UNA VIDA, AMUEBLADA CON MOORCOCK DE LA PRIMERA ÉPOCA

El príncipe pálido y albino alzó su gran espada negra.

—Ésta es Tormentosa —dijo—, y se beberá tu alma.

La princesa suspiró.

—¡Muy bien! —dijo—. Si eso es lo que necesitas para conseguir la energía para luchar contra los Guerreros Dragones, entonces debes matarme y dejar que tu ancha espada se alimente de mi alma.

—No quiero hacerlo —le dijo él.

—No importa —dijo la princesa, y entonces se rasgó el vestido ligero que llevaba y le ofreció su pecho—. Aquí está mi corazón —dijo, señalando con el dedo—, y aquí es donde debes clavarla.

Nunca había pasado de aquel punto. Lo había escrito el día en que le habían dicho que le iban a poner en un curso más alto y, después de eso, ya no tenía mucho sentido. Había aprendido a no intentar continuar las historias de un año para otro. Ya tenía doce años.

Sin embargo, era una lástima.

El título del trabajo había sido «Un encuentro con mi personaje literario favorito», y él había escogido a Elric. Había pensado en Corum o Jerry Cornelius o incluso Conan el Bárbaro, pero Elric de Melniboné ganó claramente, como siempre hacía.

Richard había leído Portadora de tormentas por primera vez hacía tres años, a la edad de nueve años. Había ahorrado para comprarse un ejemplar de La ciudadela cantora (al acabarlo, decidió que era una especie de estafa: sólo había una historia de Elric), y luego le pidió dinero prestado a su padre para comprar La hechicera dormida, que había encontrado en un expositor giratorio cuando estaban de vacaciones en Escocia el verano anterior. En La hechicera dormida, Elric se encontraba con Erekosë y Corum, dos aspectos más del Campeón Eterno, y los tres se unían.

Al acabar el libro, Richard se dio cuenta de que eso significaba que los libros de Corum y los libros de Erekosë e incluso los libros de Dorian Hawkmoon eran en realidad libros de Elric, así que empezó a comprarlos y a disfrutar con ellos.

No obstante, no eran tan buenos como Elric. Él era el mejor.

A veces se sentaba y dibujaba al príncipe albino, intentando que le saliera bien. Ninguno de los dibujos de Elric de las portadas de los libros se parecía al que vivía en su cabeza. Dibujaba a los Elrics con una pluma estilográfica en los cuadernos escolares nuevos que había conseguido mediante engaños. En la portada escribía su nombre: RICHARD GREY. NO ROBAR.

A veces pensaba que debería acabar de escribir su historia de Elric. Tal vez podría incluso venderla a una revista. Pero, ¿y si Moorcock lo descubría? ¿Y si se metía en un lío?

La clase era grande y estaba llena de pupitres de madera. Cada pupitre estaba grabado y marcado y manchado de tinta por su ocupante, un proceso importante. Había una pizarra en la pared y en ella había un dibujo a tiza: una representación bastante exacta de un pene que apuntaba a un dibujo con forma de Y, que pretendía representar los genitales femeninos.

La puerta de abajo se cerró de un golpe y alguien subió las escaleras corriendo.

—Grey, tarado, ¿qué haces aquí arriba? Teníamos que estar en el Acre Bajo. Hoy te toca jugar a fútbol.

—¿Ah, sí? ¿Me toca?

—Lo anunciaron en la reunión de esta mañana. Y la lista está en el tablón de anuncios de deportes —J. B. C. MacBride tenía el pelo rubio rojizo, llevaba gafas y era sólo un poco más organizado que Richard Grey. Había dos J. MacBrides y por eso él alineaba toda la colección de iniciales.

—Ah.

Grey cogió un libro (Tarzán en el centro de la Tierra) y salió tras él. Las nubes eran de un gris oscuro y prometían lluvia o nieve.

La gente siempre estaba anunciando cosas de las que él no se daba cuenta. Llegaba a clases vacías, se perdía partidos organizados, llegaba al colegio en días en que los otros niños se habían ido a casa. A veces, tenía la sensación de vivir en un mundo distinto al de todos los demás.

