La ENFERMEDAD VENÉREA es una enfermedad contraída como consecuencia de una relación impura. Las horribles consecuencias constitucionales que esta afección puede tener como resultado —consecuencias que podrían contaminar todas las fuentes de salud y ser transmitidas para circular en la sangre joven de los vástagos inocentes, y el temor a las cuales podría perseguir a la mente durante años—, son sin duda consideraciones terribles, demasiado terribles para que la enfermedad no sea una de aquellas que deben tratarse sin vacilar con asistencia médica.
—SPENCER THOMAS, DR., L.U.R.C. (EDIM.),
DICCIONARIO DE MEDICINA Y CIRUGÍA DOMÉSTICA, 1882.
A Simon Powers no le gustaba el sexo. No mucho.
Le disgustaba tener a otra persona con él en la misma cama; sospechaba que se corría demasiado pronto; siempre le daba la molesta sensación de que su actuación estaba siendo calificada de algún modo, como un examen de conducir o de práctica.
Había echado un polvo en la universidad algunas veces y una vez, hacía tres años, después de la fiesta de fin de año de la oficina. Sin embargo, aquello se había acabado y, en lo que concernía a Simon, él lo había dejado del todo.
Se le ocurrió una vez, durante un momento de poco trabajo en la oficina, que le habría gustado vivir en la época de la reina Victoria, en que las mujeres bien educadas no eran más que muñecas sexuales resentidas en el dormitorio: se desataban las ballenas, se soltaban las enaguas (dejando al descubierto una carne de un blanco tirando a rosa), luego se recostaban y sufrían las indignidades del acto carnal, una indignidad de la que nunca se les habría ocurrido siquiera que se suponía que debían disfrutar.
Lo archivó para más tarde, otra fantasía masturbatoria.
Simon se masturbaba mucho. Cada noche, a veces incluso más si no podía dormir. Tardaba todo el tiempo, mucho o poco, que quería en tener un orgasmo. Además, en su mente, se había acostado con todos. Estrellas de cine y televisión; mujeres de la oficina; colegialas; las modelos desnudas que hacían mohines en las páginas arrugadas de Fiesta; esclavas sin rostro y encadenadas; chicos bronceados con cuerpos como los dioses griegos…
Noche tras noche, desfilaban ante él.
Era más seguro así.
En su mente.
Después, se quedaba dormido, cómodo y seguro en un mundo que él controlaba, y dormía sin soñar. O, al menos, nunca recordaba sus sueños por la mañana.
La mañana en que empezó, le despertó la radio («…doscientos muertos y un gran número de heridos; y ahora conectamos con Jack para las noticias del tiempo y del tráfico…»), se levantó de la cama con gran esfuerzo y entró a trompicones, con la vejiga dolorida, en el cuarto de baño.
Levantó el asiento del váter y orinó. Fue como si estuviese meando agujas.
Tuvo que orinar otra vez después del desayuno —con menos dolor, ya que el flujo no era tan abundante—, y tres veces más antes de la comida.
Le dolió todas las veces.
Se dijo que no podía ser una enfermedad venérea. Eso era algo que cogían otras personas y algo (pensó en sus últimas relaciones sexuales, hacía ya tres años) que cogías de otras personas. Lo cierto es que no se podía coger de los asientos del váter, ¿verdad? Eso no era más que un chiste, ¿no?
Simon Powers tenía veintiséis años y trabajaba en un gran banco de Londres, en la sección de valores. Tenía pocos amigos en el trabajo. A su único verdadero amigo, Nick Lawrence, un canadiense solitario, hacía poco que le habían trasladado a otra sucursal y Simon se sentaba solo en el comedor del personal, mirando el paisaje de mecano de la zona portuaria, comiéndose a desgana una ensalada verde mustia.
Alguien le dio un golpecito en el hombro.
—Simon, hoy me han contado uno bueno. ¿Quieres oírlo? —Jim Jones era el payaso de la oficina, un hombre joven moreno y vehemente que aseguraba tener en los calzoncillos un bolsillo especial para los condones.
