Era un mal día: me desperté desnudo en la cama con retortijones en el estómago, sintiéndome más o menos como mil demonios. Algo en la calidad de la luz, alargada y metálica, como el color de una migraña, me dijo que era por la tarde.
La habitación se estaba helando, en el sentido literal: había una capa delgada de hielo en el interior de las ventanas. Las sábanas que me rodeaban estaban desgarradas y destrozadas por las uñas, y había pelo de animal en la cama. Picaba.
Estaba pensando en quedarme en la cama toda la semana siguiente —siempre estoy cansado después de un cambio—, pero las náuseas me obligaron a desenredarme de la ropa de cama y a correr a trompicones al cuarto de baño diminuto de la habitación.
Los retortijones volvieron a atacarme cuando llegaba a la puerta del cuarto de baño. Me agarré al marco de la puerta y empecé a sudar. Quizá era fiebre; esperé que no estuviese cogiendo algo.
Tenía retortijones fuertes en las tripas. La cabeza me daba vueltas. Me encogí en el suelo y, antes de que lograse alzar la cabeza lo suficiente para encontrar la taza del váter, empecé a vomitar.
Vomité un líquido amarillo poco espeso y nauseabundo; en él había una pata de perro, me imaginé que sería de un dobermann, pero la verdad es que no soy aficionado a los perros; una piel de tomate; algunas zanahorias cortadas a dados y maíz tierno; algunos trozos de carne a medio masticar, cruda; y algunos dedos. Eran dedos pálidos y bastante pequeños, de un niño obviamente.
—Mierda.
Los retortijones se calmaron y las náuseas pasaron. Me quedé echado en el suelo, con babas apestosas que me salían de la boca y de la nariz y con las lágrimas que se lloran al vomitar secándoseme en las mejillas.
Cuando me sentí un poco mejor, cogí la pata y los dedos del charco de vómito, los arrojé a la taza del váter y tiré de la cadena.
Abrí el grifo, me enjuagué la boca con el agua salobre de Innsmouth y la escupí en el lavabo. Limpié el resto del vómito lo mejor que pude con una toallita y papel de váter. Luego abrí el grifo de la ducha y me quedé de pie en la bañera como un zombi mientras el agua caliente caía sobre mí.
Me enjaboné el cuerpo y el pelo. La escasa espuma se volvió gris; debía de haber estado sucísimo. Tenía el pelo enmarañado con algo que parecía sangre seca y lo lavé con empeño con la pastilla de jabón hasta que desapareció. Entonces, me quedé bajo la ducha hasta que el agua se volvió helada.
Había una nota debajo de la puerta de parte de mi casera. Decía que le debía dos semanas de alquiler. Decía que todas las respuestas estaban en el Apocalipsis. Decía que había hecho mucho ruido al volver a casa de madrugada y que me agradecería que fuera más silencioso en adelante. Decía que cuando los Primigenios surgieran del océano, arrasarían con toda la escoria de la Tierra, todos los no creyentes, toda la basura humana y los gandules y los gorrones, y el hielo y el agua profunda limpiarían el mundo. Decía que le parecía que debía recordarme que me había asignado un estante de la nevera cuando llegué y que me agradecería que en adelante me ciñera a él.
Estrujé la nota, la dejé caer al suelo, donde se quedó al lado de los envases de Big Mac y las cajas de cartón de pizza vacías y las porciones de pizza sequísimas desde hacía mucho tiempo.
Era hora de ir a trabajar.
Llevaba dos semanas en Innsmouth y no me gustaba. Olía a pescado. Era un pueblecito claustrofóbico: pantanos al este, acantilados al oeste y, en el centro, una bahía con unas cuantas barcas de pesca que estaban pudriéndose y que ni siquiera era vistosa al atardecer. Aun así, los yuppies habían venido a Innsmouth en los años ochenta, y habían comprado sus pintorescas casitas de pescadores con vista a la bahía. Ya hacía algunos años que los yuppies se habían marchado y las casitas junto a la bahía se estaban viniendo abajo, abandonadas.
Los habitantes de Innsmouth vivían aquí y allí, dentro y alrededor del pueblo y en los campings que lo rodeaban, llenos de casas rodantes y húmedas que nunca iban a ningún sitio.
Me vestí, me calcé las botas, me puse el abrigo y salí de la habitación. No se veía a mi casera por ninguna parte. Era una mujer baja de ojos saltones que hablaba poco, aunque me dejaba notas extensas enganchadas en las puertas y colocadas en sitios donde yo pudiera verlas; mantenía la casa llena de olor a marisco hervido: siempre había ollas enormes hirviendo a fuego lento en la cocina, rebosantes de cosas con demasiadas patas y de otras cosas sin una sola pata.
