Quitaron casi todas las vías férreas a principios de los sesenta, cuando yo tenía tres o cuatro años. Recortaron drásticamente el servicio de trenes. Eso significaba que no había adonde ir si no era a Londres, y la pequeña ciudad donde yo vivía se convirtió en el final de la línea.
El primer recuerdo fiable que tengo: a los dieciocho meses, mi madre está en el hospital dando a luz a mi hermana y mi abuela pasea conmigo hasta un puente y me alza para que vea el tren que pasa por debajo, jadeando y echando vapor como un dragón de hierro negro.
Durante los años siguientes, se perdió el último de los trenes a vapor y, con él, desapareció la red de vías férreas que unían pueblo con pueblo, ciudad con ciudad.
Yo no sabía que los trenes estaban desapareciendo. Para cuando tenía siete años, habían pasado a la historia.
Vivíamos en una casa vieja en las afueras de la ciudad. Los campos de enfrente estaban vacíos y en barbecho. Solía saltar la valla y echarme a leer a la sombra de un juncal pequeño; o si me sentía más intrépido exploraba el parque de la casa solariega vacía que había al otro lado de los campos. Tenía un estanque ornamental atascado por las algas, sobre el que había un puente bajo de madera. Nunca vi a un encargado o a un guarda en mis incursiones en los jardines y bosques y nunca intenté entrar en la casa solariega. Eso habría sido exponerse al desastre y, además, para mí era cuestión de fe que todas las casas viejas y vacías estaban embrujadas.
No es que fuera crédulo, simplemente creía en todo lo que era oscuro y peligroso. Parte de mi credo juvenil era que la noche estaba llena de fantasmas y brujas, hambrientos y agitando los brazos y vestidos completamente de negro.
Lo opuesto también era válido y eso me tranquilizaba: la luz del día era segura. La luz del día siempre era segura.
Un ritual: el último día del tercer trimestre escolar, de camino a casa, me quitaba los zapatos y los calcetines y, sujetándolos con las manos, recorría el camino pedregoso de sílex con pies rosados y tiernos. Durante las vacaciones de verano sólo me ponía los zapatos bajo coacción. Gozaba no teniendo que llevar calzado hasta que el colegio empezase otra vez en septiembre.
A los siete años descubrí el sendero que atravesaba el bosque. Era un verano caluroso y radiante y aquel día me alejé mucho de casa.
Estaba explorando. Pasé junto a la casa solariega, con sus ventanas cerradas con tablas y tapiadas, crucé el parque y atravesé unos bosques desconocidos. Bajé gateando por un talud empinado y me encontré en un sendero sombreado que para mí era nuevo y que estaba cubierto de árboles; la luz que atravesaba las hojas estaba teñida de verde y oro, y pensé que me hallaba en el país de las hadas.
Un riachuelo corría junto al sendero, repleto de renacuajos diminutos y transparentes. Cogí algunos y observé cómo se removían y daban vueltas. Luego los devolví al agua.
Paseé por el sendero. Era totalmente recto y estaba cubierto de hierba corta. De vez en cuando encontraba unas rocas fantásticas: cosas fundidas y llenas de burbujas, marrones y violetas y negras. Si las ponías a contraluz veías todos los colores del arco iris. Estaba convencido de que tenían que ser sumamente valiosas y me llené los bolsillos.
Caminé y caminé por el silencioso pasillo dorado y verde y no vi a nadie.
No tenía ni hambre ni sed. Sólo me preguntaba adónde iría el sendero. Iba en línea recta y era totalmente llano. El sendero nunca cambiaba, pero el campo que lo rodeaba sí. Al principio estuve caminando por el fondo de un barranco, con pendientes cubiertas de hierba que ascendían abruptamente a ambos lados. Más tarde, el sendero estaba encima de todo y, mientras andaba, veía las copas de los árboles que había abajo y los tejados de las casas lejanas y aisladas. El sendero era siempre llano y recto, y caminé por él atravesando valles y mesetas y más valles y más mesetas. Al final, en uno de esos valles, llegué al puente.
Estaba hecho de ladrillos rojos y limpios, un arco enorme sobre el sendero. A un lado del puente había unos escalones de piedra excavados en el terraplén y, en lo alto de la escalera, una verja pequeña de madera.
