escorpena, el arenque, el halibut…

Después de trasladar a Kiin al ulaq, Amgigh y su padre fueron al espacio para dormir situado a la izquierda de la estancia trasera de honor, el sitio donde dormía Kayugh. Kiin percibió los murmullos de sus voces, pero no entendió qué decían. Finalmente, cuando había nombrado todos los peces del mundo, todas las bayas de la isla, todos los habitantes del poblado y los nombres de los Cazadores de Ballenas que recordaba, Kayugh apareció en la estancia principal del ulaq. Se detuvo unos instantes delante de Kiin, le sonrió y dijo:

—Mi hijo será un buen marido para ti. Los alimentos que tenemos son tuyos. Las pieles que tenemos son tuyas. Ahora perteneces a esta familia. Soy tu padre y eres mi hija.

Al principio, Kiin permaneció inmóvil. Lamentó no haberle hecho preguntas a su madre sobre la entrega de esposas. Nariz Ganchuda le había hablado de las costumbres de los hombres y de cómo satisfacer a un hombre, pero no había mencionado ninguna ceremonia. Puede que las palabras de Kayugh sólo fueran una muestra de amabilidad, aunque tal vez se trataba de una ceremonia y había algo que ella debía responder.

Al final se atrevió a preguntar en voz muy baja:

—¿Se tra-tra-trata de una ce-ce-ceremonia?

Fue incapaz de mirar a Kayugh a la cara, pero éste se inclinó, la cogió de la barbilla y le levantó la cabeza para que viese que sonreía.

—No es más que una bienvenida.

—Gra-gra-gracias —replicó Kiin—. Se-se-seré una bue-bue-buena es-es-esposa para Amgigh. Seré una bue-bue-buena hija para ti y para Cha-Cha-Chagak.

—¿Y una hermana para Reyezuela y Samiq? —preguntó Kayugh sin dejar de sonreír.

—Sí —repuso Kiin sin hacer caso al dolor agudo que se le había aposentado en el esternón desde que vio a Samiq desde lo alto del ulaq de su padre.

—Será mejor que ayudes a tu nueva madre con la comida. Celebraremos una fiesta —añadió Kayugh.

Kiin fue corriendo hasta donde estaba Chagak, que le dijo:

—Siéntate y descansa. Disfruta de este día.

—Por favor —rogó Kiin con un susurro.

Chagak la miró con los ojos desmesuradamente abiertos y repuso:

—Claro que sí, tienes razón. A veces es mejor tener algo que hacer.

Chagak pasó a Kiin una cesta con huevos que había hervido con la cáscara y dejado enfriar. Kiin llevó la cesta hasta el centro del ulaq, donde entraba luz por el orificio del techo, y se dedicó a pelar los huevos. Chagak era la única mujer de la aldea que preparaba los huevos de esa manera. Era uno de los alimentos preferidos de Kiin. Una vez pelados, los huevos se dividían en cuatro partes y se sumergían en aceite de ballena. Chagak solía hacer un dibujo sobre una estera de hierba con los cuartos de huevo, que extendía desde el centro formando un círculo amplio, semejante a los pétalos de una flor blanca y amarilla.

Aunque la flor que hizo Kiin no era tan bella como las que preparaba Chagak, cuando la muchacha acabó, Chagak chasqueó la lengua a modo de felicitación y Kiin se emocionó ante esa alabanza. Chagak añadió halibut seco, arenque fresco frito en aceite de foca y delgadas rodajas de carne de foca que había asado en palillos en el fuego del exterior del ulaq. Había una cesta con tallos de ugyuun pelados para acompañar el pescado y grasa de oca mezclada con bayas secas.

Por último, Chagak se acuclilló y sonrió a Kiin.

—Una fiesta —afirmó Chagak y se apartó el pelo de la frente.

Era una mujer hermosa, de grandes ojos sesgados, boca llena y nariz diminuta. En opinión de Kiin, era la más bella de la aldea. Se trataba de una mujer menuda, pero no tanto como Concha Azul, la madre de Kiin. Según decía Nariz Ganchuda, antaño Concha Azul había sido hermosa, aunque ahora sus cabellos estaban muy salpicados de canas y tenía la nariz torcida a causa de un golpe que Pájaro Gris le había asestado.

