El Cuarto Ángel dice:
De esta orden se me ha hecho,
para proteger de los hombres este lugar
al que han renunciado por su Culpabilidad
ya que han perdido Su Gracia;
Por consiguiente, lo deben rehuir
o si no mi Espada abrazarán
y yo seré su Enemigo
y haré que les arda el Rostro.
—CICLO DE MISTERIOS DE CHESTER,
LA CREACIÓN DE ADÁN Y EVA, 1461.
Esto es verdad.
Hace diez años, año más, año menos, me encontré realizando una estancia forzosa en Los Ángeles, muy lejos de casa. Era diciembre y el tiempo californiano era cálido y agradable.
Inglaterra, sin embargo, estaba asolada por las nieblas y las tormentas de nieve y ningún avión aterrizaba allí. Yo llamaba cada día al aeropuerto y siempre me decían que esperase un día más.
Ya llevaba así casi una semana.
Apenas había cumplido los veinte años. Cuando hoy en día veo las partes de mi vida que quedan de aquellos tiempos, me siento incómodo, como si hubiera recibido un regalo sin haberlo pedido: una casa, una mujer, niños, una vocación. No tiene nada que ver conmigo, podría decir, inocentemente. Si es cierto que cada siete años cada célula de tu cuerpo muere y es substituida, entonces realmente he heredado mi vida de un hombre muerto; y las fechorías de aquellos tiempos se me han perdonado y están enterradas con los huesos de ese hombre.
Estaba en Los Ángeles. Sí.
Al sexto día, recibí un mensaje de parte de una, digamos, antigua novia de Seattle: ella también estaba en Los Ángeles y, a través de la red de amigos de amigos, se había enterado de que yo estaba por allí. ¿Por qué no me pasaba por su casa?
Le dejé un mensaje en el contestador: claro que sí.
Aquella noche una mujer pequeña y rubia se acercó a mí cuando salí del lugar en el que me hospedaba. Ya había oscurecido.
Se me quedó mirando, como si estuviera intentando ajustarme a una descripción y, entonces, titubeante, dijo mi nombre.
—Ése soy yo. ¿Eres amiga de Nilla?
—Sí. El coche está ahí detrás. Vamos. Tiene muchas ganas de verte.
El coche de la mujer era uno de esos cacharros enormes y viejos con pinta de barca que parece que sólo se ven en California. Olía a tapicería de cuero agrietada y pelada. Salimos de donde fuera que estuviésemos y nos dirigimos adonde fuera que fuésemos.
Los Ángeles era en aquella época un misterio total para mí; y no puedo decir que ahora la entienda mucho mejor. Entiendo Londres y Nueva York y París: se puede pasear por ellas, basta deambular una mañana para hacerse una idea de dónde está todo y también puedes coger el metro. Sin embargo, Los Ángeles va de coches. En aquel entonces yo no conducía en absoluto; incluso hoy en día no conduzco en América. Para mí, los recuerdos de Los Ángeles están enlazados por paseos en coches de otra gente, sin sentido alguno de la forma de la ciudad, de las relaciones entre la gente y el lugar. La regularidad de las carreteras, la repetición de la estructura y la forma significan que cuando intento pensar en ella como en una entidad, lo único que recuerdo es la profusión infinita de lucecitas que vi desde la colina del parque Griffith una noche, en mi primer viaje a la ciudad. Fue una de las cosas más bonitas que había visto jamás, desde aquella distancia.
—¿Ves aquel edificio? —dijo mi conductora rubia, la amiga de Nilla. Era una casa estilo art decó de ladrillo rojo, encantadora y bastante fea.
—Sí.
—Lo construyeron en los años treinta —explicó, con respeto y orgullo.
Dije algo cortés, tratando de comprender una ciudad en la que cincuenta años se podían considerar mucho tiempo.
—Nilla está muy excitada. Cuando se enteró de que estabas en la ciudad, le hizo tanta ilusión.
—Tengo ganas de volver a verla.
El verdadero nombre de Nilla era Campanilla Richmond. No miento.
Estaba en casa de unos amigos, en un pequeño edificio de pisos, a más o menos una hora en coche del centro de Los Ángeles.
Lo que debéis saber sobre Nilla: era diez años mayor que yo, tenía poco más de treinta años; tenía el pelo negro y brillante y labios rojos y desconcertados y la piel muy blanca, como la Blancanieves de los cuentos de hadas; la primera vez que la vi pensé que era la mujer más hermosa del mundo.
Nilla había estado casada durante un tiempo en algún momento de su vida y tenía una hija de cinco años llamada Susan. Yo nunca había visto a Susan: cuando Nilla estuvo en Inglaterra, Susan se había quedado en Seattle, con su padre.
Las personas que se llaman Campanilla llaman a sus hijas Susan.
La memoria es la gran embustera. Quizá hay algunos individuos cuyas memorias actúan como grabaciones, con registros diarios de sus vidas con todos los detalles incluidos, pero yo no soy uno de ellos. Mi memoria es un mosaico de acontecimientos, de sucesos discontinuos cosidos toscamente: las partes que recuerdo las recuerdo con precisión, mientras que otras secciones parecen haber desaparecido por completo.
Lo siguiente que recuerdo es estar sentado en el salón de Nilla con las luces bajas, el uno junto al otro, en su sofá.
Charlamos sobre temas triviales. Había pasado quizá un año desde que nos vimos por última vez. Sin embargo, un chico de veintiún años tiene poco que decirle a una mujer de treinta y dos y, pronto, al no tener nada en común, la acerqué a mí.
Se me arrimó con una especie de suspiro y me ofreció sus labios para que se los besara. En la penumbra, sus labios eran negros. Nos besamos un rato en el sofá y yo le acaricié los pechos por encima de la blusa y entonces ella dijo:
—No podemos follar. Tengo la regla.
—Bueno.
—Te la puedo chupar, si quieres.
Asentí con la cabeza, y ella me bajó la cremallera de los tejanos y bajó la cabeza hacia mi regazo.
Después de que me corriera, ella se levantó y corrió a la cocina. Oí como escupía en el fregadero y el sonido de agua que corría: recuerdo que me pregunté por qué lo hacía si odiaba tanto el sabor.
Entonces regresó y nos sentamos uno junto al otro en el sofá.
—Susan está arriba, durmiendo —dijo Nilla—. Sólo vivo por ella. ¿Te gustaría verla?
—Me parece bien.
Subimos al segundo piso. Nilla me llevó a una habitación a oscuras. Había dibujos llenos de garabatos infantiles por todas las paredes —dibujos de hadas con alas y de palacios pequeños hechos con lápices de cera—, y una niña pequeña de pelo rubio estaba durmiendo en la cama.
—Es muy guapa —dijo Nilla y me besó. Tenía los labios ligeramente pegajosos—. Se parece a su padre.
Fuimos abajo. No teníamos nada más que decirnos, nada más que hacer. Nilla encendió la luz principal. Por primera vez, advertí que tenía patas de gallo diminutas junto a los extremos de los ojos, resultaba extraño en su cara perfecta de muñeca Barbie.
—Te quiero —dijo.
—Gracias.
—¿Quieres que te lleve?
—¿Si no te importa dejar sola a Susan…?
Se encogió de hombros y la acerqué a mí por última vez.
Por la noche, Los Ángeles es todo luces. Y sombras.
Aquí hay un espacio en blanco en mi mente. Sencillamente, no recuerdo lo que sucedió a continuación. Ella debió de haberme llevado al sitio donde me alojaba, ¿cómo, si no, habría llegado allí? Ni siquiera recuerdo haberle dado un beso de despedida. Quizá, solamente esperé en la acera y la vi alejarse en el coche.
Quizá.
Sí sé, sin embargo, que en cuanto llegué al sitio donde me alojaba me quedé ahí, sin más, incapaz de entrar, de lavarme y luego de dormir, no me apetecía hacer nada más.