Había otras habitaciones en la casa, pero nadie más las alquilaba. Nadie en su sano juicio vendría a Innsmouth en invierno.
Fuera de la casa no olía mucho mejor, pero hacía más frío y mi aliento echaba vapor al aire del mar. La nieve de las calles estaba crujiente y asquerosa; las nubes prometían más nieve.
Un viento frío y salado llegó de la bahía. Las gaviotas chillaban, abatidas. Estaba muy jodido. Además, mi oficina estaría helada. En la esquina de la calle Marsh y la avenida Leng había un bar, El que abre, un edificio achaparrado con ventanitas oscuras junto al que había pasado montones de veces en las últimas semanas. Aún no había entrado, pero la verdad era que necesitaba una copa y, además, tal vez hiciera más calor allí dentro. Abrí la puerta de un empujón.
Efectivamente, en el bar hacía calor. Di patadas en el suelo para quitarme la nieve de las botas y entré. Estaba casi vacío y olía a ceniceros viejos y cerveza pasada. Una pareja de ancianos jugaba al ajedrez junto a la barra. El camarero estaba leyendo una vieja edición ajada de piel dorada y verde de la obra poética de Alfred Tennyson.
—Oiga, ¿me pone un Jack Daniel’s, solo?
—Claro. Lleva usted poco tiempo en el pueblo —me dijo, poniendo el libro boca abajo y echando la bebida en un vaso.
—¿Se nota?
Sonrió, me pasó el Jack Daniel’s. El vaso estaba sucísimo, con una huella dactilar grasienta en el lado, pero me encogí de hombros y me lo bebí de todos modos. Apenas le encontré el sabor.
—¿Es una cura? —preguntó.
—En cierto modo.
—Se cree —dijo el camarero, que llevaba el pelo de color rojo zorro peinado hacia atrás con mucha gomina— que se puede hacer que los licántropos recuperen su forma natural dándoles las gracias, mientras están transformados en lobos, o llamándoles por sus nombres de pila.
—¿Sí? Vaya, gracias.
Me sirvió otra copa, sin que nadie se lo pidiera. Se parecía un poco a Peter Lorre, pero la mayoría de la gente de Innsmouth se parece un poco a Peter Lorre, incluyendo a mi casera.
Me tragué el Jack Daniel’s y esta vez sentí cómo me ardía en el estómago, tal como debería hacerlo.
—Es lo que dicen. Nunca he dicho que lo creyera.
—¿Y usted en qué cree?
—Queme el cinturón.
—¿Cómo?
—Los licántropos tienen cinturones de piel humana que sus amos del infierno les dieron en su primera transformación. Queme el cinturón.
Entonces, uno de los viejos jugadores de ajedrez se giró hacia mí; tenía los ojos enormes y ciegos y saltones.
—Si bebes agua de lluvia de la huella de la pata de un hombre lobo, eso te hará lobo, cuando la luna esté llena —dijo—. La única cura es darle caza al lobo que dejó la huella en primer lugar y cortarle la cabeza con un cuchillo forjado de plata virgen.
—¿Virgen, eh? —sonreí.
Su compañero de ajedrez, calvo y arrugado, negó con la cabeza e hizo un único sonido triste con voz ronca. Entonces movió la reina y repitió el sonido ronco.
Hay gente como él por todo Innsmouth.
Pagué las copas y dejé un dólar de propina en la barra. El camarero estaba leyendo su libro otra vez y la ignoró.
Fuera del bar habían empezado a caer copos de nieve grandes y húmedos, que me iban rozando y que cuajaban en mi pelo y en mis pestañas. Odio la nieve. Odio Nueva Inglaterra. Odio Innsmouth: no es un sitio para estar solo, pero si existe algún sitio para estar solo, aún no lo he encontrado. Aun así, el trabajo me ha hecho ir de un lado para otro durante más lunas de las que me gusta pensar. El trabajo y otras cosas.
Caminé un par de manzanas por la calle Marsh —como la mayor parte de Innsmouth, una mezcla poco atractiva de casas del gótico americano del siglo XVIII, casas atrofiadas de piedra rojiza de finales del siglo XIX y cajas de cerillas de ladrillo gris prefabricadas de finales del siglo XX— hasta que llegué a un local de pollo frito cerrado con tablas y subí las escaleras de piedra que había junto a la tienda y abrí la puerta de seguridad de metal oxidado.
Había una tienda de vinos y licores al otro lado de la calle; una quiromántica trabajaba en el segundo piso.
Alguien había garabateado una pintada con un rotulador negro en el metal: MUÉRETE, ponía. Como si fuera tan fácil.
