Estaba lloviendo cuando llegué a Los Ángeles y me sentí rodeado de cientos de películas antiguas.
Un chófer de limusina vestido de uniforme negro me esperaba en el aeropuerto, con una hoja blanca de cartón en la mano con mi nombre cuidadosamente mal escrito.
—Le llevaré directamente al hotel, señor —dijo el chófer. Parecía un tanto decepcionado porque yo no tenía ningún equipaje de verdad que él pudiese llevar, sólo un bolso de viaje maltrecho en el que había metido camisetas, ropa interior y calcetines.
—¿Está lejos?
Dijo que no con la cabeza.
—Quizá a veinticinco o treinta minutos. ¿Había estado en Los Ángeles?
—No.
—Bueno, lo que siempre digo, Los Ángeles es una ciudad de treinta minutos. Vaya adonde vaya, está a treinta minutos. No más.
Metió mi bolso en el maletero del coche, que él llamó baúl, y abrió la puerta para que me subiera a la parte de atrás.
—Y, ¿de dónde es usted? —preguntó, mientras salíamos del aeropuerto y nos dirigíamos a las calles mojadas y resbaladizas y salpicadas de neón.
—De Inglaterra.
—De Inglaterra, ¿eh?
—Sí. ¿Ha estado allí?
—No señor. He visto películas. ¿Es usted actor?
—Soy escritor.
Perdió interés. De vez en cuando insultaba entre dientes a otros conductores.
Viró bruscamente y cambió de carril. Adelantamos a cuatro coches que habían chocado en cadena y que estaban en el carril por el que habíamos ido antes.
—En esta ciudad llueve un poco y, de repente, ya nadie sabe conducir —me dijo. Me hundí aún más en los cojines de la parte de atrás—. Me han dicho que en Inglaterra llueve —era una afirmación, no una pregunta.
—Un poco.
—Más que un poco. Llueve cada día en Inglaterra —se rió—. Y hay niebla densa. Niebla muy, muy densa.
—La verdad es que no.
—¿Cómo que no? —preguntó, desconcertado, a la defensiva—. He visto películas.
Entonces nos quedamos en silencio, conduciendo bajo la lluvia de Hollywood; pero, después de un rato, dijo:
—Pídales la habitación en la que murió Belushi.
—¿Cómo dice?
—Belushi. John Belushi. Murió en ese hotel. Drogas. ¿Lo sabía?
—Ah. Sí.
—Hicieron una película sobre su muerte. Un tipo gordo, no se parecía en nada a él. Pero nadie cuenta la verdad auténtica sobre su muerte. Verá, no estaba solo. Había otros dos tíos con él. Los estudios no querían líos. Pero cuando uno es chófer de limusina, oye cosas.
—¿Ah, sí?
—Robin Williams y Robert De Niro. Estaban con él. Todos metiéndose rayas de polvo feliz.
El edificio del hotel era un castillo blanco que imitaba el estilo gótico. Me despedí del chófer y me registré; no les pregunté por la habitación en la que había muerto Belushi.
Salí hacia mi bungalow bajo la lluvia, con el bolso de viaje en la mano y el juego de llaves que, según la recepcionista, me abriría las diversas puertas y verjas. El aire olía a polvo mojado y, curiosamente, a jarabe para la tos. Anochecía.
El agua salpicaba por todas partes. Corría en riachuelos y regatos a través del patio.
Subí las escaleras y entré en una habitación pequeña, fría y húmeda. Parecía un sitio bastante triste para la muerte de una estrella.
La cama estaba un poco húmeda y la lluvia repiqueteaba con un redoble enloquecedor en el sistema del aire acondicionado.
Miré un rato la televisión, la tierra yerma de las reposiciones (Cheers se fundió imperceptiblemente en Taxi, que parpadeó, cambió a blanco y negro y se convirtió en I Love Lucy), y tras dar unas cabezadas me quedé dormido.
Soñé con tambores tocando el tambor intermitentemente, a sólo treinta minutos de allí.
Me despertó el teléfono.
—Ey, ey, ey, ey. Así que llegaste bien, ¿eh?
—¿Quién es?
—Soy Jacob, del estudio. ¿El desayuno sigue en pie, ey, ey?
—¿Desayuno…?
—No hay problema. Vendré a recogerte al hotel dentro de treinta minutos. La reserva ya está hecha. No hay problema. ¿Recibiste mis mensajes?
—Yo…
—Los envié anoche por fax. Hasta luego.
Había parado de llover. Hacía un sol cálido y radiante: luz hollywoodiense de verdad. Me dirigí al edificio principal, caminando sobre una alfombra de hojas de eucalipto aplastadas: el olor a medicina para la tos de la noche anterior.
Me entregaron un sobre con un fax dentro: mi programa para los próximos días, con mensajes de ánimo y garabatos al margen escritos a mano y enviados por fax, en los que ponía cosas como «¡Esto será un éxito de taquilla!» y «¡Esto va a ser una película sensacional, ¿o no?!». El fax estaba firmado por Jacob Klein, obviamente la voz del teléfono. Nunca había tratado con un Jacob Klein.
Un coche deportivo pequeño y rojo se detuvo a la entrada del hotel. El conductor salió y me saludó con la mano. Fui a su encuentro. Tenía una barba entrecana bien cuidada, una sonrisa que era casi taquillera y llevaba una cadena de oro alrededor del cuello. Me enseñó un ejemplar de Hijos del hombre[5].
Era Jacob. Nos estrechamos las manos.
—¿Está David por ahí? ¿David Gambol?
David Gambol era el hombre con el que había hablado antes por teléfono, cuando estaba organizando el viaje. No era el productor. Yo no estaba muy seguro de lo que era. Se describió a sí mismo como «adscrito al proyecto».
—David ya no está en el estudio. Digamos que ahora el proyecto lo llevo yo y quiero que sepas que estoy eufórico, ey, ey.
—¿Eso es bueno?
Subimos al coche.
—¿Dónde es la reunión? —pregunté.
Negó con la cabeza.
—No es una reunión —dijo—. Es un desayuno.
Yo parecía confundido. Se apiadó de mí.
—Una especie de prerreunión para la reunión —explicó.
Fuimos desde el hotel a un centro comercial que estaba en algún sitio a media hora de camino, mientras Jacob me contaba lo mucho que le había gustado el libro y lo encantado que estaba de haberse adscrito al proyecto. Dijo que había sido idea suya que me alojara en aquel hotel.
—Te da el tipo de experiencia hollywoodiense que nunca conseguirías en el Four Seasons o el Ma Maison, ¿verdad? —Y me preguntó si me hospedaba en el bungalow donde murió John Belushi. Le dije que no lo sabía, pero que lo dudaba mucho.
—¿Sabes con quién estaba, cuando murió? Los estudios lo ocultaron.
—No. ¿Con quién?
—Meryl y Dustin.
—¿Te refieres a Meryl Streep y Dustin Hoffman?
—Claro.
—¿Cómo lo sabes?
—La gente habla. Esto es Hollywood, ¿sabes?
Asentí con la cabeza como si supiera, pero no tenía ni idea.
La gente habla de libros que se escriben solos, pero es mentira. Los libros no se escriben solos. Hay que pensar e investigar y sufrir dolor de espalda y tomar notas y se necesita más tiempo y más trabajo del que podríais creer.
A excepción de Hijos del hombre, ése se escribió prácticamente solo.
La pregunta irritante que siempre nos hacen (y al decir nos me refiero a los escritores) es: «¿De dónde saca las ideas?».
Y la respuesta es: confluencia. Cuajan cosas. Los ingredientes correctos y de repente: ¡Abracadabra!
Empezó con un documental sobre Charles Manson que estaba viendo más o menos por casualidad (estaba en una cinta de vídeo que me había dejado un amigo, después de un par de cosas que sí quería ver): había secuencias de Manson, de cuando le arrestaron por primera vez, cuando la gente creía que era inocente y que era el gobierno el que estaba metiéndose con los hippies. Manson apareció en la pantalla, un orador mesiánico, guapo y carismático. Alguien por el que uno se arrastraría descalzo hasta el Infierno. Alguien por el que se podría matar.
Empezó el juicio; y, a las pocas semanas, el orador había desaparecido y en su lugar había un farfullero desgarbado y simiesco, con una cruz grabada en la frente. Fuera cual fuera el don, ya no estaba allí. Había desaparecido. Sin embargo, había estado allí.
