INTRODUCCIÓN

Escribir es volar en sueños.

Cuando te acuerdas. Cuando puedes. Cuando funciona.

Es así de fácil.

—LIBRETA DEL AUTOR, FEBRERO DE 1992.

Lo hacen con espejos. Es un cliché, por supuesto, pero también es verdad. Los magos los han estado utilizando, colocados normalmente en un ángulo de cuarenta y cinco grados, desde que los victorianos comenzaron a fabricar espejos fiables y claros en grandes cantidades, hace bastante más de cien años. John Nevil Maskelyne empezó, en 1862, con un armario que, gracias a un espejo colocado con astucia, ocultaba más de lo que dejaba ver.

Los espejos son objetos maravillosos. Parece que digan la verdad, que nos devuelvan el reflejo de la vida; pero pon uno en la posición adecuada y mentirá tan convincentemente que creerás que algo ha desaparecido sin dejar rastro, que una caja llena de palomas y banderas y arañas en realidad está vacía, que la gente escondida tras los bastidores o en el foso son fantasmas que flotan sobre el escenario. Oriéntalo bien y el espejo se convierte en una ventana mágica; mostrará cualquier cosa que puedas imaginarte y quizá algunas que no puedas.

(El humo difumina los bordes de las cosas.)

Los cuentos son, de un modo u otro, espejos. Los usamos para explicarnos cómo funciona el mundo o cómo no funciona. Igual que los espejos, los cuentos nos preparan para el día venidero. Nos distraen de las cosas que hay en la oscuridad.

La fantasía, y toda la ficción es una fantasía de un tipo u otro, es un espejo. Un espejo deformante, desde luego, y ocultador, si está colocado a cuarenta y cinco grados de la realidad, pero aun así no deja de ser un espejo, que podemos utilizar para decirnos cosas que tal vez de otro modo no entenderíamos. (Los cuentos de hadas, como dijo una vez G. K. Chesterton, son más que verídicos. No porque nos digan que los dragones existen, sino porque nos dicen que a los dragones se les puede vencer.)

El invierno ha empezado hoy. El cielo se ha vuelto gris y se ha puesto a nevar y no ha dejado de hacerlo hasta bastante después de que anocheciese. Estaba sentado en la oscuridad y miraba la nieve que caía, y los copos brillaban con luz trémula mientras bailaban entrando y saliendo de la luz, y yo me preguntaba de dónde venían las historias.

Éstas son las cosas sobre las que uno se pregunta cuando se gana la vida inventando historias. Sigo sin estar convencido de que sea la actividad más apropiada para un adulto, pero ahora es demasiado tarde: parece que tengo una carrera con la que disfruto y que no supone levantarse demasiado pronto por la mañana. (Cuando era pequeño, los mayores solían decirme que no me inventara cosas y me advertían de lo que me sucedería si lo hacía. Que yo sepa, hasta ahora parece que supone hacer muchos viajes al extranjero y no tener que levantarse demasiado pronto por la mañana.)

La mayoría de las historias de este libro las escribí para entretener a los diversos editores que me habían pedido relatos para antologías específicas («Es para una antología de cuentos sobre el Santo Grial», «…sobre sexo», «…de cuentos de hadas adaptados para adultos», «…sobre sexo y terror», «…sobre historias de venganza», «…sobre la superstición», «…sobre más sexo»). Algunas las escribí para divertirme o, más precisamente, para sacarme una idea o una imagen de la cabeza y concretarla en papel. Lo que a mí me parece una buena razón para escribir: liberar demonios, dejarlos volar. Algunos de los cuentos empezaron sin darme cuenta: fantasías y curiosidades que se me fueron de las manos.

Una vez me inventé un cuento como regalo de boda para unos amigos. Trataba de una pareja a la que le regalaban un cuento el día de su boda. No era un cuento tranquilizador. Después de haberlo inventado, decidí que probablemente preferirían un tostador, así que les compré un tostador y hasta hoy no he puesto el cuento por escrito. Sigue en el fondo de mi mente, esperando a que se case alguien que lo aprecie.

Se me ocurre ahora (mientras escribo esta introducción en tinta azul oscuro para pluma estilográfica en una libreta encuadernada en negro, por si os lo estabais preguntando) que, aunque de un modo u otro la mayoría de los cuentos de este libro tratan de algún tipo de amor, no hay demasiados cuentos felices, cuentos de amor bien correspondido que compensen todos los otros tipos que encontraréis aquí; y, es más, se me ocurre que hay gente que no lee las introducciones. No obstante, después de todo, algunos de vosotros quizá tengáis una boda algún día. Así que para todos los que sí leéis introducciones, aquí está el cuento que no escribí. (Y si no me gusta el cuento cuando esté escrito, siempre puedo tachar este párrafo y nunca sabréis que dejé de escribir la introducción para empezar a escribir un cuento.)

EL REGALO DE BODA

Después de las alegrías y los quebraderos de cabeza de la boda, después de la locura y la magia de todo el acontecimiento (sin olvidar la vergüenza por el discurso del padre de Belinda al final de la cena, con proyección de diapositivas de familia y todo), después de que la luna de miel se hubiera acabado literalmente (aunque metafóricamente aún no) y antes de que sus nuevos bronceados se hubiesen atenuado en el otoño inglés, Belinda y Gordon se pusieron manos a la obra para abrir los regalos de boda y escribir las cartas de agradecimiento: por cada toalla y cada tostadora, por el exprimidor y la máquina de hacer pan, por la cubertería y la vajilla y el juego de té y las cortinas.

—Bien —dijo Gordon—. Los objetos grandes ya están. ¿Qué nos queda?

—Sobres con cosas dentro —dijo Belinda—. Cheques, espero.

Había varios cheques, unos cuantos vales para regalos e incluso un vale de diez libras de parte de Marie, la tía de Gordon, que era más pobre que las ratas, le dijo Gordon a Belinda, pero un encanto, y que le había enviado un vale para un libro cada año por su cumpleaños desde que tenía memoria. Y entonces, debajo de todo el montón, había un sobre grande marrón y sobrio.

—¿Qué es? —preguntó Belinda.

Gordon abrió la solapa y sacó una hoja de papel de color de crema agria, rasgada por arriba y por abajo, con algo mecanografiado en una cara. Las palabras estaban escritas con una máquina de escribir manual, algo que Gordon no había visto desde hacía varios años. Leyó la página lentamente.

—¿Qué es? —preguntó Belinda—. ¿De quién es?

—No lo sé —dijo Gordon—. De alguien que aún tiene una máquina de escribir. No está firmada.

—¿Es una carta?

—No exactamente —dijo él, y se rascó una aleta de la nariz y la volvió a leer.

—Bueno —dijo ella con voz exasperada (aunque no estaba exasperada de verdad; estaba contenta. Se despertaba por la mañana y comprobaba si aún estaba tan contenta como lo había estado cuando se fue a dormir la noche anterior o cuando Gordon la había despertado por la noche al rozarla o cuando ella le había despertado a él. Y sí lo estaba)—. Bueno, ¿qué es?

—Parece que es una descripción de nuestra boda —dijo él—. Está muy bien escrita. Toma —y se la pasó.

En un día frío y despejado de principios de octubre Gordon Robert Johnson y Belinda Karen Abingdon prometieron amarse el uno al otro, ayudarse y honrarse mientras viviesen. La novia estaba radiante y preciosa, el novio estaba nervioso, pero se le notaba orgulloso y también contento.

Ella la examinó.

Así es como empezaba. Pasaba a describir la ceremonia y la fiesta con claridad y sencillez y de forma entretenida.

