La luz de las lámparas de aceite de foca resaltó el brillo de los ojos del comerciante. La hija de Concha Azul se estremeció.
—Es un buen modo de aprovechar la noche —comentó su padre y se estiró para sujetar el pecho izquierdo de la joven—. Un estómago de foca lleno de aceite.
Aunque contuvo el aliento, la hija de Concha Azul se obligó a observar al hombre, se obligó a hacer frente a su mirada. A veces surtía efecto. A veces los hombres percibían el vacío de sus ojos y se percataban de lo que su padre no les había dicho: que no tenía alma. ¿Quién podía decir lo que era capaz de hacer una mujer sin alma? Tal vez arrancaría fragmentos del espíritu del hombre cuando éste se perdiera en el goce entre sus muslos.
Los ojos del comerciante eran opacos y codiciaban tocarla. La muchacha temió que el hombre sólo viera el brillo del aceite en sus brazos y en sus piernas, en sus largos cabellos negros. Y nada más.
—Es hermosa —aseguró Pájaro Gris—. Fíjate, bonitos ojos oscuros, cara linda y redonda. Tiene los pómulos altos bajo la piel. Sus manos y sus pies son pequeños.
Pájaro Gris no mencionó su boca, de la que las palabras escapaban quebradas y tartamudeantes.
El comerciante se humedeció los labios.
—¿Un estómago de foca?
La hija de Concha Azul pensó que era un hombre joven. A su padre le gustaba hacer trueque con los más jóvenes porque pensaban más en la entrepierna que en llenar el estómago.
—¿Cómo se llama? —quiso saber el comerciante.
La hija de Concha Azul contuvo el aliento y lo retuvo, pero su padre no hizo caso de la pregunta.
—Un estómago de foca —repitió—. Habitualmente suelo pedir dos.
El comerciante entrecerró los ojos.
—¿No tiene nombre? —preguntó y lanzó una carcajada—. Te doy un puñado de aceite por la chica.
A Pájaro Gris se le atragantó la sonrisa.
El comerciante volvió a reír.
—Alguien me habló de tu hija —añadió—. No vale nada. No tiene alma. ¿Cómo puedo estar seguro de que no me robará mi alma?
Pájaro Gris se volvió hacia la joven. La hija de Concha Azul se agachó, pero no se movió con la rapidez suficiente para librarse del bofetón en la cara.
—No vales nada —la acusó su padre. Pájaro Gris sonrió al comerciante y señaló una pila de pieles de foca—. Siéntate —lo invitó con tono suave.
La hija de Concha Azul notó la tensión de los labios de su padre y supo que al cabo de un rato se mordería las mejillas por dentro y desgarraría la piel tierna de la boca. Lo había visto escupir coágulos de sangre después de una infructuosa sesión de trueque.
La joven retrocedió hacia la gruesa pared de tierra del ulaq y se dirigió a su espacio para dormir. Esperó a que los dos hombres se enzarzaran en el trueque y atravesó las cortinas de hierba tejida que separaban el lugar donde dormía de la amplia estancia principal del ulaq. Aún oía la voz de su padre, baja y quejumbrosa, mientras ofrecía las cestas tejidas por su madre y las pieles de los lemmings que había cazado su hermano Qakan.
Sabía que Qakan seguiría sentado en un rincón sin dejar de comer, mientras la grasa chorreaba por su barbilla hasta la saliente de su gruesa tripa, que abriría y cerraría constantemente sus ojillos oscuros y que con los dedos se llenaría la boca de comida. De todos modos, estaría atento. La única ocasión en que Qakan parecía interesarse por algo que no fuera la comida, era cuando su padre hacía trueques con los comerciantes.
Oyó reír a su padre, una carcajada casi femenina, y supo que en ese momento apelaría a la conmiseración del comerciante: era un hombre que sólo intentaba proveer a su familia. Había que ver lo que le había ocurrido a causa de su generosidad, de su blandura de corazón.
—Tiene que ver con mi hija, es por ella —empezó a explicar Pájaro Gris como tenía por costumbre y repitió la misma cantinela que la muchacha había oído incontables veces—. ¿Qué otra cosa podía hacer? Tengo una buena esposa que no quiso renunciar a esta hija. Me suplicó. Supe que podía morir en una cacería, supe que tal vez no sobreviviera hasta tener un hijo, pero dejé vivir a esta hija.
Pájaro Gris siguió desgranando su relato. Sí, se había opuesto a darle nombre a esta hija, le había negado el nombre y, por ende, el alma. ¿Quién podía reprochárselo? ¿Acaso esa hija codiciosa, que nació de pies, que llegó al mundo a patadas, no se había adelantado a los hermanos que podrían haber nacido?