El documental continuó: un ex convicto de mirada dura que había estado en prisión con Manson explicaba, «¿Charlie Manson? Escucha, Charlie era un farsante. No era nada. Nos reíamos de él, ¿sabes? ¡No era nada!»
Asentí con la cabeza. Así que hubo un tiempo en que Manson era el rey del carisma. Pensé en una bendición, algo que le había sido dado y que le habían quitado.
Vi el resto del documental, obsesionado. Entonces, sobre un fotograma en blanco y negro, el narrador dijo algo. Rebobiné y lo dijo otra vez.
Tenía una idea. Tenía un libro que se escribía solo.
Lo que dijo el narrador fue lo siguiente: que a los niños que Manson había tenido con las mujeres de La Familia los enviaron a varios orfelinatos para que fueran adoptados, con apellidos que les había dado el tribunal y que, por supuesto, no eran Manson.
Entonces, pensé en una docena de Mansons de veinticinco años. Pensé en aquel carisma invadiéndoles a todos al mismo tiempo. Doce Mansons jóvenes, en todo su esplendor, que, atraídos por una fuerza desconocida, iban llegando a Los Ángeles de todas partes del mundo. Y una hija de Manson que intentaba desesperadamente evitar que se reuniesen y, como nos decía la nota publicitaria de la contraportada, «que comprendieran cuál era su aterrador destino».
Escribí Hijos del hombre al rojo vivo: lo acabé en un mes y lo envié a mi agente, a la que sorprendió, («Bueno, no es como lo otro que has escrito, querido», dijo amablemente), y que lo vendió en una subasta —mi primera subasta—, por más dinero del que había creído posible. (Mis otros libros, tres colecciones de historias de fantasmas elegantes, llenas de alusiones y difíciles de aprehender, apenas habían servido para pagar el ordenador con que las había escrito.)
Entonces Hollywood lo compró, antes de que lo publicaran y de nuevo en una subasta. Había tres o cuatro estudios interesados: me quedé con el estudio que quería que yo escribiese el guión. Sabía que nunca sucedería, que no se decidirían a hacerlo. Pero entonces el fax empezó a arrojar mensajes, bien entrada la noche, la mayoría firmados con entusiasmo por un tal Dave Gambol; una mañana firmé cinco copias de un contrato gordísimo; unas semanas después, mi agente me comunicó que el primer cheque estaba compensado y que habían llegado los billetes para Hollywood, para las «conversaciones preliminares». Parecía un sueño.
Los billetes eran de clase preferente. El momento en que vi que los billetes eran de clase preferente supe que el sueño era real.
Fui a Hollywood en la sección que parece una burbuja y que está en la parte de arriba del Jumbo, mordisqueando salmón ahumado y con un ejemplar de tapa dura recién salido de la imprenta de Hijos del hombre en la mano.
Bueno. El desayuno.
Me contaron lo mucho que les encantaba el libro. No acabé de entender el nombre de nadie. Los hombres tenían barba o gorras de béisbol o ambas cosas; las mujeres eran pasmosamente atractivas, de un modo más o menos higiénico.
Jacob pidió nuestro desayuno y lo pagó. Explicó que la próxima reunión era una mera formalidad.
—Es tu libro lo que nos encanta —dijo—. ¿Por qué habríamos comprado tu libro si no quisiéramos hacerlo? ¿Por qué te habríamos contratado a ti para escribir el guión si no quisiéramos el toque especial que tú darías al proyecto? Esa esencia tuya.
Asentí con la cabeza, muy serio, como si mi esencia literaria fuera algo en lo que había pasado muchas horas meditando.
—Una idea como ésta. Un libro como éste. Eres bastante único.
—Uno de los más únicos —dijo una mujer que se llamaba Dina o Tina o tal vez Deanna.
Enarqué una ceja.
—¿Y qué se supone que debo hacer en la reunión?
—Ser receptivo —dijo Jacob—. Ser positivo.
El trayecto al estudio duró una media hora en el cochecito rojo de Jacob. Nos detuvimos frente a la barrera de seguridad, donde Jacob discutió con el guarda. Deduje que era nuevo en el estudio y que aún no le habían proporcionado un pase fijo.
Parecía ser que, una vez dentro, tampoco tenía una plaza de aparcamiento fija. Sigo sin entender las ramificaciones de lo siguiente: por lo que dijo, las plazas de aparcamiento tenían tanto que ver con la posición en el estudio como los regalos del emperador con la posición de una persona en la corte de la antigua China.
Recorrimos las calles de una Nueva York curiosamente llana y aparcamos frente a un banco viejo y enorme.
Diez minutos después, estaba en la sala de juntas, con Jacob y toda la gente del desayuno, esperando a que alguien entrase. Con tanto ajetreo, no había captado quién era ese alguien ni a qué se dedicaba. Saqué un ejemplar de mi libro y lo puse delante de mí, como si fuera una especie de talismán.
Alguien entró. Era alto, tenía una nariz y una barbilla puntiagudas y llevaba el pelo demasiado largo, parecía que hubiese secuestrado a alguien mucho más joven y le hubiese robado el pelo. Era australiano, lo que me sorprendió.
Se sentó.
Me miró.
—Dispara —dijo.
Miré a la gente del desayuno, pero nadie se estaba fijando en mí, no logré que nadie me viera. Así que empecé a hablar: del libro, del argumento, del final, del enfrentamiento en el club nocturno de Los Ángeles, donde la chica Manson buena hace volar a todos los demás. O cree que lo hace. De mi idea de que un actor representara el papel de todos los chicos Manson.
—¿Tú te crees todo esto? —fue la primera pregunta que hizo Alguien.
Ésa era fácil. Era una que ya había contestado a por lo menos dos docenas de periodistas británicos.
—¿Que si creo que un fuerza sobrenatural poseyó a Charles Manson durante un tiempo y que incluso ahora está poseyendo a sus muchos hijos? No. ¿Que si creo que algo extraño estaba sucediendo? Supongo que debo creerlo. Quizá fue sencillamente que, por un tiempo breve, su locura sintonizaba con la locura del mundo exterior. No lo sé.
—Mm. Ese chico Manson. ¿Podría ser Keanu Reeves?
Dios santo, no, pensé. Jacob me hizo una seña para que le viera y asintió con la cabeza desesperadamente.
—No veo por qué no —dije. De todos modos, todo era pura imaginación. Nada de aquello era real.
—Vamos a cerrar un trato con su gente —dijo Alguien, asintiendo, pensativo.
Me mandaron escribir un tratamiento que ellos tendrían que aprobar. Y por ellos entendí que se referían al Alguien australiano, aunque no estaba completamente seguro.
Antes de que me fuera, alguien me dio 700 dólares y me hizo firmar por ellos: dos semanas per diem.
Pasé dos días escribiendo el tratamiento. Tenía que hacer un esfuerzo para olvidar el libro y darle a la historia la estructura de una película. El trabajo iba bien. Me sentaba en el cuartito y escribía en un ordenador portátil que el estudio me había enviado e imprimía páginas con la impresora de inyección que el estudio había enviado con el ordenador. Comía en mi habitación.
Cada tarde salía a dar un paseo corto por Sunset Boulevard. Caminaba hasta la librería «abierta casi toda la noche», donde compraba un periódico. Luego, me sentaba fuera, en el patio del hotel, durante media hora, y leía el periódico. Entonces, tras haber tomado mi ración de sol y aire, regresaba a la oscuridad y volvía a convertir mi libro en otra cosa.
Había un negro muy viejo, un empleado del hotel, que atravesaba el patio cada día con una lentitud casi dolorosa, regaba las plantas y examinaba los peces. Solía sonreírme cuando pasaba junto a mí y yo le saludaba con la cabeza.
Al tercer día me levanté y fui a su encuentro cuando se hallaba junto al estanque de los peces, recogiendo restos de basura con las manos: un par de monedas y un paquete de cigarrillos.
—Hola —dije.
—Señor —dijo el anciano.
Pensé en pedirle que no me llamara señor, pero no se me ocurrió cómo decírselo sin ofenderle.
—Bonitos peces.
Asintió con la cabeza y sonrió.
—Carpas ornamentales. Las trajeron de la China.