Fue a jugar a fútbol, con Tarzán en el centro de la Tierra metido por detrás de sus shorts de fútbol azules y ásperos.

Odiaba las duchas y los baños. No entendía por qué tenían que ducharse y también bañarse, pero así eran las cosas.

Estaba congelado, y no se le daban bien los deportes. Empezaba a convertirse en una cuestión de orgullo perverso el que, en los años que llevaba en el colegio, no hubiera marcado un gol ni se hubiera anotado una carrera ni eliminado a nadie ni hubiera hecho casi nada excepto ser la última persona que se escogía cuando se formaban los equipos.

Elric, el orgulloso príncipe pálido de los melniboneses, nunca habría tenido que quedarse en un campo de fútbol en pleno invierno, deseando que se acabase el partido.

El cuarto de las duchas estaba lleno de vapor, y él tenía el interior de los muslos irritado y rojo. Los niños hacían cola, desnudos y temblando, esperando a meterse bajo las duchas y luego en los baños.

El Sr. Murchison, los ojos salvajes y el rostro curtido y arrugado, viejo y casi calvo, estaba en los vestuarios dirigiendo a los niños para que se metieran bajo la ducha, luego salieran y fueran a los baños.

—Eh, tú, qué niño tan tonto, Jamieson, a la ducha, Jamieson. Atkinson, no seas crío, métete debajo como es debido. Smiggings, al baño. Goring, ocupa su sitio en la ducha…

Las duchas estaban demasiado calientes. Los baños estaban helados y turbios.

Cuando el Sr. Murchison no estaba cerca, los niños se daban con las toallas, bromeaban sobre sus penes, sobre quién tenía vello púbico, quién no.

—No seas idiota —dijo entre dientes alguien que estaba cerca de Richard—. ¿Y si el Murch vuelve? Te matará —se oyeron risitas nerviosas.

Richard se giró y miró. Un chico mayor tenía una erección, se estaba frotando arriba y abajo con la mano lentamente bajo la ducha, y la exponía con orgullo a los demás niños.

Richard se apartó.

Falsificar era demasiado fácil.

Richard hacía una imitación pasable de la firma del Murch, por ejemplo, y una versión excelente de la letra y la firma del profesor encargado de su grupo. El profesor que se encargaba de su grupo era un hombre alto, calvo y seco llamado Trellis. Se tenían aversión desde hacía años.

Richard usaba las firmas para conseguir cuadernos en blanco de la papelería, donde daban papel, lápices, bolígrafos y reglas al presentar una nota firmada por un profesor.

Richard escribía cuentos y poemas y hacía dibujos en los cuadernos.

Después del baño, Richard se secó con la toalla y se vistió deprisa; tenía un libro al que volver, un mundo perdido al que regresar.

Salió del edificio despacio, la corbata torcida, el faldón de la camisa agitándose, leyendo sobre Lord Greystoke y preguntándose si de verdad había un mundo dentro del mundo donde volaban dinosaurios y nunca era de noche.

La luz del día empezaba a desaparecer, pero aún quedaban unos cuantos niños fuera del colegio, jugando con pelotas de tenis, y un par jugaban a los chinos junto al banco. Richard estaba apoyado contra la pared de ladrillo rojo y leía, el mundo exterior cerrado, las indignidades de los vestuarios olvidadas.

—Eres una vergüenza. Grey.

¿Yo?

—Mírate. Llevas la corbata completamente torcida. Eres una vergüenza para el colegio. Eso es lo que eres.

El chico se llamaba Lindfield, estaba dos cursos por encima de él, pero ya era tan alto como un adulto.

—Mírate la corbata. En serio, mírala.

Lindfield tiró de la corbata verde de Richard, tiró fuerte, dejando un nudo pequeño y apretado.

—Patético.

Lindfield y sus amigos se fueron.

Elric de Melniboné estaba de pie junto a las paredes de ladrillo rojo del edificio del colegio, mirándole. Richard tiró del nudo de la corbata, intentando aflojarlo. Le estaba lastimando la garganta.

Buscaba a tientas por el cuello.

