7

—Has recibido regalos hermosos —dijo Baya Roja a Kiin y ésta, temerosa de que las palabras se le atragantaran, en lugar de responder se limitó a sonreír y a asentir con la cabeza.

Baya Roja, la hermana de Samiq, era la esposa más joven de la aldea. Llevaba a su hijo en el portacríos que tenía bajo la suk y, cuando se agachó para ayudar a Kiin a recoger los regalos, el rorro empezó a llorar.

Kiin rio y le aconsejó:

—Ve-ve-vete. Da-da-dale la teta.

Baya Roja escrutó la playa.

—Samiq vendrá a ayudarte. Este pequeñajo tiene sueño.

Se alejó deprisa y Samiq alzó la mirada. Los hombres estaban acuclillados alrededor de la hoguera y comían los alimentos que sus esposas les llevaban. Samiq avanzaba a grandes zancadas hacia ella, sujetando con la mano un trozo oscuro de carne de foca seca.

—¿Tienes hambre? —preguntó Samiq. Partió la carne en dos y entregó un trozo a Kiin. Antes de que ésta pudiera darle las gracias, añadió—: Llevas una suk nueva.

—De par-parte de tu ma-ma-madre —explicó Kiin.

Levantó la sarta de cuentas de concha que reposaba sobre su pecho. Resplandecieron en franjas de colores pálidos. Quería agradecerle el collar y, por mucho que lo intentó, le faltaron las palabras, escaparon de su garganta como si un espíritu las hubiese robado.

Samiq se acercó a Kiin y pasó la mano por debajo del collar.

—Estas tres —dijo mientras acariciaba tres cuentas con los dedos— proceden de conchas que encontré durante la larga cacería en la que mi padre capturó la morsa. —Pasó la mano a la cuenta siguiente—. Ésta es de un collar que antaño perteneció a una abuela, a una mujer que murió antes de que yo naciera. Esta cuenta procede de un hueso de la primera foca que cobré. La mayoría de las cuentas corresponden a conchas que encontré en nuestra playa o en sitios próximos. Hace muchos años que hago este collar para ti.

—Gra-gracias —logró decir Kiin.

Samiq sonrió y apostilló:

—Es mejor que los cestos para bayas.

Kiin rio.

La mirada de Samiq se ensombreció y escrutó el rostro de la muchacha.

—Al menos los últimos días has estado a salvo —comentó finalmente—. Lejos de tu padre y de tu hermano.

—Me sen-sen-sentí so-so-sola —reconoció Kiin y captó la mirada de sorpresa de Samiq—. A-a-a-añoré a mi madre. —Kiin añadió en voz baja y, para variar, las palabras fluyeron libremente—: Te eché de menos.

Se ruborizó en seguida y se arrepintió de lo que había dicho. Ninguna mujer decía semejantes cosas a alguien que no fuera su marido o sus hijos.

Samiq desvió la mirada hacia el mar y permaneció largo rato en silencio. Por fin se volvió hacia ella y dijo:

—Pronto serás de tu marido y tu padre te dejará en paz.

Habló con tanta delicadeza que el sonido de sus palabras se acompasó al flujo y al reflujo de las olas. Luego se volvió y se alejó de Kiin.

La joven lo observó, contempló el balanceo de sus hombros rectos al andar, el brillo de sus cabellos negros cuando el viento los arrojaba sobre su cara, y recordó que sus dedos habían tocado levemente su cuello, que las cuentas de conchas blancas y rosadas habían resaltado sobre el tono moreno de su piel.

Samiq regresó a la hoguera y se acuclilló junto a Grandes Dientes. Kiin sonrió. De los hombres mayores de la aldea, Grandes Dientes era su preferido. Cuando estaba en la cala reparando el ikyak o engrasando las armas, Kiin lo veía echar hacia atrás la cabeza y reír como si se contara chistes a sí mismo. ¿Y por qué no? Otros inventaban canciones mientras trabajaban. ¿Por qué no contar chistes?

Grandes Dientes y su esposa, Nariz Ganchuda, siempre habían sido amables con ella. En muchas ocasiones Kiin había pasado toda la noche al raso después de recibir una paliza de su padre, pues en esos casos prefería soportar el frío de los vientos nocturnos a regresar al ulaq de Pájaro Gris. Nariz Ganchuda salía a buscarla y la llevaba al ulaq de Grandes Dientes. Una vez allí, le daban algo de comer, en general varios huevos de frailecillo que Nariz Ganchuda había recogido y almacenado en el aceite y la arena del escondrijo para alimentos de la parte delantera del ulaq. Era una exquisitez que Pájaro Gris jamás le permitía probar, pese a que Kiin era la única de la familia que recorría los acantilados en busca de huevos.

Por la mañana Kiin retornaba al ulaq de su padre. Fingía que no tenía morados y que no había pasado la noche en otro ulaq. Era lo mejor. Si Qakan aludía a la paliza y le preguntaba dónde había estado, Kiin se encogía de hombros y guardaba silencio.