No tenía hambre. No quería alcohol. No quería leer o hablar. Tenía miedo de alejarme demasiado, por si me perdía, asediado por los motivos repetitivos de Los Ángeles, como si algo me hubiera de dar vueltas y luego tragarme, de modo que nunca sabría volver a casa. A veces me da la sensación de que el centro de Los Ángeles no es más que un modelo, como un conjunto de calles que se repiten: una gasolinera, unas casas, un minicentro comercial (donuts, revelado de fotos, lavanderías automáticas, comida rápida), y que se repiten hasta hipnotizarte; además, los cambios minúsculos de los minicentros comerciales y de las casas sólo sirven para reforzar la estructura.
Pensé en los labios de Nilla. Entonces hurgué en un bolsillo de la chaqueta y saqué un paquete de cigarrillos.
Encendí uno, me tragué el humo, soplé humo azul al aire cálido de la noche.
Una palmera raquítica crecía frente al sitio donde me alojaba y decidí andar un poco, sin perder el árbol de vista, fumarme el cigarrillo, quizá incluso pensar; pero me sentía demasiado agotado para pensar. Me sentía muy asexuado y muy solo.
A más o menos una manzana de allí había un banco y, cuando llegué a él, me senté. Tiré la colilla del cigarrillo a la acera, con fuerza, y la vi arrojar chispas de color naranja.
Alguien dijo, «te compro un cigarrillo, amigo. Toma».
Una mano delante de mi cara, con una moneda de veinticinco centavos. Levanté la vista.
No parecía viejo, aunque no habría podido decir cuántos años tenía. Cerca de cuarenta, quizá. Unos cuarenta y cinco. Llevaba un abrigo largo y raído, sin color bajo las farolas amarillas, y tenía los ojos oscuros.
—Toma. Veinticinco centavos. Es un buen precio.
Dije que no con la cabeza, saqué el paquete de Marlboro, le ofrecí uno.
—Guárdate el dinero. Es gratis. Ten.
Cogió el cigarrillo. Le pasé la caja de cerillas (anunciaba un número de teléfono erótico; de eso me acuerdo) y encendió el cigarrillo. Me devolvió las cerillas y yo negué con la cabeza.
—Quédatelas. Siempre acabo acumulando cajas de cerillas en América.
—Ajá —se sentó a mi lado y se fumó el cigarrillo. Cuando se había fumado la mitad, le dio unos golpecitos al extremo encendido contra el hormigón, apagó el resplandor y se colocó la colilla detrás de la oreja.
—No fumo mucho —dijo—. Pero es una pena tirarlo.
Un coche venía a toda velocidad por la calle, virando de un lado al otro.
Había cuatro chicos dentro; los dos que iban delante estaban tirando del volante a la vez y riéndose. Llevaban las ventanillas bajadas y podía oír su risa y a los dos del asiento trasero («¡Gaary, eres un gilipollas! ¿Qué coño te has metidooo, tíoooo?»), y el ritmo vibrante de una canción de rock que yo no reconocía. El coche dio la vuelta a una esquina y lo perdimos de vista.
Pronto los sonidos también habían desaparecido.
—Te debo una —dijo el hombre del banco.
—¿Cómo?
—Te debo algo. Por el cigarrillo. Y las cerillas. No querías aceptar mi dinero, así que te debo algo.
Me encogí de hombros, avergonzado.
—En serio, sólo es un cigarrillo. Me imagino que si le doy cigarrillos a la gente, entonces, cuando me quede sin algún día, puede que la gente me los dé a mí —me reí, para demostrarle que no lo decía en serio, aunque era verdad—. Déjalo.
—Mmm. ¿Quieres oír una historia? ¿Una historia verídica? Antes, las historias siempre eran un buen pago. Hoy en día… —se encogió de hombros— … no tanto.
Me recosté en el banco, la noche era cálida y miré la hora: casi la una de la madrugada. En Inglaterra un día nuevo y helado ya habría empezado: un día laboral estaría empezando para aquellos que pudiesen ganarle a la nieve y llegar al trabajo; otro puñado de ancianos y de gente sin hogar habrían muerto, por la noche, del frío.
—Claro —le dije al hombre—. Claro que sí. Cuéntame una historia.
Tosió, sonrió con dientes blancos —un destello en la oscuridad— y empezó.
—Lo primero que recuerdo fue el Verbo. Y el Verbo era Dios. A veces, cuando me deprimo mucho, recuerdo el sonido del Verbo en mi cabeza, dándome forma, creándome, dándome vida.
»El Verbo me dio un cuerpo, me dio ojos. Y abrí los ojos y vi la luz de la ciudad de Plata.
»Estaba en una habitación, plateada, y allí no había nada más que yo. Delante de mí había una ventana que iba del suelo al techo, abierta al cielo, y por la ventana veía los chapiteles de la Ciudad y, en los límites de la Ciudad, la Oscuridad.
»No sé cuánto tiempo esperé allí. Aunque no estaba impaciente ni nada. Eso lo recuerdo. Era como si estuviese esperando a que me llamaran; y sabía que en algún momento lo harían. Y si tenía que esperar hasta el final sin que me llamaran jamás, pues también me parecía bien. Pero me llamarían, estaba seguro, y entonces conocería mi nombre y mi función.
»Por la ventana veía los chapiteles de plata y en muchos de los otros chapiteles había ventanas; y en ellos veía a otros como yo. Así es como supe qué aspecto tenía.
»No te lo imaginarías de mí, al verme ahora, pero era hermoso. Me he venido bastante a menos desde entonces.
»Era más alto en aquella época, y tenía alas.
»Eran alas enormes y poderosas, con plumas del color de la madreperla. Me salían justo entre los omóplatos. Estaban tan bien, mis alas.
»A veces veía a otros como yo, los que habían dejado sus habitaciones, que ya estaban cumpliendo con su deber. Solía mirar cómo planeaban por el cielo de chapitel en chapitel, realizando misiones que apenas podía imaginar.
»El cielo que había sobre la Ciudad era algo maravilloso. Siempre estaba iluminado, aunque no por el sol, sino, quizá, por la Ciudad misma; sin embargo, la calidad de la luz cambiaba continuamente. De repente era una luz de color de peltre, luego era un latón, luego un dorado suave o un amatista sutil y discreto…
El hombre dejó de hablar. Me miró, inclinando la cabeza a un lado. Había un destello en sus ojos que me asustaba.
—¿Sabes lo que es una amatista? ¿Una especie de piedra violeta?
Asentí con la cabeza.
Me molestaba la entrepierna.
Se me ocurrió entonces que aquel hombre tal vez no estuviera loco; eso me resultaba mucho más inquietante que la alternativa.
El hombre empezó a hablar otra vez.
—No sé cuánto esperé en aquella habitación, pero el tiempo no significaba nada. No en aquella época. Teníamos todo el tiempo del mundo.
»Lo que me sucedió a continuación fue que el ángel Lucifer vino a mi celda. Él era más alto que yo y sus alas eran imponentes, su plumaje perfecto. Tenía la piel del color de la bruma y el pelo rizado y plateado y unos ojos grises maravillosos…
»Digo él, pero deberías entender que ninguno de nosotros tenía sexo alguno.
Hizo un gesto hacia su regazo.
—Liso y vacío. Aquí no hay nada, ya sabes.
»Lucifer brillaba. Lo digo en serio, resplandecía desde dentro. Pasa con todos los ángeles. Están iluminados desde dentro y en mi celda el ángel Lucifer ardía como una tormenta de rayos.
»Me miró. Y me dio un nombre.
»“Tú eres Ragüel —dijo—. La Venganza del Señor.”
»Incliné la cabeza, porque sabía que era verdad. Aquel era mi nombre. Aquella era mi función.
»“Ha pasado… una cosa mala —dijo—. La primera de esa clase. Te necesitan.”
»Se giró y se impulsó hacia el espacio, y yo le seguí, crucé volando detrás de él la Ciudad de Plata hasta las afueras, donde la Ciudad se detiene y empieza la Oscuridad; y fue allí, bajo un chapitel plateado e inmenso, donde descendimos a la calle y vi el ángel muerto.
»El cuerpo yacía, arrugado y roto, en la acera plateada. Las alas aplastadas estaban debajo y algunas plumas sueltas ya habían volado hasta la alcantarilla plateada.
