6

Caía el sol cuando la hija de Concha Azul terminó de tallar el diente de ballena. Trabajó con esmero, raspó y cortó la superficie del diente hasta que quedó enroscado como una concha de buccino. Acercó el diente a la lámpara de aceite y lo contempló con mirada crítica. No era perfecto —una saliente de marfil, que su cuchillo no pudo moldear, lo recorría de un extremo a otro y en un borde había una muesca—, pero semejaba una concha.

La muchacha recordó que tendría buen cuidado de ocultar el diente bajo el delantal. Quizás el diente tuviera poder propio para engañar, para ocultarse de la mirada de su padre y defenderse de su cuchillo.

Se levantó la suk y ató el diente a la cinturilla del delantal. Estaba acomodando la piel de la suk cuando su madre entró en el refugio.

—Debes salir —dijo Concha Azul, y la chica percibió la expresión sorprendida de su madre cuando salió ataviada con la nueva suk.

—Es un regalo de Cha-Cha-Chagak —explicó a su madre.

Concha Azul sonrió insegura y asintió con la cabeza.

La tensión que había afectado a la hija de Concha Azul durante los días que pasó en el minúsculo refugio desapareció súbitamente. Extendió los brazos y atrapó el viento con las yemas de los dedos. Se echó a reír y se volvió para mirar a Tugix, la gran montaña que protegía la aldea.

—Quédate quieta —ordenó su madre—. Ya eres mujer, has dejado de ser una niña.

—Nun-nun-nunca he sido una ni-ni-niña.

Concha Azul desvió la mirada y la chica cerró los ojos, momentáneamente arrepentida de lo que acababa de decir. La ira trepó desde el hueco de su pecho, subió y arrastró el recuerdo de la infinidad de veces que le habían pegado, ocasiones en que su madre permaneció en silencio o abandonó el ulaq.

Concha Azul apartó de sus ojos los mechones de pelo que el viento había revuelto y añadió:

—Tengo algo para ti.

Condujo a su hija hasta un montículo próximo a la playa y se agachó al amparo del viento. Metió una mano en la suk y sacó un envoltorio de piel de foca atado con tiras de cuero.

—Es para ti —afirmó mientras desataba las tiras.

Desplegó la piel de foca y la muchacha vio un pequeño cesto. Estaba tejido con el ballico que crecía cerca de la playa y la tapa estaba unida al cesto con una trenza de tendones.

Levantó la tapa y en el interior encontró un dedal de piel de foca, agujas fabricadas con huesos de aves y una lezna de marfil.

—Necesitarás estas cosas —dijo su madre.

—Sí.

—No es un regalo tan magnífico como el que te hizo Chagak —apostilló Concha Azul y miró hacia la playa para que su mirada no se cruzase con la de su hija.

—Tú mis-mis-misma hi-hi-ciste el… ces-ces-cesto —observó lentamente la hija. Concha Azul asintió—. Es… es…

La hija de Concha Azul quería decir que era hermoso, quería darle las gracias a su madre, pero las palabras se le atragantaron y no pudo decir nada más. Aguardó, con la esperanza de que su madre percibiese la gratitud contenida en su expresión, pero ésta no la miró. La muchacha intentó recordar si su madre la miraba alguna vez, si en alguna ocasión permitía que sus miradas se cruzaran. No, nunca, aunque tal vez se debiera a que no quería ver el vacío del corazón de su hija, a que no quería recordar que su hija carecía de alma.

Concha Azul permaneció largo rato en silencio y finalmente se puso de pie, de espaldas al mar, mientras el viento le separaba los cabellos en una línea clara a lo largo de la nuca.

—Esta noche se celebrarán dos ceremonias en tu honor —dijo—. La ceremonia de tu conversión en mujer y la de ponerte nombre. Tu padre ha elegido nombre para ti.