—Uhm. Claro.
—Ahí va. ¿Cuál es el nombre colectivo de la gente que trabaja en las cajas?
—¿El qué?
—El nombre colectivo. Ya sabes, como un rebaño de ovejas o una manada de leones. ¿Te rindes?
Simon asintió.
—Una polectividad de cajeros.
Simon debía de tener cara de no entender nada, porque Jim suspiró y dijo:
—Polectividad de cajeros. Colectividad de pajeros. Dios, qué lento eres…
Entonces, al ver a un grupo de mujeres jóvenes en una mesa lejana, Jim se enderezó la corbata y se llevó su bandeja adonde estaban ellas.
Simon oyó cómo Jim les contaba el chiste a las mujeres, esta vez con movimientos de mano adicionales.
Todas lo entendieron de inmediato.
Simon dejó la ensalada en la mesa y volvió al trabajo.
Aquella noche se sentó en la silla de su habitación amueblada, con la televisión apagada, e intentó recordar lo que sabía sobre enfermedades venéreas.
Estaba la sífilis, que te llenaba la cara de pústulas y volvía locos a los reyes de Inglaterra; la gonorrea —las purgaciones—, un flujo mucoso verde y más locura; ladillas, piojitos púbicos, que anidaban y picaban (se examinó el vello púbico con una lupa, pero no se movía nada); el SIDA, la plaga de los ochenta, un llamamiento a jeringas limpias y hábitos sexuales más seguros (pero, ¿qué podía ser más seguro que una paja limpia para uno en un montón de pañuelos de papel nuevos?); herpes, que tenía algo que ver con llagas en la boca (se comprobó los labios en el espejo, tenían buen aspecto). Eso es todo lo que sabía.
Así que se fue a la cama y se durmió muy inquieto, sin atreverse a masturbarse.
Aquella noche soñó con mujeres diminutas de caras anodinas, que caminaban formando filas interminables entre edificios de oficinas descomunales, como un ejército de hormigas soldado.
Simon no hizo nada respecto al dolor durante otros dos días. Esperaba que se fuera o que mejorase solo. No lo hizo. Empeoró. El dolor continuaba hasta una hora después de orinar; notaba el pene en carne viva y magullado por dentro.
Al tercer día, telefoneó al consultorio de su médico para pedir hora. Le horrorizaba tener que decirle a la mujer que contestó el teléfono cuál era el problema y se sintió aliviado, y quizá sólo un poco decepcionado, cuando ella no se lo preguntó sino que se limitó a darle hora para el día siguiente.
Le dijo a su superiora del banco que le dolía la garganta y que tendría que ir al médico para que le examinara. Sentía como le ardían las mejillas cuando se lo decía, pero ella no hizo ningún comentario y simplemente le dijo que no había problema.
Al salir de su despacho, descubrió que estaba temblando.
Era un día gris y lluvioso cuando llegó al consultorio del médico. No había cola y entró inmediatamente. No era el médico que siempre le atendía, vio Simon, reconfortado. Era un joven paquistaní, de la edad de Simon más o menos, que le interrumpió cuando recitaba los síntomas tartamudeando y preguntó:
—¿Así que estamos orinando más de lo habitual, eh?
Simon asintió.
—¿Alguna secreción?
Simon negó con la cabeza.
—Muy bien. Quisiera que se bajara los pantalones, si no le importa.
Simon se los bajó. El médico le miró el pene detenidamente.
—Sí que tiene una secreción, ¿sabe? —dijo.
Simon se volvió a subir los pantalones.
—Bien, Sr. Powers, dígame, ¿cree que es posible que alguien le haya contagiado una, uh, enfermedad venérea?
Simon lo negó enérgicamente.
—No he practicado el sexo con nadie… —casi dijo «nadie más»— …desde hace unos tres años.