—Qué gracia —dijo ella—. ¿Qué pone en el sobre?

—«La boda de Gordon y Belinda» —leyó él.

—¿No hay ningún nombre? ¿Nada que indique quién lo envió?

—No.

—Pues tiene mucha gracia y es un detalle —dijo ella—. Sea de quien sea.

Belinda miró dentro del sobre para ver si había algo que hubiesen pasado por alto, una nota de fuera cual fuese de sus amigos (o de Gordon, o de ambos) que lo hubiera escrito, pero no había nada, así que, ligeramente aliviada de que hubiera una nota de agradecimiento menos que escribir, volvió a poner la hoja de papel crema en el sobre, que puso en un archivador, junto a una copia del menú del banquete nupcial, los contactos de las fotos de la boda y una rosa blanca del ramo.

Gordon era arquitecto y Belinda era veterinaria. Para ambos lo que hacían era una vocación, no un trabajo. Tenían poco más de veinte años. Ninguno de los dos había estado casado antes, ni siquiera habían tenido una relación seria con otra persona. Se conocieron cuando Gordon trajo a su perro cobrador dorado, Goldie, una hembra de trece años, de hocico gris y medio paralizada, al consultorio de Belinda para que la matase. Había tenido a la perra desde que era un niño e insistió en estar con ella al final. Belinda le cogió la mano mientras él lloraba y entonces, de repente y de modo poco profesional, le abrazó, con fuerza, como si, estrujándole, pudiese quitarle el dolor y la pérdida y la pena. Uno le preguntó al otro si podían verse esa tarde en el bar del barrio para tomar una copa y, después, ninguno de los dos estaba seguro de quién lo había propuesto.

Lo más importante que hay que saber sobre sus dos primeros años de matrimonio es que fueron bastante felices. De vez en cuando reñían y, ocasionalmente, tenían una discusión tremenda por muy poca cosa que solía acabar en una reconciliación llena de lágrimas y, entonces, hacían el amor y se quitaban las lágrimas a besos el uno al otro y se susurraban al oído disculpas sinceras. Al final del segundo año, seis meses después de que dejara de tomar la píldora, Belinda descubrió que estaba embarazada.

Gordon le compró una pulsera con incrustaciones de rubíes diminutos y convirtió el cuarto de los invitados en el de los niños, empapelándolo él mismo. El papel pintado estaba cubierto de personajes de canciones infantiles, con la pequeña Bo Peep y Humpty Dumpty y el Plato que se escapaba con la Cuchara, repetidos una y otra vez.

Belinda volvió a casa del hospital, con la pequeña Melanie en su capazo, y la madre de Belinda vino a pasar una semana con ellos y durmió en el sofá de la sala.

Habían pasado tres días cuando Belinda sacó el archivador para enseñarle a su madre los recuerdos de la boda y para rememorar aquel día. Parecía que su boda hubiese ocurrido hacía ya tanto tiempo. Sonrieron al ver aquella cosa marrón y seca en que se había convertido la rosa blanca y se regocijaron al leer el menú y la invitación. En el fondo de la caja había un sobre grande y marrón.

—«La boda de Gordon y Belinda» —leyó la madre de Belinda.

—Es una descripción de nuestra boda —dijo Belinda—. Tiene mucha gracia. Incluso hay una parte sobre la proyección de diapositivas de papá.

Belinda abrió el sobre y sacó la hoja de papel crema. Leyó lo que estaba escrito en el papel e hizo una mueca. Entonces lo guardó sin decir nada.

—¿No puedo verla, cielo? —preguntó su madre.

—Creo que Gordon me ha gastado una broma —dijo Belinda—. Y no es de muy buen gusto, la verdad.

Belinda estaba sentada en la cama aquella noche, dando de mamar a Melanie, cuando le dijo a Gordon, que estaba mirando con sonrisa de tonto a su mujer y a su hija recién nacida, «Cariño, ¿por qué escribiste esas cosas?»

—¿Qué cosas?

—En la carta. Aquello de la boda. Ya sabes.

—No, no sé.

—No me ha hecho ninguna gracia.

Él suspiró.

—¿De qué estás hablando?

Belinda señaló el archivador, que había traído arriba y colocado sobre el tocador. Gordon lo abrió y sacó el sobre. «¿Siempre ha puesto esto en el sobre?», preguntó. «Pensé que ponía algo sobre nuestra boda». Entonces sacó y leyó la hoja de papel con los bordes rasgados y arrugó la frente. «Yo no he escrito esto». Le dio la vuelta al papel y miró el lado en blanco como si esperase ver alguna otra cosa escrita ahí.

—¿No lo escribiste tú? —preguntó ella—. ¿De verdad que no? —Gordon negó con la cabeza. Belinda le limpió al bebé un chorrito de leche que le caía por la barbilla—. Te creo —dijo—. Pensé que lo habías escrito tú, pero no lo hiciste.

—No.

—Déjame verlo otra vez —dijo ella. Él le pasó el papel—. Es tan raro. No tiene ninguna gracia y ni siquiera es cierto.

Escrito a máquina en el papel había una breve descripción de los dos años anteriores de Gordon y Belinda. No habían sido dos años buenos, según la hoja mecanografiada. Seis meses después de haberse casado, a Belinda le mordió un pequinés en la mejilla y fue tan grave que tuvieron que suturarle la herida. Le había quedado una cicatriz muy fea. Peor que eso, se le habían dañado los nervios y empezó a beber, quizá para aplacar el dolor. Sospechaba que a Gordon le repugnaba su cara, mientras que el bebé recién nacido, decía el papel, era un intento desesperado de unir a la pareja.

—¿Por qué tenían que decir algo así? —preguntó ella.

—¿Quiénes?

—Quien quiera que haya escrito esta cosa horrible —se pasó un dedo por la mejilla: estaba perfecta y sin marcas. Era una mujer joven y muy hermosa, aunque en aquel momento se la veía cansada y frágil.

—¿Cómo sabes que son más de uno?

—No lo sé —dijo ella, pasando al bebé al pecho izquierdo—. Parece cosa de más de uno. Escribir eso y cambiarlo por la carta vieja y esperar a que uno de nosotros lo leyera… Vamos, Melanie, pequeña, ya está, eres una niña estupenda…

—¿La tiro?

—Sí. No. No lo sé. Creo que… —le acarició la frente al bebé—. Guárdala. Tal vez la necesitemos como prueba. Me pregunto si fue Al quien lo organizó.

Al era el hermano menor de Gordon.

Gordon volvió a poner el papel en el sobre y puso el sobre en el archivador. Lo metieron debajo de la cama y, más o menos, lo olvidaron.

Entre que tenían que dar de comer a Melanie por la noche y que ésta lloraba constantemente, ya que era propensa a los cólicos, ninguno de los dos durmió mucho durante los meses siguientes. El archivador se quedó debajo de la cama. Y entonces a Gordon le ofrecieron un trabajo en Preston, a varios cientos de kilómetros al norte y, ya que Belinda estaba de baja laboral y no tenía planeado volver de inmediato al trabajo, la idea le atrajo bastante. Así que se mudaron.

Encontraron una casa adosada en una calle empedrada, alta y vieja y profunda. Belinda hacía suplencias de vez en cuando para el veterinario del barrio, examinando a animales pequeños y a mascotas. Cuando Melanie tenía dieciocho meses, Belinda dio a luz a un hijo, al que llamaron Kevin por el difunto abuelo de Gordon.

A Gordon le hicieron socio de pleno derecho del estudio de arquitectos. Cuando Kevin empezó a ir al jardín de infancia. Belinda volvió a trabajar.