Cada vez que Pájaro Gris contaba esa historia, la hija de Concha Azul sentía que su abismo interior se ahondaba. Habría sido mejor que su madre la entregara al viento. Tal vez su padre le habría puesto nombre y entonces ella habría buscado el camino hasta las Luces Danzarinas y ahora estaría allí, en compañía de otros espíritus.
Sí, habría sido mejor que envejecer en el ulaq de su padre. Ningún cazador haría trueque por ella, nadie pagaría el precio nupcial de una mujer sin alma. Los hombres querían hijos. Dado que carecía de alma que mezclar con la simiente del hombre, ¿cómo podría engendrar un hijo?
Además, pensó la joven, tengo quince, tal vez dieciséis veranos y todavía no he sangrado. Soy mujer pero no soy mujer, no tengo alma ni sangre de mujer.
Recordó aquella vez excepcional en la que su madre le había plantado cara a Pájaro Gris. Colérica, Concha Azul había chillado: «¿Cómo quieres que sepa por qué la chica no ha sangrado? Fuiste tú el que no le puso nombre. Ningún padre puede esperar que una niña sin nombre sangre. ¿Qué sangrará? La muchacha no tiene alma».
«La culpa es de Kayugh», había afirmado Pájaro Gris, y la hija de Concha Azul percibió en sus palabras un lamento que le recordó a Qakan.
«Prometió a su hijo. Te pagará el precio nupcial…».
El sonido agudo de un bofetón anuló las palabras de Concha Azul.
«No tiene honor ni cumple sus promesas», opinó Pájaro Gris.
Pájaro Gris empezó a gritar y acusó a Concha Azul de las cosas espantosas que habitualmente reservaba para su hija.
Avergonzada, la hija de Concha Azul se retiró a su espacio para dormir y ni siquiera la estera de hierba con que se cubrió la cabeza anuló las airadas palabras de sus padres.
Más tarde, esa misma noche, una vez terminada la riña, la muchacha recordó lo que su madre había dicho. Kayugh pagaría el precio nupcial. Kayugh había prometido un hijo…
¡Un hijo! ¿Qué hijo? ¿Amgigh o Samiq? Aunque se dio cuenta de que no tenía derecho a pedirlo, envió una súplica a la montaña, a Tugix: te ruego que sea Samiq. En lo más profundo de su ser, en ese hueco reservado para su alma, notó un ligero aleteo. Por la mañana el parpadeo se había convertido en una llama tan intensa que no fue capaz de contemplar su brillo: esposa de Samiq. Esposa de Samiq. Esposa de Samiq.
De pronto se abrió la cortina de su espacio para dormir. La hija de Concha Azul se replegó junto a la pared. En los últimos tres años su padre habría logrado trocarla cinco, acaso seis veces. En cada ocasión ella se había resistido y a la mañana siguiente su padre había añadido una paliza a los morados que los comerciantes le habían dejado. La joven se dio cuenta de que era Qakan quien la escrutaba.
Qakan eructó y se rascó la barriga.
—Esta vez has tenido suerte —afirmó, pero su mirada no era compasiva—. Esta noche dormirás sola. Nuestro padre es un mal comerciante…
La cortina volvió a caer en su sitio y la hija de Concha Azul suspiró aliviada. Una noche a solas, una noche para dormir. No se permitió pensar en el verano que la aguardaba, en los comerciantes que visitarían la aldea, porque esa noche estaba sola.
Amgigh acarició el nódulo de andesita. Pensaba partirlo en dos con un golpe de la piedra de martillar más grande que tenía. De cada mitad obtendría siete u ocho trozos aprovechables y tal vez con cinco fabricaría puntas de arpones.
Sostuvo la andesita en la mano y notó el peso de la piedra en sus dedos. Se preguntó cuántas otarias había en esa roca. Se hacía la misma pregunta cada vez que encontraba un nódulo de piedra, cada vez que fabricaba una cuchilla. ¿Cinco otarias por cada cuchilla? No, en el mejor de los casos, dos. Dos otarias por cada una de las cinco cuchillas. Quizá la piedra albergaba diez otarias. Siempre que los vientos y los espíritus fueran propicios y los cazadores habilidosos.
Tal vez una de esas otarias sería la primera que conseguiría. Ya tendría que haber atrapado una otaria. Samiq se había cobrado la primera hacía tres años.