—¿No? —era obvio que el médico no le creía. Olía a especias exóticas y tenía los dientes más blancos que Simon había visto jamás—. Bueno, ha contraído o bien gonorrea o bien UNE. Probablemente sea UNE: uretritis no específica, que es menos famosa y menos dolorosa que la gonorrea, pero que tratarla puede ser un coñazo. La gonorrea se quita con una dosis grande de antibióticos. Acaba con la mierda esa… —dio dos palmadas fuertes—. Así, ya está.
—Entonces, ¿no lo sabe?
—¿Qué es? No, qué va. Ni siquiera intentaré descubrirlo. Le voy a enviar a una clínica especial, que se ocupa de ese tipo de cosas. Le daré una nota para que la lleve —sacó un bloc de notas con membrete del cajón—. ¿A qué se dedica, Sr. Powers?
—Trabajo en un banco.
—¿Es cajero?
—No —negó con la cabeza—. Estoy en valores. Trabajo de oficinista para dos directores adjuntos —se le ocurrió algo—. No tienen por qué estar al corriente de esto, ¿verdad?
El doctor puso cara de asombro.
—Dios santo, claro que no.
Escribió una nota, con letra cuidadosa y redonda, en la que consignaba que Simon Powers, de veintiséis años, tenía algo que probablemente era UNE. Tenía una secreción. Decía que no había practicado el sexo durante tres años. Tenía molestias. Podrían hacerle saber los resultados de los análisis, por favor. La firmó con un garabato. Luego le dio una tarjeta con la dirección y el número de teléfono de una clínica especial.
—Tenga. Aquí es donde ha de ir. No se preocupe, le pasa a mucha gente. ¿Ve todas las tarjetas que tengo aquí? No se preocupe, pronto estará como nuevo. Llámeles cuando llegue a casa y pida hora.
Simon cogió la tarjeta y se levantó para irse.
—No se preocupe —dijo el médico—. No será difícil de tratar.
Simon asintió con la cabeza e intentó sonreír.
Abrió la puerta para salir.
—Y, por lo menos, no es nada muy grave, como la sífilis —dijo el médico.
Las dos mujeres mayores que estaban sentadas fuera en la sala de espera del vestíbulo alzaron la vista encantadas por haber oído aquellas palabras por casualidad y miraron ávidamente a Simon, mientras se alejaba.
Deseó estar muerto.
Fuera, en la acera, esperando a que llegase el autobús que le llevaría a casa, Simon pensaba: yo tengo una enfermedad venérea. Yo tengo una enfermedad venérea. Yo tengo una enfermedad venérea. Una y otra vez, como un mantra.
Debería ir tocando una campana mientras caminaba.
En el autobús intentó no acercarse demasiado a los demás pasajeros. Estaba seguro de que lo sabían (¿no lo deducían por las marcas de la peste que tenía en la cara?); y, al mismo tiempo, se sentía avergonzado de tener que ocultárselo.
Regresó al piso y fue directo al cuarto de baño, esperando ver una cara purulenta de película de terror, un cráneo putrefacto cubierto de moho azul, que le devolviera la mirada desde el espejo. En cambio, vio un empleado de banco de unos veinticinco años, de mejillas rosadas, pelo rubio y piel perfecta.
Se sacó el pene torpemente y lo examinó con atención. No era ni de un verde gangrenoso ni de un blanco leproso, sino que tenía un aspecto absolutamente normal, excepto por la punta ligeramente hinchada y la secreción clara que lubricaba el agujero. Se dio cuenta de que la exudación le había manchado los calzoncillos blancos por la entrepierna.
Simon se sentía furioso consigo mismo y aún más furioso con Dios por haberle dado una (digamos) (dosis de purgaciones) que obviamente le tocaba a otra persona.
Aquella noche se masturbó por primera vez en cuatro días.
Fantaseó con una colegiala de braguitas de algodón azul que se transformó en una mujer policía, después en dos mujeres policía y después en tres.