»El cuerpo estaba casi negro. De vez en cuando una luz brillaba en su interior, un parpadeo ocasional de fuego frío en el pecho o en los ojos o en la ingle asexuada, mientras el último resplandor de vida lo abandonaba para siempre.
»La sangre formaba charcos de rubíes en su pecho y manchaba de carmesí las plumas de sus alas blancas. Era muy hermoso, incluso en la muerte.
»Te habría roto el corazón.
»Lucifer me habló entonces. “Debes descubrir quién fue el responsable de esto y cómo lo hizo; e infligir la Venganza del Nombre a quienquiera que hizo que esto ocurriese”.
»La verdad es que no tenía que decir nada. Yo ya lo sabía. La caza y el castigo: eso era para lo que me habían creado, al Principio; yo era eso.
»“Tengo trabajo que hacer”, dijo el ángel Lucifer.
»Batió las alas una vez, con fuerza, y se elevó; la ráfaga del viento hizo volar las plumas sueltas del ángel muerto al otro lado de la calle.
»Me incliné para examinar el cuerpo. Toda la luminiscencia lo había abandonado ya. Era una cosa oscura, la parodia de un ángel. Tenía una cara perfecta y asexuada, enmarcada por el cabello argentado. Uno de los párpados estaba abierto, dejando ver un ojo gris y plácido; el otro estaba cerrado. No tenía pezones en el pecho y sólo tersura entre las piernas.
»Alcé el cuerpo.
»La espalda del ángel estaba hecha un desastre. Las alas estaban rotas y retorcidas, tenía la parte de atrás de la cabeza agujereada; el cadáver estaba tan desmadejado que me hizo pensar que también se le había roto la columna. La espalda del ángel era toda sangre.
»Por delante, el único sitio ensangrentado era la zona del pecho. Lo sondé con el índice y el dedo penetró en el cuerpo sin dificultad.
»Cayó, pensé. Y estaba muerto antes de caer.
»Y miré arriba a las ventanas que se alineaban en la calle. Miré por la Ciudad de Plata. Tú lo hiciste, pensé. Te encontraré, quienquiera que seas. Y te infligiré la Venganza del Señor.
El hombre cogió la colilla de detrás de la oreja, la encendió con una cerilla. Por un momento olí el olor a cenicero del cigarrillo apagado, acre y áspero; luego le dio una calada al tabaco apagado y exhaló humo azul al aire nocturno.
—El ángel que había descubierto el cuerpo se llamaba Fanuel.
»Hablé con él en el Salón de la Existencia. Ése era el chapitel junto al que yacía el ángel muerto. En el Salón estaban colgados los… los planos, tal vez, de lo que iba a ser… todo esto —hizo un gesto con la mano que sostenía la colilla, señalando el cielo nocturno y los coches aparcados y el mundo—. Ya sabes. El universo.
»Fanuel era el diseñador superior; una multitud de ángeles estaba a sus órdenes, trabajando en los detalles de la Creación. Le observé desde el suelo del Salón. Flotaba en el aire bajo el Plano, y los ángeles bajaban volando hasta donde él se hallaba y esperaban cortésmente su turno para hacerle preguntas, verificar cosas con él, invitarle a que hiciera comentarios sobre su trabajo. Al final, los dejó y descendió al suelo.
»“Tú eres Ragüel —dijo. Su voz era aguda y quisquillosa—. ¿Para qué me necesitas?”
»“¿Tú encontraste el cuerpo?”
»“¿Al pobre Carasel? Sí, en efecto. Salí del Salón, pues actualmente estamos construyendo unos cuantos conceptos y deseaba reflexionar sobre uno de ellos, de nombre Arrepentimiento. Pensaba alejarme un poco de la Ciudad, volar sobre ella, quiero decir, no entrar en la Oscuridad de fuera, eso no lo haría, aunque ha habido alguna indiscreción entre… pero, sí. Iba a elevarme y contemplar.”
»“Salí del Salón y… —se calló. Era bajo, para ser un ángel. Su luz era débil, pero tenía los ojos intensos y muy, muy brillantes—. Pobre Carasel. ¿Cómo pudo hacerse eso? ¿Cómo?”
»“¿Crees que él mismo se produjo su destrucción?”
»Parecía desconcertado, sorprendido de que pudiera haber alguna otra explicación. “Por supuesto que sí. Carasel trabajaba a mis órdenes, estaba desarrollando un número de conceptos que serán esenciales para el universo cuando se Pronuncie su Nombre. Su grupo hizo un trabajo extraordinario sobre algunos de los conceptos realmente básicos: Dimensión era uno y Dormir era otro. Había más”.
»“Un trabajo maravilloso. Algunas de sus sugerencias respecto al uso de puntos de vista individuales para definir las dimensiones eran verdaderamente ingeniosas”.
»“En fin, Carasel había empezado a trabajar en un proyecto nuevo. Es uno de los más importantes, de los que suelo ocuparme yo o incluso Zefquiel”. Miró hacia arriba. “Pero Carasel había hecho un trabajo tan excelente y su último proyecto era tan extraordinario. Algo que parecía ser bastante trivial y que él y Saracael elevaron a…” —se encogió de hombros—. “Pero eso no tiene importancia. Fue este proyecto el que le obligó a dejar de existir. Ninguno de nosotros podría haber previsto jamás…”
»“¿Cuál era su proyecto actual?”
»Fanuel me miró fijamente. “No estoy seguro de que deba decírtelo. Todos los conceptos nuevos se consideran confidenciales hasta que les damos la forma definitiva en la que serán Pronunciados”.
»Sentí cómo me transformaba. No estoy seguro de cómo explicártelo, pero de pronto ya no era yo: era algo más grande. Me había transfigurado: yo era mi función.
»Fanuel era incapaz de cruzar su mirada con la mía.
»“Yo soy Ragüel, la Venganza del Señor —le dije—. Sirvo al Nombre directamente. Es mi misión descubrir la naturaleza de este hecho e infligir la Venganza del Nombre a aquellos que sean responsables. Mis preguntas deben ser respondidas.”
»El pequeño ángel tembló, y habló muy deprisa.
»“Carasel y su compañero estaban investigando Muerte. El cese de la vida. El fin de la existencia física y animada. Estaban reuniendo todos los datos. Pero Carasel siempre iba demasiado lejos en su trabajo… lo pasamos fatal con él cuando estaba diseñando Inquietud. Eso fue cuando trabajaba en las Emociones…”
»“¿Crees que Carasel murió para… para investigar el fenómeno?”
»“O porque le tenía intrigado. O porque llegó demasiado lejos en sus investigaciones. Sí —Fanuel dobló los dedos y se me quedó mirando con aquellos ojos que brillaban con tanta intensidad—. Espero que no le repitas nada de lo que te he dicho a ninguna persona no autorizada, Ragüel.”
»“¿Qué hiciste cuando encontraste el cuerpo?”
»“Salía del Salón, como ya te he dicho, y allí estaba Carasel en la acera, mirando hacia arriba. Le pregunté qué estaba haciendo y no me contestó. Entonces, advertí el fluido interno y me di cuenta de que Carasel parecía que no podía, más que no quería, hablar conmigo.”
»“Me asusté. No sabía qué hacer.”
»“El ángel Lucifer se me acercó por detrás. Me preguntó si había algún problema. Se lo dije. Le enseñé el cuerpo. Y entonces… entonces su Aspecto se apoderó de él y estuvo en íntima comunión con el Nombre. Se iluminó con tanta fuerza…”
»“Luego dijo que tenía que ir a buscar a aquel cuya función abarcaba acontecimientos como éste y se marchó, me imagino que a buscarte.”
»“Y como ya se estaban ocupando de la muerte de Carasel, y su destino no era de mi incumbencia, volví al trabajo, habiendo ganado una perspectiva nueva —y sospecho que bastante valiosa— sobre los aspectos prácticos de Arrepentimiento”.
»“Estoy pensando en quitarle Muerte a la pareja de Carasel y Saracael. Tal vez se lo vuelva a asignar a Zefquiel, mi superior, si está dispuesto a encargarse de ello. Suele distinguirse en proyectos contemplativos.”