Me sorprendí al ver una prueba de la existencia de la humanidad en mi sendero, pues ya estaba convencido de que se trataba de una formación natural, igual que un volcán. Entonces, con un sentido más de curiosidad que de otra cosa (al fin y al cabo, había recorrido cientos de millas, o eso creía, y podía estar en cualquier sitio), subí los escalones de piedra, abrí la verja y pasé.
No estaba en ningún sitio.
La parte de arriba del puente estaba pavimentada con barro. A cada extremo del puente había un prado. El prado de mi extremo era un campo de trigo; en el otro campo sólo había hierba. En el barro seco se veían las huellas endurecidas de las ruedas enormes de un tractor. Crucé el puente para asegurarme: no se oyó ningún trip-trap, mis pies descalzos no producían ningún sonido.
No había nada en varias millas a la redonda; sólo campos y trigo y árboles.
Cogí una espiga de trigo y saqué los granos dulces, los pelé entre los dedos y los mastiqué meditabundo.
Entonces me di cuenta de que empezaba a tener hambre y bajé las escaleras hasta la vía férrea abandonada. Era hora de irse a casa. No me había perdido; lo único que tenía que hacer era volver a seguir el sendero hasta casa.
Había un troll esperándome, debajo del puente.
—Soy un troll —dijo. Entonces hizo una pausa y añadió, como si se le hubiese ocurrido después—, Sig el seng derg.
Era inmenso: su cabeza rozaba el arco de ladrillos. Era más o menos transparente: yo veía los ladrillos y los árboles que había detrás de él, borrosos pero no perdidos. Era todas mis pesadillas en carne y hueso. Tenía dientes enormes y afilados, zarpas desgarradoras y manos fuertes y peludas. Tenía el pelo largo, como una de las muñecas de plástico de mi hermana, y los ojos saltones. Estaba desnudo y el pene le colgaba de la mata de pelo de muñeco que tenía entre las piernas.
—Te he oído, Jack —susurró en una voz como el viento—. He oído el trip-trap de tus pasos por mi puente. Y ahora me voy a comer tu vida.
Yo sólo tenía siete años, pero era de día y no recuerdo que estuviese asustado. A los niños les va bien encontrarse con los elementos de un cuento de hadas, están muy preparados para enfrentarse a ellos.
—No me comas —le dije al troll. Yo llevaba una camiseta a rayas marrones y pantalones de pana marrón. Tenía el pelo castaño y me faltaba un diente de delante. Estaba aprendiendo a silbar entre los dientes, pero aún me faltaba un poco.
—Me voy a comer tu vida, Jack —dijo el troll.
Le miré fijamente.
—Mi hermana mayor vendrá por el sendero muy pronto —mentí— y está mucho más sabrosa que yo. Cómetela a ella.
El troll olisqueó el aire y sonrió.
—Estás completamente solo —dijo—. No hay nada más en el sendero. Absolutamente nada.
Entonces se inclinó y me pasó los dedos por encima: fue como si unas mariposas me rozasen la cara, como si me palpara un ciego. Luego se olfateó los dedos y negó con la cabeza.
—No tienes una hermana mayor. Sólo una hermana menor y hoy está en casa de su amiga.
—¿Has adivinado todo eso por el olor? —pregunté, atónito.
—Los trolls pueden oler los arcos iris y también pueden oler las estrellas —susurró tristemente—. Los trolls pueden oler los sueños que soñaste antes de que hubieras nacido. Acércate y me comeré tu vida.
—Llevo piedras preciosas en el bolsillo —le dije al troll—. Quédate con ellas y no conmigo. Mira. —Le enseñé las rocas preciosas de lava que había encontrado antes.
—Escoria de hulla —dijo el troll—. Los residuos de los trenes a vapor. Para mí no tienen ningún valor.
Abrió bien la boca. Dientes afilados. Aliento que olía a hongos y a la parte de abajo de las cosas.
—Comer. Ahora.
Se fue volviendo más y más sólido, más y más real; y el mundo exterior se volvió más llano y empezó a desvanecerse.
—Espera —clavé los pies en la tierra húmeda bajo el puente, moví los dedos de los pies, me agarré fuerte al mundo real. Le miré fijamente a los ojos grandes—. Tú no quieres comerte mi vida. Aún no. Y yo tengo sólo siete años. Aún no he vivido nada. Hay libros que no he leído todavía. Nunca me he subido a un avión. Aún no sé silbar, no mucho. ¿Por qué no dejas que me vaya? Cuando sea mayor y más grande y sea una comida mejor que ahora, volveré contigo.