La hija oyó esas palabras y tosió débilmente, como si la risa se mezclara con el llanto. Nombre. ¡Un nombre! Esta vez buscó con osadía la mirada de su madre y aguardó sin pestañear hasta que Concha Azul la contempló.

—Me alegro de que te hayas convertido en mujer —aseguró su madre.

Las palabras sonaron muy bajas y casi se perdieron entre los reclamos de los pájaros bobos y las gaviotas.

Repentinamente el viento se arremolinó en torno a las mujeres y les agitó los cabellos, que formaron enmarañadas nubes negras alrededor de sus cabezas. Las dos alzaron las manos para apartarse los mechones de pelo de la cara y durante un instante sus manos se rozaron, pero se apartaron rápidamente para poner las cabelleras en sus sitios.

La chica estaba junto al ulaq de su padre y desde allí divisaba la playa. Alguien había encendido una fogata de brezo y de huesos de foca y el viento transportaba el olor a grasa y a ramas ardientes. Todos los aldeanos se habían reunido junto al fuego: su padre, el más bajo de los hombres; su madre, menuda y, según Nariz Ganchuda, antaño hermosa; su hermano Qakan, que ahora era más alto que su padre; Grandes Dientes y sus dos esposas, Nariz Ganchuda y Pequeña Pata, así como el hijo de ésta. ¿Cuántos veranos tenía el niño, siete u ocho? También estaba Kayugh, un cazador cuya familia jamás pasaba hambre. A su lado se encontraba Chagak, que tenía en brazos a su hija Reyezuela; la primogénita, Baya Roja, y su marido, Primera Nevada, aparecían a continuación en el círculo y, por último, Samiq y Amgigh.

¡Cuánto había odiado esa playa la hija de Concha Azul! La llana extensión de esquisto de color gris oscuro y guijos, en la que sólo había unos pocos cantos rodados, no le había permitido esconderse de su padre ni de Qakan.

Pero esa noche no odiaba la playa porque era un sitio de alegría.

Su madre le había pedido que estuviese atenta a la señal de Kayugh: la mano en alto, siguiendo la trayectoria del Sol. Esperó preocupada. Su inquietud, que al principio no había sido más que un nudo en la boca del estómago, se extendió por todo su cuerpo y le embotó las puntas de los dedos de las manos y de los pies.

Se mesó los cabellos. Se había peinado con una vara con muescas y había untado los pelos con aceite de foca. La cabellera le caía, larga y suave, hasta la cintura.

«Eres hermosa», le había susurrado su madre. Las palabras la sorprendieron tanto que no respondió y se limitó a mirar a Concha Azul cuando se reunió con todos en la playa. Se preguntó si los otros también notarían la diferencia, si se darían cuenta de que había dejado de ser una niña fea para convertirse en una hermosa mujer.

Kayugh alzó el brazo y la hija de Concha Azul levantó la cabeza. Descendió lentamente hasta la cala. Al aproximarse al círculo notó que le habían reservado un sitio entre su padre y Kayugh.

Sintió que se le tensaban los músculos de los hombros, como cada vez que estaba cerca de su padre. Tuvo la impresión de que alguien le hablaba, de que alguien le decía «Eres mujer» y en ese instante levantó la cabeza y descubrió que Samiq la miraba. El muchacho no era tan alto como su padre, pero tenía los hombros anchos y fuertes. Sus pómulos eran altos y sus ojos tan oscuros como plumas de cormorán. Samiq sonrió y la hija de Concha Azul abrió desmesuradamente los ojos. La ceremonia era un acto solemne. Su madre le había dicho que nadie debía sonreír, pero la felicidad embargó a la chica y tuvo que apartar la mirada para no sonreír.

—¿Traes regalos? —preguntó Kayugh, y la muchacha se dio cuenta de que la ceremonia había comenzado.

Concha Azul se adelantó y depositó en la arena del centro del círculo los cinturones que su hija había trenzado.

