Tenía diecinueve años en 1965, llevaba pantalones pitillo y el pelo me crecía lentamente hacia el cuello de la camisa. Cada vez que ponías la radio los Beatles estaban cantando Help! y yo quería ser John Lennon con todas las chicas persiguiéndome a gritos, siempre con una ocurrencia cínica a punto. Aquel fue el año que compré mi primer ejemplar de Penthouse en el pequeño estanco de la calle King. Pagué unos pocos chelines furtivos y me fui a casa con la revista metida bajo el jersey, mirando abajo de vez en cuando para ver si se había quemado el tejido.
Hace mucho tiempo que tiré el ejemplar, pero siempre lo recordaré: salían cartas sobrias sobre la censura; un cuento de H. E. Bates y una entrevista con un novelista americano del que nunca había oído hablar; una página de moda de trajes de mohair y corbatas estampadas de cachemir, que se podían comprar en la calle Carnaby. Y salía lo mejor de todo, que eran las chicas, por supuesto; y salía la mejor de todas las chicas, que era Charlotte.
Charlotte también tenía diecinueve años.
Todas las chicas de aquella revista desaparecida hace tanto tiempo parecían idénticas con su carne de plástico perfecta; ni un cabello fuera de sitio (casi se olía la laca); con sonrisas sanas para la cámara y ojos que te miraban entrecerrados a través de pestañas muy pobladas: pintalabios blanco, dientes blancos, pechos blancos, blanqueados por el bikini. Nunca me paré a pensar en las posiciones extrañas en que se habían colocado tímidamente para evitar mostrar el menor rizo o sombra de vello púbico, de todos modos tampoco habría sabido qué estaba mirando. Sólo tenía ojos para sus traseros y pechos pálidos, sus miradas de insinuación castas pero incitantes.
Entonces giré la página y vi a Charlotte. Era distinta a las demás. Charlotte era sexo; llevaba puesta la sexualidad como un velo transparente, como un perfume embriagador.
Había palabras junto a las fotos y las leí aturdido. «La fascinante Charlotte tiene diecinueve años… una individualista renaciente y una poetisa beatnik, colaboradora de la revista FAB…» Se me quedaban las frases grabadas mientras me volcaba sobre las fotos sin contraste: ella posaba y hacía mohines en un piso de Chelsea —el del fotógrafo, imaginé—, y supe que la necesitaba.
Tenía mi edad. Era el destino.
Charlotte.
Charlotte tenía diecinueve años.
Después de aquello, compré Penthouse con regularidad, esperando que ella volviera a aparecer. Pero no lo hizo. No entonces.
Seis meses después, mi madre encontró una caja de zapatos debajo de mi cama y miró dentro. Primero montó una escena, luego tiró todas las revistas, por último me echó de casa. Al día siguiente encontré un trabajo y una habitación en Earl’s Court, sin, bien mirado, demasiados problemas.
Mi empleo, el primero que tenía, era con un electricista junto a la calle Edgware. Lo único que sabía hacer era cambiar un enchufe, pero en aquellos tiempos la gente podía permitirse el lujo de llamar a un electricista para hacer sólo eso. Mi jefe me dijo que aprendería trabajando.
Duré tres semanas. Mi primer trabajo fue de lo más emocionante: cambiar el enchufe de una lámpara junto a la cama de una estrella de cine inglesa, que había obtenido la fama con su interpretación de un casanova londinense vulgar y lacónico. Cuando llegué allí estaba en la cama con dos bombones como Dios manda. Cambié el enchufe y me marché, todo fue muy correcto. Ni siquiera conseguí verles un pezón y mucho menos que me invitaran a unirme a ellos.
Tres semanas después me despidieron y perdí la virginidad en el mismo día. Era una casa elegante en Hampstead, vacía de no ser por la criada, una mujercita morena unos años mayor que yo. Me puse de rodillas para cambiar el enchufe y ella se subió a una silla a mi lado para quitar el polvo de la parte de arriba de una puerta. Miré arriba: debajo de la falda llevaba medias y ligas y, que Dios me ayude, nada más. Descubrí lo que sucedía en las partes que las películas no te enseñaban.
