Cada día, Kiin procuraba no alejarse del ulaq de su padre. Tal vez Samiq tuviese que esperar hasta el próximo verano para reunir las suficientes pieles de focas con las que pagar su precio nupcial. Se dijo que era una insensatez permanecer tan cerca del ulaq y arriesgarse a desatar las iras de su padre, correr el riesgo de ser castigada, sólo por la esperanza de ver que Kayugh y Samiq se acercaban para negociar una esposa.
Se dio cuenta de que, cada vez que iba a los acantilados en busca de huevos, o a las colinas más bajas que se alzaban detrás de la aldea para desenterrar raíces, hacía varios altos para mirar atrás. Al tercer día, cuando los hombres salieron de caza, le resultó imposible no escrutar el mar.
Durante esos tres días notó que, aunque su padre no le hablaba, Qakan la seguía con la mirada, con el ceño fruncido y los labios gruesos apretados. Qakan marchó de cacería con los hombres y Pájaro Gris se quedó en el ulaq. Le explicó a Concha Azul que debía tallar, que los espíritus se lo reclamaban. La noche anterior el suelo había temblado. ¿Acaso no había sentido los espíritus que se agitaban en las entrañas de la tierra?
Cuando Pájaro Gris se dispuso a tallar, Concha Azul sacó del ulaq el poste para hacer cestas y Kiin permaneció en el interior, tejiendo esteras.
—Trenzar esteras es una actividad silenciosa —murmuró Concha Azul a Kiin—. No molestarás a tu padre y si quiere beber o comer algo, estarás cerca para dárselo.
Kiin no replicó. Concha Azul solía abandonar el ulaq cuando Pájaro Gris se ponía a tallar. Kiin se quedó para aplacar sus iras en el caso de que le costara trabajo tallar.
La joven suspiró, partió tallos de hierba con la uña del pulgar y los dividió a lo largo.
Trabajó casi toda la tarde; separó y seleccionó hierbas para hacer esteras gruesas y, con la ayuda de los dedos y un hueso de pescado ahorquillado, tensó cada trama junto a las tiras de hierba que ya había trenzado.
Su padre estaba sentado al lado de una lámpara de aceite e inclinaba la cabeza sobre las tallas. El hollín de la lámpara se acumulaba en las arrugas húmedas de su frente. Kiin apenas lo miró aunque, ocasionalmente, Pájaro Gris rompió el silencio para mascullar; en cierto momento hizo comentarios despectivos sobre la madre de Kiin y luego despotricó contra la madera que estaba tallando. Kiin se volvió porque supuso que se dirigía a ella y vio que tallaba algo con forma humana, con una pierna torcida y más corta que la otra. La madera estaba áspera donde el cuchillo la había tocado y las zonas trabajadas se habían manchado con el hollín de los dedos de Pájaro Gris.
Kiin suspiró, volvió a concentrarse en las hileras rectas y limpias de la estera y, por algún motivo, buscó con los dedos la tersa superficie de la concha de diente de ballena que pendía de su cintura.
Estaba a punto de terminar la estera cuando su padre le habló. La brusquedad del comentario la llevó a pegar un brinco.
—Kayugh pagará un alto precio por ti —afirmó.
Kiin lo miró, enarcó las cejas y simuló sorprenderse.
—Un precio nupcial —aclaró Pájaro gris y dejó en el suelo el pequeño cuchillo de tallar.
—Yo-yo-yo-yo… —empezó a decir Kiin y se enfadó cuando se le atragantaron las palabras. Su padre lanzó una carcajada breve y cruel. Esa risotada permitió que Kiin recuperara la voz y preguntó—: ¿Entonces seré es-es-esposa?
—Kayugh me ha prometido quince pieles de foca —dijo Pájaro Gris.
Se incorporó lentamente e hizo una mueca al erguirse en toda su estatura. A diferencia de Kayugh, no necesitaba estar inclinado bajo los bordes más bajos del techo en pendiente del ulaq. Dobló los dedos. Sus manos eran de piel suave, como las de un niño.
—Vivirás en el ulaq de Kayugh y comerás de sus alimentos, pero no olvides que eres mi hija. Fui yo quien te dejó vivir cuando la mayoría de las niñas son abandonadas a los espíritus del viento.
Hasta hacía pocos días, si su padre le hubiera hablado tanto tiempo, Kiin habría mantenido la mirada baja y la cabeza inclinada, pero en ese momento percibió la incertidumbre de Pájaro Gris y notó la fortaleza de su propio espíritu, que presionaba las paredes de su corazón y palpitaba en el torrente de su sangre. Por eso no desvió la vista, sino que mantuvo los ojos abiertos, fijos en la mirada de su padre, para que el espíritu de Pájaro Gris supiera que ella se fortalecía.