Kiin miró en dirección a los ulas. Con excepción de Chagak, todas las mujeres habían abandonado la playa. Chagak aún llevaba comida a los hombres: de un brazo le colgaba una cesta de recolección con huevos y acarreaba un estómago de otaria que, como muy bien sabía Kiin, contenía halibut seco.

Kiin se apresuró a ayudarla.

—Gracias —dijo Chagak—. Mi marido me ha dicho que aún tardarán un buen rato.

—Me que-que-quedaré pa-pa-para ayudar —se ofreció Kiin.

Entre las dos bajaron el estómago de otaria. Era grande, tan ancho como la cintura de Kiin y su longitud iba de los hombros a la rodilla de la muchacha. Lo pusieron cerca de los hombres, en el trozo de guijos que Chagak había tapado con largas esteras de hierba.

Kiin se dedicó a extraer el halibut del estómago de la otaria. Aunque notó que cuando Chagak y ella se acercaron los hombres dejaron de hablar, a Kiin no se le escaparon las palabras de su padre: «Será una buena esposa. Su madre la ha preparado bien. Fijaos en la chaqueta que llevo. La cosió mi hija. No la daré a cualquiera».

El corazón de Kiin latió tan deprisa que le temblaron las manos cuando sirvió el pescado. Seguramente Samiq la había pedido como esposa.

Si supiera que pertenecería a Samiq, si supiera que pronto se convertiría en su esposa, ya podía pegarle su padre todos los días que ni siquiera así moriría.

Se trataba de una esperanza demasiado maravillosa y Kiin intentó concentrarse en otras cosas. De este modo, si su padre decía que no, tal vez el dolor no fuese tan intenso.

Cuando Chagak y ella terminaron de extender el halibut seco y los huevos, la mujer mayor murmuró:

—Te ayudaré a trasladar los regalos al ulaq de tu padre.

Se alejaron del grupo formado por los hombres. Poco después el borde del sol asomó en el cielo y puso fin a la breve noche. Ya había luz suficiente para abrirse paso hasta la pila de regalos que se encontraba por encima de los bajíos dejados por la marea.

Kiin guardó los regalos en las pieles de foca que Kayugh le había obsequiado. Cada mujer cogió una piel y la acarreó por la ladera de la playa en dirección a los ulas.

La pequeña aldea contaba con cuatro ulas, que pertenecían a Kayugh, Grandes Dientes, Pájaro Gris y, el de construcción más reciente, a Primera Nevada.

Chagak le había contado a Kiin historias sobre la gran aldea en la que de niña había vivido. Contenía ocho o diez ulas y Chagak le había explicado que eran mucho más grandes incluso que el de Kayugh y que con frecuencia varias familias convivían en cada ulaq. Kiin había oído las anécdotas de los hombres sobre la tribu guerrera de los Bajos, seres terribles que mataban a otros hombres por el placer de asesinar. Los Bajos habían atacado la aldea de Chagak y sólo ella sobrevivió. Entonces abandonó la aldea, abandonó Aka —su montaña sagrada— y fue a ver a su abuelo, Shuganan, el anciano muerto hacía muchos veranos.

Los hombres contaban historias de la gran batalla que se libró en la playa de los Cazadores de Ballenas. Todos los Bajos perecieron y Kayugh y los hombres retornaron a esta playa, la que pertenecía a la montaña sagrada Tugix. Y aquí vivían, a salvo y bien, desde aquel terrible combate.

Y ahora nosotros, sus hijos, crearemos familias, pensó Kiin. Es posible que algún día, cuando sea abuela, nuestra aldea vuelva a ser numerosa y seamos de nuevo un pueblo fuerte.

Sonrió a Chagak, pese a que sabía que, en la penumbra, la mujer no podía verla. Treparon por la ladera del ulaq de Pájaro Gris. Chagak apartó el faldón que tapaba la abertura del centro del techo y Kiin descendió y alzó los brazos para que Chagak le diese los regalos.

Kiin paseó la mirada por el ulaq. Aunque estaba encendida una lámpara de aceite de ballena que emitía una luz tenue, la madre de Kiin no se encontraba en la amplia estancia principal.

Kiin pensó que su madre estaba durmiendo.

El ulaq de Pájaro Gris contaba con una espaciosa habitación central y zonas reducidas delimitadas por cortinas en los lados y en el fondo. El espacio para dormir de Pájaro Gris se encontraba en el fondo del ulaq —en el lugar de honor— y el de Qakan estaba al lado. Kiin y su madre dormían en sendos lados del ulaq y la parte delantera estaba dedicada al escondrijo para alimentos.

Kiin se asomó por el poste con muescas y cerró el faldón del orificio. Chagak ya había echado a andar hacia su ulaq.

—Que duer-duermas bien —se despidió Kiin.

Chagak se dio la vuelta, saludó con la mano y dijo con tono risueño:

—Como no creo que puedas dormir, sólo te deseo que pases una buena noche.