»Para entonces, había una cola de ángeles que esperaban para hablar con Fanuel. Me daba la sensación de que tenía casi todo lo que iba a conseguir de él.
»“¿Con quién trabajaba Carasel? ¿Quién habría sido el último en verle con vida?”
»“Podrías hablar con Saracael, supongo. Después de todo, él era su compañero. Ahora, si me disculpas…”
»Volvió a su multitud de ayudantes: para aconsejar, corregir, sugerir, prohibir.
El hombre hizo una pausa.
La calle estaba silenciosa; recuerdo el susurro bajo de su voz, el canto de un grillo en algún sitio. Un animal pequeño, un gato tal vez, o algo más exótico, un mapache o incluso un chacal, corría de sombra en sombra entre los coches aparcados al otro lado de la calle.
—Saracael estaba en la más alta de las galerías del entresuelo que rodeaban el Salón de la Existencia. Como he dicho, el universo estaba en medio del Salón y destellaba y centelleaba y brillaba. Y se erguía hasta muy alto…
—El universo que has mencionado, ¿qué era, un diagrama? —pregunté, interrumpiendo por primera vez.
—No exactamente. Algo así. Más o menos. Era un plano; pero era de tamaño natural y estaba colgado en el Salón, y todos los ángeles daban vueltas a su alrededor y no dejaban de toquetearlo. Hacían cosas con la Gravedad y Música y Klar y todo eso. En realidad no era el universo, aún no. Lo sería, cuando estuviera terminado y llegase la hora de que le pusieran un Nombre como es debido.
—Pero… —traté de encontrar las palabras para expresar mi confusión. El hombre me interrumpió.
—Déjalo. Imagínatelo como un modelo si eso te resulta más fácil. O un mapa. O un… ¿cuál es la palabra? Prototipo. Sí. Un universo Ford modelo T —sonrió—. Tienes que comprender que mucho de lo que te estoy contando ya lo estoy traduciendo; lo estoy diciendo de modo que lo entiendas. De lo contrario, ni siquiera podría contarte la historia. ¿Quieres oírla?
—Sí —no me importaba si era verídica o no; era una historia que necesitaba oír hasta el final.
—Bien. Entonces calla y escucha.
»Así que me encontré con Saracael en la galería más alta. No había nadie más por allí, sólo él y algunos papeles y algunos modelos pequeños y brillantes.
»“He venido por lo de Carasel”, le dije.
»Me miró. “Carasel no está aquí en estos momentos —dijo—. Supongo que no tardará en volver”.
»Moví la cabeza para negar.
»“Carasel no volverá. Ha dejado de existir como entidad espiritual”, dije.
»Su luz palideció y abrió mucho los ojos. “¿Está muerto?”
»“Eso es lo que he dicho. ¿Tienes alguna idea de cómo ocurrió?”
»“Yo… esto es tan repentino. Había hablado de… pero no tenía ni idea de que haría…”
»“Tómatelo con calma.”
»Saracael asintió con la cabeza.
»Se puso en pie y se dirigió a la ventana. Su ventana no tenía ninguna vista de la Ciudad de Plata, sólo un reflejo del resplandor de la Ciudad, el cielo que había detrás de nosotros, flotando en el aire, y, más allá, la Oscuridad. El viento de la Oscuridad acarició suavemente el cabello de Saracael mientras él hablaba. Le miré la espalda.
»“Carasel es… no, era. Es así, ¿verdad? Era. Era siempre tan entregado. Y tan creativo. Pero nunca le bastaba. Siempre quería entenderlo todo, experimentar aquello en lo que estaba trabajando. Nunca se conformaba con sólo crearlo, con entenderlo por medio de la inteligencia. Lo quería todo de aquello que había creado.”
»“Nunca hubo ningún problema cuando trabajábamos en las propiedades de la materia. Pero cuando empezamos a diseñar algunas de las emociones Nombradas… se entregó demasiado a su trabajo.”
»“Y nuestro último proyecto era Muerte. Es uno de los difíciles y sospecho que también es uno de los importantes. Puede que incluso se convierta en el atributo que definirá la Creación para los Creados: si no fuera por Muerte, se conformarían con existir simplemente, pero con Muerte, bueno, sus vidas tendrán un significado, un límite más allá del cual los vivos no pueden cruzar…”
»“¿Así que crees que se suicidó?”
»“Sé que lo hizo”, dijo Saracael. Fui hasta la ventana y miré fuera. Muy abajo, a mucha distancia, veía un puntito blanco. Era el cuerpo de Carasel. Tendría que encargarme de que alguien se ocupara de él; pero habría alguien que ya lo sabría, alguien cuya función era la eliminación de cosas que no eran necesarias. No era mi función. Lo sabía.
»“¿Cómo?”
»Se encogió de hombros. “Lo sé. Últimamente había empezado a hacer preguntas, preguntas sobre Muerte. Por ejemplo, ¿cómo podíamos saber si era o no correcto que la hiciéramos, que estableciéramos las normas, si no la experimentábamos nosotros mismos? No dejaba de hablar de ello”.
»“¿No te extrañaba?”
»Saracael se giró, por primera vez, para mirarme. “No. Ésa es nuestra función: discutir, improvisar, ayudar a la Creación y a los Creados. Lo solucionamos ahora, de manera que cuando todo Empiece, funcione como un reloj. En este momento, estamos trabajando en Muerte. Así que, como es obvio, eso es lo que estudiamos. El aspecto físico; el aspecto emocional; el aspecto filosófico…”
»“Y los modelos. Carasel tenía la idea de que lo que hacemos aquí, en el Salón de la Existencia, crea modelos. Hay estructuras y formas apropiadas para seres y acontecimientos que, una vez empezadas, deben continuar hasta que lleguen a su final. Para nosotros, quizá, igual que para ellos. Cabe la posibilidad de que él creyera que éste era uno de sus modelos.”
»“¿Conocías bien a Carasel?”
»“Tanto como nos conocemos los unos a los otros. Nos veíamos aquí; trabajábamos codo con codo. A ciertas horas, yo me retiraba a mi celda al otro lado de la Ciudad. A veces, él hacía lo mismo.”
»“Háblame de Fanuel.”
»Sonrió torciendo la boca. “Es oficioso. No hace gran cosa: lo encarga todo a otros ángeles y se lleva el mérito —bajó la voz, aunque no había ni un alma más en la galería—. Cualquiera que le oyera, creería que Amor fue obra suya. Pero, dicho sea en su honor, es cierto que se asegura de que trabajemos. Zefquiel es el auténtico pensador de los diseñadores superiores, pero no viene por aquí. Se queda en su celda de la Ciudad y contempla; resuelve problemas a distancia. Si tienes que hablar con Zefquiel, debes ver a Fanuel y él le transmite tus preguntas…”
»Le interrumpí. “¿Qué hay de Lucifer? Háblame de él”.
»“¿Lucifer? ¿El capitán del Ejército? No trabaja aquí… Aunque ha visitado el Salón un par de veces, para inspeccionar la Creación. Dicen que está bajo las órdenes directas del Nombre. Nunca he hablado con él”.
»“¿Conocía a Carasel?”
»“Lo dudo. Como he dicho, sólo ha estado aquí dos veces. Sin embargo, le he visto en otras ocasiones. Por aquí —agitó la punta del ala, señalando el mundo que había tras la ventana—. Volando.”
»“¿Adónde?”
»Parecía que Saracael iba a decir algo, entonces cambió de idea. “No lo sé”.
»Miré por la ventana hacia la Oscuridad que estaba en las afueras de la Ciudad de Plata.
»“Puede que quiera volver a hablar contigo más tarde”, le dije a Saracael.
»“Muy bien —me di la vuelta para marcharme—. Oye, ¿sabes si me asignarán otro compañero? ¿Para Muerte?”
»“No —le dije—. Me temo que no lo sé.”
»En el centro de la Ciudad de Plata había un parque, un lugar de recreo y descanso. Encontré al ángel Lucifer allí, junto a un rio. Estaba de pie, mirando cómo corría el agua.
