Se presentaron tres días después. Kayugh estaba agobiado bajo el peso de las pieles de foca y Amgigh lo seguía con cuatro pellejos nuevos de foca, con el lado peludo enrollado hacia dentro. Kiin estaba sentada de espaldas al poste de la entrada y molía carne de foca seca para mezclarla con bayas disecadas.
Al oír la voz de Kayugh, la joven corrió velozmente al lado oscuro del ulaq, el más próximo al escondrijo para alimentos, y observó mientras Kayugh y Amgigh arrojaban pieles a su padre y acto seguido descendían por el poste.
Aguardó con la esperanza de que Samiq los acompañara, pero sólo estaban Kayugh y Amgigh. Cuando Pájaro Gris hizo señas a Kayugh para que se sentara y dejó que Amgigh permaneciese de pie junto al poste de entrada, Kiin supo que Amgigh se convertiría en su marido.
De pronto los pulmones le pesaron en el pecho y su corazón pareció dejar de latir a causa de ese peso. Se acuclilló lentamente. Cruzó lentamente los brazos sobre las rodillas levantadas. No es Samiq, pensó, no es Samiq.
Su espíritu le habló, se movió en su pecho y combatió la pesadez de sus pulmones hasta que Kiin recuperó el aliento. El espíritu dijo: «Tendrás marido, un hombre que se ocupará de ti. Vivirás en el ulaq de Kayugh, junto a Chagak. Y a Samiq. Tendrás prendas que te protegerán del frío, alimentos suficientes y Amgigh te dará críos, hijos que se convertirán en cazadores e hijas que serán madres. Recuerda, recuerda que el verano pasado, recuerda que hasta hace pocos días pensabas que jamás serías esposa, que nunca pertenecerías a ningún hombre, salvo a tu padre».
Kiin observó a Amgigh, lo miró pasar el peso del cuerpo de un pie al otro, vio que giraba la cabeza para no ver a los hombres cuando Kayugh le habló a Pájaro Gris de la fuerza de Amgigh, de su aguda vista, de su habilidad con el arpón y el cuchillo.
«¿Qué muchacho, qué hombre trepa con más facilidad por los acantilados hasta los nidos de los pájaros?», susurró el espíritu de Kiin. «¿Qué hombre se ocupa mejor de su ikyak? ¿Alguien hace más esfuerzos que Amgigh cuando se trata de arrojar la lanza o de correr? Será un buen marido, un buen marido».
Kiin pensó que era verdad, que sería un buen marido. Y además era apuesto. Muy parecido a Kayugh, con las piernas y los brazos largos, más delgado que Samiq, con los ojos encendidos, los dientes blancos y la piel tersa y diáfana.
Pájaro Gris y Kayugh hablaban de la caza, del mar, del clima. Kiin los oía, pero no les prestaba atención pues ya conocía esas cortesías: siempre que se reunían para hablar de cosas importantes, ante todo, los hombres intercambiaban cortesías. De pronto su padre se puso en pie y se acercó a la pila de pieles de foca. Lo vio examinar cada pieza y se alegró de que Chagak no estuviera presente para ver el desdén y la indiferencia con que Pájaro Gris consideró su esmerado trabajo.
Kiin pensó que su padre no podía saber que las pieles de foca curtidas por Chagak eran las mejores que la muchacha había visto en su vida, superiores incluso a las de Concha Azul. Y eso que las de Concha Azul permitían hacer buenos intercambios con los Cazadores de Ballenas.
—He pedido quince pieles y aquí sólo hay doce —dijo Pájaro Gris.
—También traemos éstas —replicó Kayugh y señaló los cuatro pellejos enroscados y parcialmente curtidos.
—¿Traes trabajo para mi esposa?
—Chagak terminará de curtirlas. Quería que vieras que te están esperando. Te las entregaremos cuando estén terminadas.
—¿Te quedarás con mi hija a cambio de doce pieles?
—De dieciséis —repuso Kayugh con firmeza.
Amgigh apretaba y relajaba las manos. ¿Acaso la deseaba tanto que se ponía nervioso o se sintió agraviado por las palabras de su padre?
—Dieciséis, pero ahora sólo me entregas doce. Y me prometes cuatro más.
—Te prometo tres y una más porque tendrás que esperar esas tres —puntualizó Kayugh.
Pájaro Gris emitió un sonido descortés y preguntó:
—¿Me lo prometes?
—¿Sabes de alguna vez que haya faltado a mi palabra? —le espetó Kayugh.
Pájaro Gris guardó silencio unos instantes, miró a Amgigh y preguntó:
—¿Caza?
—Sí —respondió Kayugh.
—¿Podrá dar de comer a mi hija y capturar focas por el aceite y las pieles?
—Sí.
—Fíjate en mi hija —prosiguió Pájaro Gris, se acercó a Kiin y la obligó a incorporarse bruscamente—. No está demasiado delgada. —Pellizcó los brazos y las piernas de Kiin y le sujetó un pecho con una mano de dedos fríos—. ¿La mantendrás gorda?
—Sí —afirmó Kayugh.
—Sí —corroboró Amgigh.
Kiin se ruborizó pues sabía que Amgigh no debía hablar. Al negociar la primera esposa, era el padre quien hacía los trueques mientras el hijo esperaba.