No podía respirar; pero no era eso lo que le preocupaba, sino ponerse en pie. Richard había olvidado de repente cómo ponerse en pie. Fue un alivio descubrir lo blando que se había vuelto el camino de ladrillos donde estaba cuando éste subió lentamente para abrazarle.

Estaban de pie juntos bajo el cielo nocturno adornado de miles de estrellas enormes, cerca de las ruinas de lo que podría haber sido en otro tiempo un templo antiguo.

Los ojos de rubí de Elric le miraban. Se parecían, pensó Richard, a los ojos de un conejo blanco especialmente feroz que Richard había tenido, antes de que royera el alambre de la jaula y huyera al campo de Sussex para aterrorizar a zorros inocentes. Tenía la piel totalmente blanca; su armadura, ornamentada y elegante, cubierta de diseños intrincados, era totalmente negra. Su pelo blanco y fino revoloteaba alrededor de sus hombros como si hubiera una brisa, pero el aire estaba quieto.

¿Así que quieres ser compañero de héroes? —preguntó. Su voz era más dulce de lo que Richard se había imaginado.

Richard asintió.

Elric le puso un dedo largo bajo la barbilla a Richard, le alzó el rostro. Ojos de sangre, pensó Richard. Ojos de sangre.

Tú no eres ningún compañero, chico —dijo en el Habla Alta de Melniboné.

Richard siempre había sabido que entendería el Habla Alta cuando la oyera, aunque siempre hubiese estado flojo en latín y francés.

Bueno, ¿qué soy, entonces? —preguntó—. Dímelo, por favor. Por favor…

Elric no contestó. Se alejó de Richard y entró en el templo en ruinas.

Richard corrió tras él.

Dentro del templo, Richard encontró una vida que le estaba esperando, lista para que se la pusiera y la viviera y, dentro de esa vida, había otra. Cada vez que se probaba una vida, se metía en ella y ésta tiraba de él más adentro, alejándole del mundo de donde venía; una a una, existencia tras existencia, ríos de sueños y campos de estrellas, un halcón con un gorrión en las garras vuela bajo sobre la hierba y aquí hay personas diminutas e intrincadas que esperan a que él les llene la cabeza de vida, y pasan miles de años y está ocupado con un trabajo extraño de gran importancia y belleza intensa, y le aman y le honran, y entonces un tirón fuerte y es…

… fue como subir del fondo de la parte honda de una piscina. Aparecieron estrellas sobre él y cayeron y se disolvieron en azules y verdes, y fue con una profunda sensación de decepción que se convirtió en Richard Grey y volvió a ser él mismo, lleno de una emoción desconocida. La emoción era específica, tan específica que se sorprendió, más tarde, al darse cuenta de que no tenía un nombre propio: una sensación de indignación y pesar por haber tenido que regresar a algo que había creído acabado desde hacía tiempo y abandonado y olvidado y muerto.

Richard estaba tendido en el suelo y Lindfield le estaba tirando del nudo diminuto de la corbata. Había otros chicos alrededor, rostros que le miraban, preocupados, intranquilos, asustados.

Lindfield aflojó la corbata. Richard hizo un esfuerzo para coger aire, lo tomó de un trago, lo agarró y se lo llevó a los pulmones.

—Pensábamos que estabas fingiendo. Te desplomaste —dijo alguien.

—Cállate —dijo Lindfield—. ¿Estás bien? Lo siento. Lo siento mucho. Jesús. Lo siento.

Por un momento, Richard pensó que se estaba disculpando por haberle hecho volver del mundo que había más allá del templo.

Lindfield estaba aterrorizado, solícito, terriblemente preocupado. Era obvio que nunca había estado a punto de matar a alguien. Mientras subía las escaleras con Richard al despacho de la enfermera, Lindfield explicó que había vuelto de la tienda de golosinas del colegio, le había encontrado inconsciente en el camino, rodeado de niños curiosos y se había dado cuenta de lo que pasaba. Richard descansó un poco en el despacho de la enfermera, donde le dieron una aspirina amarga soluble, de un tarro enorme, en un vaso de plástico de agua, y luego le hicieron pasar al estudio del director.