—Sí, viviré en el ulaq de Kayugh —repitió sin tartamudear, como si la decisión le perteneciese y no tuviera nada que ver con lo que su padre pretendía.
Pájaro Gris alzó la barbilla y sacó pecho.
—Nos traerás comida —añadió—. Cuando Kayugh, tu marido o el hermano de tu marido capturen una foca, pedirás una parte para tu padre.
Kiin se irguió y dio un paso hacia Pájaro Gris. Se estiró en toda su estatura y se dio cuenta de que era casi tan alta como su padre. La cólera le allanó el camino de la garganta, formó con las palabras largas filas que manaron fácilmente de sus labios:
—Si necesitas comida se la pediré a Kayugh.
Pájaro Gris sonrió y la mueca tensó sus labios delgados y produjo un temblor en la tirilla de pelo que colgaba de su barbilla. Asintió con la cabeza.
—No permitiré que mi madre pase hambre —añadió Kiin.
Su padre parpadeó, tensó los músculos de los brazos y alzó una mano, pero Kiin no se movió. Podía pegarle cuanto quisiera. Le mostraría los morados a Samiq y le pediría que redujese el precio que había ofrecido por ella. Tal vez así se convertiría antes en esposa y no tendría que esperar uno, quizá dos veranos hasta que reuniera las pieles.
En ese momento oyó la llamada desde la playa, el trino agudo de las voces de las mujeres, y su padre le dio la espalda y salió del ulaq.
—Traen focas —gritó Pájaro Gris desde lo alto del ulaq, y Kiin se sorprendió de que se lo comunicara.
Esperó hasta tener la certeza de que su padre había tenido tiempo de llegar a la playa, se puso la suk y abandonó el ulaq. Al llegar a lo alto se detuvo para contar los ikyan. Sí, todos los hombres habían regresado. Los ikyan de Samiq y Amgigh remolcaban focas.
Los cazadores habían cobrado cuatro focas peludas. Grandes Dientes y Primera Nevada habían matado una y las puntas de los arpones de ambos hombres estaban hundidas en la carne de la foca. Samiq había capturado otra, lo mismo que Kayugh y Amgigh. Qakan regresaba de vacío.
Chagak, Nariz Ganchuda y Baya Roja empezaron a despedazar los animales, pero Concha Azul y Kiin aguardaron. Aunque esgrimían sus cuchillos de mujeres y estaban preparadas, no podían ayudar a menos que se lo pidieran. Si lo hacían, parecería que reclamaban un animal para su ulaq. Al cabo de un rato Chagak se volvió hacia ellas y señaló las focas que Amgigh y Samiq habían arrastrado playa arriba.
Kiin sonrió y durante unos instantes su mirada y la de Samiq se encontraron. Vio sorprendida que el muchacho desviaba la vista y decía con voz ronca:
—Deberías ocuparte de la foca de Amgigh.
Dio la espalda a Samiq y sonrió cuando miró a Amgigh a los ojos. Se dijo que daba lo mismo que se ocupara de una u otra foca. Eran hermanos y la esposa de un hermano con frecuencia se consideraba segunda esposa del otro, ya que cocinaba y cosía para ambos.
Se puso a despedazar al animal y trabajó deprisa para separar el pellejo de la osamenta hasta que estuvo en condiciones de recabar la ayuda de las otras mujeres para dar vuelta a la foca y seguir desollándola.
Al alzar la mirada se percató de que Amgigh había permanecido a su lado.
—Entrega a tu padre la carne y la grasa de la aleta —dijo, se marchó y se reunió con los hombres que examinaban losen ikyan en busca de desgarrones o resquicios en las costuras.
¿Debía entregar a su padre la carne y la grasa de la aleta, la mejor parte? Kiin vio que Amgigh recorría la playa y súbitamente se le hizo un nudo en el estómago, como si hubiese comido el más amargo de los tallos de levístico. ¿Por qué Samiq le había pedido que desollara la foca de Amgigh? ¿Por qué Amgigh regalaba carne a su padre? No era posible que fuese a convertirse en esposa de Amgigh. Samiq era el mayor de los dos hermanos. Además, Samiq había fabricado el collar para ella.
Apretó con las manos las cuentas que colgaban de su cuello y oyó la apacible voz de su espíritu que repitió las palabras de Samiq: «Te hago este regalo en mi nombre y en el de mi hermano Amgigh».