Las escaleras eran de madera sin alfombrar; el revoque estaba manchado y se estaba desconchando. Mi oficina de una habitación estaba en lo alto de las escaleras.
Nunca me quedaba en ningún sitio el tiempo suficiente como para molestarme en poner mi nombre en letras doradas en el cristal. Estaba escrito a mano en mayúsculas en un trozo de cartón rasgado que había clavado con chinchetas en la puerta.
LAWRENCE TALBOT
AJUSTADOR
Abrí la puerta y entré.
Inspeccioné la oficina, mientras adjetivos como sórdida y rancia y miserable me pasaron por la cabeza, y entonces me rendí, superado. Era muy poco atractiva: una mesa, una silla de oficina, un archivador vacío; una ventana, que te daba una vista estupenda de la tienda de vinos y licores y del local vacío de la quiromántica. El olor de grasa vieja para cocinar se filtraba desde la tienda de abajo. Me pregunté cuánto tiempo llevaba cerrado el local de pollo frito; me imaginé una multitud de cucarachas negras pululando por todas las superficies en la oscuridad que había debajo de mí.
—Lo que estás pensando es la forma del mundo —dijo una voz profunda y sombría, lo bastante profunda como para que la sintiera en la boca del estómago.
Había un sillón viejo en un rincón de la oficina. Se veían los restos de un estampado a través de la pátina del tiempo y de la grasa que los años le habían dado. Era del color del polvo.
El hombre gordo que estaba sentado en el sillón, con los ojos aún bien cerrados, continuó:
—Miramos a nuestro alrededor desconcertados por nuestro mundo, con una sensación de inquietud y desazón. Pensamos en nosotros como si fuéramos eruditos en liturgias arcanas, hombres solos atrapados en mundos que nosotros no sabríamos concebir. La verdad es mucho más sencilla: hay cosas en la oscuridad debajo de nosotros que quieren que nos ocurra algo malo.
Tenía la cabeza apoyada en el sillón y la punta de la lengua le salía por la comisura de la boca.
—¿Me ha leído la mente?
El hombre del sillón respiró honda y lentamente y el aire le vibró en el fondo de la garganta. La verdad es que estaba inmensamente gordo, con dedos regordetes como salchichas amarillentas. Llevaba un abrigo viejo y grueso, que había sido negro y en esos momentos era de un gris indeterminado. La nieve de sus botas no se había derretido del todo.
—Quizá. El fin del mundo es un concepto extraño. El mundo siempre se está acabando y el final siempre se evita, por medio del amor o de la estupidez o simplemente por pura suerte.
—Bueno… Ahora es demasiado tarde: los Primigenios han elegido sus naves. Cuando salga la luna…
Un hilillo de baba le salía por la comisura de la boca, bajaba formando un hilo de plata hasta el cuello. Algo se escabulló de su cuello de la camisa y se metió en las sombras de su abrigo.
—¿Sí? ¿Qué pasa cuando sale la luna?
El hombre del sillón se movió, abrió dos ojitos, rojos e hinchados, y parpadeó al despertarse.
—He soñado que tenía muchas bocas —dijo, y su nueva voz era extrañamente queda y entrecortada para un hombre tan enorme—. He soñado que todas las bocas se abrían y cerraban por separado. Algunas bocas hablaban, algunas susurraban, algunas comían y otras esperaban en silencio.
Miró a su alrededor, se limpió la baba de la comisura de la boca, se recostó en el sillón y pestañeó desconcertado.
—¿Quién es usted?
—Soy el tipo que alquila esta oficina —le dije.
Eructó de repente, con fuerza.
—Lo siento —dijo en su voz entrecortada, y se levantó pesadamente del sillón. Era más bajo que yo, cuando estaba de pie. Me miró de arriba abajo adormilado.
—Balas de plata —pronunció tras una pausa corta—. Un remedio tradicional.
—Sí —le dije—. Es tan obvio, será por eso que nunca se me ocurrió. Vaya, me daría de patadas. De verdad que lo haría.
—Se está usted burlando de un anciano —me dijo.
—No mucho. Lo siento. Ahora, fuera de aquí. Los hay que tienen que trabajar.
Se fue arrastrando los pies. Me senté en la silla giratoria a la mesa junto a la ventana y descubrí, unos minutos después, por ensayo y error, que si giraba la silla hacia la izquierda, se caía de la base.
Así que me quedé quieto y esperé a que sonase el teléfono negro y polvoriento de la mesa, mientras la luz se iba escapando lentamente del cielo de invierno.
Ring.
La voz de un hombre: ¿Había pensado en un revestimiento exterior de aluminio? Colgué el teléfono.