—¡Dios, menuda pinta tienes, Grey! —dijo el director, dándole chupadas a su pipa con irritación—. No culpo al joven Lindfield en absoluto. De todos modos, te ha salvado la vida. No quiero oír ni una palabra más sobre el asunto.

—Lo siento —dijo Grey.

—Eso es todo —dijo el director en su nube de humo perfumado.

—¿Ya has escogido una religión? —preguntó el capellán del colegio, el Sr. Aliquid.

Richard dijo que no con la cabeza.

—Tengo unas cuantas para elegir —reconoció.

El capellán del colegio también era el profesor de biología de Richard. Había llevado hacía poco a la clase de biología de Richard, quince niños de trece años y Richard, doce años recién cumplidos, al otro lado de la calle a su casita, que estaba enfrente del colegio. En el jardín, el Sr. Aliquid había matado, despellejado y descuartizado un conejo con un cuchillo pequeño y afilado. Luego, había cogido una bomba de pie y había inflado la vejiga del conejo como si fuera un globo hasta que se había reventado, salpicando a los niños de sangre. Richard vomitó, pero fue el único que lo hizo.

—Hum —dijo el capellán.

El estudio del capellán estaba cubierto de libros. Era uno de los pocos estudios de los maestros que era cómodo en algún sentido.

—¿Y qué hay de la masturbación? ¿Te masturbas excesivamente? —al Sr. Aliquid le brillaron los ojos.

—¿Qué es excesivamente?

—Oh. Más de tres o cuatro veces al día, supongo.

—No —dijo Richard—. Excesivamente no.

Era un año más joven que los demás niños de su clase; la gente a veces lo olvidaba.

Cada fin de semana, viajaba a Londres Norte y se quedaba en casa de sus primos para las lecciones de bar mitzvah que les daba un solista del coro, ascético y delgado, más frum que cualquiera, un cabalista y conservador de misterios escondidos hacia los que se le podía desviar con una pregunta certera. Richard era un experto en las preguntas certeras.

Frum significaba judío ortodoxo y de línea dura. Nada de leche con carne y dos lavaplatos para las dos vajillas y cuberterías.

No hervirás a un cabrito en la leche de su madre.

Los primos de Richard de Londres Norte eran frum, aunque los niños solían comprar hamburguesas con queso a escondidas después del colegio y luego se jactaban de ello.

Richard sospechaba que su cuerpo ya estaba completamente contaminado. Sin embargo, decía basta a la hora de comer conejo. Había comido conejo —y no le había gustado— durante años hasta que comprendió lo que era. Cada jueves, para la comida del colegio, había lo que él creía que era un estofado de pollo bastante desagradable. Un jueves encontró una pata de conejo flotando en el estofado y entonces se dio cuenta de lo que era. Después de aquello, los jueves, se llenaba a base de pan con mantequilla.

En el metro a Londres Norte, estudiaba los rostros de los demás pasajeros, preguntándose si alguno de ellos sería Michael Moorcock.

Si se encontraba con Moorcock, le preguntaría cómo volver al templo en ruinas. Si se encontraba con Moorcock, le daría demasiada vergüenza hablar con él.

Algunas noches, cuando sus padres habían salido, intentaba llamar a Michael Moorcock.

Llamaba a información y pedía su número.

—No te lo puedo dar, cielo. No figura en la guía telefónica.

Intentaba sonsacarlo y siempre fracasaba, por suerte. No sabía qué le diría a Moorcock si lo conseguía.

Marcaba con una señal en la parte de delante de sus novelas de Moorcock, donde estaba la página de Del Mismo Autor, los libros que leía.

Aquel año parecía que había un libro nuevo de Moorcock cada semana. Los compraba en la estación de Victoria, de camino a las lecciones de bar mitzvah.

Había unos pocos que no lograba encontrar —Ladrona de almas, Desayuno en las ruinas— y al final, con cierta aprensión, los encargó a la dirección que había en el dorso de los libros y le pidió a su padre que le hiciera un cheque.