El archivador nunca se perdió. Estaba en uno de los cuartos de invitados que había en el último piso, bajo una pila tambaleante de ejemplares de La revista del arquitecto y el Boletín arquitectónico. De vez en cuando, Belinda pensaba en el archivador y en lo que contenía, y una noche en la que Gordon estaba en Escocia, adonde había ido a consultar las reformas de una casa solariega, hizo algo más que pensar.

Los dos niños estaban durmiendo. Belinda subió las escaleras hasta la parte sin decorar de la casa. Apartó las revistas y abrió la caja que, donde no había estado tapada por las revistas, estaba cubierta del polvo de dos años. En el sobre aún ponía La boda de Gordon y Belinda, y la verdad era que Belinda no sabía si alguna vez había puesto otra cosa.

Sacó el papel del sobre y lo leyó. Luego lo guardó y se quedó allí sentada, en el último piso, sintiéndose sobrecogida y mareada.

Según el mensaje cuidadosamente mecanografiado, Kevin, su segundo hijo, no había nacido; había perdido al bebé a los cinco meses. Desde entonces, Belinda había estado sufriendo frecuentes ataques de una depresión sombría y profunda. Gordon casi nunca estaba en casa, decía el papel, porque tenía un lío bastante lamentable con la socia mayoritaria de la compañía, una mujer muy atractiva pero nerviosa que era diez años mayor que él. Belinda bebía más y solía ponerse cuellos altos y pañuelos para esconder la cicatriz con forma de telaraña que tenía en la mejilla. Belinda y Gordon hablaban poco, a excepción de las discusiones pequeñas e insignificantes de aquellos que temen las grandes discusiones, pues sabían que lo único que quedaba por decir era demasiado enorme para decirlo sin destruir sus vidas.

Belinda no le dijo nada a Gordon sobre la última versión de La boda de Gordon y Belinda. Pero la leyó él mismo, o algo bastante parecido, varios meses después, cuando la madre de Belinda se puso enferma y Belinda fue al sur una semana para ayudar a cuidarla.

En la hoja de papel que Gordon sacó del sobre había un retrato del matrimonio similar al que Belinda había leído, aunque, en ese momento, su lío con la jefa había acabado mal y su trabajo corría peligro.

A Gordon le gustaba bastante su jefa, pero no era capaz de imaginarse a sí mismo teniendo una relación romántica con ella. Disfrutaba de su trabajo, aunque quería algo que le supusiera un reto mayor.

La madre de Belinda mejoró y Belinda volvió a casa en menos de una semana. Su marido y los niños estaban aliviados y encantados de verla.

Gordon no le habló del sobre a Belinda hasta Nochebuena.

—Tú también lo has mirado, ¿verdad? —habían entrado sigilosamente en los cuartos de los niños a primeras horas de la noche y habían rellenado los calcetines que sus hijos habían colgado para los regalos de Navidad.

Gordon se había sentido eufórico al atravesar la casa, al quedarse parado junto a las camas de sus hijos, pero era una euforia teñida de una pena profunda: el saber que aquellos momentos de felicidad absoluta no podían durar; que uno no podía detener el Tiempo.

Belinda sabía a qué se refería.

—Sí —dijo—, lo he leído.

—¿Qué opinas?

—Bueno —dijo ella—. Ya no creo que sea una broma. Ni siquiera una broma de muy mal gusto.

—Mm —dijo él—. ¿Entonces qué es?

Estaban en la sala de la parte delantera de la casa con las luces atenuadas, y el tronco que ardía sobre el lecho de carbón iluminaba la habitación con una luz parpadeante naranja y amarilla.

—Creo que es un regalo de boda de verdad —le dijo Belinda a Gordon—. Es el matrimonio que no estamos teniendo. Lo malo está sucediendo allí, en la página, no aquí, en nuestras vidas. En vez de vivirlo, lo estamos leyendo, sabiendo que podría haber salido así y también que nunca lo hizo.

—¿Estás diciendo que es mágico? —no lo habría dicho en voz alta, pero era Nochebuena y las luces estaban amortiguadas.

—No creo en la magia —negó ella rotundamente—. Es un regalo de boda y creo que deberíamos guardarlo en un lugar seguro.

El veintiséis de diciembre Belinda sacó el sobre del archivador y lo puso en el joyero, que siempre mantenía cerrado con llave, donde lo dejó extendido bajo los collares y los anillos, las pulseras y los broches.

La primavera se convirtió en verano. El invierno se convirtió en primavera.

Gordon estaba exhausto. De día trabajaba para clientes, diseñando y actuando de enlace con los constructores y los contratistas; de noche solía quedarse levantado hasta tarde, trabajando por cuenta propia, diseñando museos y galerías y edificios públicos para concursos. Algunas veces sus diseños recibían menciones honoríficas y salían en revistas de arquitectura.

Belinda trabajaba más con animales grandes y eso le gustaba, visitaba a granjeros y examinaba y trataba a caballos, ovejas y vacas. Algunas veces, cuando hacía las visitas, se llevaba a los niños con ella.

Su teléfono móvil sonó cuando estaba en un prado intentando examinar a una cabra preñada que resultó que no tenía ningún deseo de que la cogieran y aún menos de que la examinaran. Se retiró de la batalla, dejando a la cabra que la miraba furiosa desde el otro lado del campo, y abrió el teléfono con el pulgar.

—¿Sí?

—¿Sabes qué?

—Hola, cariño. Hum. ¿Has ganado la lotería?

—No. Pero casi. El diseño que hice para el Museo de Patrimonio Británico ha sido preseleccionado. Todavía quedan algunos contendientes, pero la lista es muy corta.

—¡Eso es maravilloso!

—He hablado con la Sra. Fulbright y le pedirá a Sonja que nos haga de canguro esta noche. Vamos a celebrarlo.

—Genial. Te quiero —dijo ella—. Ahora tengo que volver a ocuparme de la cabra.

Bebieron demasiado champán durante una excelente cena de celebración. Esa noche en su dormitorio, mientras se quitaba los pendientes, Belinda dijo:

—¿Miramos qué pone en el regalo de boda?

Gordon la miró con gravedad desde la cama. Sólo llevaba puestos los calcetines.

—No, creo que no. Es una noche especial. ¿Por qué estropearla?

Belinda puso los pendientes en el joyero y lo cerró con llave. Luego se quitó las medias.

—Supongo que tienes razón. De todos modos, ya me imagino lo que pone. Yo estoy borracha y deprimida y tú eres un triste perdedor. Mientras tanto, estamos… bueno, la verdad es que estoy un poquitín achispada, pero eso no es lo que quiero decir. Está ahí, sin más, en el fondo del joyero, como el cuadro que había en el ático en El retrato de Dorian Gray.

—«Y sólo lo reconocieron por los anillos». Sí. Me acuerdo. Lo leímos en el colegio.

—Eso es lo que me asusta en realidad —dijo ella, poniéndose un camisón de algodón—. Que lo que hay en el papel sea el auténtico retrato de nuestro matrimonio en estos momentos y que lo que tenemos ahora no sea más que un cuadro bonito. Que eso sea real y nosotros no. Quiero decir —en ese momento hablaba muy concentrada, con la gravedad de los que están ligeramente borrachos—, ¿nunca piensas que lo nuestro es demasiado bueno para ser verdad?

Él asintió.

—A veces. Esta noche, desde luego que sí.

Ella se estremeció.

—A lo mejor sí que estoy borracha y tengo un mordisco de perro en la mejilla y tú te follas todo lo que se te pone por delante y Kevin nunca nació y… todo eso otro tan horrible.

Gordon se levantó, caminó hacia ella, la rodeó con los brazos.