Así que perdí la virginidad debajo de una mesa de comedor en Hampstead. Hoy en día ya no se ven criadas. Se han ido al mismo sitio que el coche huevo y el dinosaurio.
Fue después cuando perdí el empleo. Ni siquiera mi jefe, a pesar de que estaba convencido de mi ineptitud absoluta, creyó que podía haber tardado tres horas en cambiar un enchufe, y yo no iba a decirle que había pasado dos de las horas que había estado fuera escondido debajo de la mesa del comedor porque los dueños de la casa habían llegado a casa sin previo aviso, ¿verdad?
Después de aquello, conseguí una serie de empleos fugaces: primero de tipógrafo, luego de cajista, antes de acabar en una pequeña agencia de publicidad que había encima de una sandwichería en la calle Old Compton.
Seguí comprando Penthouse. Todos parecían extras de «Los vengadores», pero también lo parecían en la vida real. Había artículos sobre Woody Allen y la isla de Safo, Batman y Vietnam, chicas que hacían striptease y blandían látigos, moda y ficción y sexo.
A los trajes les pusieron cuello de terciopelo y las chicas se despeinaron. Los fetiches estaban de moda. Londres estaba dando un viraje, las portadas de las revistas eran psicodélicas y si no había ácido en el agua potable, actuábamos como si debiera haberlo habido.
Volví a ver a Charlotte en 1969, mucho después de que hubiese renunciado a ella. Pensé que había olvidado su aspecto. Entonces un día, el director de la agencia dejó caer en mi mesa un Penthouse en el que habíamos puesto un anuncio de cigarrillos del que estaba especialmente satisfecho. Yo tenía veintitrés años, era una nueva promesa y llevaba la sección artística como si supiera lo que hacía, y a veces lo sabía.
No recuerdo mucho sobre el número en sí; todo lo que recuerdo es Charlotte. El cabello salvaje y pardo rojizo, los ojos provocativos, sonreía como si conociera todos los secretos de la vida y los guardara muy cerca de su pecho desnudo. Su nombre ya no era Charlotte, era Melanie o algo parecido. El texto decía que tenía diecinueve años.
Yo vivía con una bailarina llamada Rachel en aquella época, en un piso de Camden Town. Rachel era la mujer más guapa, más deliciosa que había conocido jamás. Me fui a casa pronto con aquellas fotos de Charlotte en la cartera y me encerré en el cuarto de baño y me hice pajas hasta marearme.
Nos separamos poco después de aquello, Rachel y yo.
La agencia de publicidad vivía un boom —todo vivía un boom en los años sesenta— y en 1971 me asignaron la tarea de encontrar «El Rostro» para una marca de prendas de vestir. Querían una chica que fuera la personificación de todo lo sexual; que llevara la ropa de su marca como si estuviera a punto de arrancársela, si algún hombre no llegaba antes. Yo conocía a la chica perfecta: Charlotte.
Llamé a Penthouse, que no supieron de qué les hablaba, pero que, de mala gana, me pusieron en contacto con los dos fotógrafos que la habían fotografiado anteriormente. El hombre de Penthouse no sonaba muy convencido cuando le dije que se había tratado de la misma chica las dos veces.
Localicé a los fotógrafos cuando intentaba encontrar su agencia.
Dijeron que ella no existía.
Al menos no de una forma en que se pudiera definir. Por supuesto, ambos sabían a qué chica me refería. No obstante, como me dijo uno de ellos, «Raro, ¿no?», era ella la que había ido a verles. Le habían pagado una suma por hacer de modelo y habían vendido las fotos. No, no tenían ninguna dirección suya.
Yo tenía veintiséis años y era un idiota. De inmediato vi lo que estaba ocurriendo: estaban jugando conmigo. Alguna otra agencia de publicidad la había contratado antes, estaba planeando una gran campaña en torno a ella y había pagado a los fotógrafos para que no hablasen. Les maldije y les grité por teléfono. Les hice ofertas financieras escandalosas.
Me dijeron que me fuera a la mierda.