Miramos cómo nadaban por el pequeño estanque.
—Me pregunto si se aburren.
Él negó con la cabeza.
—Mi nieto es un ictiólogo, ¿sabe qué es eso?
—Estudia peces.
—Ajá. Él dice que sólo tienen una memoria que dura unos treinta segundos. Así que nadan por el estanque y siempre es una sorpresa para ellos, dicen «yo nunca había estado aquí». Se encuentran con otro pez que conocen desde hace cien años y dicen, «¿Quién eres tú, extraño?».
—¿Le preguntará algo a su nieto de mi parte? —el anciano asintió con la cabeza—. Una vez leí que la vida de la carpa no tiene una duración determinada. No envejecen como nosotros. Se mueren si la gente o los depredadores o una enfermedad las matan, pero no envejecen y se mueren. En teoría, podrían vivir eternamente.
El anciano asintió.
—Se lo preguntaré. Suena bien, desde luego. Estos tres… mire, éste, le llamo Fantasma, tiene sólo cuatro o cinco años. Pero los otros dos llegaron de la China cuando yo vine aquí por primera vez.
—¿Y cuándo fue eso?
—Eso habría sido en el año de gracia de mil novecientos veinticuatro. ¿Cuántos años me echa?
No podía calcularlo. Parecía como si lo hubiesen tallado en madera vieja. Más de cincuenta y más joven que Matusalén. Se lo dije.
—Nací en 1906. Palabra de Dios.
—¿Nació usted aquí, en Los Ángeles?
Negó con la cabeza.
—Cuando yo nací, Los Ángeles no era más que un naranjal, muy lejos de Nueva York.
Espolvoreó la superficie del agua con comida para peces. Aparecieron las tres, carpas fantasmas blanco pálido y plateadas, y nos miraron, o pareció que lo hacían, mientras las oes de sus bocas se abrían y cerraban constantemente, como si nos estuvieran hablando en algún idioma particular secreto y silencioso.
Señalé la que me había mencionado.
—Así que ésa es Fantasma, ¿eh?
—Sí, ésa es Fantasma. Aquella que está debajo del nenúfar, se le ve la cola, allí, ¿ve? Aquella se llama Buster, por Buster Keaton. Keaton se alojaba aquí cuando recibimos los dos peces más viejos. Y ésta es nuestra Princesa.
Princesa era la más fácil de reconocer de las carpas blancas. Era de un color crema pálido, con una mancha carmesí intensa en el lomo, que la distinguía de las otras dos.
—Es preciosa.
—Y tanto que sí. Y tanto que lo es.
Entonces respiró hondo y empezó a toser, tosió y resolló con tanta fuerza que se le zarandeó el cuerpo delgado. En ese momento y por primera vez, pude verle como un hombre de noventa años.
—¿Se encuentra bien?
Asintió.
—Muy bien, muy bien. Huesos viejos —dijo—. Huesos viejos.
Nos estrechamos las manos y regresé a mi tratamiento y a la penumbra.
Imprimí el tratamiento completo y se lo envié por fax a Jacob al estudio.
Al día siguiente vino al bungalow. Parecía disgustado.
—¿Todo bien? ¿Hay algún problema con el tratamiento?
—Nos están jodiendo. Hicimos una película con… —y nombró a una actriz famosa que había salido en unas cuantas películas de éxito unos años antes—. No podíamos perder, ¿eh? Lo que pasa es que no es tan joven como era e insiste en hacer sus propias escenas de desnudo, y ése no es un cuerpo que alguien quiera ver, créeme.
»El argumento va de un fotógrafo que convence a mujeres para que se quiten la ropa para él y, luego, se las folla. El problema es que nadie cree que lo esté haciendo. De manera que la jefe de policía —la Sra. Dejadme que le Enseñe el Culo al Mundo—, se da cuenta de que la única forma de arrestarle es fingir que es una de sus mujeres. Así que se acuesta con él. Bueno, hay un giro inesperado…
—¿Se enamora de él?
—Oh. Sí. Y entonces se da cuenta de que las mujeres siempre serán prisioneras de las imágenes que tienen los hombres de ellas y, para demostrarle su amor, cuando la policía viene a arrestarles a los dos, les prende fuego a todas las fotografías y muere en el incendio. Lo primero que se quema es su ropa. ¿Qué te parece?
—Una bobada.
—Eso es lo que pensamos cuando la vimos. Así que despedimos al director y la reeditamos e hicimos un día más de rodaje. Ahora ella lleva puesto un alambre cuando se pegan el lote. Y, cuando ella empieza a enamorarse, descubre que él mató a su hermano. Tiene un sueño en el que se le quema la ropa y después va con los cuerpos especiales para intentar reducirle. Pero entonces la hermana menor de la mujer dispara al fotógrafo, que también se la ha estado follando.
—¿Es mejor?
Jacob niega con la cabeza.
—Es basura. Si ella nos dejara utilizar una doble para las secuencias de desnudo, tal vez no lo tendríamos tan mal.
—¿Qué te pareció el tratamiento?
—¿Qué?
—¿Mi tratamiento? ¿El que te envié?
—Claro. Aquel tratamiento. Nos encantó. Nos encantó a todos. Era sensacional. Realmente estupendo. Estamos todos entusiasmados.
—¿Y qué sigue ahora?
—Bueno, en cuanto todo el mundo haya tenido ocasión de revisarlo, nos reuniremos para hablar de él.
Me dio unas palmaditas en la espalda y se marchó, dejándome sin nada que hacer en Hollywood.
Decidí escribir un cuento. Había tenido una idea en Inglaterra antes de marcharme. Algo sobre un pequeño teatro al final de un muelle. Magia escénica mientras llovía. Un público que no notaba la diferencia entre magia e ilusión y al que no le afectaría si todas las ilusiones fueran reales.
Aquella tarde, mientras paseaba, me compré un par de libros sobre magia escénica e ilusiones victorianas en la librería «abierta casi toda la noche». Tenía una historia, o su semilla al menos, en la cabeza y quería explorarla. Me senté en el banco del patio y hojeé los libros. Decidí que andaba tras un ambiente particular.
Estaba leyendo sobre los hombres de los bolsillos, que llevaban los bolsillos llenos de todos los objetos pequeños que uno pudiera imaginarse y que sacaban lo que fuera que se les pidiese. Nada de ilusiones, sólo proezas sorprendentes de organización y memoria. Una sombra cruzó la página. Levanté la vista.
—Hola otra vez —le dije al anciano negro.
—Señor —dijo él.
—Por favor, no me llame así. Hace que me sienta como si tuviera que llevar un traje o algo parecido —le dije mi nombre.
Él me dijo el suyo: Pío Dundas.
—¿Pío? —no estaba seguro de haberle oído correctamente. Asintió con orgullo.
—A veces lo soy y a veces no. Así es como me llamó mi mamá y es un buen nombre.
—Sí.
—¿Y qué está haciendo aquí, señor?
—No estoy seguro. Tendría que estar escribiendo una película, creo. O, al menos, estoy esperando a que me digan que empiece a escribirla.
Se rascó la nariz.
—Toda la gente del cine que se alojó aquí, si se los empezara a enumerar ahora, podría hablar una semana hasta el próximo miércoles y no le habría dicho ni la mitad.
—¿Quiénes eran sus favoritos?
—Harry Langdon. Era un caballero. George Sanders. Era inglés, como usted. Solía decir, «Ah, Pío. Tienes que rezar por mi alma». Y yo decía, «Su alma es asunto suyo, Señor Sanders», pero rezaba por él de todas formas. Y June Lincoln.
—¿June Lincoln?
Le brillaron los ojos y sonrió.
—Era la reina del celuloide. Era mejor que cualquiera de ellas: Mary Pickford o Lillian Gish o Theda Bara o Louise Brooks… Era la mejor. Tenía «aquello». ¿Sabe lo que es «aquello»?
—Sex appeal.
—Más que eso. Era todo con lo que uno haya soñado jamás. En cuanto veías una película de June Lincoln, querías… —se calló, hizo unos circulitos con la mano, como si estuviera intentando atrapar las palabras que le faltaban—. No sé. Hincar la rodilla, tal vez, como un caballero de armadura reluciente ante la reina. June Lincoln era la mejor de todas. Le hablé a mi nieto de ella, intentó encontrar algo en vídeo, pero fue imposible. Ya no queda nada. June Lincoln sólo vive en la cabeza de viejos como yo —se dio un toque en la frente.