Cada vez que regresaba de una cacería sin una otaria, Amgigh notaba la desilusión en la mirada de su padre. ¿Se daba cuenta éste de que cuando Grandes Dientes, Samiq, Primera Nevada e incluso Pájaro Gris capturaban una otaria era la punta preparada por Amgigh la que mataba al animal? Era su trabajo, realizado con sumo esmero, la precisión del golpe con el hueso de nutria, la fuerza de su piedra de martillar.
Entonces, ¿quién en toda la aldea había capturado más otarias?
La hija de Concha Azul bajó a la playa y contempló el mar. El viento apartó oscuros mechones de cabellos largos del cuello de la suk y los arremolinó delante de su rostro.
Observó el mar sin ningún objetivo: el comerciante había partido, los cazadores no habían salido en sus ikyan y las mujeres no estaban pescando.
Le hacía bien ver la forma en que el oleaje se elevaba como si quisiera alcanzar el cielo. ¿Qué le había dicho Samiq? Que los espíritus marinos siempre intentaban capturar un espíritu celestial.
Samiq sólo era un joven cazador, de dieciséis, tal vez diecisiete veranos, pero sabía mucho. Hacía preguntas y meditaba muchas cosas. La hija de Concha Azul se alegraba cada vez que el muchacho visitaba el ulaq de su padre. Descubrió que permanecía atenta para tratar de verlo cuando salía a recolectar erizos de mar o recorría las colinas en busca de arándanos.
Surgió una canción, empezó a sonar en la garganta de la chica y llevó a su boca palabras enteras y sin tartamudeos. Era un canto sobre el mar, sobre los animales que moran en él, y las palabras subieron y bajaron como las olas.
Sin dejar de cantar, la hija de Concha Azul se acuclilló en la orilla y preparó una cesta para recoger agua y grava. La cesta, forrada con intestino de foca, era una de las que su madre había tejido con ballico. La hierba estaba enroscada y cosida tan prietamente que el agua tardaba muchos días en escurrirse. La joven se incorporó, agitó la mezcla de la cesta y la vació. Había llevado las cestas hasta el vertedero, había quitado los residuos de la noche y luego fue al mar a aclararlas. Se había propuesto darse prisa. Su padre se enfadaría si se quedaba mucho tiempo en la playa. Pero una vez más el mar atrapó su mirada, la envolvió y la paralizó, de la misma manera que el águila atrapa al lagópedo.
Hacía dos días su padre le había pegado por su lentitud. Los verdugones aún perduraban en su espalda y caminaba despacio y cuidadosamente, como las ancianas. Su corazón había sido herido, estaba dolido por el silencio del resto de la jornada, porque su madre eludió mirarla, porque su hermano Qakan se mofó con cada sonrisa de sus labios demasiado gruesos.
Al menos llevaba puesta la suk. Cuando estaba en el ulaq, generalmente sólo vestía el delantal de hierba e iba desnuda de cintura para arriba. La suk había atenuado los golpes, había impedido que la vara le abriera la piel.
¿Qué otra cosa podía esperar? Era menos que las rocas, incluso menos que las conchas que cubrían la playa.
Dejó de cantar y levantó dos cestas, con la parte abierta a favor del viento, para que se secaran. Clavó la mirada en algo blanco hundido entre las hierbas de la playa. Pensó que se trataba de un hueso, pero era demasiado grande para formar parte de un ave, incluso de un águila. Lo recogió de la arena.
Se trataba de un diente de ballena.
A la hija de Concha Azul le sorprendió encontrar un diente de ballena en la playa, tan cerca de los ulas.
Era tan ancho como cuatro dedos de la chica y largo como su mano. Sin duda se trataba del don de algún espíritu. Claro que no estaba destinado a ella. Tal vez debería dárselo a su padre para que lo convirtiera en una talla y lo cambiara por carne o pieles.
Había visto otras tallas, las personas y los animales que Shuganan, el viejo abuelo, había realizado. A pesar de que ahora Shuganan estaba en el mundo de los espíritus, sus tallas aún contenían un gran poder.
A la hija de Concha Azul le parecía que, por muchos días que Pájaro Gris se dedicara a tallar y la infinidad de veces que obligaba a su familia a guardar silencio mientras trabajaba, sus tallas no estaban a la altura de las de Shuganan.