»“¿Lucifer?”
»Inclinó la cabeza. “Ragüel. ¿Estás avanzando?”
»“No lo sé. Tal vez. Tengo que hacerte algunas preguntas. ¿Te importa?”
»“En absoluto.”
»“¿Cómo encontraste el cuerpo?”
»“No lo hice. No exactamente. Vi a Fanuel de pie en la calle. Parecía consternado. Pregunté si pasaba algo y me mostró el ángel muerto. Y fui a buscarte.”
»“Ya veo.”
»Se inclinó, metió la mano en el agua fría del río. El agua salpicó y dio vueltas alrededor de la mano. “¿Eso es todo?”
»“Aún no. ¿Qué estabas haciendo en esa parte de la ciudad?”
»“No creo que sea asunto tuyo.”
»“Lo es, Lucifer. ¿Qué estabas haciendo allí?”
»“Estaba… paseando. A veces lo hago. Simplemente paseo y pienso. E intento comprender”. Se encogió de hombros.
»“¿Paseas por el límite de la Ciudad?”
»Un latido y luego, “Sí”.
»“Eso es todo lo que quiero saber. De momento.”
»“¿Con quién más has hablado?”
»“Con el jefe de Carasel y su compañero. Los dos creen que se suicidó, que acabó con su propia vida.”
»“¿Con quién más vas a hablar?”
»Miré hacia arriba. Los chapiteles de la Ciudad de los Ángeles descollaban sobre nosotros. “Tal vez con todo el mundo”.
»“¿Con todos?”
»“Si es necesario. Es mi función. No podré descansar hasta que entienda lo que ocurrió y hasta que haya infligido la Venganza del Nombre a quienquiera que fuera el responsable. Pero te diré algo que sí sé.”
»“¿Y qué es?”. Gotas de agua caían como diamantes de los dedos perfectos del ángel Lucifer.
»“Carasel no se suicidó.”
»“¿Cómo lo sabes?”
»“Soy Venganza. Si Carasel hubiese muerto por su propia mano —le expliqué al Capitán del Ejército Celestial—, no me habrían necesitado. ¿Verdad?”
»No contestó.
»Volé hacia arriba a la luz de la mañana eterna.
»¿Tienes otro cigarrillo?
Saqué el paquete rojo y blanco y le pasé un cigarrillo.
—Gracias.
»La celda de Zefquiel era más grande que la mía.
»No era un lugar de espera. Era un lugar para vivir y trabajar y ser. Estaba cubierto de libros y pergaminos y papeles y había imágenes y representaciones en las paredes: cuadros. Nunca había visto un cuadro.
»En el centro de la habitación había una silla grande y Zefquiel estaba allí sentado, con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás.
»Cuando me acercaba a él, abrió los ojos.
»No ardían con más fuerza que los ojos de los otros ángeles con quien me había encontrado, pero por alguna razón daba la impresión de que habían visto más. Había algo en su modo de mirar. No estoy seguro de poder explicarlo. Además, no tenía alas.
»“Bienvenido, Ragüel”, dijo. Sonaba cansado.
»“¿Tú eres Zefquiel?”, no sé por qué se lo pregunté. Es decir, yo sabía quién era la gente. Es parte de mi función, supongo. Reconocimiento. Sé quién eres tú.
»“En efecto. Me estás mirando fijamente, Ragüel. No tengo alas, es cierto, pero es que mi función no requiere que deje esta celda. Me quedo aquí y reflexiono. Fanuel me presenta los informes, me trae las cosas nuevas, para que le dé mi opinión. Me trae los problemas y yo pienso en ellos y, de vez en cuando, ayudo un poco haciendo pequeñas sugerencias. Ésa es mi función. Como la tuya es la venganza.”
»“Sí.”
»“¿Estás aquí por la muerte del ángel Carasel?”
»“Sí.”
»“Yo no le maté.”
»Cuando lo dijo, supe que era verdad.
»“¿Sabes quién lo hizo?”
»“Ésa es tu función, ¿no? Descubrir quién mató al pobre desgraciado e infligirle la Venganza del Nombre.”
»“Sí.”
»Asintió con la cabeza.
»“¿Qué quieres saber?”
»Hice una pausa y medité sobre lo que había oído aquel día. “¿Sabes qué hacía Lucifer en aquella parte de la Ciudad antes de que encontrasen el cuerpo?”
»El viejo ángel me miró. “Puedo aventurar una respuesta”.
»“¿Sí?”
»“Estaba paseando por la Oscuridad.”
»Asentí. En aquel momento tenía una forma en la mente. Algo que casi podía captar. Hice la última pregunta:
»“¿Qué puedes decirme de Amor?”
»Y me lo dijo. Y pensé que ya lo tenía todo.
»Regresé al lugar en el que había estado el cuerpo de Carasel. Habían sacado los restos, habían limpiado la sangre y habían recogido las plumas sueltas y se habían deshecho de ellas. No había nada en la acera plateada que indicase que había estado allí alguna vez. No obstante, yo sabía dónde había estado.
»Ascendí con mis alas, volé hacia arriba hasta que me acerqué a la parte alta del chapitel del Salón de la Existencia. Había una ventana y entré.
»Saracael estaba allí trabajando, poniendo un maniquí sin alas en una cajita. En un lado de la caja había una representación de una criatura pequeña y marrón con ocho patas. En el otro lado había una representación de una flor blanca.
»“¿Saracael?”
»“¿Uhm? Ah, eres tú. Hola. Fíjate en esto. Si te murieras y tuvieran que, digamos, ponerte bajo tierra en una caja, ¿qué querrías que te colocaran encima, esta araña o este lirio?”
»“El lirio, supongo.”
»“Sí, yo opino lo mismo. Pero, ¿por qué? Ojalá… —se llevó la mano a la barbilla, miró los dos modelos, primero puso uno encima de la caja, luego el otro, experimentalmente—. Hay tanto que hacer, Ragüel. Tanto que debe salirnos bien. Y sólo tenemos una oportunidad para hacerlo, ¿sabes? Sólo habrá un universo, no podemos ir intentándolo hasta que nos salga bien. Ojalá comprendiese por qué todo esto es tan importante para Él…”
»“¿Sabes dónde está la celda de Zefquiel?”, le pregunté.
»“Sí. Es decir, nunca he estado allí, pero sé dónde está.”
»“Bien. Ve allí. Te estará esperando. Te veré allí.”
»Negó con la cabeza. “Tengo trabajo que hacer. No puedo…”
»Sentí cómo mi función se apoderaba de mí. Le miré y dije, “Estarás allí. Ahora ve”.
»No dijo nada. Se alejó de mí, hacia la ventana, mirándome; entonces se dio la vuelta y batió las alas, y me quedé solo.
»Caminé hasta el pozo central del Salón y me dejé caer, rodando por el modelo del universo: relucía a mi alrededor, colores y formas desconocidas que bullían y se retorcían sin significado.
»A medida que me iba acercando al fondo, batí las alas, haciendo que mi descenso fuera más lento, y pisé suavemente el suelo plateado. Fanuel estaba entre dos ángeles que intentaban reclamar su atención.
»“Me da igual lo agradable que sería estéticamente —le explicaba a uno de ellos—. Sencillamente, no podemos ponerlo en el centro. La radiación de fondo impediría que cualquier forma de vida encontrase un punto de apoyo para el pie; y, de todos modos, es demasiado inestable.”
»Se volvió hacia el otro. “Vale, veámoslo. Uhm. Así que esto es Verde, ¿eh? No es exactamente como yo me lo había imaginado, pero… Mm. Déjamelo, ya te diré algo”. Cogió un papel del ángel, lo dobló con decisión.
»Se volvió hacia mí. Su actitud era brusca y desdeñosa. “¿Sí?”
»“Necesito hablar contigo.”
»“¿Mm? Bueno, que sea rápido. Tengo mucho que hacer. Si es sobre la muerte de Carasel, te he dicho todo lo que sé.”
»“Es sobre la muerte de Carasel, pero no hablaré contigo ahora. Aquí no. Ve a la celda de Zefquiel: te está esperando. Te veré allí.”
