Ahora es un buen momento para escribir esto,
ahora, con el ruido de los guijarros barridos por las olas,
y la lluvia inclinada, muy, muy fría, tamborileando, salpicando
en el techo de hojalata hasta que apenas puedo oírme pensar,
y por encima de todo el aullido bajo del viento. Créeme,
podría arrastrarme hasta las olas negras ahora,
pero eso sería una tontería, bajo la nube oscura.
«Óyenos ahora cuando Te gritamos
por los que están en peligro en el mar.»
Mis labios esbozan el himno antiguo, espontáneo,
quizá estoy cantando en voz alta. No sabría decirlo.
No soy viejo, pero cuando me despierto sufro dolores atroces,
los restos antiguos de un naufragio. Mírame las manos.
Encallecidas por las olas y el mar: y retorcidas,
se parecen a algo que podría encontrarme en la playa, después de una tormenta.
Sostengo el bolígrafo como un anciano.
Mi padre llamaba a un mar como éste «un creador de viudas».
Mi madre decía que el mar siempre era un creador de viudas,
incluso cuando estaba gris y en calma como el cielo. Y tenía razón.
Mi padre se ahogó con buen tiempo.
A veces me pregunto si sus huesos han llegado hasta la orilla arrastrados por las olas,
o si, de haberlo hecho, yo los habría reconocido,
retorcidos y pulidos por el mar como estarían.
Yo era un chico de diecisiete años, tan gallito como cualquier otro joven
que cree que puede hacer de la mar su amada,
y le había prometido a mi madre que no me haría a la mar.
Me colocó de aprendiz en una papelería, y me pasaba los días
con resmas y manos de papel; pero cuando ella murió cogí sus ahorros
y me compré una barca pequeña. Cogí las nasas y las redes llenas de polvo de mi padre,
recluté una tripulación de tres hombres, todos mayores que yo,
y dejé los tinteros y las plumas para siempre.
Hubo meses buenos y también malos.
Muy, muy frío, el mar era glacial y salado, las redes me cortaban las manos,
los sedales eran juguetones y peligrosos; aun así,
no habría renunciado a ello por nada del mundo. No entonces.
El aroma salado de mi mundo me aseguraba que viviría eternamente.
Deslizándome por las olas con buena brisa,
el sol detrás de mí, más veloz que una docena de caballos por las crestas blancas de las olas,
aquello sí que era vivir.
La mar cambia de humor a menudo, enseguida lo aprendes.
El día sobre el que ahora escribo, estaba intranquila, de mal genio,
el viento venía de los cuatro puntos cardinales,
las olas muy picadas. No lograba adivinar sus intenciones.
No nos divisaban desde tierra, cuando vi una mano,
algo, que surgía del mar gris.
Recordando a mi padre, corrí a proa y le llamé en voz alta.
No hubo más respuesta que el gemido solitario de las gaviotas.
Y el aire se llenó de un aleteo de alas blancas y luego
la oscilación del botalón de madera, que me golpeó en la base del cráneo:
recuerdo la manera lenta en que la mar fría vino hacia mí,
me envolvió, me engulló, se me llevó para ella sola.
Yo sabía a sal. Estamos hechos de agua de mar y hueso:
eso es lo que me dijo el dueño de la papelería cuando era un niño.
Más tarde se me ocurrió que las aguas se rompen para anunciar todos los nacimientos,
y al recordar, quizá, mi propio nacimiento
estoy seguro de que aquellas aguas deben de saber a sal.
El mundo que hay bajo el mar estaba borroso. Frío, muy, muy frío…
No creo que la viera realmente. No puedo creerlo.
Un sueño o locura, la falta de aire,
el golpe en la cabeza: ella sólo era eso.
Pero cuando la veo en sueños, como la veo, nunca dudo de ella.
Vieja como el mar, era ella, y joven como una gran ola recién formada o una marejada.
Sus ojos de duende me habían espiado. Y yo sabía que me quería.
Dicen que los habitantes del mar no tienen alma: quizá
el mar es un alma inmensa que respiran y beben y viven.
Ella me quería y me habría tenido; no podía haber ninguna duda.
Y sin embargo…
Me sacaron del mar y me bombearon el pecho
hasta que vomité agua marina abundante en los guijarros mojados por las olas.
Estaba frío, muy, muy frío, temblaba y tiritaba y estaba mareado.
Tenía las manos heridas y las piernas retorcidas,
como si acabase de salir del agua profunda,
conchas decoradas o madera flotante son mis huesos,
con mensajes grabados escondidos bajo mi carne.
La barca nunca regresó. La tripulación no fue vista nunca más.
Vivo de la caridad del pueblo:
allí, de no ser por la clemencia del mar, vamos todos, dicen.
Han pasado algunos años: casi una veintena.
Y mujeres enteras me miran con piedad, o con desdén.
Fuera de mi casita, el aullido del viento se ha convertido en un grito,
hace que la lluvia repiquetee contra las paredes de hojalata,
y también que los guijarros silíceos crujan, piedra contra piedra.
«Óyenos ahora cuando Te gritamos
por los que están en peligro en el mar.»
Créeme, podría bajar al mar esta noche,
arrastrarme hasta ahí abajo a gatas.
Entregarme al agua y a la oscuridad.
Y a la chica.
Dejarle que chupara la carne de estos huesos enmarañados,
que me transmutase en algo incorruptible y de marfil:
algo espléndido y extraño. Pero sería una tontería.
La voz de la tormenta me está susurrando.
La voz de la playa me está susurrando.
La voz de las olas me está susurrando.