No había calefacción en la oficina. Me pregunté cuánto tiempo había estado dormido el hombre gordo en el sillón.
Veinte minutos después, el teléfono sonó otra vez. Una mujer me imploró llorando que la ayudase a encontrar a su hija de cinco años, desaparecida desde la noche anterior, arrancada de su cama. El perro de la familia también había desaparecido.
No me ocupo de niños desaparecidos, le dije. Lo siento: demasiados malos recuerdos. Colgué el teléfono, volvía a tener ganas de vomitar.
Ya estaba oscureciendo y, por primera vez desde que había llegado a Innsmouth, el rótulo de neón que había al otro lado de la calle se encendió. Me dijo que MADAME EZEKIEL realizaba LECTURAS DE TAROT Y QUIROMANCIA.
El neón rojo manchó del color de la sangre nueva la nieve que caía.
El Apocalipsis se evita por medio de acciones pequeñas. Así es como era. Así es como siempre tiene que ser.
El teléfono sonó por tercera vez. Reconocí la voz; volvía a ser el hombre del revestimiento exterior de aluminio.
—Sabe —dijo, con ganas de charla—, como la transformación de hombre en animal y de nuevo en hombre es, por definición, imposible, hemos de buscar otras soluciones. La despersonalización, obviamente, y, asimismo, alguna forma de proyección. ¿Lesiones cerebrales? Quizá. ¿Esquizofrenia pseudoneurótica? Resulta irrisorio, pero sí. Algunos casos se han tratado con ácido clorhídrico de tioridazina intravenoso.
—¿Con éxito?
Se rió.
—Eso es lo que me gusta. Un hombre con sentido del humor. Estoy seguro de que podemos trabajar juntos.
—Ya se lo he dicho. No necesito revestimientos exteriores de aluminio.
—Nuestro negocio es más sorprendente que eso y de mucha más importancia. Lleva poco en el pueblo, Sr. Talbot. Sería una pena que nos encontrásemos en, digamos, ¿desacuerdo?
—Di lo que quieras, amigo. En mi libro no eres más que otro ajuste en la lista de espera.
—Estamos acabando con el mundo, Sr. Talbot. Los Profundos se alzarán de sus tumbas oceánicas y se comerán la luna como si fuera una ciruela madura.
—Entonces ya no tendré que volver a preocuparme de las lunas llenas, ¿verdad?
—No intente contrariarnos… —empezó, pero le gruñí y se calló.
Fuera de la ventana seguía nevando.
Al otro lado de la calle Marsh, en la ventana que estaba justo enfrente de la mía, la mujer más hermosa que había visto jamás estaba parada bajo el resplandor rubí de su rótulo de neón y me miraba.
Hizo una seña con un dedo.
Le colgué el teléfono al hombre del revestimiento exterior de aluminio por segunda vez aquella tarde y bajé las escaleras y crucé la calle casi a la carrera; pero miré a ambos lados antes de cruzar.
Iba vestida de seda. La habitación estaba iluminada sólo con velas y apestaba a incienso y aceite de pachulí.
Me sonrió cuando entré, me hizo señas para que me acercara a su asiento junto a la ventana. Estaba jugando a un juego de cartas con la baraja del tarot, un solitario. Cuando llegué junto a ella, una mano elegante recogió las cartas, las envolvió en un pañuelo de seda, las colocó con cuidado en una caja de madera.
Las fragancias de la habitación hacían que la cabeza me estuviera a punto de estallar. Me di cuenta de que no había comido nada en todo el día; quizás era eso lo que me estaba mareando. Me senté al otro lado de la mesa, frente a ella, a la luz de las velas.
Ella extendió la mano y me cogió la mía.
Me miró la palma, la tocó, suavemente, con el dedo índice.
—¿Pelo? —estaba desconcertada.
—Sí, bueno. Estoy solo muy a menudo —sonreí burlonamente. Había esperado que fuera una sonrisa amable, pero ella arqueó las cejas de todos modos.
—Cuando te miro —dijo Madame Ezekiel—, esto es lo que veo. Veo el ojo de un hombre. También veo el ojo de un lobo. En el ojo del hombre veo honestidad, decencia, inocencia. Veo un hombre recto que anda por la plaza. Y en el ojo del lobo veo gemidos y gruñidos, aullidos nocturnos y gritos, veo un monstruo que corre con babas salpicadas de sangre en la oscuridad de los límites del pueblo.
—¿Cómo puedes ver un gruñido o un grito?
Sonrió.
—No es difícil —dijo. Su acento no era americano. Era ruso o maltés o egipcio quizá—. En el ojo de la mente vemos muchas cosas.
