Los vagabundos y los trotamundos suelen dejar marcas en postes, árboles y puertas para que otros como ellos sepan algo sobre la gente que vive en las casas y granjas por las que pasan en sus viajes. Creo que los gatos deben de dejar señales parecidas; ¿cómo explicar, si no, la cantidad de gatos que van llegando todo el año a nuestra puerta, hambrientos, pulgosos y abandonados?
Los recogemos. Les quitamos las pulgas y las garrapatas, los alimentamos y los llevamos al veterinario. Pagamos para que les pongan inyecciones y, para más humillación, los castramos o las esterilizamos.
Y se quedan con nosotros: durante unos meses o un año o para siempre.
La mayoría llega en verano. Vivimos en el campo, en las afueras, a la distancia perfecta para que la gente que vive en la ciudad abandone a sus gatos cerca de nosotros.
Parece que nunca tenemos más de ocho gatos, pocas veces menos de tres. La población gatuna de mi casa es actualmente la siguiente: Hermione y Vaina, atigrada y negra respectivamente, las hermanas locas que viven en mi oficina del ático y que no se mezclan con los demás; Copo de Nieve, la gata blanca de pelo largo y ojos azules que vivió en estado salvaje en los bosques durante años antes de renunciar a sus costumbres selváticas por los sofás suaves y las camas; Pelusa, la hija de Copo de Nieve, una gata manchada, naranja, negra y blanca, de pelo largo y con pinta de cojín, que descubrí un día en el garaje cuando era una gatita, estrangulada y casi muerta, con la cabeza metida por una red de bádminton, y que nos sorprendió a todos porque, en vez de morirse, creció y se convirtió en el gato más bueno con el que me he topado jamás.
Y luego está el gato negro. Que no tiene otro nombre que el Gato Negro y que apareció hace casi un mes. Al principio no nos dimos cuenta de que iba a quedarse a vivir aquí: se le veía demasiado bien alimentado para ser un gato callejero, demasiado viejo y desenfadado para que lo hubieran abandonado. Parecía una pantera pequeña y se movía como un trozo de noche.
Un día, en verano, estaba merodeando por nuestro porche destartalado: calculé que tendría unos ocho o nueve años, era macho, de ojos amarillo verdosos, muy simpático, completamente imperturbable. Supuse que pertenecía a un granjero o a una casa del vecindario.
Me fui unas semanas, para acabar de escribir un libro, y cuando volví a casa seguía en nuestro porche, viviendo en una cama vieja para gatos que uno de los niños le había encontrado. Sin embargo, estaba casi irreconocible. Le había desaparecido parte del pelaje y tenía arañazos profundos en la piel oscura. Le habían mordido la punta de una oreja. Tenía un tajo bajo un ojo y le faltaba un trozo del labio. Se le veía cansado y delgado.
Llevamos al Gato Negro al veterinario, donde le compramos unos antibióticos que le dimos cada noche, con comida suave para gatos.
Nos preguntábamos con quién se peleaba. ¿Copo de Nieve, nuestra reina blanca casi asilvestrada? ¿Mapaches? ¿Una zarigüeya con cola de rata y colmillos?
Los arañazos eran cada vez peores, una noche le habían mordido la ijada, al día siguiente era el vientre, cubierto de zarpazos y sanguinolento al tacto.
Cuando llegó a ese punto, lo bajé al sótano para que se recuperase junto a la caldera y los montones de cajas. Era sorprendentemente pesado, el Gato Negro, lo cogí y lo llevé allá abajo, con una cesta para gatos, una caja de arena higiénica y un poco de comida y agua. Cerré la puerta detrás de mí. Tuve que limpiarme la sangre de las manos cuando salí del sótano.
Se quedó ahí abajo durante cuatro días. Al principio parecía estar demasiado débil para comer solo: un corte bajo el ojo le había dejado casi tuerto y cojeaba y se tumbaba débilmente, mientras le supuraba un pus denso y amarillo de un corte en el labio.
Yo bajaba allí cada mañana y cada noche y le daba de comer y también los antibióticos, que mezclaba con la comida enlatada, y le daba unos toquecitos a los cortes peores y le hablaba. El gato tenía diarrea y, aunque le cambiaba la arena higiénica a diario, el sótano apestaba terriblemente.