Cuando llegaron los libros, contenían una factura por 25 peniques: los precios de los libros eran más altos que en la lista original. No obstante, ya tenía un ejemplar de Ladrona de almas y otro de Desayuno en las ruinas.

En el dorso de Desayuno en las ruinas había una biografía de Moorcock que decía que había muerto de cáncer de pulmón el año anterior.

Richard se pasó varias semanas disgustado. Eso significaba que ya no habría más libros, nunca jamás.

Aquella puta biografía. Poco después de que saliera, estaba en un concierto de Hawkwind, con un colocón de la hostia, y la gente no hacía más que acercarse a mí y yo creía que estaba muerto. No hacían más que repetir, «Estás muerto, estás muerto». Más tarde, me di cuenta de que estaban diciendo, «Pero si creíamos que estabas muerto».

—Michael Moorcock, en conversación, Notting Hill, 1976.

Estaba el Campeón Eterno y luego estaba el Compañero de los Campeones. Moonglum era el compañero de Elric, siempre alegre, el complemento perfecto para el príncipe pálido, que era presa del mal humor y de las depresiones.

Había un multiverso ahí fuera, rutilante y mágico. Estaban los agentes del equilibrio, los Dioses del Caos y los Señores del Orden. Estaban las razas más antiguas, altas, pálidas y élficas, y los Reinos Jóvenes, llenos de gente como él. Gente estúpida y aburrida.

A veces esperaba que Elric encontrase la paz lejos de la espada negra. Pero no funcionaba así. Tenían que estar los dos: el príncipe blanco y la espada negra.

Una vez desenvainada, la espada ansiaba sangre, necesitaba que la clavaran en una carne trémula. Luego le extraía el alma a la víctima y alimentaba el cuerpo débil de Elric con su energía.

Richard se estaba obsesionando con el sexo; incluso había tenido un sueño en el que hacía el amor con una chica. Justo antes de despertarse, soñó cómo sería tener un orgasmo: era una sensación de amor intensa y mágica, centrada en tu corazón; eso es lo que era, en su sueño.

Una sensación de felicidad profunda, trascendente y espiritual.

Nada de lo que experimentó estuvo jamás a la altura de aquel sueño.

Nada se acercó siquiera.

El Karl Glogauer de He aquí el hombre no era el Karl Glogauer de Desayuno en las ruinas, concluyó Richard; aun así, le causaba un orgullo extraño y blasfemo leer Desayuno en las ruinas en la capilla del colegio, en la sillería del coro. Siempre y cuando fuera discreto, a nadie parecía importarle.

Era el chico del libro. Por siempre y para siempre.

La religiones le daban vueltas en la cabeza: el fin de semana estaba dedicado a las pautas y al lenguaje complicados del judaísmo; cada mañana entre semana a las solemnidades con vidrieras y olor a madera de la iglesia anglicana; y las noches pertenecían a su propia religión, la que se había inventado para él, un panteón extraño y multicolor en el que los Señores del Caos (Arioco, Xiombarg y los demás) se codeaban con el Fantasma Errante de DC Comics y Sam el Buda embaucador del Señor de la luz de Zelazny y con vampiros y gatos parlantes y ogros y todas las cosas de los Libros de Hadas coloreados de Lang: una religión en la que todas las mitologías existían al mismo tiempo en una magnífica anarquía de creencias.

Sin embargo, Richard por fin había renunciado (lamentándolo un poco, hay que admitirlo) a su creencia en Narnia. Desde los seis años —durante media vida— había creído devotamente en todo lo relacionado con Narnia; hasta que, el año anterior, releyendo El viaje del amanecer por centésima vez quizá, se le había ocurrido que la transformación del desagradable Eustace Scrub en un dragón y su posterior conversión a la creencia en Aslan el león se parecía muchísimo a la conversión de San Pablo en el camino a Damasco; si su ceguera fuera un dragón…

Al habérsele ocurrido esto, Richard encontró correspondencias por todas partes, demasiadas para que se tratase de una mera coincidencia.