No le dolió en absoluto hasta que tuvo un orgasmo; entonces fue como si alguien le estuviera metiendo una navaja dentro de la polla. Como si estuviera eyaculando mil alfileres.
Empezó a llorar en la oscuridad, pero si era por el dolor o por alguna otra razón, menos fácil de identificar, ni Simon lo sabía seguro.
Aquella fue la última vez que se masturbó.
La clínica estaba situada en un hospital Victoriano y adusto en el centro de Londres. Un hombre joven de bata blanca miró la tarjeta de Simon y cogió la nota del médico y le dijo que tomara asiento.
Simon se sentó en una silla de plástico naranja cubierta de huellas marrones de cigarrillos.
Se quedó mirando el suelo unos minutos. Luego, tras haber agotado aquella forma de entretenimiento, miró las paredes y, al final, al no tener otra opción, a las demás personas.
Eran todos hombres, gracias a Dios —las mujeres estaban arriba, en el siguiente piso—, y había más de doce.
Los que estaban más cómodos era los del tipo obrero y muy macho, que venían por décima o centésima vez, con cara de estar muy satisfechos consigo mismos, como si fuera lo que fuese que hubiesen cogido se tratase de una prueba de su virilidad. Había unos cuantos caballeros de ciudad de traje y corbata. A uno de ellos se le veía relajado; llevaba un teléfono móvil. Otro, escondido tras el Daily Telegraph, estaba sonrojado, avergonzado de encontrarse allí; había hombrecitos de bigotes ralos y gabardinas gastadas, vendedores de periódicos, quizá, o profesores jubilados; un caballero malayo rechoncho que fumaba cigarrillos sin filtro, uno tras otro, encendiendo cada cigarrillo con la colilla del anterior, de modo que la llama nunca se apagaba, sino que se transmitía de un cigarrillo moribundo al próximo. En un rincón había una pareja gay. Ninguno de los dos parecía tener más de dieciocho años. Se veía claramente que aquella también era su primera cita, por el modo en que no dejaban de echar miradas a su alrededor. Se cogían de la mano, discretamente, con los nudillos blancos. Estaban aterrorizados.
Simon se sintió reconfortado. Se sintió menos solo.
—Señor Powers, por favor —dijo el hombre de recepción. Simon se levantó, consciente de que todas las miradas estaban puestas en él, de que le habían identificado y nombrado delante de toda aquella gente. Un doctor pelirrojo, jovial y de bata blanca le esperaba.
—Sígame —dijo.
Recorrieron algunos pasillos, entraron en el consultorio del médico por una puerta en la que ponía DR. J. BENHAM escrito con rotulador en una hoja de papel blanco enganchada con celo al cristal esmerilado.
—Soy el doctor Benham —dijo el doctor. No le tendió la mano—. ¿Tiene una nota de su médico?
—Se la di al hombre de recepción.
—Ah —el Dr. Benham abrió un expediente que estaba en el escritorio que tenía delante. Había una etiqueta impresa por ordenador en el margen. Ponía:
Inscrito 2 jul. 90. Varón. 90/00666.L
Powers, Simon, Sr.
Nacido 12 oct. 63. Soltero.
Benham leyó la nota, miró el pene de Simon y le entregó una hoja de papel azul del expediente. Tenía la misma etiqueta, pegada a la parte de arriba.
—Tome asiento en el pasillo —le dijo—. Una enfermera vendrá a buscarle.
Simon esperó en el pasillo.
—Son muy delicadas —dijo el hombre muy bronceado que estaba sentado a su lado, sudafricano por el acento o quizá zimbabuense. Un acento colonial, en todo caso.
—¿Cómo dice?
—Muy delicadas. Las enfermedades venéreas. Piénselo. Se puede coger un resfriado o una gripe sólo por estar en la misma habitación que otra persona que lo tenga. Las enfermedades venéreas necesitan calor y humedad, y contacto íntimo.
La mía no, pensó Simon, pero no dijo nada.
—¿Sabe qué es lo que me horroriza? —dijo el sudafricano.