Madame Ezekiel cerró sus ojos verdes. Tenía las pestañas increíblemente largas; tenía la piel pálida y su cabello negro nunca estaba quieto: se movía suavemente alrededor de su cabeza, entre la seda, como si estuviera flotando en mareas lejanas.
—Hay un modo tradicional —me dijo—. Un modo de quitarse una forma mala. Te quedas parado con los pies en agua corriente, agua clara de un manantial, mientras comes pétalos de rosa blanca.
—¿Y luego?
—El agua te quitará la forma de la oscuridad.
—Volverá —le dije—, con la próxima luna llena.
—Entonces —dijo Madame Ezekiel—, una vez que el agua se ha llevado la forma, te abres las venas en el agua corriente. Te escocerá terriblemente, por supuesto. Pero el río se llevará la sangre.
Iba vestida de seda, con pañuelos y telas de cien colores diferentes, todos brillantes e intensos, incluso a la luz débil de las velas.
Abrió los ojos.
—Ahora —dijo—, el tarot —. Sacó la baraja del pañuelo de seda negra en que estaba envuelta, me pasó las cartas para que las barajara. Las abrí en abanico, las barajé e hice un puente con ellas.
—Más despacio, más despacio —dijo—. Deja que te vayan conociendo. Deja que te amen, como… como te amaría una mujer.
Las sujeté con fuerza, luego se las pasé otra vez a ella.
Descubrió la primera carta. Se llamaba El Guerrero Lobo. Mostraba oscuridad y ojos ambarinos, una sonrisa en blanco y rojo.
Los ojos verdes de Madame Ezekiel dejaron ver su confusión. Eran del verde de las esmeraldas.
—Ésta no es una carta de mi baraja —dijo, y giró la carta siguiente—. ¿Qué le has hecho a mis cartas?
—Nada, señora. Sólo las he sostenido. Nada más.
La carta que había descubierto era El Profundo. Mostraba algo verde y parecido a un pulpo. Las bocas de la cosa —¡avísame!— empezaron a retorcerse en la carta mientras la miraba.
La cubrió con otra carta y luego con otra y con otra. Las demás cartas eran cartones en blanco.
—¿Lo has hecho tú? —sonaba como si estuviese al borde de las lágrimas.
—No.
—Ahora vete —dijo.
—Pero…
—Vete —bajó la mirada, como si intentara convencerse de que yo ya no existía.
Me levanté, en la habitación que olía a incienso y a cera de velas, y miré por la ventana, al otro lado de la calle. Una luz brilló un instante en la ventana de mi oficina. Dos hombres con linternas se estaban paseando por ella. Abrieron el archivador vacío, inspeccionaron a su alrededor, entonces tomaron sus posiciones, uno en el sillón, el otro detrás de la puerta, y esperaron a que yo regresase. Sonreí para mí mismo. Mi oficina era fría e inhóspita y, con un poco de suerte, esperarían allí durante horas hasta que por fin decidiesen que yo no iba a volver.
Así que dejé a Madame Ezekiel girando sus cartas, una a una, mirándolas como si eso pudiera devolverles los dibujos; y bajé las escaleras y volví a recorrer la calle Marsh hasta llegar al bar.
El local estaba vacío; el camarero estaba fumándose un cigarrillo, que apagó cuando entré.
—¿Dónde están los fanáticos del ajedrez?
—Esta noche es una gran noche para ellos. Habrán bajado a la bahía. Veamos. Un Jack Daniel’s, ¿no?
—Me parece bien.
Me lo sirvió. Reconocí la huella dactilar de la última vez que tuve el vaso. Cogí el volumen de los poemas de Tennyson de la barra.
—¿Es bueno?
El camarero de pelo de zorro cogió el libro de mis manos, lo abrió y leyó:
«Bajo los truenos de la profundidad superior;
muy, muy abajo en el mar abismal,
el Kraken duerme su sueño antiguo,
sin sueños ni intrusos…»
Me acabé la copa.
—¿Y qué? ¿Qué intenta decir?
Dio la vuelta a la barra, me llevó a la ventana.
—¿Ve? ¿Ahí fuera? —Señaló hacia el oeste del pueblo, hacia los acantilados. Mientras miraba, encendieron una hoguera en lo alto de los acantilados; flameó y empezó a arder con una llama verde cobre.
—Van a despertar a los Profundos —dijo el camarero—. Las estrellas y los planetas y la luna están todos en los lugares correctos. Es la hora. Las tierras secas se hundirán y los mares subirán…
—«Porque el hielo y las inundaciones limpiarán el mundo y le agradeceré que se ciña a su propio estante de la nevera» —dije.
—¿Cómo?
—Nada. ¿Cuál es el camino más corto para llegar a esos acantilados?