El troll me miró con ojos como faros.
Después asintió con la cabeza.
—Cuando vuelvas, entonces —dijo. Y sonrió.
Me di la vuelta y caminé por el sendero recto y silencioso donde antes habían estado las vías férreas.
Después de un rato empecé a correr.
Recorrí el camino con pasos pesados, a la luz verde, bufando y resoplando, hasta que sentí un dolor punzante bajo el tórax, el dolor del flato; y, apretándome el costado, llegué a casa a trompicones.
Los campos empezaron a desaparecer a medida que me hacía mayor. Una a una, hilera a hilera, surgieron casas con calles a las que les habían puesto el nombre de plantas silvestres y escritores respetables. Vendieron nuestra casa, un edificio victoriano viejo y ruinoso, y la tiraron abajo; casas nuevas cubrieron el jardín.
Construyeron casas por todas partes.
Una vez me perdí en una urbanización que cubría dos prados de los que antes había conocido cada centímetro. Sin embargo, no me importaba demasiado que los campos estuvieran desapareciendo. Una multinacional compró la antigua casa solariega y el parque se convirtió en más casas.
Pasaron ocho años antes de que regresara a la vieja línea férrea y, cuando lo hice, no estaba solo.
Tenía quince años; había cambiado de colegio dos veces durante ese tiempo. Ella se llamaba Louise y era mi primer amor.
Amaba sus ojos grises y su fino cabello castaño claro y su forma desgarbada de andar (como un cervato que está aprendiendo a andar, lo que suena muy tonto así que pido disculpas): la vi masticando chicle, cuando yo tenía trece años, y me perdí por ella como un ciego en un laberinto.
El problema principal de estar enamorado de Louise era que éramos respectivamente el mejor amigo del otro, y que ambos salíamos con otra gente.
Nunca le había dicho que la amaba, ni siquiera que me gustaba. Éramos colegas.
Había estado en su casa aquella noche: nos quedamos en su habitación y pusimos Rattus Norvegicus, el primer LP de los Stranglers. Era el principio del punk y todo parecía tan emocionante: las posibilidades, tanto en música como en todo lo demás, eran infinitas. Al final fue hora de irse a casa y ella decidió acompañarme. Nos cogimos de la mano, inocentemente, como amigos, y paseamos los diez minutos que había hasta mi casa.
La luna brillaba, el mundo era visible e incoloro y hacía una noche cálida.
Llegamos a mi casa. Vimos luces dentro y nos quedamos en el camino de entrada y hablamos del grupo que yo estaba montando. No entramos.
Entonces decidimos que yo la acompañaría a ella hasta su casa. Así que nos pusimos en camino.
Me habló de las batallas que tenía con su hermana menor, que le robaba el maquillaje y el perfume. Louise sospechaba que su hermana estaba acostándose con chicos. Louise era virgen. Ambos lo éramos.
Estábamos en la calle que había delante de su casa, bajo la luz amarillo sodio de la farola, y nos mirábamos los labios negros y las caras amarillo pálido.
Nos sonreímos.
Entonces nos pusimos a andar, escogiendo calles silenciosas y senderos vacíos. En una de las urbanizaciones nuevas, un sendero nos llevó al bosque y lo seguimos.
El sendero era recto y oscuro, pero las luces de las casas lejanas brillaban como estrellas en la tierra y la luna nos daba luz suficiente para ver. Una vez nos asustamos, cuando algo bufó y resopló delante de nosotros. Nos apretujamos, vimos que era un tejón, nos reímos y nos abrazamos y seguimos andando.
Hablábamos en voz baja, de tonterías, de lo que soñábamos y lo que queríamos y lo que pensábamos.
Y todo el tiempo quería besarla y tocarle los pechos y, quizá, meterle la mano entre las piernas.
Al final vi mi oportunidad. Había un puente de ladrillos viejo encima del sendero y nos paramos debajo de él. Me apretujé contra ella. Abrió la boca para besarme.
Entonces se quedó fría y rígida y dejó de moverse.
—Hola —dijo el troll.
Solté a Louise. Estaba oscuro debajo del puente, pero la figura del troll llenaba la oscuridad.
—La he congelado —dijo el troll—, para que podamos hablar. Ahora me voy a comer tu vida.
El corazón me latía con fuerza y sentía que estaba temblando.
—No.