Kiin sonrió y se sentó en lo alto del ulaq para contemplar la playa. Los hombres seguían congregados en torno a la hoguera, a pesar de que ya no había llamas y de que sólo quedaban ascuas del brezo y los huesos de foca que habían apilado a la altura de la cintura de Kiin. La muchacha dobló las rodillas dentro de la suk y con las manos se tapó los pies desnudos. El viento que llegaba del mar era frío y Kiin tembló.

Apoyó los brazos en las rodillas y se atrevió a pensar en Samiq convertido en su marido. Ese día había sido el más bello de su vida. Por fin los espíritus de Tugix se regocijaban por ella. Por fin tenía cuanto una nueva mujer podía desear: una hermosa suk, un collar, puede que hasta la promesa de un marido.

Aunque había odiado las noches que se vio obligada a pasar con los comerciantes, Kiin supo que todo sería distinto cuando Samiq la abrazara y la acariciara con sus manos.

Samiq siempre había sido su amigo. Se peleaba a menudo con Qakan para protegerla de los arranques de cólera de su hermano. Cuando el padre le pegaba, generalmente era Samiq quien la llevaba a la presencia de Chagak o de Nariz Ganchuda para que le limpiasen las heridas y le cubrieran las contusiones con hojas frescas de sauce.

Y tener a Samiq como marido…, que la abrazara durante toda la noche…

Al principio Kiin no se percató de que su padre gritaba. Cuando Qakan elevó la voz, Kiin lo oyó y vio que ambos se alejaban del resto de los aldeanos.

Kiin pensó que estaban enojados con ella porque no había llevado suficiente comida.

Se deslizó por la ladera del ulaq y se ocultó entre el brezo y las hierbas altas que crecían detrás del montículo cubierto de tepe. Kiin contuvo el aliento cuando su padre y su hermano llegaron al ulaq y entraron. Los demás hombres también se marchaban y pasaron a su lado sin verla. Cuando Samiq pasó estuvo a punto de tocarlo. Pero no podía porque lo acompañaban Amgigh y Kayugh; los tres caminaban juntos hacia el ulaq de Kayugh. Éste parecía contrariado y Kiin se dio cuenta de que hasta Amgigh apretaba firmemente los labios y tenía las manos cerradas.

Presa de un pánico súbito, la muchacha se preguntó si su padre se las había apañado para quitarle el nombre, si se había vuelto a quedar sin alma, pero notó la plenitud de su espíritu moviéndose en su seno y su apacible voz interior le dijo: «Espera. Quédate donde estás. Estoy contigo».

Aferró el amuleto que pendía de su cuello. Como ahora poseía nombre y alma, Kiin podía dirigir sus pensamientos a los espíritus de las abuelas que moraban en el sitio de las Luces Danzarinas.

«Os ruego que me permitáis conservar mi espíritu», suplicó. «Por favor, no dejéis que mi padre me lo arrebate».

Retrocedió hasta apoyarse en el ulaq y hundió la cabeza en la hierba. El cielo se había teñido con los albores del amanecer. Decidió esperar a que su padre se metiera en su espacio para dormir, trepó sigilosamente hasta lo alto del ulaq y se agazapó, atenta, intentando averiguar si Pájaro Gris y Qakan estaban en la estancia principal.

Oyó la voz airada de su padre y se sorprendió al saber que su cólera se dirigía a Qakan.

—Si fueras cazador podrías pagar tu propia mujer. Kayugh es tonto y ha ofrecido un buen precio por la chica. ¿Qué más puedo hacer? ¿Debería decirle que no? No estoy dispuesto a rechazar su oferta.

—Si es así, dame las pieles de foca por las que cambia la chica —propuso Qakan—. Se las llevaré a los Cazadores de Ballenas y conseguiré una mujer.

—¿Para qué quieres una Cazadora de Ballenas? Más que mujeres parecen hombres. Se creen dueñas de los ulas de sus maridos. Visita al pueblo de las Morsas. Consigue una buena esposa, una mujer que sepa satisfacer a un hombre.

—¿Me darás las pieles para hacer trueque?

—Las necesito.

Kiin oyó que su hermano bufaba y que las palabras le raspaban el fondo de la garganta:

—Entonces me llevaré a Kiin. La usaré para el trueque.

Kiin oyó reír a su padre y ese sonido ronco y ahogado se le enganchó en los dientes y le dio dentera. Era la misma risa que lanzaba cuando le pegaba.

—¿Puedes pagar su precio nupcial? —inquirió Pájaro Gris.

—Como ella no vale nada, no doy nada —replicó Qakan.

—Kayugh me entregará quince pieles.

¡Quince pieles!, se dijo Kiin sorprendida. Quince pieles bastaban para dos esposas, incluso para tres. Su corazón pareció detenerse y volvió a percibir los suaves movimientos de su espíritu. Estaba a salvo, Kayugh había ofrecido más que suficiente para garantizar su seguridad. Se convertiría en esposa de Samiq. Sería esposa. Qakan no podía hacer nada.