—Subiendo por la calle Marsh. Gire a la izquierda en la Iglesia de Dagón y vaya hasta la Vía Manuxet, luego siga andando —cogió un abrigo de detrás de la puerta y se lo puso—. Vamos. Le acompañaré hasta allí. Odiaría perderme la diversión.
—¿Está seguro?
—Nadie del pueblo va a beber esta noche —salimos, y cerró con llave la puerta del bar detrás de nosotros.
Fuera hacía frío y la nieve que había caído volaba por el suelo como si fuera niebla blanca. Desde la calle ya no veía si Madame Ezekiel seguía en el antro que estaba encima de su rótulo de neón o si mis invitados continuaban esperándome en la oficina.
Inclinamos las cabezas contra el viento y caminamos.
Por encima del ruido del viento oí al camarero hablando consigo mismo:
—Avienta con brazos gigantes el verde dormido —decía.
»Llevaba siglos yaciendo allí y yacerá
cebándose de gusanos marinos inmensos mientras duerme,
luego, para que hombres y ángeles le vean una vez,
se alzará entre olas rugientes…
Se detuvo allí y seguimos caminando juntos en silencio, las caras doloridas por la nieve que el viento lanzaba contra nosotros.
Y en la superficie morirá, pensé, pero no dije nada en voz alta.
Veinte minutos de camino y habíamos salido de Innsmouth. La Vía Manuxet se acabó cuando dejamos el pueblo y se convirtió en un camino de tierra estrecho, cubierto parcialmente por la nieve y el hielo, que subimos resbalando y deslizándonos en la oscuridad.
La luna no había salido todavía, pero ya se empezaban a ver las estrellas. Había tantas. Habían salpicado el cielo nocturno como polvo de diamantes y zafiros triturados. Se ven tantas estrellas desde la orilla del mar, más de las que nunca se verían de vuelta en la ciudad.
En lo alto del acantilado, detrás de la hoguera, dos personas esperaban, una enorme y gorda, otra mucho más pequeña. El camarero se apartó de mi lado y se acercó a ellas para quedarse allí, frente a mí.
—Contemplad —dijo— al lobo expiatorio —ahora su voz tenía una cualidad curiosamente familiar.
Yo no dije nada. El fuego ardía con llamas verdes y les iluminaba a los tres desde abajo: iluminación espectral clásica.
—¿Sabes por qué te he traído aquí? —preguntó el camarero, y entonces supe por qué su voz me resultaba familiar: era la voz del hombre que había intentado venderme un revestimiento exterior de aluminio.
—¿Para que el mundo no se acabe?
Se rió de mí, entonces.
La segunda figura era el hombre gordo que me había encontrado dormido en la silla de mi oficina.
—Bueno, si te vas a poner escatológico por eso… —murmuró en una voz lo bastante profunda como para hacer que las paredes se estremeciesen. Tenía los ojos cerrados. Estaba completamente dormido.
La tercera figura estaba envuelta en sedas oscuras y olía a aceite de pachulí. Tenía un cuchillo en la mano. No dijo nada.
—Esta noche —dijo el camarero—, la luna es la luna de los Profundos. Esta noche las estrellas están configuradas en las formas y los dibujos de los tiempos antiguos y oscuros. Esta noche, si les llamamos, vendrán. Si nuestro sacrificio es digno. Si oyen nuestros gritos.
La luna salió, enorme y ámbar y pesada, al otro lado de la bahía, y un coro bajo de cantos croados subió con ella desde el océano, que estaba a nuestros pies, muy abajo.
La luz de la luna en la nieve y el hielo no es igual que la del día, pero sirve. Además, mi vista se estaba volviendo más aguda con la luna: en las aguas frías, hombres como ranas emergían y se sumergían en una danza acuática lenta. Hombres como ranas y también mujeres: me pareció ver a mi casera allá abajo, retorciéndose y croando en la bahía con los demás.
Era demasiado pronto para otro cambio; aún estaba exhausto por la noche anterior; pero me sentía extraño bajo aquella luna ámbar.
—Pobre hombre lobo —llegó un susurro de las sedas—. Todos sus sueños han llegado a esto: una muerte solitaria en un acantilado lejano.
Soñaré si quiero, dije, y mi muerte es asunto mío. Pero no estaba seguro de haberlo dicho en voz alta.
Los sentidos se agudizan a la luz de la luna; aún oía el rugido del océano, pero además, por encima de ese sonido, oía como se alzaba y se rompía cada ola; oía el chapoteo de la gente rana; oía los susurros ahogados de los muertos de la bahía; oía el crujido de los restos verdes de naufragios bajo el océano, muy lejos.