Richard guardó los libros de Narnia, convencido, con tristeza, de que eran una alegoría; de que un autor (en el que había confiado) había estado intentando decir algo que le pasara inadvertido. Había sentido la misma indignación con los cuentos del Profesor Challenger, cuando el viejo profesor de cuello corto y ancho se convirtió al espiritualismo; no era que a Richard le costara creer en fantasmas —Richard creía, sin problemas ni contradicciones, en todo—, pero Conan Doyle estaba sermoneando y se le notaba por las palabras que usaba. Richard era joven e inocente a su modo, y creía que se debería confiar en los autores y que no debería haber nada escondido bajo la superficie de un cuento.

Al menos las historias de Elric eran honestas. Allí no pasaba nada bajo la superficie: Elric era el príncipe lánguido de una raza muerta, que ardía de autocompasión y agarraba con firmeza a Tormentosa, su ancha espada de filo oscuro, un filo que clamaba vidas, que bebía almas humanas y que le daba la fuerza de esas almas al débil albino condenado.

Richard leía y releía las historias de Elric y sentía placer cada vez que Tormentosa se hundía en el pecho de un enemigo; sin saber por qué, sentía una satisfacción comprensiva cuando Elric sacaba su fuerza de la espada de las almas, como un adicto a la heroína de una novela de suspense con una provisión nueva de caballo.

Richard estaba convencido de que un día los de Mayflower Books le vendrían detrás para que les diera sus 25 peniques. Nunca se atrevió a comprar más libros por correo.

J. B. C. MacBride tenía un secreto.

—No se lo puedes decir a nadie.

—Vale.

A Richard no le costaba nada guardar secretos. Años más tarde, se dio cuenta de que era un depositario andante de viejos secretos, secretos que sus confidentes originales probablemente habían olvidado hacía tiempo.

Caminaban, cada uno con el brazo sobre los hombros del otro, hacia los bosques que había detrás del colegio.

A Richard, de forma espontánea, le habían regalado otro secreto en esos bosques: aquí es donde tres de los amigos del colegio se encuentran con chicas del pueblo y donde, le han dicho, hacen mutuo alarde de sus genitales.

—No te puedo decir quién me lo dijo.

—Vale —dijo Richard.

—Pero es verdad. Y es un secreto enorme.

—Bueno.

MacBride había estado pasando mucho tiempo últimamente con el Sr. Aliquid, el capellán del colegio.

—Bien, todo el mundo tiene dos ángeles. Dios les da uno y Satanás les da otro. Así que cuando te hipnotizan, el ángel de Satanás se hace con el control y así es como funcionan los tableros de ouija. Es el ángel de Satanás. También puedes implorarle a tu ángel de Dios que hable a través de ti, pero la iluminación auténtica sólo ocurre cuando puedes hablarle a tu ángel. Él te cuenta secretos.

Ésta era la primera vez que a Grey se le había ocurrido que la iglesia anglicana tal vez tuviera su propio esoterismo, su propia cábala oculta.

El otro chico parpadeó con aire de sabihondo.

—No puedes decírselo a nadie. Me metería en un lío si supieran que te lo he contado.

—Bueno.

Hubo una pausa.

—¿Le has hecho una paja a una persona mayor alguna vez? —preguntó MacBride.

—No —el secreto de Richard era que aún no había empezado a masturbarse. Todos sus amigos se masturbaban, constantemente, solos y en parejas o grupos. Él era un año menor que ellos y no entendía a qué venía tanto alboroto; la idea misma le hacía sentir incómodo.

—Leche por todas partes. Es espesa y viscosa. Intentan convencerte para que te metas su polla en la boca cuando se corren.

—Puaj.

—No es tan malo —hubo una pausa—. ¿Sabes?, el Sr. Aliquid cree que eres muy listo. Si quisieras entrar en el grupo de discusión religiosa, quizá diría que sí.

El grupo de discusión privado se reunía por las tardes, dos veces a la semana después de la hora de estudio, en la casita de soltero del Sr. Aliquid, que estaba frente al colegio al otro lado de la calle.

—No soy cristiano.

—¿Y qué? Sigues siendo el primero de la clase en Teología, niño judío.