—Pero no es verdad —señaló—. Esto es real. Tú eres real. Yo soy real. Ese regalo de boda es sólo un cuento. No son más que palabras.

Y la besó y la abrazó con fuerza, y ya no hablaron mucho más esa noche.

Pasaron seis largos meses hasta que se anunció que el diseño de Gordon para el Museo del Patrimonio Británico había ganado, aunque lo ridiculizaron en The Times por ser demasiado «agresivamente moderno» y en varias revistas de arquitectura por ser demasiado anticuado, y uno de los jueces le describió, en una entrevista para el Sunday Telegraph, como «un candidato que era, en cierta manera, aceptable para todos. La segunda elección de todo el mundo».

Se mudaron a Londres, tras alquilar la casa de Preston a un pintor y a su familia, porque Belinda no quería que Gordon la vendiera. Gordon trabajaba intensa y felizmente en el proyecto del museo. Kevin tenía seis años y Melanie ocho. Melanie descubrió que Londres la intimidaba, pero a Kevin le encantó. Al principio, los dos niños estaban consternados porque se habían quedado sin sus amigos y su colegio. Belinda encontró un empleo a tiempo parcial en una pequeña clínica de animales en Camden, donde trabajaba tres tardes a la semana. Echaba de menos a las vacas.

Los días en Londres se convirtieron en meses y luego en años y, a pesar de algún revés presupuestario ocasional, Gordon estaba cada vez más entusiasmado. Se acercaba el día en que empezaría la primera fase del museo.

Una noche Belinda se despertó de madrugada y observó a su marido dormido a la luz amarillo sodio de la farola que había fuera, tras la ventana de su dormitorio. Las entradas se le pronunciaban cada vez más y estaba perdiendo el pelo de la parte de atrás de la cabeza. Belinda se preguntó cómo sería su vida cuando estuviera casada con un hombre calvo. Decidió que sería muy parecida a la vida que había llevado hasta entonces. Casi siempre feliz. Casi siempre buena.

Se preguntó qué les estaría pasando a ellos en el sobre. Sentía su presencia, seca e inquietante, en el rincón del dormitorio, guardada bajo llave y a salvo. Se compadeció, de repente, de la Belinda y el Gordon atrapados en el sobre en su papel, odiándose el uno al otro y a todo lo demás.

Gordon empezó a roncar. Ella le besó, suavemente, en la mejilla y dijo, «Sssh». Él se movió y se calló, pero no se despertó. Ella se le arrimó y pronto volvió a quedarse dormida.

Después de comer, al día siguiente, en plena conversación con un importador de mármol toscano, Gordon puso cara de mucha sorpresa y se llevó una mano al pecho. Dijo, «Lo siento muchísimo», y entonces se le doblaron las rodillas y cayó al suelo. Llamaron a una ambulancia pero, cuando llegó, Gordon ya estaba muerto. Tenía treinta y seis años.

En la investigación el juez de instrucción anunció que la autopsia había demostrado que Gordon sufría del corazón por un defecto congénito. Podía haberle fallado en cualquier momento.

Los primeros tres días después de la muerte de Gordon, Belinda no sintió nada, una nada profunda y horrible. Consoló a los niños, habló con sus amigos y con los amigos de Gordon, con su familia y la familia de Gordon, aceptando sus condolencias con cortesía y delicadeza, como se aceptan regalos que no se han pedido. Escuchaba a gente que lloraba por Gordon, algo que ella todavía no había hecho. Decía todas las cosas correctas y no sentía nada en absoluto.

Melanie, que tenía once años, parecía que lo llevaba bien. Kevin abandonó los libros y los videojuegos y se quedó sentado en su dormitorio, mirando por la ventana, sin querer hablar.

El día después del funeral los padres de Belinda regresaron al campo, llevándose a los dos niños con ellos. Belinda no quiso ir. Había, dijo, demasiado que hacer.

El cuarto día después del funeral estaba haciendo la cama de matrimonio que ella y Gordon habían compartido, cuando empezó a llorar y los sollozos la atravesaron con espasmos de dolor enormes y feos y le cayeron las lágrimas del rostro a la colcha y le gotearon mocos transparentes de la nariz y se sentó en el suelo de repente, como una marioneta a la que le han cortado los hilos y lloró durante casi una hora, porque sabía que no le volvería a ver.

Se secó la cara. Luego abrió el joyero y sacó el sobre y lo abrió. Extrajo la hoja de papel de color crema y leyó las palabras cuidadosamente mecanografiadas. La Belinda del papel había tenido un accidente con el coche cuando estaba borracha y estaba a punto de perder el permiso de conducir. Ella y Gordon llevaban días sin hablarse. Él había perdido su empleo hacía unos dieciocho meses y se pasaba casi todos los días sentado sin hacer nada en la casa de Salford. Sacaban todo el dinero que tenían con el trabajo de Belinda. Melanie estaba fuera de control: Belinda, mientras limpiaba la habitación de Melanie, había encontrado un alijo de billetes de cinco y diez libras. Melanie no había dado ninguna explicación sobre cómo una niña de once años había conseguido el dinero, sólo se había encerrado en su habitación y les miraba furiosa y muda, cuando la interrogaban. Ni Gordon ni Belinda habían hecho más averiguaciones, asustados por lo que podrían haber descubierto. La casa de Salford estaba sucia y húmeda, tanto que el revoque se caía del techo a pedazos enormes que se deshacían, y los tres habían contraído feas toses bronquiales.

Belinda les compadecía.

Volvió a meter el papel en el sobre. Se preguntó cómo sería odiar a Gordon, que él la odiase. Se preguntó cómo sería no tener a Kevin en su vida, no ver sus dibujos de aviones ni oír sus interpretaciones magníficamente desafinadas de canciones populares. Se preguntó de dónde habría sacado Melanie —la otra Melanie, no su Melanie sino la Melanie que estaría allí de no haber sido por la gracia de Dios— ese dinero y se sintió aliviada de que su propia Melanie pareciera estar interesada en pocas cosas aparte del ballet y los libros de Enid Blyton.

Echaba tanto de menos a Gordon que sentía como si le estuvieran clavando algo afilado en el pecho, un pincho, quizá, o un carámbano de hielo, hecho de frío y soledad y del conocimiento de que no le volvería a ver en este mundo.

Entonces llevó el sobre abajo, a la sala, donde un fuego de carbón ardía en la chimenea, porque a Gordon le habían encantado los fuegos. Decía que una chimenea le daba vida a una habitación. A ella no le gustaban los fuegos de carbón, pero lo había encendido esa noche por rutina y por costumbre, y porque no encenderlo habría significado reconocer que, a un nivel absoluto, él no volvería jamás a casa.

Belinda se quedó mirando el fuego durante un rato, pensando en lo que tenía en la vida y en las cosas a las que había renunciado; y en si sería peor amar a alguien que ya no estaba allí o no amar a alguien que sí lo estaba.

Y entonces, al final, casi por casualidad, lanzó el sobre al fuego y observó cómo se ondulaba y se ennegrecía y prendía, observó las llamas amarillas que bailaban en medio del azul.

Pronto, el regalo de boda no era más que unas virutas negras de ceniza que bailaban con las corrientes ascendentes y subían por la chimenea, como una carta de un niño a Santa Claus, para perderse en la noche.

Belinda se recostó en la silla y cerró los ojos y esperó a que la cicatriz le brotara en la mejilla.