—Debió ser toda una mujer.
Él asintió.
—¿Qué le pasó?
—Se ahorcó. Hubo gente que dijo que fue porque no habría podido estar a la altura de las circunstancias en el cine sonoro, pero eso no es verdad: tenía una voz que recordarías aunque sólo la hubieras oído una vez. Suave y oscura, así era su voz, como un café irlandés. Algunos dicen que un hombre le rompió el corazón, o que fue una mujer, o que fue culpa del juego o de los gángsters o la bebida. ¿Quién sabe? Eran días de locura.
—Me imagino que usted debió oírla hablar.
Sonrió.
—Me dijo, «Chico, ¿puedes enterarte de lo que han hecho con mi bata?» y, cuando volví con ella, entonces me dijo, «Eres un chico estupendo». Y el hombre que estaba con ella dijo, «June, no provoques al personal», y ella me sonrió y me dio cinco dólares y dijo «No le importa, ¿a que no, chico?», y yo sólo negué con la cabeza. Luego hizo aquella cosa con los labios, ¿sabe?
—¿Un moue?
—Algo parecido. Lo sentí aquí —se dio una palmadita en el pecho—. Aquellos labios. Podían hacer pedazos a un hombre.
Se mordió el labio inferior un momento y se quedó concentrado una eternidad. Me pregunté dónde estaría y en qué época. Entonces me miró otra vez.
—¿Quiere ver sus labios?
—¿Qué quiere decir?
—Venga conmigo. Sígame.
—¿Qué vamos a…? —ya me imaginaba la huella de unos labios en cemento, como las huellas de las manos que hay frente a la entrada del Teatro Chino de Grauman.
Negó con la cabeza y se llevó un dedo viejo a los labios. Silencio.
Cerré los libros. Cruzamos el patio. Cuando llegó al pequeño estanque de los peces, se detuvo.
—Fíjese en la Princesa —me dijo.
—La que tiene la mancha roja, ¿no?
Asintió con la cabeza. El pez me recordaba a un dragón chino: sabio y pálido. Un pez fantasma, blanco como el hueso viejo, excepto por la mancha escarlata del lomo con forma de un arco doble de una pulgada. Flotaba en el estanque, moviéndose empujado por la corriente, pensando.
—Ahí está —dijo él—. En el lomo. ¿Ve?
—No le acabo de entender.
Hizo una pausa y se quedó mirando el pez.
—¿Quiere sentarse? —me vi muy consciente de la edad del Sr. Dundas.
—No me pagan para que me siente —dijo, muy serio. Entonces dijo, como si le estuviera explicando algo a un niño—: Era como si fuesen dioses en aquellos tiempos. Hoy, todo es televisión: héroes pequeños. Gentecita en las cajas. Algunos de ellos vienen aquí. Gentecita.
»Las estrellas de los viejos tiempos eran gigantes, teñidas de luz plateada, grandes como casas… y, cuando las conocías, seguían siendo enormes. La gente creía en ellas.
»Solían hacer fiestas aquí. Si trabajabas aquí, veías lo que sucedía. Había alcohol y hierba y tejemanejes a los que apenas se podía dar crédito. Hubo una fiesta… la película se llamaba Corazones del desierto. ¿Ha oído hablar de ella?
Dije que no con la cabeza.
—Una de las películas más famosas de 1926, junto a El precio de la gloria con Victor McLaglen y Dolores del Río y Ella Cinders con Colleen Moore de protagonista. ¿Ha oído hablar de ellos?
Volví a decir que no con la cabeza.
—¿Ha oído hablar de Warner Baxter? ¿Belle Bennett?
—¿Quiénes eran?
—Estrellas muy, muy famosas en 1926 —hizo una pausa—. Corazones del desierto. Cuando la acabaron, para celebrarlo, dieron una fiesta aquí, en el hotel. Había vino y cerveza y whisky y ginebra. Era la época de la Ley Seca, pero podría decirse que los estudios eran los dueños de la policía, así que ésta hizo la vista gorda; y había comida y mucha tontería; estaban Ronald Colman y Douglas Fairbanks —el padre, no el hijo—, y todo el reparto y el equipo de rodaje; y una banda de jazz tocaba allá donde ahora están aquellos bungalows.
»Todo el mundo en Hollywood aclamaba a June Lincoln aquella noche. Ella era la princesa árabe de la película. En aquella época, los árabes significaban pasión y lujuria. Hoy en día… bueno, las cosas cambian.
»No sé qué fue lo que lo desencadenó todo. Me dijeron que fue un desafío o una apuesta; quizá lo que pasaba era que estaba borracha. Yo pensé que estaba borracha. Bueno, se levantó y la banda tocaba música suave y lenta. Y ella vino aquí, donde estoy ahora mismo, y metió las manos en este estanque. Se reía y se reía y se reía…
»La Srta. Lincoln cogió el pez (metió las manos y lo cogió, con las dos manos lo cogió), y lo sacó del agua y lo sostuvo delante de su cara.
»Ahora bien, yo estaba preocupado, porque acababan de traer estos peces de China y valían doscientos dólares cada uno. Eso era antes de que yo me ocupara de ellos, por supuesto. No era yo el que lo perdería de mi sueldo. Aun así, doscientos dólares era un montón de dinero en aquellos tiempos.
»Entonces ella nos sonrió a todos y se inclinó y lo besó, despacio, en el lomo. El pez no se retorció ni nada, se quedó tendido en su mano, y ella lo besó con sus labios de coral rojo, y la gente de la fiesta se rió y aplaudió.
»Volvió a poner el pez en el estanque y, por un momento, pareció que no quería abandonarla, se quedó junto a ella, acariciándole los dedos con la boca. Entonces estalló el primero de los fuegos artificiales, y se fue nadando.
»El pintalabios de June Lincoln era rojo, rojo, rojo y había dejado la forma de sus labios en el lomo del pez. Allí. ¿Lo ve?
Princesa, la carpa blanca con la marca rojo coral en el lomo, dio un aletazo y continuó con su serie eterna de viajes de treinta segundos por el estanque. Lo cierto es que la marca roja parecía la huella de unos labios.
El anciano espolvoreó el agua con un puñado de comida para peces y las tres carpas se acercaron a la superficie a comer.
Regresé al bungalow, con mis libros sobre viejas ilusiones bajo el brazo. El teléfono estaba sonando: era alguien del estudio. Querían hablar sobre el tratamiento. Un coche vendría a buscarme en treinta minutos.
—¿Estará Jacob allí?
Pero la comunicación ya se había cortado.
La reunión era con el Alguien australiano y su ayudante, un hombre con gafas y trajeado. Era el primer traje que había visto hasta entonces y sus gafas eran de un azul intenso. Parecía nervioso.
—¿Dónde te alojas? —preguntó el Alguien.
Se lo dije.
—¿No es ahí donde Belushi…?
—Eso me han dicho.
Asintió con la cabeza.
—No estaba solo cuando murió.
—¿No?
Se frotó una aleta de su nariz puntiaguda con el dedo.
—Había un par de personas más en la fiesta. Los dos eran directores, de lo más famoso que se podía ser entonces. No hace falta que te diga sus nombres. Lo descubrí cuando estaba haciendo la última película de Indiana Jones.
Un silencio incómodo. Estábamos sentados alrededor de una mesa redonda inmensa, sólo nosotros tres, y todos teníamos delante una copia del tratamiento que yo había escrito. Al final, dije:
—¿Qué os ha parecido?
Los dos asintieron con la cabeza, más o menos al unísono.
Entonces intentaron, por todos los medios, explicarme que lo odiaban sin decirme nada que pudiera de algún modo disgustarme. Fue una conversación muy extraña.
—Tenemos un problema con el tercer acto —dijeron, dando a entender vagamente que la culpa no era mía ni del tratamiento, ni siquiera del tercer acto, sino de ellos.
Querían que la gente fuera más comprensiva. Querían luces y sombras intensas, no tonos grises. Querían que la heroína fuera un héroe. Y yo asentí y tomé notas.
Al final de la reunión le di la mano a Alguien, y el ayudante de las gafas de montura azul me llevó por el laberinto de los pasillos en busca del mundo exterior y mi coche y mi chófer.
