—… Me gustaría que viniera a verme algún día,
a mi casa.
Hay cosas tan interesantes que le mostraría.
Mi futura esposa baja la mirada y, sí, se estremece.
Su padre y los amigos de éste abuchean y gritan entusiasmados.
—Eso nunca es un cuento, Señor Zorro —me reprende una mujer pálida
en un rincón de la habitación, el pelo rubio como el maíz,
los ojos del gris de las nubes, carne en sus huesos,
se encorva y sonríe, divertida, torciendo la boca.
—Señora, yo no soy un narrador —y me inclino y pregunto—,
¿quizá usted tenga un cuento para nosotros? —enarco una ceja.
Su sonrisa permanece.
Asiente, luego se levanta, sus labios se mueven:
—A una chica de la ciudad, una chica sencilla, la traicionó su amante,
un erudito. Así que cuando la sangre le dejó de manar
y se le hinchó tanto el vientre que ya no lo podía disimular,
fue a él y lloró lágrimas calientes. Él le acarició el pelo,
juró que se casarían, que correrían,
por la noche,
juntos,
a casa de su tía. Ella le creyó;
aunque había visto las miradas en la sala
que le lanzaba a la hija de su amo,
que era bella y rica, le creyó.
O creyó que le creía.
»Había algo artero en su sonrisa,
en los ojos tan negros y penetrantes, el pelo pardo rojizo. Algo
que la llevó temprano a su lugar de encuentro,
bajo el roble, junto al espino,
algo que la hizo trepar al árbol y esperar.
Trepar a un árbol, y en su estado.
Su amor llegó al anochecer, deslizándose a la luz de los búhos,
llevaba una bolsa,
de la que sacó azadón, pala, cuchillo.
Trabajó con empeño, junto al espino,
bajo el árbol de roble,
silbaba suavemente y cantaba, mientras cavaba su tumba,
aquella vieja canción…
¿Quieren que se la cante, ahora, buena gente?
Hace una pausa y todos a una aplaudimos y gritamos,
o casi todos a una:
mi futura, el pelo tan oscuro, las mejillas tan rosadas,
los labios tan rojos,
parece enajenada.
La chica hermosa (¿Quién es? Una huésped de la posada, aventuro) canta:
—¡Un zorro salió una noche brillante
y rogó para que la luna le diera luz
porque tenía muchas millas que recorrer aquella noche
antes de llegar a su raposera!
¡Raposera! ¡Raposera!
¡Porque tenía muchas millas que recorrer aquella noche antes de llegar a su raposera!
Su voz es dulce y exquisita, pero la voz de mi futura es aún más exquisita.
—Y cuando su tumba estuvo cavada
(era un agujero pequeño, porque ella era una cosita,
incluso encinta era pequeñita),
caminó debajo de ella, de acá para allá,
ensayando así su sepultura:
—Buenas noches, mi pichoncito, mi amor,
Caramba, estás deliciosa a la luz de la luna,
madre de mi futuro hijo. Ven, deja que te abrace.
Y estrechaba el aire de la medianoche con una mano
y, con la otra, que sujetaba el cuchillo corto pero malvado,
apuñalaba y apuñalaba la oscuridad.
»Ella tembló en su roble encima de él. Respiró bajito,
pero aun así tembló. Y una vez él alzó la mirada y dijo,
—Búhos, apuesto a que sí, y otra vez, ¡Vergüenza debería darme!, ¿Hay un gato
ahí arriba? Ven, minino… Pero ella no se movía.
Pensó en una rama, una hoja, un brote. Al alba
él cogió azadón, pala, cuchillo y se marchó
rezongando porque su presa le había burlado.
»La encontraron más tarde deambulando, había perdido
el juicio. Tenía hojas de roble en el pelo
y cantaba:
La rama se dobló
la rama se rompió
vi el hoyo
que hizo el zorro
Juramos amarnos
juramos casarnos
vi el acero
que llevaba el zorro
»Dicen que su bebé, cuando nació,
tenía una pata de zorro y no una mano.