Así que éste es el cuento que no escribí para la boda de mis amigos. Aunque, por supuesto, no es el cuento que no escribí, ni siquiera es el cuento que me había propuesto escribir cuando lo empecé, algunas páginas atrás. El cuento que pensé que me proponía escribir era mucho más corto, mucho más como una fábula, y no acababa así. (Ya no sé cómo terminaba. Tenía algún final, pero una vez que el cuento estaba en marcha el final verdadero se hizo inevitable.)

La mayoría de los cuentos de este volumen tienen eso en común: el sitio donde acabaron llegando no era adonde yo esperaba que fuesen cuando los empecé. A veces la única forma de saber que un cuento había finalizado era cuando ya no quedaban palabras para escribir.

LEYENDO LAS ENTRAÑAS: UN RONDEL

Los editores que me piden cuentos sobre «…lo que quieras. En serio. Cualquier cosa. Simplemente escribe el cuento que siempre has querido escribir» casi nunca consiguen que les dé nada.

En este caso, Lawrence Schimel me escribió para pedirme un poema de introducción para su antología de cuentos sobre la predicción del futuro. Quería una de las formas poéticas con versos repetidos, como una villanela o un pantum, que recordase el modo en que inevitablemente llegamos a nuestro futuro.

Así que le escribí un rondel sobre los placeres y los peligros de la adivinación y puse a modo de introducción el chiste más triste de A través del espejo. No sé por qué, pero parecía un punto de partida excelente para este libro.

CABALLERÍA

Tenía una mala semana. El guión que se suponía que debía escribir no quería salir y me había pasado días delante de una pantalla blanca, escribiendo de vez en cuando una palabra como la y mirándola durante una hora más o menos, para luego, despacio, letra a letra, borrarla y escribir y o pero en su lugar. Entonces salía sin guardar los datos. Ed Kramer me llamó y me recordó que le debía un cuento para una antología sobre el Santo Grial que estaba editando con el omnipresente Marty Greenberg. Y al ver que no ocurría nada más y que este cuento estaba vivo en alguna parte de mí, dije que por supuesto.

Lo escribí en un fin de semana, un don de los dioses, fácil y con sabor a gloria. De pronto era un escritor transformado: me reía ante el peligro y escupía a los zapatos del bloqueo mental del escritor. Entonces me senté y me quedé mirando tristemente la pantalla blanca durante otra semana, porque los dioses tienen sentido del humor.

Hace varios años, en una gira para firmar libros, alguien me dio un ejemplar de un trabajo académico sobre la teoría del lenguaje feminista que comparaba y contrastaba «Caballería», «La dama de Shalott» de Tennyson y una canción de Madonna. Algún día espero escribir un cuento llamado «El hombre lobo de la Sra. Whitaker» y me pregunto qué clase de trabajos podría motivar.

Cuando hago lecturas en directo, tiendo a empezar con este cuento. Lo encuentro muy agradable y disfruto leyéndolo en voz alta.

NICHOLAS ERA…[1]

Cada Navidad recibo tarjetas de pintores. Las pintan o las dibujan ellos mismos. Son objetos hermosos, monumentos a la creatividad inspirada.

Cada Navidad me siento insignificante y avergonzado y sin talento.

Así que un año escribí esto, lo escribí pronto para Navidad. Dave McKean lo caligrafió con elegancia y se lo envié a todos los que se me ocurrieron. Mi tarjeta.

Tiene exactamente 100 palabras (102, incluyendo el título) y fue publicada por primera vez en Drabble II, una colección de cuentos de 100 palabras. No dejo de pensar que quiero hacer otro cuento para una tarjeta de Navidad, pero siempre estamos a 15 de diciembre cuando me acuerdo, así que lo dejo para el año siguiente.

EL PRECIO

Mi agente literaria, la Sra. Merrilee Heifetz de Nueva York, es una de las mejores personas del mundo y sólo una vez, si mal no recuerdo, me ha sugerido que debería escribir un libro en particular. Esto fue hace algún tiempo. «Escucha» —dijo—, «los ángeles tienen mucho éxito hoy en día y a la gente siempre le gustan los libros sobre gatos, así que he pensado, “¿No estaría bien que alguien escribiese un libro sobre un gato que fuese un ángel o un ángel que fuese un gato a algo así?”»

Estuve de acuerdo en que era una idea comercial sólida y dije que lo pensaría. Por desgracia, para cuando por fin había acabado de pensarlo, los libros sobre ángeles eran el último grito de hacía dos años. Aun así, la idea estaba sembrada y un día escribí este cuento.

(Para los curiosos: al final una mujer joven se enamoró del Gato Negro y él se fue a vivir con ella, y la última vez que lo vi tenía el tamaño de un puma muy pequeño y, que yo sepa, sigue creciendo. Dos semanas después de que se marchara el Gato Negro, un gato atigrado marrón llegó y se instaló en el porche. Mientras escribo esto, está durmiendo sobre el respaldo del sofá a pocos metros de mí.)

Ahora que me acuerdo, quisiera aprovechar la oportunidad para agradecerle a mi familia que me haya dejado ponerla en este cuento y, lo que es más importante, que me haya dejado tranquilo para escribir y que a veces haya insistido en que saliera a divertirme.

EL PUENTE DEL TROLL

Este cuento fue nominado para el Premio World Fantasy de 1994, aunque no lo ganó. Lo escribí para Snow White, Blood Red («Blancanieves, rojasangres»), de Ellen Datlow y Terri Windling, una antología de versiones de cuentos de hadas para adultos. Elegí el cuento de «The Three Billy Goats Gruff» («La pelea de los tres machos cabríos»). Si Gene Wolfe, uno de mis escritores favoritos (y, se me ocurre ahora, otra persona que escondió un cuento en una introducción), no hubiese tomado el título muchos años antes, lo habría llamado «Trip Trap».

NO LE PREGUNTÉIS A JACK

Lisa Snellings es una escultora excepcional. Este cuento lo escribí al respecto de la primera de sus esculturas que vi y de la que me enamoré: un demoníaco muñeco a resorte de una caja de sorpresas. Me dio una copia y me ha prometido que me dejará el original en su testamento. Cada una de sus esculturas es como un cuento, inmovilizado en madera o yeso. (Tengo una en la repisa de la chimenea de una chica alada dentro de una jaula que ofrece a los que pasan junto a ella una pluma de sus alas mientras su captor duerme; sospecho que ésta es una novela. Ya veremos.)

EL ESTANQUE DE LOS PECES DE COLORES Y OTROS CUENTOS

La técnica de la escritura me fascina. Empecé este cuento en 1991. Escribí tres páginas y entonces, como me sentía demasiado próximo al material, lo abandoné. Por fin, en 1994, decidí terminarlo para una antología que Janet Berliner y David Copperfield iban a editar. Lo escribí de cualquier manera en un ordenador portátil Atari Portfolio maltrecho, en aviones y en coches y en habitaciones de hotel, sin ningún orden, anotando conversaciones y reuniones imaginarias hasta que estaba casi seguro de que lo había escrito todo. Entonces ordené el material que tenía y me quedé asombrado y encantado de que funcionase.

Parte de este cuento es verdad.

TRÍPTICO: DEVORADO (ESCENAS DE UNA PELÍCULA), EL CAMINO BLANCO, REINA DE CUCHILLOS

Durante un periodo de varios meses hace algunos años, escribí tres poemas narrativos. Cada cuento trataba de violencia, de hombres y mujeres, de amor. El primero que escribí fue un tratamiento para una película pornográfica de terror, escrito estrictamente en pentámetros yámbicos, que llamé «Devorado (Escenas de una película)». Era bastante extremado (y me temo que no está reimpreso en este volumen). El segundo era una versión de una serie de viejos relatos populares ingleses llamado «El camino blanco». Era tan extremado como los cuentos en los que se basaba. El último que escribí fue un relato sobre mis abuelos maternos y sobre magia escénica. Era menos extremado, pero, espero, tan inquietante como los cuentos que lo precedían en la secuencia. Me sentía orgulloso de los tres. Los caprichos del mundo editorial hicieron que fueran publicados a lo largo de varios años, así que cada uno de ellos salió en una antología de lo mejor del año: escogieron los tres para la Year’s Best Fantasy and Horror («Los mejores relatos de fantasía y horror del año») americana, uno para la Year’s Best Horror («Los mejores relatos de horror del año») inglesa y uno, que en cierto modo me sorprendió, lo solicitaron para una colección internacional del mejor erotismo.