Simon negó con la cabeza.
—Decírselo a mi mujer —dijo el hombre, y se quedó callado.
Una enfermera vino y se llevó a Simon. Era joven y bonita, y él la siguió hasta su cubículo. Le cogió el papel azul.
—Quítese la chaqueta y levántese la manga derecha.
—¿La chaqueta?
Ella suspiró.
—Para el análisis de sangre.
—Ah.
El análisis de sangre fue casi agradable, comparado con lo que vino después.
—Bájese los pantalones —le dijo la enfermera. Tenía un marcado acento australiano. Su pene se había contraído, retraído fuertemente hacia sí mismo; estaba gris y arrugado. Se descubrió queriendo decirle que normalmente era mucho más grande, pero entonces ella cogió un instrumento metálico con una espiral de alambre en el extremo, y deseó que fuera aún más pequeño.
—Meta el pene en la base y empuje hacia delante varias veces.
Lo hizo. Ella le introdujo la espiral en la punta del pene y la hizo girar hacia dentro. Él hizo una mueca de dolor. Ella embadurnó un portaobjetos de cristal con la secreción. Luego señaló un frasco de cristal que estaba sobre una estantería.
—¿Puede orinar ahí dentro, por favor?
—¿Cómo, desde aquí?
Ella frunció los labios. Simon sospechó que debía de haber oído aquel chiste treinta veces al día desde que estaba trabajando allí.
La enfermera salió del cubículo y le dejó solo.
Por lo general, a Simon le costaba mear y a menudo tenía que esperar en los lavabos hasta que se había ido todo el mundo. Envidiaba a los hombres que entraban en el lavabo con indiferencia, se bajaban la cremallera y sostenían conversaciones alegres con sus vecinos del urinario de al lado, mientras regaban la porcelana blanca con su orina amarilla. Él con frecuencia ni siquiera podía mear.
No conseguía hacerlo en aquel momento.
La enfermera entró otra vez.
—¿No ha habido suerte? No se preocupe. Vuelva a tomar asiento en la sala de espera y el doctor le hará pasar dentro de un minuto.
—Bueno —dijo el Dr. Benham—. Tiene UNE. Uretritis no específica.
Simon asintió con la cabeza y luego dijo:
—¿Eso qué significa?
—Significa que no tiene gonorrea, señor Powers.
—Pero no he practicado el sexo con, con nadie, desde hace…
—Oh, no tiene por qué preocuparse por eso. Puede ser una enfermedad totalmente espontánea, para cogerla no es necesario que, uhm, satisfaga sus deseos —Benham metió la mano en un cajón del escritorio y sacó un frasco de pastillas—. Tómese una cuatro veces al día antes de las comidas. No pruebe el alcohol, nada de sexo y no beba leche durante un par de horas después de tomarse la pastilla. ¿Lo ha entendido?
Simon sonrió, nervioso.
—Le veré la semana que viene. Pida hora en la planta baja.
En la planta baja le dieron una tarjeta roja con su nombre escrito y la hora de la cita. También había un número: 90/00666.L.
De regreso a casa bajo la lluvia, Simon se detuvo frente a una agencia de viajes. En el póster del escaparate se veía una playa soleada y tres mujeres bronceadas, que llevaban bikini y bebían refrescos en vasos largos.
Simon nunca había salido del país.
Los lugares extranjeros le ponían nervioso.
A medida que transcurrió la semana, el dolor desapareció; y, cuatro días después, Simon descubrió que ya era capaz de orinar sin estremecerse.
Sin embargo, algo más estaba ocurriendo.
Empezó como una semilla diminuta que arraigó en su mente y creció. Se lo comentó al Dr. Benham en su cita siguiente.
Benham se quedó desconcertado.
—¿Entonces dice que siente como si su pene ya no fuera suyo, señor Powers?
—Así es, doctor.
—Me temo que no le sigo del todo. ¿Tiene una especie de pérdida de sensación?