Mientras andábamos, pregunté si el estudio tenía alguna foto de June Lincoln.
—¿Quién? —resultó que se llamaba Greg. Sacó un bloc de notas pequeño y escribió algo en él con un lápiz.
—Era una estrella del cine mudo. Famosa en 1926.
—¿Estaba en el estudio?
—No tengo ni idea —reconocí—. Pero era famosa. Incluso más famosa que Marie Provost.
—¿Quién?
—«Una triunfadora que acabó siendo la cena de un perrito». Una de las estrellas del cine mudo más conocidas. Murió en la pobreza cuando llegó el cine sonoro y se la comió su perro salchicha. Nick Lowe escribió una canción sobre ella.
—¿Quién?
—Yo conocía a la novia cuando bailaba el rock and roll. Bueno, June Lincoln. ¿Alguien puede encontrarme una foto?
Escribió algo más en el bloc. Se lo quedó mirando un momento. Luego escribió otra cosa. Entonces asintió con la cabeza.
Habíamos llegado a la luz del día y el coche me estaba esperando.
—Por cierto —dijo él—, deberías saber que aquel tío es un mentiroso de mierda.
—¿Cómo?
—Un mentiroso de mierda. No eran Spielberg y Lucas los que estaban con Belushi. Eran Bette Midler y Linda Ronstadt. Fue una orgía de coca. Todo el mundo lo sabe. Es un mentiroso de mierda. Y él sólo era un subcontable del estudio, por amor de Dios, en la película de Indiana Jones. Como si fuera su película. Gilipollas.
Nos estrechamos las manos. Subí al coche y regresé al hotel.
Los cambios horarios pudieron más que yo aquella noche y me desperté, total e irrevocablemente, a las cuatro de la madrugada.
Me levanté, meé, luego me puse unos tejanos (duermo con camiseta) y salí.
Quería ver las estrellas, pero las luces de la ciudad brillaban excesivamente y el aire estaba demasiado contaminado. El cielo era de un amarillo sucio y sin estrellas y pensé en todas las constelaciones que podía ver desde la campiña inglesa y sentí, por primera vez, una añoranza profunda y estúpida.
Echaba de menos las estrellas.
Quería trabajar en el cuento o empezar el guión de la película. En cambio, estaba trabajando en el segundo borrador del tratamiento.
Rebajé el número de hijos de Manson de doce a cinco y dejé claro desde el principio que uno de ellos, que ahora era varón, no era un mal chico y que los otros cuatro lo eran sin lugar a dudas.
Me enviaron un ejemplar de una revista de cine. Olía a papel barato y viejo y tenía un sello violeta con el nombre del estudio y la palabra ARCHIVOS debajo. En la portada salía John Barrymore, en una barca.
El artículo que había dentro era sobre la muerte de June Lincoln. Me costó leerlo y aún me costó más entenderlo: hacía insinuaciones sobre los vicios prohibidos que la llevaron a la muerte, eso sí podía entenderlo, pero era como si hablara en un código para el que los lectores modernos no tenían ninguna clave. O, quizá, pensándolo bien, el que había escrito su nota necrológica no sabía nada y hacía insinuaciones sin fundamento.
Las fotos eran más interesantes o, en todo caso, más comprensibles. Una foto a toda página y con bordes negros de una mujer de ojos enormes y sonrisa dulce, fumando un cigarrillo (habían pintado el humo con aerógrafo, un trabajo muy tosco a mi modo de ver; ¿aquellas falsificaciones tan burdas habían engañado a la gente alguna vez?); otra foto de ella en un abrazo escénico con Douglas Fairbanks; una foto pequeña de ella sobre el estribo de un coche, con un par de perros diminutos en los brazos.
No era, por las fotografías, una belleza contemporánea. Carecía de la trascendencia de una Louise Brooks, el sex appeal de una Marilyn Monroe, la elegancia de putilla de una Rita Hayworth. Era una starlet de los años veinte tan aburrida como cualquier otra starlet de los años veinte. No vi ningún misterio en sus ojos enormes, su pelo cortado a lo paje. Tenía labios de arco de Cupido perfectamente maquillados. Yo no tenía ni idea del aspecto que habría tenido si hubiera estado viva y en activo hoy en día.
Aun así, era real; había vivido. La gente la había idolatrado en las salas de cine. Había besado el pez y se había paseado por los jardines de mi hotel setenta años antes: un instante en Inglaterra, pero una eternidad en Hollywood.
Fui al estudio a hablar del tratamiento. Ninguna de las personas con las que había hablado antes estaba allí. En cambio, me hicieron pasar a una oficina pequeña para ver a un hombre joven, que nunca sonreía y que me dijo lo mucho que le gustaba el tratamiento y lo encantado que estaba de que el estudio tuviera los derechos.
Dijo que pensaba que el personaje de Charles Manson estaba especialmente bien y que, quizá, «en cuanto estuviera dimensionalizado del todo», Manson podría ser el próximo Hannibal Lecter.
—Pero. Uhm. Manson. Es real. Ahora está en la cárcel. Su gente mató a Sharon Tate.
—¿Sharon Tate?
—Era una actriz. Una estrella de cine. Estaba embarazada y la mataron. Estaba casada con Polanski.
—¿Roman Polanski?
—El director. Sí.
Frunció el ceño.
—Pero si estamos haciendo un trato con Polanski.
—Eso está bien. Es un buen director.
—¿Él está al corriente?
—¿Al corriente de qué? ¿Del libro? ¿De nuestra película? ¿De la muerte de Sharon Tate?
Negó con la cabeza: nada de lo anterior.
—Es un trato para tres películas. Julia Roberts está semiadscrita al trato. ¿Dices que Polanski no está al corriente de este tratamiento?
—No, lo que he dicho es que…
Se miró el reloj.
—¿Dónde te alojas? —preguntó—. ¿Te hemos buscado un buen hotel?
—Sí, gracias —dije—. Estoy a unos bungalows de la habitación en la que murió Belushi.
Esperaba otro par de estrellas en confianza: que me dijera que John Belushi había estirado la pata en compañía de Julie Andrews y la Cerdita Peggy de los teleñecos. Me equivoqué.
—¿Belushi ha muerto? —dijo, mientras se le fruncía el joven entrecejo—. Belushi no está muerto. Estamos haciendo una película con Belushi.
—Me refiero al hermano —le dije—. El hermano murió, hace años.
Se encogió de hombros.
—Suena a lugar de mala muerte —dijo—. La próxima vez que vengas, diles que quieres alojarte en el Bel Air. ¿Quieres que te cambiemos allí ahora?
—No, gracias —dije—. Me he acostumbrado al sitio donde estoy.
—¿Qué hay del tratamiento? —pregunté.
—Déjanoslo.
Me di cuenta de que me estaba quedando fascinado con dos viejas ilusiones teatrales que encontré en mis libros: «El sueño del artista» y «La ventana encantada». Eran metáforas de algo, de eso estaba seguro; pero el cuento que tendría que haberlas acompañado aún no estaba allí. Escribía primeras frases que no llegaban a primeros párrafos, primeros párrafos que nunca llegaban a primeras páginas. Las escribía en el ordenador, luego salía sin guardar nada.
Me senté fuera en el patio y miré las dos carpas blancas y la carpa escarlata y blanca. Parecían, decidí, dibujos de peces de Escher, lo que me sorprendió, porque nunca se me había ocurrido que hubiese siquiera un poco de realismo en los dibujos de Escher.
Pío Dundas le estaba sacando brillo a las hojas de las plantas. Tenía un frasco de abrillantador y un trapo.
—Hola, Pío.
—Señor.
—Un día precioso.
Asintió con la cabeza y tosió y se golpeó en el pecho con el puño y asintió otro poco.
Dejé los peces, me senté en el banco.
—¿Por qué no han hecho que se retire? —pregunté—. ¿No debería haberse retirado hace quince años?
Siguió limpiando.
—Ni hablar, yo soy un monumento histórico. Ellos pueden decir que todas las estrellas del cielo se alojaron aquí, pero yo le digo a la gente lo que Cary Grant tomaba para desayunar.
—¿Se acuerda?
—Qué va. Pero ellos no lo saben —tosió otra vez—. ¿Qué está escribiendo?