EL CAMINO BLANCO

Hay dos cuentos que me han obsesionado e inquietado durante años, cuentos que me han atraído y repelido desde que me topé con ellos cuando era pequeño. Uno es el relato de Sweeney Todd, «el barbero diabólico de Fleet Street». El otro es el relato del Sr. Zorro, una especie de versión inglesa de Barbazul.

Esta adaptación me la inspiraron unas variantes del cuento que encontré en The Penguin Book of English Folktales («El libro Penguin de los cuentos populares ingleses»), editado por Neil Philip. En concreto, se trataba de «La historia del Sr. Zorro» y las notas que lo siguen, y una versión del cuento llamado «Sr. Foster», donde encontré la imagen del camino blanco y el modo en que el pretendiente de la chica dejó su rastro hasta su casa horripilante.

En el cuento del Sr. Zorro, el estribillo «No fue así, no es así y Dios quiera que no sea así» se repite como una letanía, durante la narración de todos los horrores que la prometida del Sr. Zorro afirma haber visto en un sueño. Al final tira el dedo ensangrentado, o la mano, que se llevó de la casa y demuestra que lo que ha dicho era cierto. Entonces la historia del Sr. Zorro ha terminado de verdad.

También trata de los extraños cuentos populares chinos y japoneses en los que, al final, todo se reduce a los zorros.

REINA DE CUCHILLOS

Este cuento, como mi novela gráfica Mr. Punch, es lo bastante fiel a la verdad como para haberme visto obligado, en ciertas ocasiones, a explicar a algunos de mis parientes que en realidad no sucedió. Bueno, al menos no así.

CAMBIOS

Lisa Tuttle me telefoneó un día para pedirme un cuento para una antología que estaba editando sobre el sexo masculino y femenino. Siempre me ha encantado la ciencia ficción como medio de comunicación y, cuando era joven, estaba seguro de que llegaría a ser un escritor de ciencia ficción. La verdad es que nunca lo fui. La primera vez que se me ocurrió la idea para este cuento, hace casi una década, era una serie de relatos enlazados que habrían formado una novela que exploraba el mundo de la reflexión sobre el sexo. Sin embargo, nunca escribí ninguno de esos relatos. Cuando Lisa me llamó, se me ocurrió que podía coger el mundo que me había imaginado y contar su historia del mismo modo en que Eduardo Galeano contó la historia de las Américas en su trilogía Memoria del fuego.

En cuanto hube acabado el cuento, se lo enseñé a una amiga, que dijo que sonaba como un esquema para una novela. Lo único que pude hacer fue felicitarla por su perspicacia. No obstante, a Lisa Tuttle le gustó y a mí también.

LA HIJA DE LOS BÚHOS

John Aubrey, el coleccionista e historiador del siglo XVII, es uno de mis escritores favoritos. Sus escritos contienen una mezcla poderosa de credulidad y erudición, de anécdota, evocación y conjetura. Al leer la obra de Aubrey, se tiene la sensación inmediata de que se trata de una persona real que habla del pasado de un modo que trasciende los siglos: una persona agradable e interesantísima. También me gusta su ortografía. Intenté escribir este cuento de varias formas distintas y nunca me satisfizo. Entonces se me ocurrió escribirlo como si lo hubiera hecho Aubrey.

LA VIEJA PECULIAR SHOGGOTH

El tren nocturno que va de Londres a Glasgow es un tren con coches-cama que llega a su destino hacia las cinco de la mañana. Cuando me bajé del tren, caminé hasta el hotel de la estación y entré. Pensaba cruzar el vestíbulo hasta la recepción y pedir una habitación, entonces pensaba dormir un poco más y, luego, cuando todo el mundo estuviera levantado, tenía planeado pasarme los próximos dos días en el congreso de ciencia ficción que se celebraba en el hotel. Oficialmente, iba a cubrirlo para un periódico nacional.

De camino a la recepción, pasé junto al bar, que hubiera estado vacío de no haber sido por un camarero desconcertado y un fan inglés llamado John Jarrold que, como Aficionado Invitado de Honor de la convención, tenía barra libre y la estaba aprovechando mientras otros dormían.

Así que me paré a hablar con John y nunca llegué a la recepción. Nos pasamos las siguientes cuarenta y ocho horas charlando, contando chistes e historias y destrozando con gran entusiasmo todo lo que recordábamos de Ellos y ellas en las primeras horas de la madrugada siguiente, cuando el bar se había empezado a vaciar otra vez. Hubo un momento en ese bar en que tuve una conversación con el difunto editor inglés de ciencia ficción Richard Evans, conversación que, seis años después, se empezaría a convertir en Neverwhere.

Ya no recuerdo por qué John y yo comenzamos a hablar sobre Cthulhu con las voces de Peter Cook y Dudley Moore, ni por qué decidí darle una conferencia a John sobre el estilo prosístico de H. P. Lovecraft. Sospecho que tenía algo que ver con la falta de sueño.

Hoy en día, John Jarrold es un respetable editor y un baluarte de la industria editorial británica. Algunas de las partes centrales de este cuento nacieron en aquel bar, con John y conmigo haciendo de Pete y Dud en los papeles de personajes de H. P. Lovecraft. Mike Ashley fue el editor que me engatusó para que las convirtiera en un cuento.

VIRUS

Este cuento lo escribí para Digital Dreams («Sueños digitales») de David Barrett, una antología de ficción informática. Ya no juego a muchos videojuegos. Cuando lo hacía, me di cuenta de que los juegos tendían a ocupar áreas de mi cabeza. Caían bloques u hombrecitos corrían y saltaban detrás de mis párpados cuando me iba a dormir. En general solía perder, incluso cuando jugaba con mi mente. Este cuento surgió de aquello.

BUSCANDO A LA CHICA

Este cuento me lo encargó Penthouse para el número de su vigésimo aniversario, en enero de 1985. Durante los dos años anteriores había estado sobreviviendo como joven periodista en las calles de Londres a base de entrevistar a celebridades para Penthouse y Knave, dos revistas «porno» inglesas, mucho más insulsas que sus equivalentes americanas; bien mirado, fue muy instructivo.

Una vez le pregunté a una modelo si sentía que la estaban explotando. «¿A mí?», dijo. Se llamaba Marie. «Me pagan bien, cielo. Y es mejor que trabajar en el turno de noche en una fábrica de galletas de Bradford. Te diré a quién están explotando. A todos esos tíos que la compran. Los que se hacen pajas por mí cada mes. A ellos les están explotando». Creo que este cuento empezó con aquella conversación.

Estaba satisfecho con el cuento cuando lo escribí: era la primera obra de ficción que había escrito que sonaba de algún modo a mí y no como si la hubiera escrito haciendo de otra persona. Me estaba acercando a un estilo. Para reunir datos para el cuento, fui a las oficinas de Docklands de Penthouse U.K. y allí hojeé veinte años de revistas encuadernadas. En el primer Penthouse salía mi amiga Dean Smith. Dean era maquilladora de Knave y resulta que había sido la primerísima Chica del Año de Penthouse en 1965. Robé la nota publicitaria de Charlotte de 1965 directamente de la de Dean, lo de «individualista renaciente» y todo eso. Las últimas noticias que tuve fueron que Penthouse estaba buscando a Dean para su celebración del vigesimoquinto aniversario. Ella había desaparecido. Salió en todos los periódicos.