Simon sentía el pene dentro de sus pantalones, notaba la sensación del tejido contra la carne. El pene empezó a moverse en la oscuridad.
—En absoluto. Lo siento todo igual que siempre. Es sólo que lo noto… bueno, diferente, supongo. Como si en realidad ya no fuera parte de mí. Como si… —hizo una pausa—. Como si perteneciera a otra persona.
El Dr. Benham dijo que no con la cabeza.
—Como respuesta a su pregunta, Sr. Powers, ése no es un síntoma de la UNE, aunque es una reacción psicológica totalmente válida para alguien que la ha contraído. Una, eh, sensación de asco consigo mismo, quizá, que ha exteriorizado en un rechazo a sus genitales.
Eso suena más o menos bien, pensó el Dr. Benham. Esperaba haber utilizado la jerga correcta. Nunca le había prestado demasiado atención a sus clases o a sus libros de texto de psicología, lo que tal vez explicaría, o así lo sostenía su mujer, por qué se hallaba actualmente cumpliendo una temporada en una clínica de enfermedades venéreas de Londres.
Powers parecía un poco más calmado.
—Sólo estaba algo preocupado, doctor, nada más —se mordió el labio inferior—. Uhm, ¿qué es exactamente la UNE?
Benham sonrió, de modo tranquilizador.
—Podría ser cualquiera de varias cosas. UNE es sólo nuestra forma de decir que no sabemos exactamente qué es. No es gonorrea. No es clamidia. «No específica», ¿entiende? Es una infección y responde a los antibióticos. Lo que me recuerda que…
Abrió el cajón del escritorio y sacó un suministro nuevo para una semana.
—Pida hora en la planta baja para la semana que viene. Nada de sexo. Nada de alcohol.
¿Nada de sexo?, pensó Simon. Ni loco.
No obstante, al pasar junto a la bonita enfermera australiana en el pasillo, notó como su pene se movía otra vez y se empezaba a calentar y a ponerse duro.
Benham vio a Simon a la semana siguiente. Los análisis indicaron que aún tenía la enfermedad.
Benham se encogió de hombros.
—No es raro que resista tanto tiempo. ¿Dice que no siente ninguna molestia?
—No. Ninguna. Y tampoco he visto ninguna secreción.
Benham estaba cansado y tenía un dolor agudo detrás del ojo izquierdo. Le echó un vistazo a los análisis de la carpeta.
—Me temo que todavía la tiene.
Simon Powers corrió la silla. Tenía ojos grandes, azules y llorosos y una cara pálida y triste.
—¿Y qué hay de la otra cosa, doctor?
El doctor movió la cabeza.
—¿Qué otra cosa?
—Ya se lo expliqué —dijo Simon—. La semana pasada. Se lo expliqué. La sensación de que mi, uhm, mi pene ya no era, no es mi pene.
Claro, pensó Benham. Es aquel paciente. Nunca había forma de recordar la sucesión de nombres y caras y penes, con sus vergüenzas y sus jactancias y sus olores a sudor nervioso y sus tristes enfermedades.
—Mmm. ¿Qué hay de eso?
—Se está extendiendo, doctor. Siento como si toda la parte inferior de mi cuerpo fuera de otra persona. Las piernas y todo. Las noto, desde luego, y van a donde quiero que vayan, pero a veces tengo la sensación de que si quisieran irse a otro sitio, si quisieran irse a caminar por el mundo, podrían hacerlo y me llevarían con ellas.
»No podría hacer nada para evitarlo.
Benham volvió a mover la cabeza. La verdad era que no había estado escuchando.
—Le cambiaremos los antibióticos. Si los otros aún no han conseguido acabar con esta enfermedad, estoy seguro de que éstos lo harán. Probablemente también eliminen esa otra sensación, puede que sólo sea un efecto secundario de los antibióticos.
El joven le miraba fijamente.
A Benham le pareció que tendría que decir algo más.
—Quizá debería intentar salir un poco más —dijo.
El joven se levantó.