A medida que Concha Azul extendía cada cinturón en toda su longitud, las mujeres lanzaban grititos de admiración. Probablemente hacían lo mismo en cada ceremonia que celebraba el ingreso en la condición femenina, pensó la hija de Concha Azul pero, de todos modos, que admiraran su trabajo le dio satisfacción.

Su madre volvió a ocupar su sitio en el círculo y Kayugh retomó la palabra:

—Aunque nos hemos reunido para celebrar la ceremonia de la mujer, tu padre ha pedido que celebremos la ceremonia de darte nombre.

La hija de Concha Azul miró a su padre, que tenía la vista clavada al frente, como si ella no estuviera a su lado.

Kayugh se volvió hacia la chica y puso las manos sobre su cabeza.

—Tu padre dice… —comenzó a recitar, calló y carraspeó. Kayugh cerró los ojos y durante un fugaz instante la hija de Concha Azul creyó ver que el cazador apretaba los dientes. Kayugh miró al cielo y afirmó—: Tu padre dice que te llamas Kiin.

La hija de Concha Azul notó que el arrebol de una súbita incomodidad asomaba a su rostro. Su padre había elegido llamarla Kiin. Kiin, un nombre que era una pregunta: ¿Quién? Por consiguiente, seguiría siendo un ser no reconocido, una hija, una mujer pero, a fin de cuentas, una desconocida.

Percibió la humedad de otra mano en su cabeza y supo que era la de su padre.

—Eres Kiin —repitió Kayugh y se inclinó para susurrarle el nombre al oído.

Cuando volvió a oír el nombre, la hija de Concha Azul se encolerizó y lamentó que su padre no fuera tan hombre como Kayugh; lamentó que, a pesar del odio que le tenía, su padre hubiera sido incapaz de escoger para ella un verdadero nombre.

En seguida se dejó dominar por la alegría del instante. Pronto ocuparía su sitio como mujer de los Primeros Hombres y, lo que era aún más importante, le habían puesto un nombre. Daba igual cual fuera o lo agraviante que resultase, lo cierto es que disfrutar de un nombre le permitía reclamar un alma.

Como en la aldea no había chamán, Kayugh presidía las ceremonias en tanto cazador principal. En ese momento entonó un cántico, canturreó algo con palabras que la joven no comprendió. Permaneció con la cabeza inclinada bajo el peso de las manos de los dos hombres.

Se dio cuenta de que Kayugh le pasaba algo por la cabeza, bajó la mirada y vio una bolsita de piel de foca que colgaba de una tira de cuero. Era un amuleto. Supo que la bolsita contenía obsidiana, la piedra sagrada de los Primeros Hombres.

Volvió a pensar en que ahora tenía espíritu, en que tenía alma. Percibió que algo se movía dentro de su pecho, un aleteo como el del viento. Ese algo se esforzó por llenarla, tensó las puntas de los dedos de sus manos y de sus pies. Kayugh concluyó su cántico y Pájaro Gris apartó la mano de su cabeza.

Kiin dirigió la mirada a los reunidos en círculo y se vio como uno de ellos. La alegría pareció elevarla del suelo y, cuando su madre se dirigió al centro del círculo, Kiin casi se olvidó de seguirla.

Kayugh le tocó suavemente el brazo y de pronto Kiin recordó el sitio que debía ocupar. Se acercó a su madre y esperó mientras ésta cogía un cinturón. Era para Kayugh. Kiin se lo entregó, lo depositó sobre sus brazos extendidos y, a su vez, recibió el regalo que Kayugh le ofreció: dos pieles de foca.

El siguiente cinturón era para Grandes Dientes, hombre de jarana y risas. Kiin había hecho dibujos en la piel de foca del cinturón: hombres que iban a la caza de las focas en el ikyan. Kiin sabía que esos dibujos le proporcionarían más fuerza en las cacerías y vio un chispazo de entusiasmo en la expresión de Grandes Dientes cuando cogió el cinturón y le ofrendó una piel de foca costera.

