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Al noveno día la hija de Concha Azul había terminado de trenzar todos los cinturones y también había tejido una cesta de recolección. Esa noche regresaría a la morada de su padre. En cierta ocasión, Chagak le había hablado de la ceremonia de la mujer que sus padres habían realizado una vez cumplida su primera pérdida. En aquellos tiempos las chicas vivían solas cuarenta días después de la primera pérdida. Luego había banquetes y regalos.

Cuando Baya Roja, la hija de Chagak, tuvo su primera pérdida, los hombres decidieron que la nueva aldea, en la isla de Tugix, era demasiado pequeña para que una mujer estuviera ociosa cuarenta días, tejiendo únicamente cinturones y cestas. Adoptaron la costumbre de los Hombres de las Morsas: sólo nueve días en solitario, sólo nueve días para tejer cinturones y cestas. Grandes Dientes había dicho: «¿Acaso los padres de Kayugh no formaban parte de los Hombres de las Morsas?».

La hija de Concha Azul había oído las protestas de Chagak, que dijo que no tenían que correr el riesgo de disgustar a los espíritus, de maldecir la cacería.

Kayugh había replicado: «¿Hay alguien que ignore que el número cuatro es sagrado para los hombres y el cinco para las mujeres? El nueve es un buen número, un número fuerte. Nueve días es la elección correcta. Además, nadie duda que los Hombres de las Morsas conocen las costumbres de los espíritus».

Al parecer Kayugh tenía razón. Convertida en esposa de Primera Nevada, Baya Roja ya tenía un hijo sano y la caza era buena, lo había sido desde hacía muchos años.

La hija de Concha Azul recordó el festín que Kayugh había ofrecido cuando tocaron a su término los nueve días de Baya Roja. También evocó los numerosos regalos que Baya Roja había recibido.

Aunque sabía que ninguna celebración marcaría el fin de su reclusión, a la hija de Concha Azul le bastaba con haberse librado durante nueve días de las palizas de su padre, con haber trabajado sin el temor de recibir un bastonazo en la espalda. Suspiró y apartó la estera que cubría la abertura de la puerta.

Pronto su madre iría a buscarla y la acompañaría hasta la morada de su padre. La hija de Concha Azul se estremeció y se preguntó si su larga ausencia habría irritado a Pájaro Gris o si la trataría con más respeto ahora que era mujer.

Tal vez su padre estaría tallando animalillos sinuosos y no reconocería su presencia. Distraída, la joven acarició con los dedos el diente de ballena que pendía a un lado de su cuerpo. Aunque su padre le pegase, tal vez el diente le proporcionaría fuerzas renovadas, la ayudaría a soportar el dolor.

Claro que si su padre veía el diente lo reclamaría para sí, lo surcaría con sus tallas de hombres, focas y pequeños círculos que representaban ulas.

La hija de Concha Azul aferró el diente y lo apartó de la pretina del delantal. Si lo llevaba consigo, su padre lo vería. ¿Cómo podía conservar el poder del diente si dejaba de tenerlo?

La hija de Concha Azul contempló el orificio para el humo de lo alto del techo y abrigó la esperanza de que los poderes especiales que había tenido durante su primera pérdida bastaran para volver invisible el diente, como si fuera el viento. Cruzó los brazos sobre las rodillas levantadas y cerró los ojos. «No, ya tengo bastante con que me permitan ser mujer», pensó. ¿Cuántas veces la había atormentado Qakan diciéndole que siempre sería una niña, que permanecería siempre en el ulaq de su padre para trabajar y ser castigada?

Sí, tal vez permaneciera siempre en el ulaq de su padre, pero si lograba conservar el diente quizá gozase de cierta protección. La hija de Concha Azul apoyó el diente en su mejilla y en el instante en que éste tocó su piel, calor junto a calor, ya no lo vio como un diente, sino tallado con la forma de las espiras de una concha de buccino. A su padre no le preocuparía que tuviera una concha. Pensaría que en ella guardaba aceite para untar la piedra de cocinar o para ablandar pieles.

Había visto tallar a su padre y, por las conversaciones que éste había sostenido con Qakan, sabía que tallar marfil era muy difícil. «El diente de ballena tiene el centro hueco, un pasadizo estrecho que se afina hasta convertirse en una punta en lo más profundo del diente», había explicado su padre a Qakan. «La talla debe seguir el hueco. De todos modos, el diente de ballena no es tan difícil de tallar como un colmillo de morsa». Su padre introdujo la mano en la cesta donde guardaba el marfil, la madera y el hueso que utilizaba para las tallas. Entregó a Qakan un colmillo de morsa, señaló el interior y dijo: «Fíjate bien. En esta zona es distinto y no obedece al cuchillo».