Los cuatro días en que el Gato Negro vivió en el sótano fueron cuatro días malos en casa: el bebé resbaló en el baño y se golpeó la cabeza y podría haberse ahogado: me enteré de que un proyecto que me hacía mucha ilusión —adaptar la novela de Hope Mirrlees, Lud en la niebla para la BBC— ya no se iba a hacer, y me di cuenta de que no tenía la energía para empezar otra vez desde cero y ofrecerla a otras cadenas o a otros medios de comunicación; mi hija salió para una colonia de vacaciones y en seguida empezó a enviarnos una plétora de cartas y postales desgarradoras, cinco o seis por día, en las que nos imploraba que la trajéramos a casa; mi hijo tuvo una especie de pelea con su mejor amigo, hasta el punto de que ya no se hablaban; y, cuando volvía a casa una noche, mi mujer chocó contra un ciervo que salió corriendo por delante del coche. El ciervo murió, el coche quedó inservible y mi mujer sufrió un cortecito en el ojo.
Al cuarto día, el gato estaba merodeando por el sótano, caminando vacilante pero impaciente entre las pilas de libros y cómics, las cajas de correo y cassetes, de cuadros y de regalos y de otras cosas. Me maulló para que le dejara salir y, de mala gana, lo hice.
Regresó al porche y durmió allí el resto del día.
A la mañana siguiente, volvía a tener tajos profundos en las ijadas, y montones de pelo de gato negro, el suyo, cubrían las tablas de madera del porche.
Ese día llegaron cartas de mi hija, en las que nos decía que la colonia iba mejor y que creía que podría sobrevivir unos cuantos días; mi hijo y su amigo solucionaron el problema, aunque la razón de su discusión —tarjetas coleccionables, videojuegos, La guerra de las galaxias, Una Chica— era algo que yo nunca sabría. Se descubrió que el ejecutivo de la BBC que había vetado Lud en la niebla había estado aceptando sobornos (bueno, «préstamos cuestionables») de una compañía productora independiente y le enviaron a casa de baja permanente: me alegré muchísimo cuando supe quién era su sucesora, que me envió un fax para decírmelo, ya que se trataba de la mujer que me había propuesto el proyecto inicialmente, antes de dejar la BBC.
Pensé en volver a llevar al Gato Negro al sótano, pero decidí no hacerlo. En vez de eso, resolví que intentaría descubrir qué clase de animal venía a nuestra casa cada noche y a partir de ahí elaboraría un plan de acción, para cazarlo, quizá.
Para mi cumpleaños y en Navidad, mi familia me regala artilugios y aparatitos, juguetes carillos que me dejan fascinado pero que, a la larga, casi nunca salen de sus cajas. Hay un deshidratador de alimentos y un cuchillo de trinchar eléctrico, una máquina de hacer pan y, el regalo del año pasado, un par de gemelos para ver en la oscuridad. El día de Navidad le había puesto las pilas a los gemelos y me había paseado a oscuras por el sótano, demasiado impaciente incluso para esperar hasta el anochecer, mientras acechaba a una bandada de estorninos imaginarios. (Se te advertía que no los usaras con la luz encendida: eso habría dañado los gemelos y también tus ojos muy probablemente.) Después había vuelto a poner el aparato en su caja y allí seguía, en mi oficina, junto a la caja de los cables del ordenador y otras cosas olvidadas.
Quizá, pensé, si el animal, perro, gato o mapache o lo que fuera, me veía sentado en el porche, no vendría, así que llevé una silla al ropero, también trastero, que es algo mayor que un armario y que da al porche, y cuando todos dormían salí y le di las buenas noches al Gato Negro.
Ese gato, había dicho mi mujer, cuando lo vio por primera vez, es una persona. Había algo muy humano en su enorme cara leonina: la nariz negra y ancha, los ojos amarillo verdosos, la boca con colmillos pero afable (que aún supuraba pus ámbar por la derecha del labio inferior).
Le acaricié la cabeza, le rasqué debajo de la barbilla y le deseé suerte. Luego entré y apagué la luz del porche.
Me senté a oscuras en la casa con los gemelos para ver en la oscuridad en el regazo. Los había encendido y un hilo de luz verdosa salía de los oculares.
Pasó el tiempo, en las tinieblas.
Experimenté con los gemelos, observando en la oscuridad, aprendiendo a enfocar y a ver el mundo en tonos verdes. Me horroricé por la cantidad de insectos que pululaban en el aire nocturno: era como si el mundo nocturno fuera una especie de sopa de pesadilla, llena de vida. Entonces dejé los gemelos en el regazo y miré afuera, a los intensos negros y azules de la noche, vacía y tranquila.
El tiempo pasaba. Luché para mantenerme despierto y me di cuenta de que echaba profundamente de menos los cigarrillos y el café, mis dos adicciones perdidas. Cualquiera de las dos me habría mantenido los ojos abiertos. Sin embargo, antes de que me hubiera hundido demasiado en el mundo de los sueños, un maullido que venía del jardín me despertó sobresaltado. A tientas, me llevé los gemelos a los ojos y me quedé decepcionado al ver que era sólo Copo de Nieve, que cruzaba velozmente el jardín de enfrente como una mancha de luz blanca y verdosa. Corrió hacia el bosque que había a la izquierda de la casa y desapareció.