—Dijiste que volverías conmigo. Y lo has hecho. ¿Aprendiste a silbar?
—Sí.
—Eso está bien. Yo nunca supe silbar —husmeó y asintió con la cabeza—. Estoy satisfecho. Has crecido en vida y experiencia. Más para comer. Más para mí.
Agarré a Louise, una zombi tiesa, y la empujé hacia delante.
—No me cojas a mí. No quiero morir. Cógela a ella. Apuesto a que está mucho más deliciosa que yo. Además, es dos meses mayor que yo. ¿Por qué no te la llevas a ella?
El troll se quedó callado.
Olisqueó a Louise de pies a cabeza, olfateándole los pies y la entrepierna y los pechos y el pelo.
Entonces me miró.
—Es una inocente —dijo—. Tú no. No la quiero a ella. Te quiero a ti.
Fui hasta la abertura del puente y me quedé mirando las estrellas del cielo nocturno.
—Pero es que hay tantas cosas que no he hecho nunca —dije, en parte a mí mismo—. O sea, nunca he… bueno, nunca me he acostado con nadie. Nunca he ido a América. Y no he… —hice una pausa—. No he hecho nada. Aún no.
El troll no dijo nada.
—Podría volver contigo. Cuando sea mayor.
El troll no dijo nada.
—Volveré. De veras que sí.
—¿Que volverás conmigo? —dijo Louise—. ¿Por qué? ¿Adónde vas?
Me di la vuelta. El troll había desaparecido y la chica que había creído que amaba estaba envuelta por las sombras bajo el puente.
—Nos vamos a casa —le dije—. Venga.
Regresamos y no dijimos ni una palabra.
Louise salió con el batería del grupo de punk que yo había montado y, mucho después, se casó con otro. Nos encontramos una vez, en un tren, después de que se hubiera casado, y me preguntó si recordaba aquella noche.
Le dije que sí.
—Me gustabas mucho, aquella noche, Jack —me dijo—. Pensé que ibas a besarme. Pensé que ibas a pedirme que saliera contigo. Te hubiera dicho que sí. Si me lo hubieses pedido.
—Pero no lo hice.
—No —dijo—. No lo hiciste —llevaba el pelo muy corto. No le quedaba.
No la volví a ver. La mujer estilizada de la sonrisa tensa no era la chica que yo había amado y hablar con ella me hizo sentir incómodo.
Me fui a vivir a Londres y, entonces, unos años después, volví, pero la ciudad a la que regresé no era la ciudad que yo recordaba: no había campos, ni granjas, ni caminitos de pedernal; y me mudé lo antes que pude a un pueblo diminuto a diez millas de allí.
Me mudé con mi familia —ya estaba casado y tenía un niño pequeño— a una casa vieja que había sido, mucho años antes, una estación de tren. Habían quitado las vías y la anciana pareja que vivía enfrente de nuestra casa utilizaba aquel terreno para cultivar verduras.
Estaba envejeciendo. Un día me encontré una cana; otro, escuché una cinta en la que me había grabado hablando y me di cuenta de que sonaba exactamente igual que mi padre.
Trabajaba en Londres, en el departamento de contratación de una de las compañías discográficas más importantes. Iba en tren a Londres casi todos los días y volvía a casa algunas noches.
Tenía que alquilar un pisito en Londres; es difícil ir y volver a casa cada día cuando los grupos que estás examinando no salen tambaleándose al escenario hasta medianoche. Eso también significaba que era bastante fácil echar un polvo, si quería, y así era.
Pensé que Eleonora —así se llamaba mi mujer; debería haberlo mencionado antes, supongo— no sabía nada sobre las otras mujeres; pero regresé de una excursión de dos semanas a Nueva York un día de invierno y, cuando llegué, la casa estaba vacía y fría.
Me había dejado una carta, no una nota. Quince páginas, muy bien mecanografiadas, y todas y cada una de las palabras que había escrito eran ciertas. La posdata incluida, que decía: En realidad no me quieres. Nunca me has querido.
Me puse un abrigo grueso y salí de casa y caminé, estupefacto y un poco atontado.
No había nieve en el suelo, pero había una escarcha dura y las hojas crujían bajo mis pies mientras andaba. Los árboles eran de un negro desnudo contra el cielo invernal crudo y gris.
Caminé junto a la carretera. Me pasaban los coches, que iban o venían de Londres. Una vez tropecé con una rama, medio escondida entre un montón de hojas secas, y me caí, me rasgué los pantalones y me hice un corte en la pierna.