—A la misma hora la semana que viene. Nada de sexo, nada de copas, nada de leche después de las pastillas —el doctor recitó su letanía.
El hombre se marchó. Benham le observó detenidamente, pero no veía nada extraño en su forma de andar.
El sábado por la noche, el Dr. Jeremy Benham y su esposa, Celia, asistieron a una cena que daba un colega profesional. Benham se sentó junto a un psiquiatra extranjero.
Empezaron a hablar mientras comían el primer plato.
—El problema de decirle a la gente que eres psiquiatra —dijo el psiquiatra, que era americano y enorme y tenía una cabeza con forma de bala y parecía un marino mercante—, es que acabas viendo cómo intentan comportarse con normalidad el resto de la noche —soltó una risita, baja y lasciva.
Benham también se rió y, como estaba sentado al lado de un psiquiatra, se pasó el resto de la noche intentando comportarse con normalidad.
Bebió demasiado vino durante la cena.
Después del café, cuando ya no se le ocurría nada más que decir, le contó al psiquiatra (que se llamaba Marshall, aunque le dijo a Benham que le llamase Mike) lo que recordaba de las ideas delirantes de Simon Powers.
Mike se rió.
—Suena divertido. Quizá un poquitín espeluznante. Pero no tiene por qué preocuparse. Es probable que sólo sea una alucinación provocada por una reacción a los antibióticos. Se parece un poco al síndrome de Capgras. ¿Han oído hablar de eso por aquí?
Benham asintió con la cabeza, entonces pensó y luego dijo:
—No.
Se sirvió otro vaso de vino, haciendo caso omiso de su esposa, que había fruncido los labios y había hecho un movimiento negativo casi imperceptible con la cabeza.
—Bueno, el síndrome de Capgras —dijo Mike—, es un delirio muy original. Hace cinco años salió todo un artículo sobre ello en The Journal of American Psychiatry. Básicamente, es cuando alguien cree que las personas importantes de su vida —la familia, compañeros de trabajo, los padres, los seres amados, lo que sea— han sido substituidas por —¡fíjese!— dobles exactos.
»No se aplica a toda la gente que conocen, sólo a una selección. A menudo no es más que una persona de su vida. Y tampoco va acompañado de ideas delirantes. Es sólo eso. Gente con graves trastornos emocionales y tendencias paranoicas.
El psiquiatra se hurgó la nariz con la uña del pulgar.
—Una vez me topé con un caso, hará dos o tres años.
—¿Le curó?
El psiquiatra miró a Benham de reojo y sonrió, enseñando todos los dientes.
—En psiquiatría, doctor a diferencia, quizá, del mundo de las clínicas de enfermedades transmitidas sexualmente, no existe nada que se llame cura. Sólo existe la adaptación.
Benham tomó un sorbo de vino tinto. Más tarde se le ocurrió que nunca habría dicho lo que dijo después de no ser por el vino. Al menos, no en voz alta.
—Supongo… —hizo una pausa y recordó una película que había visto cuando era un adolescente. (¿Algo sobre ultracuerpos?)— Supongo que nadie comprobó jamás si a esa gente se la había sacado de en medio y se la había substituido por dobles exactos…
Mike-Marshall —lo que fuera— le echó una mirada rarísima a Benham y se dio la vuelta para hablar con el vecino del otro lado.
Benham, por su parte, siguió intentando comportarse con normalidad (fuera lo que fuese eso) y fracasó de manera lamentable. Se emborrachó muchísimo, empezó a refunfuñar sobre «la puta gente de las colonias» y tuvo una discusión violenta con su mujer cuando la fiesta ya había terminado, todo cosas que no ocurrían con especial normalidad.
Después de la pelea, la mujer de Benham cerró la puerta del dormitorio con llave y le dejó fuera.
Él se echó en el sofá de abajo, se tapó con una manta arrugada y se masturbó con los calzoncillos puestos. La simiente caliente salió a chorros sobre su estómago.