Aunque Qakan había bostezado y puesto expresión de aburrido, la hija de Concha Azul prestó atención y recordaba las palabras de su padre. El centro de un colmillo de morsa presenta un marfil duro pero frágil que se astilla irregularmente con la presión de la hoja del cuchillo. Cuando el marfil se astillaba su padre se enfadaba, a veces hasta el extremo de repartir golpes por doquier con el cuchillo de tallar.

La hija de Concha Azul pensó que, si a su padre le costaba tallar un diente de ballena, a ella le resultaría mucho más difícil.

Tuvo la impresión de que el diente adivinaba sus pensamientos, como si la voz del diente la llamara, y lo imaginó marcado por el cuchillo de su padre, convertido en algo que no debía ser.

Cogió su cuchillo de mujer, de hoja corta, colocado junto a la pila de cinturones para los cazadores, lo apretó contra el diente y notó cómo se hundía el filo en la superficie blanda. Una delgada tira de marfil se rizó y cayó y a la muchacha le dio un brinco el corazón. Dejó caer el cuchillo y el diente.

¿Qué la había llevado a hacer semejante cosa? ¿Por qué se había figurado que podía tallar algo tan sagrado como un diente de ballena? Era una mujer, nada más que una mujer y, por añadidura, una mujer sin alma.

La hija de Concha Azul se tapó la cara. Era posible que con esa pequeña viruta hubiese destruido el poder del diente. Se acordó de las bellas tallas de Shuganan. Cada una resplandecía con su espíritu interior; todas eran hermosas y cada vez que las miraba experimentaba alegría.

Pensó en las tallas planas y deformes de su padre. Eran feas. No, se dijo. Soy yo la que las ve feas. No percibo lo que contienen. Recordó las anécdotas de Chagak sobre Shuganan, sobre su bondadoso espíritu, y pensó: «Tal vez la diferencia entre las tallas de Pájaro Gris y las de Shuganan es la misma que existe entre las almas de ambos». Al menos su padre tenía alma. ¿Y qué era ella comparada con su padre? ¿Por qué había imaginado que su cuchillo tendría bastante fuerza? ¿Acaso sus manos poseían habilidad para convertir el diente en una concha?

Una vez más se acercó el diente a la cara. Como aún estaba tibio, pensó que tal vez no lo había destruido, que no había expulsado el espíritu del diente al aire frío y enrarecido del refugio.

Volvió a ver el diente en forma de concha, lo vio con tanta claridad como si ya estuviese tallado. Su mano se desplazó para coger el cuchillo, como si el diente mismo la dirigiera. Apartó todo temor de su mente y se puso a tallar. Trabajó lenta y cuidadosamente, empujando la imagen de la concha desde su mente hasta sus manos, hasta los dedos que aferraban el cuchillo.

Samiq estaba acuclillado al amparo de los ikyan varados de los cazadores y engrasaba su chigadax. Esa mañana Amgigh había cazado su primera otaria. Su madre estaba en la playa, con la piel del animal extendida y sujeta con estacas. Rascaba los restos de carne del lado interior de la piel y el viento arrastraba los despojos más pequeños.

En medio de la alegría por la primera otaria que Amgigh se había cobrado, Kayugh pidió a Samiq y a Chagak que abandonasen el ulaq para hablar con aquél. Samiq sabía que su padre hablaría de la hija de Concha Azul. ¿Qué sentiría Angigh, un joven rebosante de orgullo por haber cazado su primera otaria, cuando se enterara de que su hermano se iría a cazar ballenas mientras él permanecía en la aldea y tomaba por esposa a la hija de Concha Azul?

Samiq ahuecó las manos para coger aceite amarillo del cesto que sujetaba con las rodillas y lo pasó por una costura. Amgigh nunca se había abstenido de expresar su cólera. ¿Cómo reaccionaría esta vez? Tal vez se negaría a aceptar a la chica, quizá se trasladaría a otra aldea para vivir y cazar allí. ¿Quién podía reprochárselo?

Samiq dirigió la mirada hacia el ulaq y vio que Amgigh se acercaba a grandes zancadas.

—Por lo visto has sido elegido para convertirte en cazador y yo en marido —gritó Amgigh con tono agudo y tajante.

—La elección no me pertenece —respondió Samiq y alzó la cabeza para mirar a su hermano, para hacer frente a su mirada a fin de que supiera que decía la verdad.

Amgigh rio irónicamente y con amargura.

—¿Habrías elegido a la hija de Concha Azul?

Samiq bajó la mirada. ¿Qué podía responder? ¿Qué hombre prefería una mujer a la posibilidad de convertirse en cazador de ballenas? Si era así, se preguntó, ¿por qué el dolor de la expresión de su hermano encontraba una pena equivalente en su pecho?

—La elección corresponde a nuestro padre.

—Tú eres mejor cazador.