El miedo es el escultor, afirman las parteras. El erudito huyó.
Y se sienta, entre el aplauso general.
La sonrisa oscila, se esconde entre sus labios: sé que está ahí,
aguarda en sus ojos grises. Ella me mira, divertida.
—He leído que en Oriente los zorros siguen a sacerdotes y eruditos,
disfrazados de mujeres, casas, montañas, dioses, procesiones,
siempre descubiertos por sus colas, eso cuentan —así empiezo,
pero el padre de mi futura intercede.
—Hablando de contar, querida, ¿decías que tenías un cuento?
Mi futura se sonroja. No existen los pétalos de rosa,
salvo en sus mejillas. Asiente y dice:
—¿Mi cuento, padre? Mi cuento es el cuento de un sueño que soñé.
Su voz es tan baja y suave que nos hacemos callar para escuchar,
fuera de la posada sólo los sonidos nocturnos: un búho ulula,
pero, como dicen los viejos, vivo demasiado cerca de un bosque
para que me asuste un búho.
Me mira.
—Usted, señor. En mi sueño llegó cabalgando y me llamó,
«Venga a verme a mi casa, junto al camino blanco,
Hay cosas tan interesantes que le mostraría.»
Pregunté cómo había de encontrar su casa, en el camino de caliza blanca,
porque es un camino largo, oscuro, bajo los árboles
que tiñen la luz de verde y oro cuando el sol está alto,
pero que dan sombra al camino a otras horas. Por la noche
está oscuro como boca de lobo; no hay luz de luna en el camino blanco…
»Y usted dijo, Señor Zorro —y esto es de lo más curioso, pero los sueños
son traicioneros y curiosos y oscuros—
que degollaría a una cerda
y que la haría caminar hasta casa detrás de su magnífico corcel negro.
Sonrió,
sonrió, Señor Zorro, con sus labios rojos y sus ojos verdes,
ojos que podrían cazar el alma de una doncella, y sus dientes amarillos,
que podrían comérsele el corazón.
—Dios no lo quiera —sonreí. Todos tenían los ojos puestos en mí, no en ella,
aunque suyo era el cuento. Ojos, qué ojos.
»Así que, en mi sueño, se me antojó visitar su gran casa,
como tan a menudo me había rogado que hiciera,
pasear por los claros y los senderos, ver los estanques,
las estatuas que había traído de Grecia, los tejos,
la alameda, la gruta y la enramada.
Y como esto no era más que un sueño, no deseaba
llevarme a una acompañante,
alguna lila mustia y sin jugo
que no habría apreciado su casa, Señor Zorro; que
no habría apreciado su piel pálida,
ni sus ojos verdes,
ni su encanto.
»Y cabalgué por el camino de caliza blanca, siguiendo el reguero de sangre roja,
en Betsy, mi potra. Las copas de los árboles eran verdes.
Unas doce millas en línea recta y entonces la sangre
me guió a través de praderas, por encima de zanjas, por un sendero de grava
(pero luego tuve que aguzar la vista para captar la sangre,
una gota aquí, una gota allá: la cerda debía estar requetemuerta),
y detuve a mi potra frente a una casa.
Y qué casa. Una delicia palladiana, inmensa,
un paisaje muy particular, ventanas, columnas,
un monumento de piedra blanca a la verticalidad, expansiva.
»Había una escultura en el jardín, delante de la casa,
un niño espartano, un zorro furtivo medio escondido en su toga,
el zorro mordiéndole el vientre al niño, royéndole los órganos vitales,
el niño estoico sin decir nada, valiente,
¿qué podía decir, mármol frío que era?
Había dolor en sus ojos, y se erguía
sobre un pedestal en el que había siete palabras grabadas.
di la vuelta a su alrededor y leí:
Sé osado,
sé osado,
pero no demasiado.
»Até a la pequeña Betsy en los establos,
entre una docena de sementales negros como la noche,
todos ellos con sangre y locura en los ojos.
No vi a nadie.
Caminé hasta la parte delantera de la casa y subí las grandes escaleras.