A altas horas de la noche, le despertó una sensación fría en las entrañas.
Se limpió con la camisa de etiqueta y volvió a dormirse.
Simon era incapaz de masturbarse.
Quería hacerlo, pero su mano no se movía. Estaba junto a él, sana, bien; pero era como si hubiese olvidado cómo hacer que le respondiera. Lo cual era ridículo, ¿no?
¿No?
Empezó a sudar. Las gotas de sudor le caían de la cara y de la frente a las sábanas blancas de algodón, pero el resto de su cuerpo estaba seco.
Célula a célula, algo se estaba extendiendo hacia arriba por su interior. Le rozó la cara con ternura, como el beso de una amante; le lamía la garganta, le respiraba en la mejilla. Le tocaba.
Tenía que salir de la cama. No podía salir de la cama.
Intentó gritar, pero su boca no quería abrirse. Su laringe se negaba a vibrar.
Simon aún podía ver el techo, iluminado por las luces de los coches que pasaban. El techo se volvió borroso: los ojos seguían siendo suyos y le salían lágrimas que le bajaban por el rostro y empapaban la almohada.
No saben lo que tengo, pensó. Dijeron que tenía lo que cogen todos los demás. Pero yo no cogí eso. Yo he cogido algo distinto.
O quizá, pensó, a medida que se le nublaba la visión y la oscuridad engullía lo que quedaba de Simon Powers, eso me cogió a mí.
Poco después. Simon se levantó, se lavó y se examinó detenidamente frente al espejo del cuarto de baño. Entonces sonrió, como si le gustara lo que veía.
Benham sonrió.
—Me complace comunicarle —dijo— que ya le doy el visto bueno. Simon Powers se estiró en su asiento, perezosamente, y asintió.
—Me siento fenomenal —dijo.
Realmente tenía buen aspecto, pensó Benham. Radiante de salud. También parecía más alto. Un joven muy atractivo, decidió el médico.
—¿Así que, eh, ya no tiene esas sensaciones?
—¿Sensaciones?
—Esas sensaciones de las que me habló. De que su cuerpo ya no le pertenecía.
Simon movió la mano, suavemente, abanicándose la capa. El frío se había ido y Londres se estaba ahogando con una ola de calor repentina; era como si ya no estuviesen en Inglaterra.
Simon parecía divertido.
—Todo este cuerpo me pertenece, doctor. Estoy seguro de eso.
Simon Powers (90/00666.L. SOLTERO. VARÓN.) sonreía como si el mundo también le perteneciese.
El doctor le observó mientras salía del consultorio. Ahora parecía más fuerte, menos frágil.
El próximo paciente de la lista de visitas de Jeremy Benham era un chico de veintidós años. Benham iba a tener que decirle que era seropositivo. Odio este trabajo, pensó. Necesito unas vacaciones.
Caminó por el pasillo para llamar al chico y pasó junto a Simon Powers, que estaba hablando muy animado con una enfermera australiana joven y bonita.
—Debe de ser un sitio precioso —le estaba diciendo Simon—. Quiero verlo. Quiero ir a todas partes. Quiero conocer a todo el mundo.
Tenía una mano apoyada en el brazo de la enfermera y ella no hacía nada para soltarse.
El Dr. Benham se paró junto a ellos. Le tocó el hombro a Simon.
—Joven —dijo—. No quiero volver a verle por aquí.
Simon Powers sonrió.
—No me volverá a ver por aquí, doctor —dijo—. Al menos no como paciente. He dejado mi trabajo. Me voy a recorrer el mundo.
Se dieron la mano. La mano de Powers estaba caliente y seca y era agradable.
Benham se marchó, pero no pudo evitar oír a Simon Powers, que seguía hablando con la enfermera.
—Va a ser fantástico —le estaba diciendo. Benham se preguntó si hablaba de sexo o de viajes por el mundo o, tal vez, de algún modo, de ambas cosas.
—Me voy a divertir tanto —dijo Simon—. Ya me está gustando.