Llegó el turno de su padre. Aceptó el cinturón y, a cambio, le dio dos lámparas de piedra. Primera Nevada le regaló pedernales y un estómago de foca lleno de aceite. Por fin llegó el turno de Samiq. ¿Se percataría de que, entre todos los cinturones, el suyo era el más hermoso?

Cuando depositó el cinturón sobre los brazos extendidos de Samiq, Kiin lo contempló, se atrevió a hacer frente a su mirada.

—Kiin, es hermoso —dijo Samiq y su tono pareció volver hermoso el nombre de la muchacha.

Samiq sacó de debajo de la chaqueta una larga tira de cuentas hechas con conchas. Alzó las manos y la pasó por la cabeza de Kiin. El collar reposó sobre su suk, blanco y brillante incluso en medio de la tenue luz de la fogata, y la joven lo contempló asombrada.

Tal vez podía atreverse a albergar esperanzas, a pensar en Samiq como aquel que se convertiría en su marido. El muchacho añadió:

—Te hago este regalo en mi nombre y en el de mi hermano Amgigh.

Sorprendida, Kiin miró a Amgigh, que esbozaba una torva sonrisa y mantenía una severa expresión. Kiin le entregó el cinturón y aguardó a que el joven le dirigiera la palabra, pero no dijo nada.

El último cinturón era para Qakan. Aunque tenía pocos adornos, el trenzado era muy complejo, las tiras de piel de foca subían y bajaban como las olas. Había cortado figuras de focas de un trozo de cuero más oscuro y las había cosido a las olas entrelazadas. Su hermano bufó cuando le entregó el cinturón y Kiin lo miró con extrañeza. Aunque no era tan llamativo como los cinturones de los hombres mayores, su belleza era innegable y le daría gran poder sobre las focas. Qakan le entregó su regalo, dos cestas de hierba tejida para recolectar bayas, cestas que la propia Kiin había tejido. De pronto se sintió muy enfadada. ¿Con qué derecho Qakan despreciaba su regalo cuando el que le había hecho a ella era tan modesto?

Levantó la cabeza y miró a Qakan a los ojos.

—Te-te-te de-de-deseo poder para tus… cacerías —declaró y era cierto, porque las piezas de cada cazador ayudaban a toda la aldea. La cólera la dominó e inundó su garganta. Como suele ocurrir con la ira, la muchacha se desbordó con palabras fluidas y casi ininterrumpidas cuando añadió—: Te-te agradezco las cestas para bayas. Debiste de tardar muchas horas en trenzarlas.

Aunque habló en voz baja y sabía que nadie, salvo Qakan, podía oírla, también tenía claro que lo humillaría acusándolo de realizar tareas femeninas.

El rostro de Qakan se ensombreció y Kiin luchó contra el impulso de desviar la mirada. Tengo alma, se dijo. Qakan no puede hacerme daño. Escuchó una voz interior, el movimiento de su espíritu, que dijo en su mente: «Su ignorancia no disculpa la tuya». Kiin se ruborizó y retornó al centro del círculo.

Cuando se arrodilló para dejar las cestas para bayas junto a los demás regalos, paseó la mirada por los rostros de cuantos la rodeaban. Pensó que los aldeanos verían el valor del regalo de Qakan y decidió que fueran ellos los que juzgaran.

Kiin se incorporó sin hacer ruido. Su madre había vuelto a su sitio, junto a Nariz Ganchuda, y Kiin estaba sola. Los aldeanos permanecían en silencio y Kiin sintió el peso de sus miradas. Levantó la cabeza y aguardó las palabras que pronunciarían a continuación.

Finalmente Kayugh dijo:

—Ya eres mujer.

—Ya eres mujer —repitió Grandes Dientes.

—Ya eres mujer —se hizo eco su padre.

Primera Nevada, Samiq, Amgigh y, por último, Qakan, pronunciaron esas palabras.

«Ya eres mujer», declaró el espíritu de Kiin.