Pájaro Gris cogió la nueva suk de Kiin de la pila de pieles en la que la muchacha la había dejado con sumo cuidado y añadió:
—Como puedes ver, trabaja bien.
Kiin notó que sus mejillas se incendiaban y el calor de la piel le irritó los ojos. Concha Azul no le había contado a Pájaro Gris quién regaló la suk a Kiin. Ahora debía acordarse de contarle a su madre lo que Pájaro Gris había dicho. Si alguna vez Concha Azul le comentaba a Pájaro Gris que Chagak había cosido esa suk, si Pájaro Gris se percataba de que había quedado en ridículo en sus trueques, pegaría a Concha Azul hasta que no pudiera tenerse en pie.
Amgigh suspiró y Kiin, que observaba desde las sombras, captó la mirada de Kayugh. Negó con la cabeza. No digas nada, suplicó en silencio. Te ruego que no se lo digas. Piensa en lo que sería capaz de hacerle a mi madre. Dado su malestar, Pájaro Gris sería capaz de rechazar la oferta de Kayugh y de permitir que Qakan la trocara con habitantes de otra aldea.
Kayugh levantó la mano en dirección a Amgigh y lo miró sin parpadear hasta que su hijo bajó la cabeza.
—Kiin tiene muchas habilidades, por eso la quiero para mi hijo —declaró Kayugh.
Pájaro Gris se hinchó de orgullo, se pavoneó hasta el centro del ulaq y se acuclilló al lado de Kayugh.
«Cree que ha ganado, está convencido de que ha batido a Kayugh en el juego del trueque», murmuró el espíritu de Kiin.
Kayugh miró a Amgigh por encima de la cabeza de Pájaro Gris y asintió. El padre de Kiin se volvió y vio que Amgigh desataba un cuchillo de su muñeca izquierda. Lo extendió sobre la palma de la mano y se lo ofreció a Pájaro Gris, con el mango hacia delante.
—Mi hijo fabrica cuchillos —explicó Kayugh.
Kiin notó que Pájaro Gris enderezaba súbitamente la espalda. Todos los hombres de la aldea atesoraban los cuchillos de Amgigh. Según Grandes Dientes, no existían filos mejores. Este cuchillo en concreto era de hoja corta, del tamaño adecuado para encajar dentro de la manga de la chaqueta de un hombre. El filo era negro, con el borde casi translúcido, picado en obsidiana de Okmok. La hoja estaba unida con intestino de foca a un trozo de marfil jaspeado en amarillo y blanco. La punta del mango estaba cerrada con una tapa de marfil de morsa. Amgigh quitó el tapón de marfil del mango y sacó tres tapas hechas con huesos de pájaros. Volvió a introducirlas y cerró el mango con el tapón de marfil.
Pájaro Gris sonrió y cogió el cuchillo. Pasó el dedo por el filo y lo acercó a la luz de una lámpara de aceite. Quitó el tapón y examinó las tapas.
—¿Me traerás las cuatro pieles…? —Pájaro Gris hizo una pausa—. ¿Las traerás en veinte días?
—Sí —replicó Kayugh.
—Llévatela —ordenó Pájaro Gris y señaló a Kiin.
Dio la espalda a su hija y a los hombres y arrastró las doce pieles curtidas hasta su espacio para dormir.
Kiin abrió desmesuradamente los ojos. Ya estaba. Todo había ocurrido muy deprisa y ya estaba. Permaneció en pie, sin saber qué se esperaba de ella, y como Kayugh no dijo nada y Amgigh siguió dándole la espalda, sacó del escondrijo para alimentos una vejiga de foca que hacía las veces de recipiente y, con la parte plana de la hoja de su cuchillo, empujó hasta el interior de la vasija la carne que había molido.
Recogió el cesto de costura y la suk. Buscó una de las cestas más grandes de su madre y la llenó con los regalos que le habían hecho después de la ceremonia del nombre. Corrió a su espacio para dormir en busca de esteras de hierba y pieles. Al retornar a la estancia principal del ulaq se dio cuenta de que Amgigh la esperaba. El joven cogió de sus brazos el hatillo de esteras y pieles para dormir y aguardó mientras Kiin se ponía la suk y recogía la cesta. Sin hablar, Amgigh la condujo al exterior del ulaq. Kayugh ya estaba en lo más alto del poste, cargado con las pieles enrolladas y sin curtir.
Aunque el viento soplaba con fuerza y tironeaba de la cesta, Kiin permaneció unos instantes en lo alto del ulaq y observó a Kayugh y a Amgigh, que se dirigían hacia el alto montículo del ulaq de Kayugh. Kiin paseó la mirada por la playa y escuchó el fragor de las olas. El cielo estaba gris, más oscuro en el centro e iluminados los bordes donde se encontraba con el lejano límite del mar. Hasta la playa le pareció gris y los charcos dejados por la marea reflejaban el color del firmamento.
En ese momento vio a Samiq, que estaba solo junto a la negrura que marcaba el sitio de la fogata de su ceremonia de mujer. Samiq le daba la espalda, pero se volvió, levantó lentamente un brazo y la señaló con la mano, con los dedos extendidos. Irreflexivamente, Kiin también extendió una mano hacia Samiq.