Estaba a punto de volver a acomodarme cuando se me ocurrió preguntarme qué era exactamente lo que había asustado tanto a Copo de Nieve, así que empecé a escudriñar a una distancia media con los gemelos, buscando un mapache enorme, un perro o una zarigüeya feroz. Y, en efecto, algo venía por el camino hacia la casa. Lo veía a través de los gemelos, más claro que el agua.
Era el Diablo.
Nunca había visto al Diablo y, aunque había escrito sobre él en el pasado, si me hubiesen presionado habría confesado que sólo creía en él como figura imaginaria, trágica y miltoniana. La figura que se acercaba por el camino no era el Lucifer de Milton. Era el Diablo.
El corazón me empezó a palpitar en el pecho, con tanta fuerza que dolía. Esperé que no pudiese verme, que, en una casa oscura, tras el cristal de la ventana, estuviese escondido.
La figura parpadeaba y cambiaba a medida que se acercaba por el camino. Si un instante era negra, con la forma de un toro o un minotauro, al instante siguiente era esbelta y femenina y, al siguiente, era un gato salvaje enorme, verde gris, cubierto de cicatrices y con la cara crispada por el odio.
Unos escalones llevan al porche, cuatro escalones de madera blancos a los que les hace falta una capa de pintura (yo sabía que eran blancos, aunque eran, como todo lo demás, verdes a través de los gemelos). Al pie de los escalones, el diablo se detuvo y pronunció algo en un idioma formado por aullidos y gemidos que ya debía de haber sido antiguo y olvidado cuando Babilonia era joven; y, aunque no entendí las palabras, sentí que se me ponían los pelos de punta cuando las pronunciaba.
Entonces oí, amortiguado por el cristal pero aun así audible, un gruñido bajo, un desafío, y, lenta y vacilante, una figura negra bajó los escalones de la casa, alejándose de mí, en dirección al Diablo. Por aquel entonces, el Gato Negro ya no se movía como una pantera, sino que tropezaba y se balanceaba, como un marinero recién llegado a tierra.
El Diablo era una mujer, en aquel momento. Le dijo algo tranquilizador y suave al gato, en un idioma que sonaba a francés, y le extendió la mano. Él le hundió los dientes en el brazo y ella hizo una mueca y le escupió.
La mujer levantó la vista y me miró y, si antes había dudado de que fuera el Diablo, en aquel momento estuve seguro; los ojos de la mujer me iluminaron con fuego rojo, pero no se puede ver el rojo a través de unos gemelos de visión nocturna, sólo tonos verdes. Y el Diablo me vio a través de la ventana. Me vio. No tengo ninguna duda al respecto.
El Diablo se retorcía y se contraía y, en ese momento, era una especie de chacal, un animal de cara achatada, cabeza enorme y cuello de toro, entre una hiena y un dingo. Había gusanos retorciéndose en su pelaje sarnoso, y empezó a subir los escalones.
El Gato Negro le saltó encima y, en cuestión de segundos, se convirtieron en una masa que rodaba y se enroscaba y se movía más rápido de lo que yo podía seguir con la mirada.
Todo en silencio.
Entonces oí un estruendo lejano: por la carretera donde acababa el camino que llevaba a nuestra casa, un camión que hacía su trayecto de noche avanzaba pesadamente, con los faros encendidos, brillantes como soles verdes a través de los gemelos. Los aparté y vi sólo oscuridad y el amarillo suave de los faros y, luego, el rojo de las luces de atrás a medida que el camión volvía a desaparecer en la nada absoluta.
Cuando alcé los gemelos otra vez, no había nada que ver. Sólo el Gato Negro en los escalones, con la mirada perdida en el aire. Enfoqué los gemelos hacia arriba y vi algo que se alejaba volando —un buitre, quizá, o un águila—, voló más allá de los árboles y desapareció.
Salí al porche y cogí al Gato Negro, le acaricié y le dije cosas amables y tranquilizadoras. Maulló lastimeramente cuando me acerqué a él, pero, después de un rato, se quedó dormido en mi regazo y le puse en su cesta y subí a mi cama, a dormir yo también. A la mañana siguiente, tenía sangre seca en la camiseta y los tejanos.
Eso fue hace una semana.
La cosa que viene a mi casa no viene todas las noches, pero casi: lo sabemos por las heridas del gato y por el dolor que veo en esos ojos leoninos. Ha perdido el uso de la pata izquierda delantera y el ojo derecho se le ha cerrado para siempre.
Me pregunto qué hicimos para merecernos al Gato Negro. Me pregunto quién le envió. Y, egoísta y asustado, me pregunto si aún le queda mucho que dar.