LOBO DE BAHÍA

Escucha, Talbot. Alguien está matando a mi gente,

dijo Roth, gruñendo por el teléfono como el mar en una caracola.

Descubre quién y por qué y detenles.

¿Que les detenga cómo?, pregunté.

Haz lo que sea necesario, dijo. Pero, cuando les hayas detenido,

no quiero que se escapen, si me entiendes.

Y le entendí. Y me contrató.

Ahora escuchad vosotros: esto ocurrió en los años dos mil veinte

en Los Ángeles, en Venice Beach.

Gar Roth era el dueño del negocio en aquella parte del mundo,

se dedicaba a los estimulantes y las bombas neumáticas y los esteroides,

a los recreativos, y había conseguido muchos seguidores.

Todos los chavales aficionados, chicos con chancletas reventando bombas,

chicas mostrando curvas y gemidos de miedo y gemidos de puta,

todos querían a Roth. Tenía la mierda.

La policía aceptaba sus sobornos para hacer la vista gorda;

el mundo de la playa era suyo, desde Laguna Beach hasta Malibú en el norte,

había construido un recinto playero donde los aficionados y los curvilíneos

pasaban el tiempo y chupaban y se exhibían.

Oh, pero aquella ciudad veneraba la carne; y suya era la carne.

Hacían fiestas. Todo el mundo hacía fiestas,

esnifaba, se pinchaba, se metía speed,

la música estaba tan alta que la podías oír con los huesos,

y era entonces cuando algo se los llevaba, silenciosamente,

fuera lo que fuese. Les partía la cabeza. Los desgarraba y convertía en despojos.

Nadie oía los gritos por encima del estruendo de los viejos éxitos y las olas.

Era el año del renacimiento del death metal.

Se llevó quizá a unos doce, los arrastró hasta el mar,

muerte por la mañana temprano.

Roth dijo que creía que era un cártel de la droga rival,

apostó más guardias, hizo volar en círculos a helicópteros y colocó flotadores

para cuando volviera. Como hizo, una y otra vez.

Pero en las cámaras y los vídeos no se veía nada en absoluto.

No tenían ni idea de lo que era, y aun así,

les arrancaba los miembros y la cabeza,

desgarraba bolsas salinas de pechos hinchados,

dejaba testículos reducidos por los esteroides en la playa

como criaturas diminutas con forma de mundo en la arena.

A Roth le había dolido: la playa ya no era la misma,

y fue entonces cuando me llamó por teléfono.

Pasé por encima de varias monadas dormidas de todos los sexos,

le di un toque a Roth en el hombro. Antes

de que pudiera pestañear, un montón de pistolas grandes

me apuntaban al pecho y a la cabeza,

así que dije, Eh, no soy un monstruo.

Bueno, al menos no soy vuestro monstruo.

Aún no.

Le di mi tarjeta. Talbot, dijo.

¿Eres el ajustador con el que hablé?

Así es, le dije, hablando sin rodeos por la tarde,

y tú tienes algo que necesita un ajuste.

Éste es el trato, dije.

Yo te quito el problema. Tú pagas y pagas y no dejas de pagar.

Roth dijo, Claro, como quedamos. Lo que sea. Un trato.

¿Yo? Creo que es la mafia eurisraelí

o los chinos. ¿Les tienes miedo?

No, le dije. Miedo no.

En cierta manera deseé haber estado allí en los días de gloria:

ahora a la gente guapa de Roth se la veía algo delgada en el suelo,

ninguno de ellos, en primer plano,

era tan regordete y curvilíneo como habían parecido desde más lejos.

Al atardecer la fiesta empieza.

Le digo a Roth que odié el death metal la primera vez que salió.

Dice que debo de ser mayor de lo que parezco.

Lo ponen muy alto. Los altavoces hacen que la orilla del mar bombee y lata con fuerza.

Entonces me desnudo para la acción y espero

a cuatro patas en el hueco de una duna.

Días y noches espero. Y espero. Y espero.

¿Dónde coño estáis tú y tu gente?

preguntó Roth al tercer día. ¿Para qué coño te estoy pagando?

Nada en la playa anoche salvo un perro grande.

Pero yo me limité a sonreír. Ni rastro del problema hasta ahora, sea lo que sea,

dije.

Y he estado allí todo el tiempo.

Te digo que es la mafia israelí, dijo él.

Nunca me fié de esos europeos.

Llega la tercera noche.

La luna es inmensa y de un rojo químico.

Dos de ellos están jugando entre las olas.

Chico y chica juegan,

las hormonas aún por delante de las drogas. Ella se está riendo tontamente,

y las olas rompen despacio.

Sería un suicidio si el enemigo viniese todas las noches.

Pero el enemigo no viene todas las noches,

así que corren entre las olas,

chapoteando, gritando con placer. Tengo el oído fino

(para oírles mejor) y la vista buena

(para verles mejor)

y son tan jodidamente jóvenes y están tan felices jodiendo que podría escupir.

Lo más difícil, para alguien como yo:

que el don de la muerte tenga que ser para alguien como ellos.

Ella gritó primero. La luna roja estaba alta

y sólo un día después de llena.

La vi caer entre las olas, como si

hubiera seis metros de profundidad y no medio,

como si el mar se la estuviese tragando. El chico corrió,

un chorro de orina clara salpicando desde su tanga,

tropezando y gimiendo y huyendo.