—No, gracias. Eh, tengo un Moorcock nuevo. Uno que no has leído. Es un libro de Elric.

—No es verdad. No hay ninguno nuevo.

—Sí lo hay. Se llama Los ojos del hombre de jade. Está impreso en tinta verde. Lo encontré en una librería de Brighton.

—¿Me lo dejarás cuando lo hayas acabado?

—Claro.

Empezaba a hacer frío y volvieron, cogidos del brazo. Como Elric y Moonglum, pensó Richard para sí mismo, y aquello tenía tanto sentido como los ángeles de MacBride.

Richard soñaba despierto que secuestraba a Michael Moorcock y le obligaba a que le contara el secreto.

Si le apretaran, Richard sería incapaz de decir qué clase de cosa era el secreto. Era algo que tenía que ver con escribir; algo que tenía que ver con dioses.

Richard se preguntaba de dónde sacaba sus ideas Moorcock.

Probablemente del templo en ruinas, decidió al final, aunque ya no se acordaba de cómo era el templo. Recordaba una sombra y estrellas y la sensación de dolor al volver a algo que había creído haber acabado hacía tiempo.

Se preguntaba si era de ahí de donde todos los autores sacaban sus ideas o si era sólo Michael Moorcock.

Si alguien le hubiera dicho que simplemente se lo inventaban todo, que se lo sacaban de la cabeza, nunca le habría creído. Tenía que haber un lugar de donde viniera la magia.

¿No?

Un tipo me llamó de América la otra noche, dijo, «Escucha, tío, he de hablar contigo sobre tu religión». Yo dije, «No sé de qué me hablas. No tengo ninguna puta religión».

—Michael Moorcock, en conversación, Notting Hill, 1976.

Habían pasado seis meses. Richard ya había celebrado la bar mitzvah y pronto iba a cambiar de colegio. Él y J. B. C. MacBride estaban sentados sobre la hierba fuera del colegio por la noche temprano, leyendo libros. Los padres de Richard se estaban retrasando en venir a recogerle del colegio.

Richard estaba leyendo El asesino inglés. MacBride estaba enfrascado en La novia del diablo.

Richard se dio cuenta de que estaba mirando la página con los ojos entrecerrados. Aún no había oscurecido totalmente, pero ya no podía leer. Todo se estaba volviendo gris.

—¿Mac? ¿Qué quieres ser cuando seas mayor?

La noche era cálida y la hierba estaba seca y era cómoda.

—No lo sé. Un escritor, tal vez. Como Michael Moorcock. O T. H. White. ¿Y tú?

Richard se quedó pensando. El cielo era de un gris violeta y una luna fantasma flotaba en lo alto, como una rodaja de un sueño. Arrancó una brizna de hierba y la cortó lentamente entre los dedos, tira a tira. Ya no podía decir «Un escritor» también. Parecería que le estaba copiando. Además, no quería ser un escritor. No del todo. Había otras cosas que ser.

—Cuando sea mayor —dijo, pensativo, al final—, quiero ser un lobo.

—Eso no ocurrirá nunca —dijo MacBride.

—Quizá no —dijo Richard—. Ya veremos.

Se encendieron las luces tras las ventanas del colegio, una a una, haciendo que el cielo violeta pareciera más oscuro que antes, y la noche veraniega era suave y silenciosa. En esa época del año, el día dura una eternidad y la noche nunca llega de verdad.

—Me gustaría ser un lobo. No todo el tiempo. Sólo a veces. En la oscuridad. Atravesaría los bosques corriendo como un lobo por la noche —dijo Richard, más que nada a sí mismo—. Nunca le haría daño a nadie. No sería esa clase de lobo. Sólo correría y correría eternamente a la luz de la luna, a través de los árboles, y nunca me cansaría o me quedaría sin aliento y nunca tendría que detenerme. Eso es lo que quiero ser cuando sea mayor…

Arrancó otro tallo largo de hierba, le quitó las briznas expertamente y empezó a masticarlo despacio.

Y los dos niños se quedaron sentados solos en la penumbra gris, uno junto al otro, y esperaron a que empezase el futuro.