Entonces, al mes siguiente, ella salió en Penthouse. Ya no era una revista provocativa y psicodélica, tenía más clase: a las chicas les había crecido el vello púbico, tenían un brillo de devoradoras de hombres en los ojos. Hombres y mujeres retozaban enfocados suavemente en campos de maíz, rosa contra oro.
Su nombre, decía el texto, era Belinda. Era anticuaria. Era Charlotte, seguro, aunque tenía el pelo oscuro y lo llevaba recogido en alto con tirabuzones abundantes. El texto también decía su edad: diecinueve años.
Llamé a mi contacto de Penthouse y conseguí el nombre del fotógrafo, John Felbridge. Le telefoneé. Igual que los otros, afirmaba no saber nada sobre ella, pero para entonces yo ya había aprendido la lección. En vez de gritarle por teléfono, le di el trabajo, de una importancia bastante considerable, de fotografiar a un niño comiéndose un helado. Felbridge tenía el pelo largo, tenía cerca de cuarenta años y llevaba un abrigo de piel raída y playeras sin cordones y abiertas, pero era un buen fotógrafo. Después de la sesión, le invité a tomar una copa y hablamos del tiempo asqueroso y de fotografía y de la moneda decimal y de su trabajo anterior y de Charlotte.
—¿Así que decías que habías visto las fotos de Penthouse? —dijo Felbridge.
Asentí con la cabeza. Ambos estábamos un poco borrachos.
—Te hablaré de esa chica. ¿Sabes?, ella es el motivo por el cual quiero dejar el trabajo sexy y hacer algo legal. Dijo que se llamaba Belinda.
—¿Cómo la conociste?
—A eso voy, ¿no? Pensé que venía de una agencia, ¿no? Llama a la puerta y pienso ¡por Dios! y la invito a pasar. Dijo que no venía de una agencia, que estaba vendiendo… —frunció el ceño, confuso—, ¿A que es extraño? He olvidado lo que vendía. Quizá no vendía nada. No lo sé. Pronto no me acordaré ni de mi nombre.
»Sabía que ella era algo especial. Le pregunté si posaría, le dije que era legal, que no estaba intentando tirármela, y aceptó. ¡Click, flash! Cinco carretes, así sin más. En cuanto acabamos, se vuelve a poner la ropa, se va hacia la puerta, como quien no quiere la cosa. «¿Qué hay del dinero?», le digo. «Envíamelo», dice, y ya ha bajado las escaleras y está en la calle.
—¿O sea que tienes su dirección? —pregunté, tratando de mantener el interés fuera de la voz.
—No. Qué coño. Acabé guardando sus honorarios por si vuelve.
Recuerdo que, además de la decepción, me pregunté si su acento cockney era real o sólo estaba de moda.
—Pero a lo que iba es esto. Cuando me llegaron las fotos, supe que… bueno, en lo tocante a tetas y chichis, no, en lo tocante al asunto entero de fotografiar a mujeres, lo había hecho todo. Ella era las mujeres, ¿sabes? Lo había hecho. No, no, deja que te invite yo. Me toca a mí. Un bloody mary, ¿no? La verdad es que ya tengo ganas de empezar nuestro próximo trabajo juntos…
No habría ningún próximo trabajo.
La agencia fue absorbida por otra empresa mayor y más antigua, que quería nuestros contratos. Incorporaron las iniciales de la empresa a las suyas y se quedaron con algunos de los mejores redactores publicitarios, pero a los demás nos despidieron.
Regresé a mi piso y esperé a que llovieran las ofertas de trabajo, cosa que no pasó, pero el amigo de la novia de un amigo empezó a charlar conmigo bien entrada la noche en un club (con música de un tío del que no había oído hablar jamás, llamado David Bowie. Iba vestido de astronauta, el resto de su grupo llevaba disfraces de cowboy plateados. Ni siquiera escuché las canciones) y, cuando me di cuenta, estaba haciendo de representante de mi propio grupo de rock, los Diamonds of Flame. A menos que os movierais por el ambiente de los clubs de Londres a principios de los años setenta, nunca habréis oído hablar de ellos, aunque eran un grupo muy bueno. Concisos, llenos de lirismo. Cinco tíos. Dos de ellos están actualmente en supergrupos de nivel mundial. Uno de ellos es un fontanero en Walsall; aún me envía tarjetas de Navidad. Los otros dos llevan quince años muertos: sobredosis anónimas. Desaparecieron con menos de una semana de diferencia, y eso separó al grupo.