A menudo, cuando la hija de Concha Azul no ocultaba sus pensamientos, una parte de su ser —algo dentro de su cabeza— se reía de los animalillos y las personas deformes que su padre tallaba. En cierta ocasión, cuando ni siquiera era lo bastante alta para alcanzar el techo bajo y en pendiente del ulaq de su padre, le había comentado a su madre que las tallas de Pájaro Gris eran horribles. Con el horror dibujado en sus ojos oscuros, Concha Azul había tapado con la mano la boca de su hija, la había arrastrado por el poste de salida, la sacó del ulaq y la condujo hasta el río. Una vez allí vertió agua en la boca de la niña hasta lavar las palabras y el líquido corrió en grandes y dolorosos tragos por la garganta de la pequeña.
Más tarde, de nuevo en el ulaq, el dolor de garganta descendió hasta el centro vacío del pecho de la niña, y la hija de Concha Azul se dio cuenta de la gran diferencia que existía entre ella y el resto de las personas del mundo, su madre incluida. La pena de esa certeza fue peor que el dolor de garganta, peor que cualquier paliza de su padre, y desde entonces las palabras no le salieron fácilmente, pues parecían enredarse en su lengua, hacerse trizas al pasar por sus dientes y brotar entrecortadas. Por eso, cada vez que contemplaba el trabajo de Pájaro Gris, la hija de Concha Azul recordaba que sólo a ella las tallas le parecían horribles, que las cosas espirituales no representaban nada para ella. Las veía con ojos vacíos. Más tarde, cuando creció y las preguntas se apiñaron en su cabeza deseosas de aflorar, no se permitió preguntarse por qué siempre había percibido la belleza de las tallas de Shuganan.
La hija de Concha Azul aferró el diente de ballena y trepó a lo largo del ulaq de su padre. Dejó caer las cestas a través del orificio del techo, descendió por las muescas del poste y antes de volverse, antes de sacar el diente para mostrarle a su padre qué le habían enviado los espíritus, notó la quemazón del bastón de Pájaro Gris cuando golpeó sus hombros.
Se agachó instintivamente. Dejó caer el diente de ballena al suelo cubierto de hierba y se protegió la cabeza con los brazos. El temor la aguijoneó, le provocó el deseo de recoger el diente de ballena y dárselo a su padre. Así se ganaría tres, incluso cuatro días sin castigos. Antes de que pudiera hablar o gritar, su padre balanceó el bastón y la golpeó, primero en las costillas y después en los frágiles huesos de sus manos.
La chica retuvo el dolor en el hueco de la base de las costillas, en ese espacio donde la mayoría de las personas alojan sus espíritus. El dolor se encajó allí, redondo y brillante como el sol abrasador. Cerró los ojos e ignoró las iras de su padre, pero incluso en la penumbra de los ojos cerrados contempló la blancura del diente de ballena, que le dio valor para no gemir.
Los bastonazos cesaron.
—¡Eres demasiado lenta! —gritó Pájaro Gris—. Tuve que esperarte.
La hija de Concha Azul apartó las manos de la cabeza y se irguió. Miró por encima del hombro y vio el sudor que cubría el rostro delgado de su padre, vio sus nudillos tensos mientras aferraba el bastón. Imaginó las manos de Pájaro Gris sobre el diente de ballena y sus labios fruncidos mientras pensaba en qué pequeño y triste animal convertiría ese cliente. La hija de Concha Azul ya no sintió dolor sino cólera, una rabia que creció hasta pesar como una piedra en su pecho.
Nunca había tenido nada. La suk que usaba era la misma que había llevado su madre hasta que las pieles de ave se volvieron tan frágiles como hojas secas. Le habían arrebatado hasta los modestos regalos de Samiq, conchas o piedras de colores; su padre o su hermano se los arrancaban de las manos.
Había encontrado el diente de ballena y le pertenecía.
Se volvió lentamente para mirar a su padre y al girarse tapó cuidadosamente el diente con un pie. Escuchó mientras su padre le gritaba y se obligó a permanecer inmóvil cuando levantó el bastón. Mantuvo los ojos muy abiertos y ni siquiera se permitió recular.
No, no le entregaría el diente. ¿Qué más podían hacerle los espíritus, aparte de lo que ya le habían hecho? Ella era nada. ¿De qué manera los espíritus podían hacer daño a la nada?
Aguantó incólume hasta que su padre terminó de vociferar, hasta que, después de un postrer bastonazo en la cabeza, Pájaro Gris dejó el bastón en el hueco abierto en la tierra de las paredes del ulaq. Pájaro Gris pasó a su lado y se metió en su espacio para dormir. La hija de Concha Azul recogió el diente, lo introdujo bajo la suk, en la cinturilla del delantal de hierba trenzada, y lo dejó allí, liso y tibio junto a su piel.