—Bueno, la semana pasada escribí un tratamiento para una película. Después escribí otro tratamiento. Y ahora estoy esperando… algo.
—Entonces, ¿qué está escribiendo?
—Un cuento que no quiere salir. Va de un truco de magia victoriano llamado «El sueño del artista». Un artista sale al escenario, con un lienzo grande que pone en un caballete. Hay una mujer pintada en el lienzo. Él mira el cuadro y pierde las esperanzas de convertirse en un pintor de verdad. Entonces se sienta y se queda dormido y la mujer del cuadro cobra vida, baja del marco y le dice que no se rinda. Que siga luchando. Algún día será un gran pintor. Vuelve a subir al marco. Las luces se van atenuando. Entonces él se despierta y la mujer ya vuelve a ser un cuadro…
—…y la otra ilusión —le dije a la mujer del estudio, que había cometido el error de fingir interés al principio de la reunión—, se llamaba «La ventana encantada». Una ventana flota en el aire y en ella aparecen caras, pero allí no hay nadie. Creo que puedo establecer una especie de paralelismo extraño entre la ventana encantada y probablemente la televisión: parece una candidata natural, al fin y al cabo.
—A mí me gusta Seinfeld —dijo ella—. ¿Tú ves esa serie? No va de nada. Es decir, tienen episodios enteros que no van de nada. Y me gustaba Garry Shandling antes de que hiciera la nueva serie y se volviera malo.
—Las ilusiones —continué—, como todas las grandes ilusiones, hacen que pongamos en duda la naturaleza de la realidad. Pero también enmarcan, un juego de palabras, supongo, intencionadillo, la cuestión de en qué se convertirá el espectáculo. Películas antes de que existieran las películas, tele antes de que existiera la TV.
Frunció el ceño.
—¿Es una película?
—Espero que no. Es un cuento, si consigo que funcione.
—Entonces hablemos de la película —leyó por encima un montón de notas. Tenía alrededor de veinticinco años y parecía tanto atractiva como estéril. Me pregunté si era una de las mujeres que habían venido al desayuno de mi primer día, una tal Deanna o una tal Tina.
Miró algo, desconcertada, y leyó:
—¿Yo conocía a la novia cuando bailaba el rock and roll?
—¿Apuntó eso? No es esta película.
Asintió con la cabeza.
—Bueno, he de decir que parte de tu tratamiento es bastante… polémico. El asunto de Manson… bien, no estamos seguros de que vaya a funcionar. ¿Podríamos eliminarlo?
—Pero si la película trata precisamente de eso. Quiero decir, el libro se llama Hijos del hombre; va de los hijos de Manson. Si le elimináis, no tenéis gran cosa, ¿no? Es decir, éste es el libro que comprasteis —lo alcé para que lo viera: mi talismán—. Sacar a Manson es como, no sé, es como pedir una pizza y después quejarse cuando llega porque es plana, redonda y está cubierta de queso y salsa de tomate.
No dio ningún indicio de haber oído nada de lo que yo había dicho. Preguntó:
—¿Qué opinas de Cuando éramos maloss como título? Dos eses en maloss.
—No sé. ¿Para ésta?
—No queremos que la gente crea que es religiosa. Hijos del hombre. Suena como si pudiera ser algo anticristiana.
—Bueno, en cierto modo sí que insinúo que el poder que posee a los hijos de Manson es de alguna forma una especie de poder demoníaco.
—¿Ah, sí?
—En el libro.
Me contempló con una mirada de lástima, de ésas que sólo la gente que sabe que los libros son, como mucho, accesorios en los que las películas se basan libremente pueden otorgarnos a todos los demás.
—Bueno, no creo que el estudio lo considere apropiado —dijo.
—¿Sabes quién fue June Lincoln? —le pregunté.
Negó con la cabeza.
—¿David Gambol? ¿Jacob Klein?
Negó con la cabeza otra vez, un poco impaciente. Entonces me dio una lista escrita a máquina de las cosas que ella creía que había que arreglar, que venía a ser más o menos todo. La lista era PARA: mí y otras cuantas personas, cuyos nombres no reconocí, y era DE: Donna Leary.
Dije, Gracias, Donna, y regresé al hotel.
Estuve bajo de moral durante un día. Entonces se me ocurrió una manera de reescribir el tratamiento que resolvería, pensé, toda la lista de quejas de Donna.
Otro día de reflexión, unos días escribiendo, y envié por fax al estudio el tercer tratamiento.
Pío Dundas trajo su álbum de recortes para que lo viera, una vez que tuvo la certeza de que yo estaba sinceramente interesado en June Lincoln —así llamada, descubrí, por el mes y el presidente—, cuyo verdadero nombre era Ruth Baumgarten y que nació en 1903. Era un álbum de recortes viejo y encuadernado en piel, del tamaño y el peso de una Biblia familiar.
Ella tenía veinticuatro años cuando murió.
—Ojalá la hubiera visto —dijo Pío Dundas—. Ojalá algunas de sus películas hubieran sobrevivido. Era tan famosa. Era la mejor de todas las estrellas.
—¿Era buena actriz?
Negó con la cabeza, categóricamente.
—No.
—¿Era una gran belleza? Si lo era, me cuesta verlo.
Volvió a negar con la cabeza.
—A la cámara le gustaba, seguro. Pero no se trataba de eso. En la última fila del coro había una docena de chicas más guapas que ella.
—¿Entonces de qué se trataba?
—Era una estrella —se encogió de hombros—. Eso es lo que significa ser una estrella.
Giré las páginas: recortes de periódicos en los que se reseñaban películas de las que nunca había oído hablar, películas de las que los únicos negativos y copias hacía tiempo que se habían perdido, extraviado o que el cuerpo de bomberos había destruido, ya que era bien sabido que los negativos de nitrato podían causar un incendio; otros recortes de revistas de cine: June Lincoln actuando, June Lincoln descansando, June Lincoln en el plató de La camisa del prestamista, June Lincoln con un abrigo de piel enorme, lo que curiosamente evidenciaba la fecha en que se hizo la fotografía mucho más que el extraño pelo cortado a lo paje o los cigarrillos omnipresentes.
—¿La amaba?
Él negó con la cabeza.
—No como amarías a una mujer… —dijo.
Hubo una pausa. Alargó la mano para girar las páginas.
—Y mi mujer me habría matado si me hubiera oído decir esto…
Otra pausa.
—Pero sí. Esa mujer flacucha y blanquísima. Supongo que la amaba —cerró el libro.
—¿No ha muerto para usted, verdad?
Negó con la cabeza. Luego se fue. Pero me dejó el libro para que lo mirase.
El secreto de la ilusión de «El sueño del artista» era éste: se hacía llevando a la chica al escenario, que se aguantaba con fuerza a la parte de atrás del lienzo. Sostenían el lienzo con alambres escondidos, así que, mientras el artista sacaba el lienzo con facilidad e indiferencia y lo colocaba en el caballete, también estaba sacando a la chica. El cuadro de la chica en el caballete estaba puesto como si fuese una persiana y se enrollaba o desenrollaba.
«La ventana encantada», por otro lado, estaba, literalmente, hecho con espejos: se orientaba un espejo para que reflejase las caras de gente que nadie veía y que estaba en los bastidores.
Incluso hoy en día muchos magos utilizan espejos en sus actuaciones para hacernos creer que estamos viendo algo que no vemos.
Era fácil, cuando sabías cómo se hacía.
—Antes de empezar —dijo el hombre—, debería decirte que no leo tratamientos. Tiendo a creer que inhibe mi creatividad. No te preocupes, le pedí a una secretaria que me hiciera un resumen, así que podemos ir al grano.
Tenía barba y el pelo largo y se parecía un poco a Jesucristo, aunque dudaba que Jesús tuviera unos dientes tan perfectos. Era, al parecer, la persona más importante con la que había hablado hasta entonces. Se llamaba John Ray e incluso yo había oído hablar de él, aunque no estaba del todo seguro de lo que hacía: su nombre solía aparecer al principio de las películas, junto a palabras como PRODUCTOR EJECUTIVO. La voz del estudio que había convocado la reunión me dijo que ellos, el estudio, estaban muy entusiasmados por el hecho de que él se hubiese «adscrito al proyecto».
—¿Y el resumen no inhibe tu creatividad también?
Sonrió.