»Parecía que estaba a punto de decir algo, pero sólo asintió y se dirigió a la puerta.
»Me disponía a marcharme cuando se me ocurrió algo. Paré al ángel que tenía el Verde. “Contéstame a una pregunta”.
»“Si puedo.”
»“Esa cosa —señalé el universo—. ¿Para qué será?”
»“¿Para qué? Pero si es el universo.”
»“Sé cómo se llama. Pero, ¿para qué servirá?”
»Frunció el ceño. “Es parte del plan. El Nombre lo desea; Él requiere que se haga esto y aquello, con estas dimensiones y que tenga tales propiedades e ingredientes. Es nuestra función crearlo según Sus deseos. Estoy seguro de que Él sabe su función, pero no me la ha revelado”. Su tono era de ligera reprimenda.
»Asentí y dejé aquel lugar.
»Por encima de la Ciudad, muy alto, una falange de ángeles revoloteaban, daban vueltas y bajaban en picado. Cada uno de ellos llevaba una espada llameante que dejaba atrás una estela de un resplandor ardiente que deslumbraba los ojos. Se movían al unísono por el cielo rosa asalmonado. Eran muy hermosos. Era… ¿sabes cuando en las tardes de verano se ven bandadas de pájaros bailando en el cielo? ¿Zigzagueando y volando en círculos y agrupándose y separándose otra vez, de manera que justo cuando crees que entiendes sus pautas, te das cuenta de que no es así y de que nunca las entenderás? Era así, pero mejor.
»Por encima de mí estaba el cielo. Debajo, la Ciudad brillante. Mi hogar. Y fuera de la Ciudad, la Oscuridad.
»Lucifer se mantenía inmóvil en el aire un poco más abajo del Ejército, observando sus maniobras.
»“¿Lucifer?”
»“¿Sí, Ragüel? ¿Has descubierto a tu malhechor?”
»“Creo que sí. ¿Me acompañas a la celda de Zefquiel? Hay otros esperándonos allí, donde lo explicaré todo.”
»Hizo una pausa. Luego dijo: “Desde luego”.
»Alzó su rostro perfecto hacia los ángeles, que en aquel momento estaban realizando un giro lento en el cielo, cada uno de ellos moviéndose por el aire siguiendo el ritmo del siguiente de forma impecable, sin que ninguno se tocase jamás. “¡Azazel!”
»Un ángel se separó del círculo; los otros se adaptaron casi imperceptiblemente a su desaparición, llenando el espacio, de modo que ya no se veía dónde había estado.
»“He de marcharme. Tú estás al mando, Azazel. Haz que sigan entrenándose. Aún les queda mucho que perfeccionar.”
»“Sí, señor.”
»Azazel se mantuvo en el aire donde Lucifer había estado, mirando hacia el tropel de ángeles, y Lucifer y yo descendimos hacia la Ciudad.
»“Es mi asistente —dijo Lucifer—. Es inteligente. Entusiasta. Azazel te seguiría a cualquier sitio.”
»“¿Para qué les estás entrenando?”
»“Para la guerra.”
»“¿Con quién?”
»“¿Qué quieres decir?”
»“¿Con quién van a luchar? ¿Quién más hay?”
»Me miró; tenía los ojos claros y honestos. “No lo sé. Pero Él nos ha Nombrado para que seamos Su ejército, así que seremos perfectos. Para Él. El Nombre es infalible y justo y sabio, Ragüel. No puede ser de otro modo, por mucho que…”, se calló y apartó la vista.
»“¿Qué ibas a decir?”
»“No tiene importancia.”
»“Ah.”
»No hablamos durante el resto del descenso a la celda de Zefquiel.
Miré la hora; eran casi las tres. Una brisa fría había empezado a soplar por la calle de Los Ángeles y me estremecí. El hombre lo advirtió e hizo una pausa en su historia.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Sí. Por favor, sigue, estoy fascinado.
Asintió con la cabeza.
—Nos estaban esperando en la celda de Zefquiel: Fanuel, Saracael y Zefquiel. Zefquiel estaba sentado en su silla. Lucifer se colocó junto a la ventana.
»Caminé hasta el centro de la habitación y empecé.
»“Os agradezco que hayáis venido. Sabéis quién soy; conocéis mi función. Soy la Venganza del Nombre, el brazo del Señor. Soy Ragüel.”
»“El ángel Carasel está muerto. Se me encomendó la misión de descubrir por qué murió y quién le mató. Es lo que he hecho. Bien, el ángel Carasel era un diseñador del Salón de la Existencia. Era muy bueno, según me han dicho…”
»“Lucifer. Dime qué estabas haciendo antes de encontrarte con Fanuel y con el cuerpo.”
»“Ya te lo he dicho. Estaba paseando.”
»“¿Por dónde estabas paseando?”
»“No creo que sea asunto tuyo.”
»“Dímelo.”
»Hizo una pausa. Era más alto que cualquiera de nosotros, alto y orgulloso. “Muy bien. Estaba paseando por la Oscuridad. Ya llevo un tiempo paseando por allí. Estar fuera de ella me ayuda a ver la Ciudad objetivamente. Veo lo hermosa y perfecta que es. No hay nada más encantador que nuestro hogar. Nada más completo. Ningún otro lugar en el que alguien querría hallarse”.
»“¿Y qué haces en la Oscuridad, Lucifer?”
»Me miró. “Paseo. Y… hay voces en la Oscuridad. Escucho las voces. Me prometen cosas, me hacen preguntas, cuchichean y suplican. Y yo las ignoro. Me hago fuerte y contemplo la Ciudad. Es la única forma que tengo para ponerme a prueba. Soy el capitán del Ejército; soy el primero entre los ángeles y debo demostrar mi valía”.
»Asentí. “¿Por qué no me lo dijiste antes?”
»Bajó la mirada. “Porque soy el único ángel que entra en la Oscuridad. Porque no quiero que otros lo hagan: yo soy lo bastante fuerte como para desafiar a las voces, para ponerme a prueba. Otros no son tan fuertes. Otros podrían tropezar o caer”.
»“Gracias, Lucifer. Es suficiente por ahora —me volví hacia el siguiente ángel—. Fanuel. ¿Cuánto hace que te llevas todo el mérito del trabajo de Carasel?”
»Abrió la boca, pero no surgió ningún sonido.
»“¿Y bien?”
»“Yo… yo no me llevaría el mérito por el trabajo de otro.”
»“¿Pero te llevaste el mérito por Amor?”
»Parpadeó. “Sí, lo hice”.
»“¿Querrías explicarnos qué es Amor?”, pregunté.
»Miró a su alrededor, incómodo. “Es un sentimiento de afecto y atracción profundos por otro ser, a menudo combinado con pasión o deseo: una necesidad de estar con otra persona —hablaba con sequedad, de forma didáctica, como si estuviera recitando una fórmula matemática—. Lo que sentimos por el Nombre, por nuestro Creador, eso es Amor… entre otras cosas. Amor será un impulso que inspirará y destruirá en igual medida. Estamos… —hizo una pausa, luego empezó otra vez—. Estamos muy orgullosos de él”.
»Estaba pronunciando las palabras mecánicamente. Ya no parecía tener esperanza alguna de que las creyéramos.
»“¿Quién hizo la mayor parte del trabajo de Amor? No, no contestes. Deja que antes les pregunte a los demás. ¿Zefquiel? Cuando Fanuel te pasó los detalles sobre Amor para que les dieras el visto bueno, ¿quién te dijo que era el responsable de ese trabajo?”
»El ángel sin alas sonrió con dulzura. “Me dijo que era su proyecto”.
»“Gracias. Ahora, Saracael: ¿de quién era Amor?”
»“Mío. Mío y de Carasel. Quizá era más suyo que mío, pero trabajamos juntos en él.”
»“¿Sabías que Fanuel afirmaba que el mérito era suyo?”
»“… Sí.”
»“¿Y lo permitiste?”
»“Él… nos prometió que después nos daría un buen proyecto que sería nuestro. Prometió que si no decíamos nada, nos daría proyectos mayores, y mantuvo su palabra. Nos dio Muerte.”