Se me ocurrió, mientras miraba las dos décadas de Penthouse, que Penthouse y otras revistas como ésa no tenían absolutamente nada que ver con las mujeres y lo tenían absolutamente todo que ver con las fotografías de mujeres. Ése fue el otro punto de partida del cuento.

SÓLO EL FIN DEL MUNDO OTRA VEZ

Steve Jones y yo somos amigos desde hace quince años. Incluso editamos juntos un libro de poemas inmundos para niños. Esto significa que puede llamarme y decirme cosas como: «Estoy haciendo una antología de relatos ambientados en Innsmouth, el pueblo ficticio de H. P. Lovecraft. Escríbeme uno».

Este cuento surgió de unas cuantas cosas que cuajaron (de ahí es de donde los escritores sacamos nuestras ideas, por si os lo estabais preguntando). Una de esas cosas fue el libro del difunto Roger Zelazny, A Night in the Lonesome October («Una noche en el octubre solitario»), que hace pasar un buen rato al lector con diversos personajes típicos del horror y de la fantasía: Roger me había dado un ejemplar de su libro unos meses antes de que yo escribiera este cuento y lo disfruté enormemente. En esa misma época más o menos, estaba leyendo un informe sobre el juicio a un hombre lobo francés que se celebró hace 300 años. Me di cuenta, mientras leía el testimonio de un testigo, de que el informe de ese juicio había inspirado el maravilloso relato de Saki Gabriel-Ernest y también la novela corta de James Branch Cabell The White Robe («El manto blanco»), pero que tanto a Saki como a Cabell los habían educado demasiado bien como para que usaran el tema de los dedos vomitados, una prueba clave en el juicio. Lo que significaba que entonces todo dependía de mí.

Larry Talbot era el nombre del hombre lobo original, el que se encontró con Abbott y Costello.

LOBO DE BAHÍA

Ahí estaba ese Steve Jones otra vez. «Quiero que me escribas uno de tus poemas cuento. Tiene que ser un cuento policíaco, ambientado en un futuro próximo. Quizá podrías utilizar el personaje de Larry Talbot de “Sólo el fin del mundo otra vez”».

Daba la casualidad de que acababa de escribir en colaboración una adaptación a la pantalla de Beowulf, el antiguo poema narrativo inglés, y estaba ligeramente sorprendido por la cantidad de gente que, al entenderme mal, parecía pensar que acababa de escribir un episodio de Los vigilantes de la playa[2]. Así que empecé a escribir una versión de Beowulf como si fuera un episodio futurista de Los vigilantes de la playa para una antología de cuentos policíacos. Me parecía que era lo único sensato.

Mirad, yo no os hago sentir mal por los sitios de donde sacáis vuestras ideas.

SE LO PODEMOS HACER AL POR MAYOR

Si los cuentos de este libro estuviesen en orden cronológico y no en la especie de orden extraño y caprichoso de «bueno, creo que así queda bien» en que los he puesto, éste sería el primero del libro. Una noche de 1983 me quedé dormido escuchando la radio. Cuando me dormí, estaba escuchando un programa sobre la compra al por mayor; cuando me desperté, estaban hablando sobre asesinos a sueldo. De ahí es de donde surgió el cuento.

Había estado leyendo muchos cuentos de John Collier antes de escribir esto. Al releerlo varios años después, vi que era un cuento de John Collier. No era tan bueno como un buen cuento de John Collier, ni estaba escrito tan bien como escribía él; pero aun así sigue siendo un cuento de Collier y no me había fijado cuando lo estaba escribiendo.

Una vida, amueblada con Moorcock de la primera época

Cuando me pidieron que escribiese un cuento para una antología sobre las historias de Elric de Michael Moorcock, opté por escribir uno sobre un niño muy parecido al que yo fui y su relación con la ficción. Dudaba que pudiese decir algo sobre Elric que no fuera un pastiche pero, cuando tenía doce años, los personajes de Moorcock eran tan reales para mí como cualquier otra cosa de mi vida y muchísimo más que, bueno, las clases de geografía, para empezar.

—De todos los cuentos de la antología, los que más me gustaron fueron el tuyo y el de Tad Williams —dijo Michael Moorcock cuando me topé con él en Nueva Orleans varios meses después de haberlo terminado—. Y me gustó más el suyo porque salía Jimi Hendrix.

El título lo robé de un cuento de Harlan Ellison.

COLORES FRÍOS

Con los años, he trabajado en varios medios de comunicación. A veces la gente me pregunta cómo sé a qué medio pertenece una idea. En general, surgen como cómics o películas o poemas o prosa o novelas o cuentos o lo que sea. Sabes de antemano lo que estás escribiendo.

Por otra parte, esto era sólo una idea. Quería decir algo sobre esas máquinas infernales, los ordenadores, y la magia negra y algo sobre el Londres que había observado a finales de los ochenta, un periodo de exceso económico y bancarrota moral. No parecía ser un cuento o una novela, así que lo intenté como poema y funcionó muy bien.

Para The Time Out Book of London Short Stories («El libro de Time Out de cuentos de Londres») lo reescribí en prosa y dejé muy perplejos a muchos lectores.

EL BARRENDERO DE SUEÑOS

Éste empezó con una estatua de Lisa Snellings de un hombre que se apoyaba en una escoba. Se veía claramente que se trataba de algún tipo de conserje. Me pregunté de qué tipo y de ahí es de donde surgió este cuento.

PARTES FORÁNEAS

Éste es otro de mis primeros cuentos. Lo escribí en 1984 e hice la versión final (una capa rápida de pintura y un poco de relleno en las grietas más feas) en 1989. En 1984 no lo pude vender (a las revistas de ciencia ficción no les gustaba el sexo, a las revistas de sexo no les gustaba la enfermedad). En 1987 me pidieron si lo querría vender para una antología de relatos eróticos de ciencia ficción, pero no acepté. En 1984 había escrito un cuento sobre una enfermedad venérea. El mismo cuento parecía decir cosas distintas en 1987. El cuento en sí tal vez no había cambiado, pero el panorama que lo rodeaba se había alterado extraordinariamente: me estoy refiriendo al SIDA y, tanto si ésa había sido mi intención como si no, el cuento también lo hacía. Si pensaba reescribirlo, tendría que tener el SIDA en cuenta y no podía hacerlo. Era demasiado grande, demasiado desconocido, demasiado difícil de controlar. Sin embargo, en 1989, el panorama cultural había vuelto a cambiar y lo había hecho hasta tal punto que me resultaba, si no cómodo, sí menos incómodo sacar el cuento del armario, cepillarlo, limpiarle las manchas de la cara y mandarlo fuera para que conociera a la gente buena. Así que, cuando el editor Steve Niles me preguntó si tenía algo inédito para su antología Words Without Pictures («Palabras sin imágenes»), le di esto.

Podría decir que no era un cuento sobre el SIDA, pero estaría mintiendo, al menos en parte. Además, hoy en día el SIDA parece haberse convertido, para bien o para mal, en sólo otra enfermedad del arsenal de Venus.

La verdad, creo que el cuento trata sobre todo de la soledad, la identidad y, quizá, los placeres de abrirse camino en la vida.