—Bien, todos pensamos que has hecho un trabajo alucinante. Realmente sensacional. Hay sólo unas cosas con las que tenemos un problema.
—¿Como por ejemplo?
—Bueno, el asunto de Manson. Y la idea de esos críos que se hacen mayores. Así que hemos estado barajando varios guiones en la oficina: a ver qué te parece éste. Hay un tipo llamado, digamos, Jack Maloss, con dos eses, eso fue idea de Donna.
Donna inclinó la cabeza modestamente.
—Le encerraron por abusos satánicos, le frieron en la silla y cuando se está muriendo jura que volverá y que los destruirá a todos.
»Bueno, es el presente y vemos a unos chicos que están enganchados a un videojuego llamado Sed Maloss. La cara del hombre en el videojuego. Y, mientras juegan, él empieza a poseerles. Quizá su cara podría tener algo raro, al estilo de Jason o de Freddy.
Se detuvo, como si tratara de obtener mi aprobación.
Así que dije:
—¿Y quién hará esos videojuegos?
Me señaló con el dedo y dijo:
—Tú eres el escritor, querido. ¿Quieres que te hagamos todo el trabajo?
No dije nada. No sabía qué decir.
Razona como un cineasta, pensé. Ellos entienden de películas. Dije:
—Pero lo que me proponéis es como hacer Los niños del Brasil sin Hitler.
Parecía confundido.
—Era una película de Ira Levin —dije. En sus ojos no vi la más mínima señal de reconocimiento—. La semilla del diablo —él continuó perplejo—. Acosada.
Asintió con la cabeza; al final se había dado cuenta.
—De acuerdo —dijo—. Tú escribe el papel de Sharon Stone y nosotros removeremos el cielo y la tierra para traértela. Tengo un enchufe con su gente.
Así que me fui.
Aquella noche hacía frío y no debería haber hecho frío en Los Ángeles, y el aire olía más que nunca a jarabe para la tos.
Tenía una antigua novia que vivía en la zona de Los Ángeles y decidí dar con ella. Telefoneé al número que tenía para llamarla y emprendí una búsqueda que me llevó casi todo el resto de la tarde. Una gente me daba números y yo los llamaba y otra gente me daba números y también los llamaba.
Al final, llamé a un número y reconocí su voz.
—¿Sabes dónde estoy? —me dijo.
—No —dije—. Alguien me ha dado este número.
—Esto es una habitación de hospital —dijo—. De mi madre. Tuvo una hemorragia cerebral.
—Lo siento. ¿Está bien?
—No.
—Lo siento.
Hubo un silencio incómodo.
—¿Cómo estás? —preguntó ella.
—Bastante mal —dije.
Le conté todo lo que me había pasado hasta entonces. Le conté cómo me sentía.
—¿Por qué pasa esto? —le pregunté.
—Porque están asustados.
—¿Por qué están asustados? ¿Qué es lo que les asusta?
—Porque sólo vales lo que valen los últimos éxitos a los que puedas unir tu nombre.
—¿Eh?
—Si dices que sí a algo, puede que el estudio haga una película y costará veinte o treinta millones de dólares y, si es un fracaso, tu nombre estará unido a ella y perderás estatus.
—¿Ah, sí?
—Más o menos.
—¿Cómo es que sabes tanto sobre todo esto? Eres músico, no estás metida en el cine.
Se rió, cansada:
—Vivo aquí. Todos los que viven aquí lo saben. ¿Has probado a preguntarle a la gente por sus guiones?
—No.
—Pruébalo algún día. Pregúntale a cualquiera. El tío de la gasolinera. A cualquiera. Todos tienen uno—. Entonces alguien le dijo algo y ella contestó y dijo—. Mira, he de irme —y colgó el teléfono.
No encontré la estufa, si es que había una, y me estaba congelando en mi pequeña habitación de bungalow, una habitación igual que aquella donde murió Belushi, el mismo grabado enmarcado y poco inspirado en la pared, no tenía la menor duda, y la misma humedad fría en el aire.
Preparé un baño para calentarme, pero tenía aún más frío cuando salí.
Peces blancos deslizándose de un lado para otro en el agua, escondiéndose entre las hojas de los nenúfares. Uno de los peces de colores tenía una marca carmesí en el lomo que no era inconcebible que hubiese tenido la forma perfecta de unos labios: los estigmas milagrosos de una diosa casi olvidada. El cielo gris de las primeras horas de la mañana se reflejaba en el estanque.
Lo estaba mirando tristemente.
—¿Se encuentra bien?
Me giré. Pío Dundas estaba junto a mí.
—Se ha levantado pronto.
—He dormido mal. Demasiado frío.
—Debería haber llamado a recepción. Le habrían enviado una estufa y más mantas.
—No se me ocurrió.
Parecía respirar con dificultad, con fatiga.
—¿Se encuentra bien?
—Qué va. Soy viejo. Cuando llegue a mi edad, joven, tampoco se encontrará bien. Pero estaré aquí cuando se haya ido. ¿Qué tal va el trabajo?
—No lo sé. He dejado de trabajar en el tratamiento y me he quedado atascado con «El sueño del artista», ese cuento que estoy escribiendo sobre magia escénica victoriana. Está ambientado en un centro de veraneo costero inglés en un día de lluvia. Con un mago que hace magia en el escenario, que de algún modo cambia al público. Les llega al corazón.
Asintió con la cabeza, lentamente.
—«El sueño del artista»… —dijo—. Y dígame, ¿se ve usted como el artista o el mago?
—No lo sé —dije—. Creo que no soy ninguno de los dos.
Me di la vuelta para irme y entonces se me ocurrió algo.
—Señor Dundas —dije—. ¿Tiene usted un guión? ¿Uno que haya escrito usted?
Negó con la cabeza.
—¿Nunca ha escrito un guión?
—Yo no —dijo.
—¿Me lo promete?
Sonrió.
—Se lo prometo —dijo.
Regresé a mi habitación. Hojeé el ejemplar inglés de tapa dura de Hijos del hombre y me sorprendió que algo escrito con tan poca fluidez se hubiera publicado, me pregunté por qué Hollywood lo había comprado en un principio y por qué no lo querían, ahora que lo habían comprado.
Intenté seguir escribiendo «El sueño del artista» y fracasé de manera lamentable. Los personajes estaban petrificados. Parecía que fueran incapaces de respirar o moverse o hablar.
Fui al lavabo, meé un chorro amarillo intenso contra la porcelana. Una cucaracha cruzó el azogue del espejo corriendo.
Volví a la sala, abrí un nuevo documento y escribí:
Pienso en Inglaterra bajo la lluvia,
un teatro extraño en el muelle: un rastro
de temor y magia, recuerdos y dolor.
El temor, tal vez, de una demencia funesta,
la magia, tal vez, como un cuento de hadas.
Pienso en Inglaterra bajo la lluvia.
La soledad es más difícil de explicar,
un lugar vacío en mi interior donde fracaso,
de temor y magia, recuerdos y dolor.
Pienso en un mago y una madeja
de verdad disfrazada de mentiras. Llevas un velo.
Pienso en Inglaterra bajo la lluvia…
Las formas se repiten como un refrán insólito
y aquí hay una espada, una mano y un grial
de temor y magia, recuerdos y dolor.
El brujo alza la mano y palidecemos,
nos cuenta tristes verdades, todo es en vano.
Pienso en Inglaterra bajo la lluvia
de temor y magia, recuerdos y dolor.
No sabía si era bueno o no, pero eso no importaba. Era algo nuevo y fresco que no había escrito antes y era maravilloso.
Encargué el desayuno al servicio de habitaciones y pedí una estufa y un par de mantas de más.
Al día siguiente escribí un tratamiento de seis páginas para una película llamada Cuando éramos maloss, en la que ejecutaban en la silla eléctrica a Jack Maloss, un asesino en serie con una cruz enorme grabada en la frente, y éste regresaba en un videojuego y poseía a cuatro jóvenes. El quinto joven vencía a Maloss al quemar la silla eléctrica original, que en aquellos momentos estaba expuesta, decidí, en el museo de cera donde la novia del quinto joven trabajaba durante el día. Por la noche era una bailarina exótica.
El hotel lo envió por fax al estudio y yo me acosté.
Me dormí, esperando que el estudio lo rechazaría formalmente y yo me podría ir a casa.