—¿Quién puede saber si yo soy mejor cazador? —le espetó Samiq—. En la última cacería no cobré ni una sola otaria. Esta mañana tú cazaste una. En la cacería de tres días fui yo quien mató una foca. Y en la anterior ni tú ni yo cobramos una foca, pero Pájaro Gris sí. ¿Acaso Pájaro Gris es mejor que nosotros?

Amgigh esbozó una sonrisa sincera que le arrugó los rabillos de los ojos y se convirtió en una carcajada. Se acuclilló junto a Samiq. Guardó silencio unos instantes y luego apoyó la mano en el brazo de su hermano.

—Aún me quedan trozos de obsidiana lo bastante grandes para hacer un par de buenos cuchillos —dijo Amgigh.

Samiq asintió con la cabeza. El padre había llevado a Amgigh a la montaña Okmok. A su regreso habían traído obsidiana para hacer trueque con los cazadores de los Hombres de las Morsas y para que Amgigh la trabajara.

—Los cuchillos serán hermanos, como nosotros —dijo Amgigh—. Tú te llevarás uno en tu visita a los Cazadores de Ballenas y yo me quedaré con el otro. Nos recordarán nuestro vínculo. Cuando regreses, compartirás conmigo los secretos de los Cazadores de Ballenas.

Había pesar, aunque también esperanza, en la mirada de Amgigh y parte de la pena que agobiaba a Samiq desapareció.

—Te contaré todo lo que aprenda. Iremos juntos a cazar. Los miembros de otras tribus hablarán de nuestras cacerías.

Amgigh asintió. Una sonrisa asomó por la comisura de sus labios, pero bajó la vista y dibujó un sendero en los guijos de la playa.

—Hasta que tomes esposa compartiré contigo la hija de Concha Azul.

Samiq hundió la cabeza en la chigadax, temeroso de lo que su hermano pudiese ver en sus ojos.

—¿Hija?

La muchacha dio un salto y ocultó bajo una estera el diente parcialmente tallado. Se estiró para abrir el faldón de la puerta. Al principio pensó que se trataba de su madre, pero en seguida se dio cuenta de que la voz correspondía a Chagak.

—Un regalo del ulaq de Kayugh —dijo Chagak y depositó un hato junto a la puerta.

La mujer se estiró para tocar la mano de la chica, se volvió deprisa y se alejó.

La hija de Concha Azul introdujo el hato en el refugio y ató el faldón de la puerta para que la luz entrara. El hato estaba envuelto con esteras de hierba y al ver lo que contenía quedó tan sorprendida que casi perdió el aliento: una suk. Era la más bonita que había visto en su vida. Las pieles eran de foca peluda, curtidas hasta volverlas muy flexibles; se dio cuenta de que Chagak había dedicado mucho tiempo a estirarlas y rasparlas.

Extendió la prenda y la apoyó en su regazo. La espalda de la suk tenía la piel de color más oscuro y el bajo tenía franjas hechas con plumas de ancas de cormorán blanco, adornadas con cuentas de conchas. Los puños estaban rematados con penachos de plumas pardas de pato y en la parte exterior del cuello Chagak había cosido una tira de piel de foca listada de color claro, tira que hacía ondas, lo que representaba que se pedían al mar sus bendiciones.

La hija de Concha Azul abrazó la suk y se sintió reconfortada por la fresca suavidad de la piel. Se quitó la vieja suk. Como su madre la había usado un año entero antes de que Pájaro Gris permitiese que su hija la llevara, las pieles de cormorán estaban muy débiles. La hija de Concha Azul tenía la sensación de que dedicaba tanto tiempo a remendarla como a llevarla puesta y durante el último invierno no la había abrigado lo suficiente, a pesar de que la había rellenado con manojos de hierba.

La hija de Concha Azul se desplazó hasta el centro del refugio, donde el poste central mantenía el techo lo bastante elevado como para permanecer en pie. Se puso la nueva suk y notó que la suavidad de las pieles interiores le rozaba los pechos. Le iba perfecta. Las mangas acababan justo encima de las puntas de los dedos y el bajo le llegaba por debajo de las rodillas. Se miró con la suk y lamentó no atreverse a correr desde el refugio hasta la orilla del río para verse reflejada en el agua.

Se acuclilló y dobló las rodillas dentro de la suk. Era lo bastante larga para tocar el suelo cuando se agachaba, por lo que evitaría que sus pies desnudos se enfriaran.

«Entonces es verdad, me convertiré en esposa de uno de los hijos de Chagak», pensó. «¿Por qué otro motivo me regalaría una suk?». Amgigh no la deseaba, a veces incluso se sumaba a las pullas de Qakan. Tendría que ser esposa de Samiq. Apartó sus pensamientos de semejante esperanza. Tal vez nunca llegaría a ser esposa, pero de momento, durante el resto del día, tendría esa hermosa suk. No podía permitirse pensar en el futuro.