Las puertas enormes estaban cerradas con llave,
ningún criado vino a saludarme cuando llamé.
En mi sueño (porque no olvide, Señor Zorro, que esto era
mi sueño. Se le ve tan pálido), la casa me fascinaba,
el tipo de curiosidad (usted ya sabe,
Señor Zorro, se lo veo en los ojos) que mata
a los gatos.
»Encontré una puerta, pequeña, sin el pestillo corrido,
y la empujé para entrar.
Recorrí pasillos, cubiertos de roble, de estanterías,
de bustos, de baratijas,
caminé, los pies silenciosos sobre la alfombra escarlata,
hasta que llegué al gran salón.
Ahí estaba otra vez, en piedras rojas que relucían,
engarzadas en el mármol blanco del suelo,
decía:
Sé osado,
sé osado,
pero no demasiado.
O la sangre en tus venas
pronto se habrá helado.
»Había escaleras, anchas, alfombradas de escarlata,
que salían del gran salón,
y las subí, muy, muy silenciosamente.
Puertas de roble: y entonces
estaba en el comedor, o eso es lo que creo,
ya que los restos de una cena espeluznante
estaban ahí abandonados, fríos e hirviendo en moscas.
Aquí había una mano a medio masticar, allí, crujiente y picoteado,
un rostro, de mujer, que debió en vida, me temo,
haberse parecido a mí.
—Que los cielos nos protejan de sueños tan oscuros —gritó su padre—.
¿Tales cosas suceden?
—No es así —le aseguré. La sonrisa de la hermosa mujer
le brilló tras los ojos grises. La gente
necesita convicciones.
—Más allá de la habitación de la cena había una habitación,
inmensa, esta posada habría cabido en aquella habitación,
repleta de una miscelánea de anillos y pulseras,
collares, pendientes de perlas, vestidos de baile, pañoletas de piel,
enaguas de encaje, sedas y satenes. Botas de señora,
y manguitos y sombreros: una cueva del tesoro y vestidor,
diamantes y rubíes bajo mis pies.
»Más allá de aquella habitación me sabía en el Infierno.
En mi sueño…
Vi muchas cabezas. Las cabezas de mujeres jóvenes. Vi una pared
en la que estaban clavadas extremidades desmembradas.
Una pila de pechos. Los montones de tripas, hígados, pulmones,
los ojos, los…
No. No puedo decirlo. Y alrededor de todo las moscas estaban zumbando,
un zumbido bajo y monótono.
—Beelzebubzebubzebub, zumbaban. No podía respirar,
me fui corriendo de allí y sollocé contra una pared.
—La guarida de un zorro, sin duda —dice la mujer hermosa—.
(—No fue así —digo entre dientes.)
Son animales desordenados, pues tiran
por sus raposeras los huesos y pieles y plumas
de sus presas. Los franceses lo llaman Renard,
los escoceses, Tod.
—No se puede culpar a nadie por su nombre —dice el padre de mi futura.
Está casi jadeando, todos lo están:
a la luz de la lumbre, al calor del fuego, bebiendo la cerveza a lengüetazos.
En la pared de la posada cuelgan grabados de caza.
Ella continúa:
—Afuera oí estrépito y alboroto.
Regresé corriendo por donde había venido, por la alfombra roja,
bajé las escaleras anchas, ¡demasiado tarde, la puerta principal se estaba abriendo!
me lancé escaleras abajo, rodé, caí,
acabé, desesperada, bajo una mesa,
donde esperé, temblé, recé.
Me señala. «Sí, usted, señor. Usted entró,
abrió la puerta estrellándose contra ella, entró tambaleándose, usted, señor,
arrastrando a una mujer joven
por el cabello pelirrojo y por la garganta.
Ella tenía el pelo largo y suelto, gritaba y luchaba
por liberarse. Usted se rió, en lo más hondo de la garganta,
estaba bañado en sudor y sonreía de oreja a oreja.»
Me fulmina con la mirada. Tiene color en las mejillas.