»Me volví hacia Fanuel otra vez. “¿Bien?”
»“Es cierto que afirmé que Amor era mío.”
»“Pero era de Carasel. Y de Saracael.”
»“Sí.”
»“¿Su último proyecto… antes de Muerte?”
»“Sí.”
»“Eso es todo.”
»Me dirigí a la ventana, miré los chapiteles plateados, miré la Oscuridad. Luego, empecé a hablar.
»“Carasel era un diseñador notable. Si tenía algún fallo, era que se metía demasiado de lleno en su trabajo” —me volví hacia ellos otra vez. El ángel Saracael estaba temblando y unas luces titilaban bajo su piel—. “¿Saracael? ¿A quién amaba Carasel? ¿Quién era su amante?”
»Bajó la mirada al suelo. Luego, la levantó, orgulloso, agresivo. Y sonrió.
»“Yo.”
»“¿Quieres hablarme de ello?”
»“No —se encogió de hombros—. Aunque supongo que debo hacerlo. De acuerdo, entonces.”
»“Trabajábamos juntos y cuando empezamos a trabajar en Amor… nos convertimos en amantes. Fue idea suya. Solíamos regresar a su celda siempre que teníamos un momento que aprovechar. Allí nos tocábamos el uno al otro, nos abrazábamos, nos susurrábamos palabras cariñosas y declaraciones de devoción eterna. Su bienestar me importaba más que el mío. Yo existía para él. Cuando estaba solo, me repetía su nombre y no pensaba en nada más que en él.”
»“Cuando estaba con él… —hizo una pausa. Miró hacia abajo—. Nada más importaba.”
»Fui hasta donde estaba Saracael, le alcé la barbilla con la mano, le miré a los ojos grises. "¿Entonces, por qué le mataste?”
»“Porque ya no me amaba. Cuando empezamos a trabajar en Muerte, él… perdió interés. Ya no era mío. Pertenecía a Muerte. Y si no podía tenerle, entonces se lo podía quedar su nueva amante. Yo no soportaba su presencia, no aguantaba tenerle cerca y saber que no sentía nada por mí. Eso era lo que más dolía. Pensaba… esperaba… que si él desaparecía, entonces dejaría de quererle, el dolor cesaría.”
»“Así que le maté. Le clavé un puñal y tiré su cuerpo desde nuestra ventana del Salón de la Existencia. Pero el dolor no ha cesado”, casi era un gemido.
»Saracael levantó la mano y me apartó la mano de su barbilla. “¿Ahora qué?”
»Sentí cómo mi aspecto se apoderaba de mí; sentí cómo mi función me poseía. Ya no era un individuo, era la Venganza del Señor.
»Me acerqué a Saracael y le abracé. Apreté mis labios contra los suyos, metí la lengua en su boca a la fuerza. Nos besamos. Cerró los ojos.
»Entonces sentí como me invadía: un brillo, un resplandor. Por el rabillo del ojo, veía a Lucifer y a Fanuel que apartaban la cara de mi luz; sentía la mirada de Zefquiel. Y mi luz se volvió más y más brillante hasta que salió, de mis ojos, de mi pecho, de mis dedos, de mis labios: un fuego blanco y abrasador.
»Las llamas blancas redujeron a cenizas a Saracael poco a poco, y él se aferró a mí mientras ardía.
»Pronto no quedó nada de él. Nada en absoluto.
»Sentí cómo la llama me abandonaba. Volví a ser yo otra vez.
»Fanuel estaba sollozando. Lucifer estaba pálido. Zefquiel estaba sentado en su silla, mirándome en silencio.
»Me volví hacia Fanuel y Lucifer. “Habéis visto la Venganza del Señor —les dije—. Que esto os sirva de advertencia a ambos”.
»Fanuel asintió. “Lo ha sido, y tanto que lo ha sido. Yo… yo me marcharé, señor. Regresaré al cargo que se me ha designado. ¿Si eso le parece bien?”
»“Ve.”
»Caminó tambaleándose hasta la ventana y se zambulló en la luz, batiendo las alas con furia.
»Lucifer se acercó al sitio donde Saracael había estado. Se arrodilló y se quedó mirando el suelo desesperado, como si intentase encontrar algún resto del ángel que yo había destruido, un fragmento de ceniza o hueso o pluma calcinada, pero no había nada que encontrar. Después me miró.
»“Eso no ha estado bien —dijo—. No ha sido justo”. Estaba llorando; lágrimas húmedas le corrían por la cara. Quizá Saracael había sido el primero en amar, pero Lucifer era el primero en derramar lágrimas. Nunca lo olvidaré.
»Le miré, impasible. “Se ha hecho justicia. Él mató a otro. Le han matado a su vez. Me llamaste para que desempeñara mi función y lo he hecho”.
»“Pero… él amaba. Se le tendría que haber perdonado. Se le tendría que haber ayudado. No se le debería haber destruido así. Eso ha sido injusto.”
»“Era Su voluntad.”
»Lucifer se puso en pie. “Entonces, tal vez, Su voluntad es injusta. Tal vez las voces de la Oscuridad dicen la verdad, después de todo. ¿Cómo es posible que esto esté bien?”
»“Está bien. Es Su voluntad. Yo sólo he desempeñado mi función.”
»Se secó las lágrimas con el dorso de la mano. “No”, dijo, cansinamente. Movió la cabeza, despacio, de un lado a otro. Luego dijo, “Tengo que pensar en esto, ahora me iré”.
»Fue hasta la ventana, salió al cielo y desapareció.
»Zefquiel y yo estábamos solos en su celda. Me acerqué a su silla. Él me hizo una señal con la cabeza. “Has desempeñado bien tu función, Ragüel. ¿No deberías regresar a tu celda y esperar hasta la próxima vez que se te necesite?”
El hombre del banco se giró hacia mí: sus ojos buscaron los míos. Hasta aquel momento había parecido, durante casi todo su relato, que apenas era consciente de mi presencia; había estado mirando hacia delante, susurrando el relato en una voz poco menos que monótona. Entonces fue como si me hubiera descubierto y me hablase sólo a mí, más que al aire o a la Ciudad de Los Ángeles. Y dijo:
—Sabía que tenía razón. Pero me hubiera sido imposible marcharme en aquel momento, ni siquiera si hubiese querido. Mi aspecto no me había abandonado totalmente; mi función aún no había terminado. Entonces todo se aclaró; vi el cuadro completo. Y, como Lucifer, me arrodillé. Toqué el suelo plateado con la frente. “No, Señor —dije—. Aún no”.
»Zefquiel se levantó de la silla. “Ponte en pie. No es digno de un ángel actuar así ante otro. No es correcto. ¡Levántate!”
»Negué con la cabeza. “Padre, Tú no eres un ángel”, susurré.
»Zefquiel no dijo nada. Por un momento, mi corazón vaciló. Tenía miedo. “Padre, se me encargó que descubriera quién era el responsable de la muerte de Carasel. Y ahora lo sé”.
»“Ya has infligido tu Venganza, Ragüel.”
»“Tu Venganza, Señor.”
»Entonces suspiró y se sentó otra vez. “Ay, pequeño Ragüel. El problema de crear cosas es que actúan mucho mejor de lo que jamás habías planeado. ¿Te puedo preguntar cómo me reconociste?”
»“Yo… no estoy seguro, Señor. No tienes alas. Esperas en el centro de la Ciudad, supervisando la Creación directamente. Cuando destruí a Saracael, no apartaste la mirada. Conoces demasiadas cosas. Tú… —hice una pausa y pensé—. No, no sé cómo te he reconocido. Tal como dices, me has creado bien. Sin embargo, sólo entendí quién eras, y el significado de la obra dramática que habíamos representado aquí para ti, cuando vi a Lucifer que se marchaba.”
»“¿Qué es lo que entendiste, hijo?”
»“Quién mató a Carasel. O, al menos, quién movía los hilos. Por ejemplo, ¿quién se encargó de que Carasel y Saracael trabajasen juntos en Amor, sabiendo de la tendencia de Carasel a entregarse demasiado a su trabajo?”