El olfato también mejora. El hombre de los revestimientos exteriores de aluminio era humano, mientras que el hombre gordo tenía otra sangre en sus venas.
Y la figura de las sedas…
Había olido su perfume cuando todavía conservaba mi forma humana. En aquel momento olía otra cosa, menos embriagadora, debajo de ese perfume. Un olor a descomposición, a carne putrefacta.
Las sedas se agitaron. Ella venía hacia mí. Tenía el cuchillo en la mano.
—¿Madame Ezekiel? —mi voz se estaba volviendo ronca y áspera.
—Mereces morir —dijo ella, en una voz fría y baja—. Aunque sólo sea por lo que le hiciste a mis cartas. Eran antiguas.
—Yo no muero —le dije—. «Incluso un hombre de corazón puro y que reza por la noche». ¿Recuerdas?
—Sandeces —dijo ella—. ¿Sabes cuál es la forma más antigua para acabar con la maldición del hombre lobo?
—No.
En aquel momento, la hoguera ardía con más fuerza; ardía con el verde del mundo bajo el mar, el verde de las algas que se alejaban lentamente, movidas por la corriente; ardía con el color de las esmeraldas.
—No tienes más que esperar a que tengan forma humana, a un mes entero del próximo cambio; entonces coges el cuchillo del sacrificio y los matas. Ya está.
Di la vuelta para escapar, pero el camarero estaba detrás de mí, estirándome de los brazos, torciéndome las muñecas hacia arriba y hacia la parte baja de la espalda. El cuchillo despedía destellos de plata pálida a la luz de la luna. Madame Ezekiel sonrió.
Me cortó la garganta.
La sangre empezó a salir a borbotones y luego a manar. Después salió más despacio y se detuvo…
—El martilleo que sentía en la parte de delante de la cabeza, la presión en la parte de atrás. Todo un cambio irritante un cambio argh-auh-uauh-raudo una pared roja que viene hacia mí desde la noche
—probé las estrellas disueltas en salmuera, efervescentes y lejanas y saladas
—me había pinchado los dedos con alfileres y me habían azotado la piel con lenguas de fuego mis ojos eran de color topacio notaba el gusto de la noche
Mi aliento echaba nubes de vapor al aire helado.
Gruñí de manera involuntaria, en la parte baja de la garganta. Tocaba la nieve con las patas delanteras.
Me eché atrás, me puse tenso y me abalancé sobre ella.
Había una sensación de corrupción que flotaba en el aire, como una niebla, rodeándome. Al saltar, cuando estaba en lo alto, me dio la impresión de que hacía una pausa y algo estalló como una pompa de jabón…
Me hallaba en lo más profundo de la oscuridad bajo el mar, a cuatro patas en un suelo rocoso y resbaladizo a la entrada de una especie de ciudadela construida de piedras enormes toscamente labradas. Las piedras despedían una luz pálida que resplandecía en la oscuridad; una luminiscencia fantasmal, como las agujas de un reloj de pulsera.
Me salía una nube de sangre negra del cuello.
Ella estaba de pie en la entrada delante de mí. Ahora medía un metro ochenta, tal vez dos. Tenía carne en los huesos esqueléticos, picada y roída, pero las sedas eran algas, movidas por la corriente en el agua fría, ahí abajo en las profundidades sin sueños. Le escondían la cara como un velo verde y lento.
Le crecían lapas en las superficies altas de los brazos y en la carne que le colgaba de la caja torácica.
Me sentía como si me estuviesen aplastando. Ya no podía pensar.
Ella se dirigió hacia mí. El alga que le rodeaba la cabeza se movió. Su cara era como algo que no querrías comerte en un restaurante de sushi, todo ventosas y púas y tentáculos de anémonas a la deriva; y ahí, en alguna parte, supe que estaba sonriendo.
Empujé con las patas traseras. Nos enfrentamos allí, en las profundidades, y luchamos. Hacía tanto frío, estaba tan oscuro. Cerré las fauces en su cara y sentí como algo se desgarraba y se despedazaba. Fue casi un beso, ahí abajo en las profundidades abismales…
Aterricé suavemente en la nieve, con un pañuelo de seda entre las fauces. Los demás pañuelos caían revoloteando al suelo. No se veía a Madame Ezekiel por ninguna parte.
El cuchillo de plata estaba en la nieve. Esperé a cuatro patas a la luz de la luna, completamente empapado. Me sacudí, salpicando agua de mar a mi alrededor que silbó y chisporroteó al tocar el fuego.
Estaba mareado y débil. Me llené los pulmones de aire.
Abajo, muy abajo, en la bahía, veía a la gente rana flotando en la superficie del mar como cosas muertas; se mecieron por la marea durante unos segundos, después se dieron la vuelta y saltaron y, con un plof, fueron cayendo de uno en uno en la bahía y desaparecieron bajo el mar.