SEXTINA DE VAMPIROS

Ésta es mi única sextina satisfactoria (una composición poética en la que las palabras finales de cada uno de los primeros seis versos se repiten con distinto orden en las estrofas siguientes y en una última estrofa de tres versos). Se publicó por primera vez en Fantasy Tales («Relatos fantásticos») y se reimprimió en el Mammoth Book of Vampires («El gran libro de los vampiros») de Steve Jones. Durante años ésta fue mi única obra de ficción sobre vampiros.

RATÓN

Este cuento lo escribí para la antología sobre supersticiones Touch Wood («Toca madera»), editada por Pete Crowther. Siempre había querido escribir un cuento de Raymond Carver; él hacía que pareciera tan fácil. Escribir este cuento me enseñó que no lo era.

Me temo que sí que llegué a escuchar el programa de radio mencionado en el texto.

EL CAMBIO DEL MAR

Escribí esto en el piso de arriba de una casa diminuta de Earls Court que antiguamente había sido una caballeriza. Me lo inspiró una estatua de Lisa Snellings y el recuerdo de la playa de Portsmouth de cuando era niño: el rumor que hace el mar cuando las olas retroceden sobre los guijarros, arrastrándolos. En aquellos momentos, estaba escribiendo la última parte de The Sandman, que se llamaba La tempestad, y partes de la obra de Shakespeare resuenan también en este cuento, tal como lo hacían entonces en mi cabeza.

CUANDO FUIMOS A VER EL FIN DEL MUNDO POR DAWNIE MORNINGSIDE, 11 1/4 AÑOS.

Alan Moore (que es uno de los mejores escritores y una de las mejores personas que conozco) y yo nos sentamos un día en Northampton y empezamos a hablar de crear un lugar donde nos gustaría ambientar nuestros cuentos. Este cuento está ambientado en ese lugar. Un día los buenos ciudadanos y los honrados vecinos de Northampton quemarán a Alan por brujo y será una gran pérdida para el mundo.

VIENTO DEL DESIERTO

Un día llegó una cassette de Robin Anders, más conocido como el batería del grupo Boiled in Lead, con una nota que decía que quería que le escribiese algo sobre uno de los temas de la cinta. Se llamaba «Desert Wind» («Viento del desierto»). Esto es lo que escribí.

DEGUSTACIONES

Tardé cuatro años en escribir este cuento. No porque estuviese afinando y puliendo cada adjetivo, sino porque me daba vergüenza. Escribía un párrafo y luego lo dejaba hasta que me había desaparecido el rubor de las mejillas. Entonces, cuatro o cinco meses después, volvía al cuento y escribía otro párrafo. Lo empecé para Off Limits: Tales of Alien Sex («Fuera de los límites: Relatos de sexo alienígena»), de Ellen Datlow, una antología de ciencia ficción erótica. No lo acabé a tiempo para esa antología, así que seguí escribiendo para la continuación. Hice otra página más o menos antes de que también se acabara el plazo para la continuación. En algún momento, telefoneé a Ellen Datlow y la avisé de que, en el caso eventual de mi muerte prematura, había un cuento pornográfico a medio acabar en mi disco duro en un archivo llamado DATLOW, y también de que no se trataba de nada personal. Pasaron dos plazos más para antologías y, cuatro años después del primer párrafo, lo terminé y Ellen Datlow y su cómplice en el crimen, Terri Windling, lo aceptaron para Sirens («Sirenas»), su colección de cuentos de fantasía erótica.

Casi todo este cuento surgió al preguntarme por qué la gente que sale en las obras de ficción no parece que hablen nunca cuando están haciendo el amor o ni siquiera cuando se acuestan con alguien. No creo que sea erótico, pero cuando el cuento por fin estuvo acabado dejó de hacerme sentir incómodo.

PASTELES DE BEBÉ

Una fábula, escrita para una publicación en beneficio de la Gente por el Trato Ético de los Animales (GTEA). Creo que dice lo que pretendo. Es la única cosa que he escrito en mi vida que me ha inquietado. El año pasado bajé al primer piso y me encontré a mi hijo escuchando Aviso: contiene lenguaje, mi CD de palabras habladas. «Pasteles de bebé» empezó cuando yo llegaba y me sorprendí al oír una voz que apenas reconocía como la mía y que leía esto en voz alta.

A propósito, llevo una chaqueta de cuero y como carne, pero tengo buena mano con los bebés.

MISTERIOS DE UN ASESINATO

Cuando se me ocurrió la idea para este cuento, se llamaba «Ciudad de Ángeles». Sin embargo, hacia el momento en que empecé a escribirlo, apareció un espectáculo de Broadway con ese título, así que, al acabar el cuento, le puse otro nombre.

Escribí «Misterios de un asesinato» para Jessie Horsting de la revista Midnight Graffiti para una antología en rústica que también se llamaba, casualmente, Midnight Graffiti. Pete Atkins, a quien envié por fax una versión tras otra a medida que las iba reescribiendo, fue inestimable como caja de resonancia y dechado de paciencia y buen humor.

Intenté jugar limpio con la parte policíaca del cuento. Hay pistas por todas partes. Hay una incluso en el título.

NIEVE, CRISTAL, MANZANAS

Éste es otro cuento que comenzó a vivir a partir del Penguin Book of English Folktales de Neil Philip. Lo estaba leyendo en la bañera y me topé con un cuento que ya debía de haber leído mil veces. (Aún conservo la versión ilustrada que tenía a los tres años.) No obstante, esa lectura número mil y uno fue la que me cautivó y empecé a pensar en el cuento, de principio a fin y al revés. Me rondó por la cabeza durante unas semanas y entonces, en un avión, empecé a escribirlo a mano. Cuando el avión aterrizó, ya tenía dos tercios escritos, así que me registré en el hotel y me senté en una silla en un rincón de la habitación y continué escribiendo hasta que lo terminé.

Lo publicó DreamHaven Press en un folleto de edición limitada cuyos beneficios eran para el Fondo para la Defensa Legal de los Cómics (una organización que defiende los derechos de la Primera Enmienda de los creadores, editores y vendedores de cómics). Poppy Z. Brite lo reimprimió en su antología Love in Vein II («Vetas de amor II»).

Me gusta pensar en este cuento como si fuera un virus. Una vez leído, quizá nunca se pueda volver a leer el cuento original del mismo modo.

Me gustaría darle las gracias a Greg Ketter, cuya editorial DreamHaven Press publicó varios de estos cuentos en Angels and Visitations («Ángeles y apariciones»), una antología de ficción, reseñas, periodismo y cosas que yo había escrito, y que publicó otros cuentos en dos folletos en beneficio del Fondo para la Defensa Legal de los Cómics.

Quiero darle las gracias a la multitud de editores que me encargaron, aceptaron y reimprimieron los diversos cuentos de este libro, y a todos los que hicieron las lecturas preliminares (ya sabéis quiénes sois) que soportaron el que les entregara los cuentos, se los enviara por fax o por e-mail, que leyeron todo lo que les enviaba y que me dijeron, a menudo muy claramente, lo que había que arreglar. A todos ellos, gracias. Jennifer Hershey guió este libro desde que era una idea hasta que se hizo realidad con paciencia, encanto y sabiduría editorial. Nunca se lo podré agradecer bastante.

Todos estos cuentos son una reflexión de o sobre algo y no son más sólidos que una bocanada de humo. Son mensajes de la Tierra del Espejo y cuadros en las nubes cambiantes: humo y espejos, no son más que eso. Pero disfruté escribiéndolos y ellos, a su vez, me gusta imaginar, agradecen que alguien los lea.

Bienvenidos.

—Neil Gaiman,

Diciembre de 1997