»Me hablaba con dulzura, casi en broma, como un adulto fingiría conversar con un niño diminuto. “¿Por qué tendría alguien que ‘mover los hilos’, Ragüel?”
»“Porque nada ocurre sin motivo; y todos los motivos son Tuyos. Tú le tendiste una trampa a Saracael: sí, él mató a Carasel. Pero le mató para que yo pudiera destruirle.”
»“¿E hiciste mal en destruirle?”
»Le miré a los ojos viejísimos. “Era mi función, pero no creo que fuera justo. Creo que quizá era necesario que matase a Saracael para demostrarle a Lucifer la Injusticia del Señor”.
»Entonces sonrió. “¿Y qué razón tendría yo para hacer eso?”
»“Yo… no lo sé. No lo entiendo, como tampoco entiendo por qué creaste la Oscuridad o las voces de la Oscuridad. Pero lo hiciste. Tú hiciste que todo esto ocurriese.”
»Asintió. “Sí, lo hice. Lucifer debe meditar sobre la injusticia de la destrucción de Saracael, lo que, entre cosas, le empujará a cometer ciertos actos. Pobre y dulce Lucifer. Su camino será el más duro de todos mis hijos; porque hay un papel que él debe cumplir en el drama que ha de venir, y es un gran papel”.
»Me quedé arrodillado frente al Creador de Todas las Cosas.
»“¿Qué harás ahora, Ragüel?”, me preguntó.
»“Debo regresar a mi celda. Ya he cumplido con mi función. He infligido Venganza y he revelado quién fue el autor. Es suficiente. Pero… ¿Señor?”
»“Sí, hijo mío.”
»“Me siento sucio. Me siento manchado. Me siento infecto. Quizá es cierto que todo sucede según Tu voluntad y, por consiguiente, es bueno. Pero a veces, dejas sangre en Tus instrumentos.”
»Asintió, como si estuviese de acuerdo conmigo. “Si lo deseas, Ragüel, puedes olvidar todo lo que ha sucedido hoy” —y entonces—: “Sin embargo, no podrás hablar de ello con ningún otro ángel, tanto si eliges recordarlo como si no”.
»“Lo recordaré.”
»“Es tu elección. Pero a veces te parecerá mucho más fácil no recordar. En ocasiones, el olvido puede traer una especie de libertad. Ahora, si no te importa —bajó la mano, cogió una carpeta de un montón que había en el suelo, la abrió—, tengo trabajo que debería seguir haciendo.”
»Me puse en pie y me dirigí a la ventana. Esperaba que me volviera a llamar, que me explicara todos los detalles de Su plan, que de algún modo lo mejorase. Sin embargo, no dijo nada, y abandoné Su Presencia sin mirar atrás.
El hombre se calló, entonces. Y permaneció en silencio —ni siquiera le oía respirar—, tanto tiempo que me empecé a poner nervioso, pensando que quizá se había quedado dormido o había muerto.
Entonces se puso en pie.
—Ahí queda eso, amigo. Ésa es la historia. ¿Crees que valía un par de cigarrillos y una caja de cerillas? —hizo la pregunta como si fuera importante para él, sin ironía.
—Sí —le dije—. Sí, lo valía. Pero, ¿qué pasó después? ¿Cómo acabaste…? Quiero decir, si… —me callé.
En aquellos momentos la calle estaba oscura, al filo del alba. Una a una, las farolas habían empezado a apagarse con un parpadeo, y el cuerpo del hombre se perfilaba contra el resplandor del cielo del amanecer. Se metió las manos en los bolsillos.
—¿Qué pasó? Me fui de casa y me perdí y hoy en día mi casa está muy lejos. A veces, se hacen cosas de las que uno se arrepiente, pero no se puede hacer nada al respecto. Los tiempos cambian. Las puertas se cierran detrás de ti. Sigues adelante, ¿sabes?
»Al final acabé aquí. Solían decir que nadie es jamás originario de Los Ángeles, lo que en mi caso es tan cierto como que el infierno existe.
Entonces, antes de que comprendiese lo que estaba haciendo, se inclinó y me besó, suavemente, en la mejilla. Su barba de pocos días era áspera y pinchaba, pero su aliento era sorprendentemente dulce. Me susurró al oído:
—Yo nunca caí. Me da igual lo que digan. Sigo haciendo mi trabajo, tal como yo lo veo.
La mejilla me ardía donde sus labios la habían tocado.
Se enderezó.
—Pero aún me quiero ir a casa.
El hombre se marchó por la calle oscurecida y yo me quedé sentado en el banco, observando cómo se iba. Me sentía como si me hubiese quitado algo, aunque ya no lograba acordarme de qué se trataba. Además, tenía la sensación de que había dejado otra cosa en su lugar: absolución, quizá, o inocencia, aunque ya no sabía decir de qué.
Una imagen de algún sitio: un dibujo garabateado de dos ángeles volando sobre una ciudad perfecta y, sobre la imagen, la huella exacta de la mano de un niño, que mancha el papel blanco de rojo sangre. Me vino a la cabeza de forma espontánea y ya no sé qué significaba.
Me levanté.
Estaba demasiado oscuro para ver la esfera del reloj, pero sabía que aquel día no dormiría. Regresé al lugar donde me alojaba, a la casa junto a la palmera raquítica, para lavarme y esperar. Pensé en ángeles y en Nilla; y me pregunté si amor y muerte iban de la mano.
Al día siguiente los aviones para Inglaterra ya volaban otra vez.
Me sentía extraño, la falta de sueño me había hundido en ese estado depresivo en el que todo parece monótono y de la misma importancia; cuando todo da igual y parece que la realidad esté desgastada y raída. El viaje en taxi hasta el aeropuerto fue una pesadilla. Tenía calor y estaba cansado e irritable. Llevaba una camiseta en el bochorno de Los Ángeles; el abrigo estaba guardado en el fondo de la maleta, donde había estado durante toda mi estancia.
El avión estaba abarrotado, pero no me importaba.
La azafata recorría el pasillo con la prensa: el Herald Tribune, el USA Today y el L.A. Times. Cogí un ejemplar del Times, pero las palabras se iban de mi cabeza a medida que las recorría con la vista. Nada de lo que leí se quedó conmigo. No, miento. En alguna parte, al final del periódico, había un artículo sobre un asesinato triple: dos mujeres y un niño pequeño. No se daban nombres y no sé por qué habría de retener el artículo como lo hice.
Pronto me quedé dormido. Soñé que me follaba a Nilla mientras le manaba sangre lentamente de los ojos cerrados y de los labios. La sangre era fría y viscosa y pegajosa, y me desperté helado por el aire acondicionado del avión, con un sabor desagradable en la boca. Tenía la lengua y los labios secos. Miré por la ventana ovalada y llena de arañazos, observé las nubes y se me ocurrió entonces (no por primera vez), que las nubes eran en realidad otra tierra, donde todo el mundo sabía exactamente qué buscaba y cómo regresar al lugar donde empezó su camino.
Mirar las nubes es una de las cosas que más me han gustado siempre de volar. Eso, y lo cerca que uno se siente de su propia muerte.
Me envolví en la manta delgada del avión y dormí un poco más, pero, si tuve más sueños, entonces no me dejaron ninguna huella.
Se levantó una ventisca poco después de que el avión aterrizase en Inglaterra y se cargó el suministro eléctrico del aeropuerto. Yo estaba solo en un ascensor del aeropuerto en ese momento, y se quedó a oscuras y atascado entre dos pisos. Una débil luz de emergencia se encendió con un parpadeo. Apreté el botón de alarma carmesí hasta que la batería se gastó y dejó de sonar; entonces, me estremecí, vestido con mi camiseta de Los Ángeles, en el rincón de mi cuartito plateado. Observé cómo mi aliento echaba vapor al aire y me abracé para darme calor.
No había nada allí excepto yo; aun así, me sentía a salvo. Pronto vendría alguien y forzaría las puertas. Al final, alguien me dejaría salir; y sabía que pronto estaría en casa.