VIENTO DEL DESIERTO

Había un anciano de piel negra tostada por el sol del desierto

que me contó que, cuando era joven, una tormenta le había separado de su caravana

y de las especias, y que caminó por roca y arena durante días y noches,

sin ver nada más que lagartos pequeños y ratas de color arena.

Pero que, al tercer día, llegó a una ciudad de tiendas de seda

de colores vivos. Una mujer le condujo a la tienda más grande,

carmesí era la seda, y le puso una bandeja delante, le dio sorbete helado

para beber y cojines en los que tenderse y, luego, con labios escarlata, le besó la frente.

Bailarinas cubiertas con velos se contonearon delante de él, vientres como dunas de arena,

ojos como estanques del agua oscura de los oasis, púrpuras eran todas sus sedas

y sus anillos eran de oro. Miró a las bailarinas mientras los sirvientes le traían comida,

todo tipo de comida y vino tan blanco como la seda y vino tan tinto como el pecado.

Entonces, el vino creó buena locura en su vientre y su cabeza, y él saltó

en medio de las bailarinas y bailó con ellas, dando patadas en la arena,

saltando y pisando fuerte, y abrazó a la más bella de las bailarinas

y la besó. Pero sus labios se apretaron contra un cráneo seco y marcado por el desierto.

Y cada bailarina de púrpura se había convertido en huesos, pero seguían describiendo curvas y golpeando el suelo con los pies

en su baile. Y sintió entonces la ciudad de las tiendas como arena seca, que silbaba y se escapaba

entre sus dedos, y tembló y enterró la cabeza en su albornoz,

y sollozó, de modo que ya no podía oír los tambores.

Estaba solo, dijo, cuando despertó. Las tiendas habían desaparecido y también los efrits.

El cielo estaba azul, el sol era implacable. Eso fue hace toda una vida.

Vivió para contar el relato. Se reía con encías sin dientes y nos dijo lo siguiente:

desde entonces ha visto la ciudad de las tiendas de seda en el horizonte, bailando en la calima.

Le pregunté si fue un espejismo, y dijo que sí. Dije que fue un sueño,

y él asintió, pero dijo que el sueño era del desierto, no suyo. Y me dijo que

al cabo de un año más o menos, cuando hubiera envejecido lo suficiente para cualquier hombre, caminaría

contra el viento, hasta que viera las tiendas. Esta vez, dijo, se iría con ellos.