También terminó conmigo. Después de aquello abandoné, quería alejarme todo lo posible de la ciudad y de aquel estilo de vida. Me compré una granja pequeña en Gales y fui feliz allí, con las ovejas y las cabras y las coles. Probablemente hoy seguiría allí si no hubiera sido por ella y Penthouse.
No sé de dónde llegó; una mañana salí y me encontré la revista en el jardín, en el barro, boca abajo. Era de hacía casi un año. Ella no iba maquillada y posaba en lo que parecía un piso de lujo. Por primera vez, podía verle el vello púbico, o podría habérselo visto si no hubieran hecho que la foto fuera artísticamente borrosa y estuviera sólo ligeramente desenfocada. Daba la sensación de que ella estaba surgiendo de la niebla.
Se llamaba, decía la revista, Lesley. Tenía diecinueve años.
Después de aquello ya no podía seguir lejos de ella. Vendí la granja por una miseria y volví a Londres en los últimos días de 1976.
Me apunté al paro, vivía en un piso de protección oficial en Victoria, me despertaba a la hora de comer, iba a los pubs hasta que cerraban por la tarde, leía los periódicos en la biblioteca hasta que volvían a abrir y, entonces, iba de bar en bar hasta la hora de cierre. Vivía del dinero del paro y bebía de mi cuenta corriente.
Tenía treinta años y me sentía mucho más viejo. Empecé a vivir con una punki rubia anónima de Canadá que conocí en un bar de la calle Greek. Era la camarera y, una noche, después de cerrar, me dijo que acababa de perder la habitación donde vivía, así que le ofrecí el sofá de mi casa. Resultó que sólo tenía dieciséis años y nunca llegó a dormir en el sofá. Tenía pechos pequeños y como melocotones, un cráneo tatuado en la espalda y un peinado de Novia de Frankenstein juvenil. Decía que lo había hecho todo y que no creía en nada. Solía hablar durante horas sobre la forma en que el mundo se dirigía hacia una condición de anarquía, afirmaba que no había esperanza ni futuro; pero follaba como si ella hubiera acabado de inventar aquello. Y yo me imaginaba que eso era bueno.
Solía venir a la cama llevando nada más que un collar de perro de cuero negro y con púas, y con los ojos maquilladísimos de un negro sucio. A veces escupía, lanzaba escupitajos en la acera cuando estábamos paseando, lo que yo odiaba, y hacía que la llevase a clubs punkis, a verla escupir y soltar tacos y brincar. Entonces me sentía muy viejo. Aunque me gustaba parte de la música: Peaches, cosas así. Además, vi a los Sex Pistols tocar en directo. Eran pésimos.
Entonces la punki me dejó, tras asegurarme que yo era un pesado de mierda, y empezó a salir con un principito árabe sumamente gordo.
—Pensaba que no creías en nada —le grité mientras se subía al Rolls que él envió a recogerla.
—Creo en mamadas de cien libras y en sábanas de visón —me contestó gritando, mientras se enroscaba en el dedo un pelo de su peinado de Novia de Frankenstein—. Y en un vibrador de oro. Creo en eso.
Así que se marchó hacia una fortuna petrolera y un vestuario nuevo, y yo comprobé cuántos ahorros me quedaban y descubrí que estaba en la ruina, casi sin un céntimo. Seguía comprando Penthouse esporádicamente. Mi alma de los años sesenta estaba tanto escandalizada como contentísima por la cantidad de carne que se mostraba. No quedaba nada para la imaginación, lo que, al mismo tiempo, me atraía y repelía.
Entonces, a finales de 1977, ella volvió a salir.