Se oyó un grito. Era el camarero de pelo de zorro y ojos saltones, el vendedor de revestimientos exteriores de aluminio, que estaba mirando el cielo nocturno, las nubes que traía el viento y que tapaban las estrellas, y estaba gritando. Había furia y frustración en aquel grito, y me asustó.
Cogió el cuchillo del suelo, quitó la nieve del mango con los dedos, limpió la sangre de la hoja con su abrigo. Entonces me miró. Estaba llorando.
—Cabrón —dijo—. ¿Qué le has hecho a Madame Ezekiel?
Le habría dicho que no le había hecho nada, que aún seguía de guardia muy lejos bajo el océano, pero ya no podía hablar, sólo gruñir y gañir y aullar.
Él estaba llorando. Apestaba a demencia y a decepción. Alzó el cuchillo y corrió hacia mí, y yo me aparté.
Algunas personas no saben adaptarse, ni siquiera a cambios diminutos. El camarero pasó a trompicones por delante de mí y saltó del acantilado, a la nada.
A la luz de la luna la sangre es negra, no es roja, y las marcas que dejó en la pared del acantilado mientras caía y rebotaba y caía eran manchas negras y gris oscuro. Entonces, por fin, se quedó inmóvil en las rocas heladas del pie del acantilado hasta que un brazo salió del mar y le arrastró, con una lentitud que era casi dolorosa de ver, hacia el agua oscura.
Una mano me rascó la parte de atrás de la cabeza. Me gustaba.
—¿Qué era ella? Sólo una encarnación de los Profundos, señor. Un espectro, una aparición, si quiere, que nos habían enviado de los confines más profundos para provocar el fin del mundo.
Me ericé.
—No, se ha acabado, de momento. Tú le trastocaste los planes. Y el ritual era de lo más preciso: tres de nosotros deben estar uno junto al otro y pronunciar los nombres sagrados mientras sangre inocente se encharca y late a nuestros pies.
Miré hacia arriba al hombre gordo y aullé una pregunta. Me dio unas palmaditas en la nuca, medio dormido.
—Claro que no te quiere. Apenas existe siquiera a este nivel en un sentido material.
Empezó a nevar otra vez. La hoguera se estaba apagando.
—En cuanto a tu cambio de esta noche, por cierto, opinaría que es un resultado directo de las mismísimas configuraciones celestiales y fuerzas lunares que hacían que ésta fuera la noche perfecta para conseguir que regresaran mis viejos amigos de Abajo…
Continuó hablando en su voz profunda y quizá me estaba diciendo cosas importantes. Nunca lo sabré, porque el apetito crecía en mi interior y sus palabras habían perdido casi toda sombra de significado; ya no me interesaba el mar ni la cima del acantilado ni el hombre gordo.
Había ciervos corriendo por los bosques más allá de la pradera: los olía en el aire de la noche de invierno.
Y yo estaba, ante todo, hambriento.
Estaba desnudo cuando volví a ser yo mismo, por la mañana siguiente temprano, con un ciervo a medio comer a mi lado en la nieve. Una mosca se le paseaba por el ojo y le colgaba la lengua de la boca muerta, haciendo que pareciera cómico y patético, como un animal de una tira cómica de un periódico.
La nieve estaba manchada de un carmesí fluorescente donde al ciervo le habían arrancado el vientre.
Yo tenía la cara y el pecho pegajosos y rojos por esa cosa. Tenía una costra y una cicatriz en la garganta, y me escocía; antes de la próxima luna llena, estaría perfecta otra vez.
El sol estaba muy lejos, pequeño y amarillo, pero el cielo estaba azul y sin una nube y no había ninguna brisa. Oía el rugido del mar a cierta distancia.
Yo estaba frío y desnudo y ensangrentado y solo. Bueno, pensé, nos pasa a todos al principio. Sólo me viene una vez al mes.
Me sentía tan agotado que daba pena, pero aguantaría hasta encontrar un granero desierto o una cueva; y entonces pensaba dormir un par de semanas.
Un halcón voló bajo sobre la nieve hacia mí con algo colgándole de las garras. Se cernió sobre mí por un instante, luego dejó caer un calamar pequeño y gris en la nieve a mis pies y voló hacia arriba. La cosa flácida se quedó ahí tirada, quieta y silenciosa y con los tentáculos hundidos en la nieve ensangrentada.
Me lo tomé como un presagio, pero no sabía decir si era bueno o malo y la verdad es que ya no me importaba; le di la espalda al mar y al pueblo oscuro de Innsmouth y empecé a caminar hacia la ciudad.