—Sacó un sable corto y viejo, Señor Zorro,
y, mientras ella gritaba.
la degolló, otra vez de oreja a oreja,
escuché cómo borboteaba, suspiraba, chillaba,
y cerré los ojos y recé hasta que paró.
Y tras largo, largo, demasiado largo tiempo, paró.
»Y miré fuera. Usted sonrió, levantó la espada,
las manos ensangrentadas…
—En su sueño —le digo.
—En mi sueño.
Ella estaba allí tendida sobre el mármol, mientras usted cortaba,
despedazaba, desgarraba, jadeaba y apuñalaba.
Le cogió la cabeza de entre los hombros,
le metió la lengua entre los labios rojos y húmedos.
Le cortó las manos. Las manos blanco pálido.
Le abrió el corpiño de un tajo, le extirpó los pechos.
Entonces empezó a sollozar y a aullar.
De súbito,
con la cabeza en la mano, que llevaba cogida por el pelo,
el pelo rojo fuego,
subió corriendo por las escaleras.
»En cuanto dejé de verle,
huí por la puerta abierta.
Monté a Betsy hasta casa, siguiendo el camino blanco.
Todos los ojos puestos en mí. Dejo la cerveza
sobre la madera vieja de la mesa.
—No es así
—le dije,
les dije a todos—.
No fue así y
Dios quiera
que no sea así. Fue
un sueño perverso. No le deseo tales sueños
a nadie.
—Antes de huir del osario,
antes de montar a la pobre Betsy y dejarla cubierta de sudor,
antes de que huyéramos por el camino blanco,
la sangre aún roja.
(¿Y fue una cerda lo que degolló, Señor Zorro?)
antes de llegar a la posada de mi padre,
antes de caer ante ellos enmudecida,
mi padre, mis hermanos, mis amigos…
Todos granjeros honrados, hombres a la caza del zorro.
Están pateando el suelo con sus botas, sus botas negras.
—…antes de eso, Señor Zorro,
agarré, del suelo, del suelo ensangrentado,
la mano de la joven, Señor Zorro. La mano de la mujer
que usted había cortado de un tajo ante mis propios ojos.
—No es así…
—No fue un sueño. Alimaña. Es usted un barbazul.
—No fue así…
—Un Gilles-de-Rais. Un monstruo.
—¡Y Dios quiera que no sea así!
Ella sonríe entonces, sin alborozo ni calor.
El pelo castaño se le riza alrededor de la cara,
rosas que se enroscan alrededor de una enramada.
Dos manchas rojas le arden en las mejillas.
—¡Mire, Señor Zorro! ¡La mano! ¡La pobre mano pálida!
La saca de entre los pechos (ligeramente pecosos,
yo había soñado con esos pechos),
la lanza sobre la mesa.
Está delante de mí.
Su padre, sus hermanos, sus amigos,
me miran con avidez
y yo cojo aquella cosa pequeña.
El pelo era rojísimo y apestaba. Tenía las almohadillas y las uñas
ásperas. Un lado estaba ensangrentado,
pero la sangre se había secado.
—Esto no es una mano —les digo. Pero el primer
puñetazo me deja sin aliento,
un garrote de roble me golpea el hombro,
y cuando me tambaleo,
la primera bota negra me tira al suelo de una patada.
Entonces una lluvia de golpes me derriba,
me acurruco y maúllo y rezo y agarro la pata
con tanta fuerza.
Tal vez lloro.
La veo entonces,
la chica hermosa y pálida, la sonrisa le ha llegado a los labios,
las faldas tan largas mientras se escabulle, los ojos grises,
divertida hasta lo intolerable, de la habitación.
Tenía muchas millas que recorrer aquella noche.
Y cuando se marcha,
desde mi posición estratégica en el suelo,
le veo la cola, el rabo entre las piernas;
hubiera gritado,
pero ya no podía hablar. Esta noche ella estará corriendo
a cuatro patas, a pie firme, por el camino blanco.
¿Y qué pasará si vienen los cazadores?
¿Qué pasará si vienen?
Sé osado, susurro una vez, antes de morir. Pero no demasiado…
Y entonces mi cuento se ha acabado.