Llegué al pueblo de al lado. Un río formaba un ángulo por la derecha con la carretera y había un sendero junto a él que no había visto nunca, y caminé por el sendero mientras miraba el río medio helado. Borboteaba, salpicaba y cantaba.
El sendero llevaba por unos campos; era recto y estaba cubierto de hierba.
Encontré una roca, medio enterrada, a un lado del sendero. La cogí, le quité el barro. Era un pedazo fundido de una sustancia violácea, con un extraño brillo multicolor. Me la puse en el bolsillo del abrigo y la sostuve en la mano mientras andaba, sintiendo su presencia cálida y tranquilizadora.
El río se alejó serpenteando por los campos y yo seguí andando en silencio.
Llevaba una hora caminando cuando vi las casas, nuevas y pequeñas y cuadradas, en el terraplén que había delante de mí.
Entonces vi el puente y supe dónde estaba: me hallaba en el sendero de las viejas vías férreas y lo había estado siguiendo desde la otra dirección.
Había graffitis a un lado del puente: JODER y BARRY QUIERE A SUSAN y el omnipresente FN del Frente Nacional.
Me puse bajo el arco de ladrillos rojos del puente, entre envoltorios de helado y bolsas de patatas fritas y un único condón triste y usado, y observé el vapor de mi aliento en la tarde fría.
La sangre se había secado y se me había quedado enganchada a los pantalones.
Pasaban coches por el puente que había sobre mí; oí una radio muy alta en uno de ellos.
—¿Hola? —dije, en voz baja, avergonzado, sintiéndome como un idiota—. ¿Hola?
No hubo respuesta. El viento hizo susurrar las bolsas de patatas fritas y las hojas.
—He vuelto. Dije que lo haría. Y lo he hecho. ¿Hola?
Silencio.
Entonces empecé a llorar, estúpida y silenciosamente, bajo el puente.
Una mano me tocó la cara y alcé la vista.
—Creí que no volverías —dijo el troll. Ahora tenía mi estatura, pero aparte de eso no había cambiado. Llevaba hojas enredadas en su pelo de muñeco largo y despeinado y tenía los ojos muy abiertos y tristes.
Me encogí de hombros, luego me sequé la cara con la manga del abrigo.
—He vuelto.
Tres niños pasaron por encima de nosotros, por el puente, gritando y corriendo.
—Soy un troll —murmuró el troll, con una vocecita asustada—. Sig el seng derg.
Estaba temblando.
Alargué la mano y le cogí la zarpa enorme. Le sonreí.
—No pasa nada —le dije—. En serio. No pasa nada.
El troll asintió con la cabeza.
Me empujó al suelo, sobre las hojas y los envoltorios y el condón, y se me echó encima. Entonces alzó la cabeza y abrió la boca y se comió mi vida con sus dientes fuertes y afilados.
Cuando acabó, el troll se puso en pie y se sacudió. Se puso la mano en el bolsillo del abrigo y sacó un pedazo de escoria negra y llena de burbujas.
Me la dio.
—Esto es tuyo —dijo el troll.
Le miré: llevaba mi vida puesta cómodamente, con facilidad, como si la hubiera estado llevando durante años. Cogí la escoria de hulla y la olisqueé. Podía oler el tren de donde había caído, hacía tanto tiempo. La agarré fuertemente con la mano peluda.
—Gracias —dije.
—Buena suerte —dijo el troll.
—Sí. Bueno. A ti también.
El troll sonrió con mi cara.
Me dio la espalda y empezó a andar por el camino por el que yo había venido, hacia el pueblo, a la casa vacía que yo había dejado aquella mañana; y silbaba mientras andaba.
He estado aquí desde entonces. Escondido. Esperando. Parte del puente.
Observo desde las sombras cuando pasa la gente: paseando a sus perros o hablando o haciendo las cosas que hace la gente. Algunas veces alguien se para debajo de mi puente, para quedarse un rato, mear o hacer el amor. Yo les observo, pero no digo nada; y ellos nunca me ven.
Sig el seng derg.
Simplemente me voy a quedar aquí, en la oscuridad bajo el arco. Os oigo a todos ahí fuera, oigo el trip-trap, trip-trap de vuestros pasos por mi puente.
Oh, sí, os oigo.
Pero no pienso salir.