En el teatro de mis sueños, un hombre con barba y una gorra de béisbol aparecía llevando una pantalla de cine y luego se iba del escenario. La pantalla se quedó flotando en el aire, sin apoyo alguno.
Una película muda parpadeante empezó a emitirse: una mujer que salía y me miraba. Era June Lincoln la que parpadeaba en la pantalla y era June Lincoln la que bajaba de la pantalla y se sentaba en el borde de mi cama.
—¿Vas a decirme que no me rinda? —le pregunté.
Hasta cierto punto sabía que era un sueño. Recuerdo, vagamente, que comprendía por qué esta mujer era una estrella, recuerdo que lamentaba que ninguna de sus películas hubiera sobrevivido.
Era realmente hermosa en mi sueño, a pesar de la marca lívida que le recorría todo el cuello.
—¿Por qué demonios había de hacerlo? —preguntó. En mi sueño olía a ginebra y a celuloide viejo, aunque no recuerdo el último sueño que tuve en el que alguien oliera a algo. Sonrió, una sonrisa perfecta en blanco y negro—. Yo me fui, ¿no?
Entonces se levantó y paseó por la habitación.
—No me puedo creer que este hotel siga en pie —dijo—. Yo solía follar aquí —su voz estaba llena de crujidos y silbidos. Volvió a la cama y se quedó mirándome, como un gato mira un agujero.
—¿Me adoras? —preguntó.
Negué con la cabeza. Se acercó y me cogió la mano de carne con su mano plateada.
—Ya nadie recuerda nada —dijo—. Es una ciudad de treinta minutos.
Había algo que tenía que preguntarle.
—¿Dónde están las estrellas? —pregunté.— No dejo de mirar al cielo, pero no están allí.
Ella señaló el suelo del bungalow.
—Has estado buscando en los sitios equivocados —dijo. Nunca me había fijado en que el suelo del bungalow era una acera y que cada losa contenía una estrella y un nombre, nombres que yo no conocía: Clara Kimball Young, Linda Arvidson, Vivian Martin, Norma Talmadge, Olive Thomas, Mary Miles Minter, Seena Owen…
June Lincoln señaló la ventana del bungalow.
—Y ahí fuera.
La ventana estaba abierta y, a través de ella, veía todo Hollywood extendido debajo de mí, la vista desde las colinas: una extensión infinita de luces multicolores que centelleaban.
—Dime, ¿no son mejores que las estrellas? —preguntó.
Y lo eran. Me di cuenta de que veía constelaciones en las farolas y los coches.
Asentí con la cabeza.
Sus labios rozaron los míos.
—No me olvides —susurró, pero fue un susurro triste, como si supiera que lo haría.
Me desperté con el teléfono sonando. Lo contesté, balbuceé algo por el auricular.
—Soy Gerry Quoint, del estudio. Te necesitamos para una reunión a la hora de comer.
Balbuceo algo balbuceo.
—Enviaremos un coche —dijo—. El restaurante está a una media hora de camino.
El restaurante era espacioso, aireado y verde, y me estaban esperando allí.
En esos momentos, me habría sorprendido si hubiese reconocido a alguien. John Ray, me dijeron durante los entremeses, se había «largado por desacuerdos con el contrato» y Donna se había ido con él, «obviamente».
Los dos hombres tenían barba; uno tenía muy mal cutis. La mujer era delgada y parecía agradable.
Me preguntaron dónde me alojaba y, cuando lo dije, una de las barbas nos contó (no sin antes hacernos asegurar que aquello no saldría de allí) que un político llamado Gary Hart y uno de los Eagles estaban drogándose con Belushi cuando murió.
Después, me dijeron que la historia les hacía mucha ilusión.
Les hice la pregunta.
—¿Os referís a Hijos del hombre o a Cuando éramos maloss? Porque —les dije— tengo un problema con el último.
Parecían desconcertados.
Se referían, me dijeron, a Yo conocía a la novia cuando bailaba el rock and roll. Que era, me dijeron, tanto Alto Concepto como Buenas Vibraciones. También era, añadieron. Muy del Momento, lo que era importante en una ciudad en la que una hora antes era Historia Antigua.
Me dijeron que pensaban que estaría bien que el héroe rescatase a la joven dama de su matrimonio sin amor, y que bailasen el rock and roll juntos al final.
Les señalé que tenían que comprar los derechos de filmación de Nick Lowe, que escribió la canción, y luego dije que no, no sabía quién era su agente.
Sonrieron y me aseguraron que eso no sería un problema.
Me sugirieron que le diese vueltas al proyecto en la cabeza antes de empezar con el tratamiento y cada uno de ellos mencionó a un par de estrellas jóvenes a tener presentes cuando estuviese preparando la historia.
Les estreché las manos a todos ellos y les dije que por supuesto que lo haría.
Mencioné que creía que podría trabajar mejor de vuelta en Inglaterra.
Y dijeron que no había ningún problema.
Algunos días antes, le había preguntado a Pío Dundas si había alguien con Belushi en el bungalow la noche en que murió.
Si alguien lo sabía, me figuré que sería él.
—Se murió solo —dijo Pío Dundas, viejo como Matusalén, sin pestañear—. No importa un carajo que hubiera alguien con él o no. Murió solo.
Me sentía algo extraño al dejar el hotel.
Fui a la recepción.
—Dejaré la habitación esta tarde.
—Muy bien, señor.
—¿Le sería posible… el, eh, el encargado del jardín? El señor Dundas. Un señor mayor. No sé. Hace unos días que no le veo por aquí. Quería despedirme.
—¿De uno de los encargados?
—Sí.
Se quedó mirándome, perpleja. Era muy hermosa y su pintalabios era del color de una mancha de mora. Me pregunté si estaba esperando que alguien la descubriese.
Cogió el teléfono y habló, en voz baja.
Entonces dijo:
—Lo siento, señor. El señor Dundas no ha venido estos últimos días.
—¿Podría darme su número de teléfono?
—Lo siento, señor. Nuestras normas no lo permiten —me miró mientras lo decía, haciéndome saber que realmente lo sentía muchísimo…
—¿Qué tal va su guión? —le pregunté.
—¿Cómo se ha enterado? —preguntó ella.
—Pues…
—Está en el escritorio de Joel Silver —dijo—. Mi amigo Arnie, que lo ha escrito conmigo, es mensajero. Lo dejó en la oficina de Joel Silver, como si llegara de un agente profesional o algo así.
—Mucha suerte —le dije.
—Gracias —dijo ella y sonrió con sus labios de mora.
En la lista de información figuraban dos Dundas, P., lo que me pareció tanto insólito como revelador acerca de América, o al menos de Los Ángeles. Resultó que el primero era una tal Sra. Perséfone Dundas. En el segundo número, cuando pregunté por Pío Dundas, la voz de un hombre preguntó:
—¿Quién habla?
Le dije mi nombre, que me alojaba en el hotel y que tenía algo que le pertenecía al Sr. Dundas.
—Señor. Mi abuelo ha muerto. Murió anoche.
Una conmoción hace que los clichés se hagan realidad: sentí cómo perdía el color de la cara; me quedé sin respiración.
—Lo siento. Me caía bien.
—Sí.
—Debe de haber sido bastante repentino.
—Era viejo. Tenía tos —alguien le preguntó con quién estaba hablando y él contestó que con nadie, y siguió hablando—. Gracias por llamar.
Me sentía anonadado.
—Mire, tengo su álbum de recortes. Me lo dejó.
—¿Lo de las películas viejas?
—Sí.
Una pausa.
—Quédeselo. Eso no le sirve a nadie. Oiga, he de marcharme.
Un clic y la línea se quedó en silencio.
Fui a guardar el álbum de recortes en la maleta y me sobresalté, cuando una lágrima salpicó la tapa de piel desvaída, al descubrir que estaba llorando.
Me detuve junto al estanque por última vez, para decirle adiós a Pío Dundas y a Hollywood.
Tres carpas fantasmas blancas se movían empujadas por la corriente, dando mínimos aletazos, por el eterno presente del estanque.
Recordaba sus nombres: Buster, Fantasma y Princesa; pero ya no había modo de que alguien las distinguiese.
El coche me estaba esperando frente al vestíbulo del hotel. El aeropuerto estaba a treinta minutos y yo ya estaba empezando a olvidar.