Chagak miró a Kayugh y le pidió que llamara a sus hijos. Kiin y Chagak se irguieron y ocuparon sus sitios tras el poste de la salida. Durante esa fiesta, como en la mayoría, los hombres comerían primero y las mujeres llevarían agua y cortarían la carne. Kayugh llamó a Amgigh, que estaba en su espacio para dormir, y salió del ulaq en busca de Samiq.

Amgigh se acuclilló junto a los alimentos. No habló y permaneció con los brazos relajadamente apoyados en las rodillas. Llevaba un delantal de hierba, rebordeado con una hierba más oscura y tejido a cuadros, como todas las urdimbres de Chagak. Era posible que, ahora que Kiin se había convertido en su hija, Chagak le enseñase a realizar esos tejidos.

Los hombros y la espalda de Amgigh brillaban porque los había untado con aceite y había peinado su cabello liso y uniforme, que le caía hasta los hombros como una cascada de agua negra. Aunque no la miró, Kiin se percató de que Amgigh no dejaba de mover las manos y oyó los chasquidos de sus articulaciones cuando hizo sonar los nudillos.

Por fin Kayugh regresó en compañía de Samiq. Los dos descendieron rápidamente por el poste. Samiq se quitó la chaqueta y ocupó su sitio frente a Amgigh, de espaldas a Kiin. Tenía el pelo revuelto y la piel sin aceitar, pero Kiin prefería observarlo a él en lugar de a Amgigh, así que al final no miró a ninguno de los dos.

Cuando los hombres terminaron y dejaron comida para Chagak y Kiin, la muchacha se acuclilló de modo de no ver a los hombres. Aunque no los miró, descubrió que estaba atenta a la voz de Samiq, que admiraba la sabiduría de sus comentarios, que oía sus anécdotas con más interés que el que le prestaba a las de Amgigh o Kayugh. Se puso a charlar con Chagak y le refirió cosas sobre el tiempo y el mar, sobre la costura y la cocina. Le hizo preguntas a pesar de que las palabras quedaron cortadas por su tartamudeo, hizo lo imposible por apartar su mente de Samiq, cuanto pudo por ser una fiel esposa de Amgigh, tanto de pensamiento como con el trabajo de sus manos.

Cuando terminaron de comer y después de que Chagak sacara a Reyezuela del espacio para dormir y la amamantara, Kiin supo que había llegado el momento. El fragmento de cielo que se atisbaba en lo alto del orificio del techo estaba oscuro porque había caído la noche. Para entonces Kiin solía estar dormida. Como todos parecían ocupados, Kiin extrajo una piel del cesto de costura y utilizó la lezna para practicar orificios en un lado. Fabricaría unos calcetines de piel de foca para Amgigh, algo que le mantuviese los pies calientes dentro del ulaq.

De pronto Kayugh se irguió ante ella y Kiin guardó deprisa la costura. Kayugh la cogió de las manos y la ayudó a incorporarse. El corazón de Kiin latió con tanta vehemencia que tuvo la certeza de que Kayugh lo oiría batir las paredes de su pecho. Sin decir palabra, Kayugh la dejó delante de Amgigh. Éste estaba sentado con la espalda muy recta; al mirarla, en sus ojos se reflejaron las llamas amarillas que bailaban en el círculo de mechas de la lámpara de aceite más próxima. Samiq estaba sentado junto a su hermano y Kiin, cabizbaja, no pudo abstenerse de mirar su rostro.

Aunque sus ojos también reflejaban el círculo luminoso, bajo la luz percibió dolor y volvió a mirar rápidamente a Amgigh. A Amgigh, a su marido. Su espíritu le dijo: «A Samiq, no. A Samiq, no. A Amgigh». Kiin clavó la vista en el rostro de Amgigh y no se atrevió a desviar la mirada.

Amgigh se incorporó y Kayugh lo tomó de la mano, la puso sobre la de Kiin, levantó ambas manos y entrelazó los dedos con los brazos en alto.

—Es tu esposa —dijo Kayugh a Amgigh.

Los acompañó al espacio para dormir de Amgigh y sostuvo la cortina mientras su hijo guiaba a Kiin al interior.