Salió del agua lentamente, como un hombre maquillado de monstruo malo para una película.

Llevaba a la chica bronceada en los brazos. Bostecé,

como bostezan los perros grandes, y me lamí las ijadas.

La criatura le arrancó la cara a la chica de un mordisco, dejó caer lo que quedaba en la arena,

y yo pensé: carne y sustancias químicas, qué deprisa se convierten

en carne y sustancias químicas, un solo mordisco y ya son

carne y sustancias químicas…

Los hombres de Roth bajaron entonces con miedo en los ojos,

armas automáticas en las manos. Los cogió,

los abrió desgarrándolos y los dejó caer en la arena iluminada por la luna.

La cosa subía rígida por la playa, la arena blanca adhiriéndose

a sus pies gris verdoso, palmeados y con garras.

Estoy como unas pascuas, mami, aullaba.

¿Qué clase de madre, pensé, da a luz a algo así?

Y desde lo alto de la playa oí a Roth que gritaba, Talbot,

Talbot, gilipollas. ¿Dónde estás?

Me levanté y me desperecé y bajé trotando desnudo por la playa.

Vaya, hola, dije.

Eh, chucho, dijo él.

Te arrancaré la pata peluda y te la meteré por la garganta.

Ésa no es forma de decir hola, le dije.

Yo soy el Gran Al, dijo.

¿Y quién eres tú? ¿Jojo, el chico de la cara de perrito ladrador?

Voy a darte una paliza y a destrozarte y a hacerte mierda.

Largo, bestia inmunda, dije.

Se me quedó mirando con ojos que relucían como dos pipas de crack.

¿Que me largue? Mierda, tío. ¿Quién me va a echar?

Yo, bromeé. Yo lo haré.

Soy guardia para largo.

Se le veía perplejo y herido y un poco confuso, y

por un momento casi me dio lástima.

Entonces la luna salió de detrás de una nube

y yo empecé a aullar.

Él tenía la piel pálida como la de un pez,

los dientes afilados como los de un tiburón,

los dedos palmeados y con garras,

y, gruñendo, se lanzó contra mi garganta.

Y dijo, ¿Qué eres?

Dijo, Auh, no, auh.

Dijo, Eh, mierda, esto no es justo.

Luego no dijo nada en absoluto, nada,

ninguna palabra más,

porque le había arrancado el brazo

y lo había dejado,

con los dedos agarrando el vacío espasmódicamente,

en la playa.

El Gran Al corrió hacia las olas y yo troté tras él.

Las olas eran saladas: su sangre apestaba.

Notaba su sabor, negro en mi boca.

Nadó y yo le seguí, más y más abajo,

y cuando sentí que me iban a estallar los pulmones,

que el mundo me aplastaba la garganta y la cabeza y la mente y el pecho,

que los monstruos venían para asfixiarme.

llegamos a los restos de una plataforma petrolífera costera que se había venido abajo,

y ahí era donde el Gran Al había ido a morir.

Ése debía de haber sido el lugar donde fue desovado,

esa plataforma oxidada abandonada en el mar.

Estaba muerto tres cuartas partes cuando llegué.

Le dejé morir: habría sido comida con gusto a pescado raro,

un plato de priones perdidos. Carne peligrosa. Aun así,

le di una patada en la mandíbula, le robé un diente como de tiburón

que le había dejado flojo de un golpe, para que me trajera suerte.

Fue entonces cuando ella cayó sobre mí, todo colmillos y garras.

¿Por qué habría de ser tan extraño que la bestia tuviera una madre?

Somos tantos los que tenemos madre.

Retrocede cincuenta años y todo el mundo tenía una madre.

Lloraba por su hijo, lloraba y se lamentaba.

Me preguntó cómo podía ser tan cruel.

Se agachó, le acarició la cara y luego gimió.

Después hablamos, buscando puntos en común.

Lo que hicimos no es asunto vuestro.

No fue más de lo que vosotros o yo hemos hecho antes,

y tanto si la amé como si la maté, su hijo estaba más muerto que la bahía.

Revoleándonos, piel contra escamas,

su cuello entre mis dientes,

mis garras arañándole la espalda…

Lalalalalala. Ésta es la canción más antigua.

Más tarde, salí de entre las olas.

Roth esperaba al amanecer.

Dejé caer la cabeza del Gran Al en la playa,

la arena blanca y fina se pegó en terrones a los ojos mojados.

Éste era tu problema, le dije.

Sí, está muerto, dije.

¿Y ahora?, preguntó.

El tributo, le contesté.

¿Crees que trabajaba para los chinos?, preguntó.

¿O para la mafia eurisraelí? ¿O para quién?

Era un vecino, dije. Quería que no hicieras tanto ruido.

¿Tú crees?, preguntó.

Lo sé, le dije, mirando la cabeza.

¿De dónde venía?, preguntó Roth.

Me puse la ropa, cansado por el cambio.

Carne y sustancias químicas, susurré.

Él sabía que mentía, pero los lobos han nacido para mentir.

Me senté en la playa para ver la bahía,

me quedé mirando el cielo mientras el amanecer se convertía en día

y soñé despierto con un día en que al fin podría morir.