La hija de Concha Azul estaba tendida en la hierba que volvía mullido el suelo del refugio. El cobertizo no tenía paredes, sino un techo puntiagudo de madera flotante, esteras de hierba que bajaban en pendiente hasta el suelo y estaba sujeto al terreno con estacas de hueso y bramante de algas. Su madre había dedicado toda la noche y parte de la mañana a construir el refugio. Había trenzado muy cerrado el tejido del techo para ahuyentar el viento y entregado a su hija una lámpara de aceite para que tuviese calor y luz.
La muchacha no había podido ayudar, sólo observar y aguardar en la oscuridad mientras su madre recogía hierbas y madera flotante y trasladaba esteras desde el ulaq. Aunque apenas había hablado mientras trabajaba, en dos ocasiones su madre se había dado la vuelta para sonreír a su hija y ésta se había sorprendido. Casi nunca había visto sonreír a su madre ni recordaba haber oído jamás su risa. De modo que su madre estaba satisfecha, contenta de que su hija sin nombre se hubiese convertido en mujer.
La chica pensó en su padre. Había oído los gritos de Pájaro Gris cuando Concha Azul, arrancada del sueño, ahuyentó a su hija del ulaq. Pájaro Gris y Qakan se habían quejado de las maldiciones. ¿Había sangre de mujer en sus armas? ¿Ese día la chica había estado en sus espacios para dormir?
Cabía la posibilidad de que ahora su padre obtuviese el precio nupcial. Tal vez ocuparía su sitio como esposa de uno de los hijos de Kayugh, quizá de Samiq.
En cuanto terminó el cobertizo, Concha Azul dijo a su hija que volvería con alimentos y agua. También le llevaría tiras de piel de foca para que la chica tejiera cinturones de caza para los hombres.
Los primeros días de ser mujer eran una época de poder. La hija de Concha Azul había oído relatos de muchachas que, con su primera pérdida, habían envarado ballenas en las playas de los Primeros Hombres, aunque no abrigaba la esperanza de hacer semejante cosa. ¿Era posible que una mujer sin nombre tuviese tanto poder? De todos modos, si los hombres le enviaban pieles de foca para que las convirtiera en cinturones de caza, trenzaría cinturones sólidos y hermosos para que tuviesen suerte durante las cacerías.
Sacó el diente de ballena de debajo de la suk, lo acarició y examinó las mellas y las cicatrices de la superficie. La parte de arriba, la que se había separado de la raíz, estaba desgastada y casi lisa. Ese diente debió de pasar una temporada bajo la lluvia y el sol y antes había estado en el mar. Quizá albergaba el mismo poder que un amuleto.
Jamás le habían permitido tener un amuleto. En cierta ocasión, de niña, había fabricado una bolsita con un resto de piel de otaria y la había llenado con guijarros y conchas que encontró en la playa. Se colgó la bolsita del cuello, con una tira de cuero sin curtir, y cuando su padre vio lo que había hecho se la arrancó y tironeó con tanta fuerza que la tira le hizo una herida en la nuca. «Nada de amuletos», había dicho Pájaro Gris. «Una niña sin alma no representa nada para los espíritus. No la protegerán. Ni siquiera la ven».
Pero ahora tenía el diente de ballena y cabía la posibilidad de que el diente la hubiese escogido a ella. ¿Por qué otro motivo lo había encontrado ella en lugar de su padre, Kayugh, Nariz Ganchuda, incluso Samiq? Tal vez el diente quería darle poder, tanto poder como podía proporcionar un amuleto.
Sólo hacía un día que lo tenía y ya la había convertido en mujer. La hija de Concha Azul inclinó la cabeza para ver a través de la abertura que hacía las veces de puerta del cobertizo.
Escuchó el rumor del viento, lo observó mientras arrastraba las nubes por la curva gris del cielo. Durante esos días —nueve días a solas en su refugio de la mujer que sangra— podía olvidarse de su padre. Podía olvidar que carecía de espíritu. Podía olvidarse de las palabras, palabras que manaban sin dificultad de la boca de los que la rodeaban y que a ella le costaban un gran esfuerzo: cada palabra suponía una tarea nueva y difícil, arrancada de su boca una tras otra del mismo modo que una mujer arranca quitones de las rocas.
Sí, podía olvidarse de todo, pero había algo, una sola cosa que recordaría: el motivo por el que estaba allí. Se había convertido en mujer aunque no tuviera nombre, ni alma, ni el don de la palabra. A pesar de todo ya era mujer. Canturreó en voz baja una tonada, una canción sin palabras en honor del diente de ballena.