Tenía el pelo multicolor, mi Charlotte, y la boca tan carmesí como si hubiese estado comiendo frambuesas. Estaba echada sobre sábanas de satén, llevaba un antifaz enjoyado y tenía una mano entre las piernas, extática, orgásmica, todo lo que siempre quise: Charlotte.
Aparecía bajo el nombre de Titania e iba cubierta de plumas de pavo real. Trabajaba, me informaron las palabras negras de trazos delgados que reptaban alrededor de sus fotos, en una agencia inmobiliaria del sur. Le gustaban los hombres sensibles y honestos. Tenía diecinueve años.
Y, maldita sea, parecía tener diecinueve años. Yo, en cambio, estaba pelado, en el paro junto a algo más de un millón de personas, y sin nada a la vista.
Vendí mi colección de discos, todos los libros, menos cuatro ejemplares de Penthouse, y gran parte de los muebles, y me compré una cámara bastante buena. Entonces llamé a todos los fotógrafos que había conocido cuando estaba en publicidad hacía casi una década.
La mayoría no me recordaba o eso decía. Y los que sí me recordaban, no querían un joven y entusiasta ayudante que ya no era joven y que no tenía ninguna experiencia. Aun así, seguí intentándolo y, al final, localicé a Harry Bleak, un viejo de cabello plateado que tenía su propio estudio en Crouch End y un grupo numeroso de novietes caros.
Le dije lo que quería. Ni siquiera se paró a pensar en ello.
—Ven dentro de dos horas.
—¿Sin trucos?
—Dos horas. No más.
Fui.
Durante el primer año limpié el estudio, pinté telones de fondo y salí a las tiendas y a las calles del barrio a mendigar, comprar o pedir prestados los accesorios apropiados. Al año siguiente me dejó ayudarle con las luces, montar las fotos, ocuparme de las pastillas de humo y el hielo seco y preparar el té. Estoy exagerando, sólo lo preparé una vez; el té me sale fatal. No obstante, aprendí una barbaridad sobre fotografía.
Y, de repente, era 1981 y el mundo era romántico otra vez y yo tenía treinta y cinco años y sentía cada minuto de mi vida. Bleak me pidió que me ocupara del estudio unas semanas mientras él se iba a Marruecos a pasar un mes de disipación bien merecido.
Ella salió en Penthouse aquel mes. Más tímida y formal que antes, esperándome muy bien puesta entre anuncios de estéreos y whisky. Se llamaba Dawn, pero seguía siendo mi Charlotte, con pezones como gotas de sangre en los pechos morenos, una mata oscura y muy rizada entre piernas eternas, fotografiada en el exterior en alguna playa. Sólo tenía diecinueve años, decía el texto. Charlotte. Dawn.
Harry Bleak murió en el viaje de vuelta de Marruecos: le cayó un autobús encima.
No hace gracia, en serio, iba en el transbordador de coches que volvía de Calais y bajó a escondidas a la cubierta para automóviles a buscar los puros, que se había dejado en la guantera del Mercedes.
Hacía un tiempo tormentoso y había un autobús turístico (que pertenecía, según leí en los periódicos y me explicó con todo detalle un novio lloroso, a una cooperativa comercial de Wigan) que estaba mal encadenado. Harry quedó aplastado contra el lado de su Mercedes plateado.
Siempre había mantenido el coche impecable.
Cuando se leyó el testamento, descubrí que el cabronazo me había dejado el estudio. Lloré hasta quedarme dormido aquella noche, me pasé una semana borracho como una cuba y luego abrí al público.
Pasaron cosas entre entonces y ahora. Me casé. Duró tres semanas, después lo dejamos. Supongo que no soy el tipo de hombre que se casa. Tarde una noche, un borracho de Glasgow me dio una paliza en un tren, y los demás pasajeros fingieron que no estaba ocurriendo. Me compré un par de tortugas de agua dulce y una pecera, las puse en el piso que tenía encima del estudio y las llamé Rodney y Kevin. Llegué a ser un fotógrafo bastante bueno. Hacía calendarios, publicidad, moda y fotos sexys, niños pequeños y grandes estrellas: toda la historia.
Y un día de primavera de 1985, conocí a Charlotte.
Estaba solo en el estudio un jueves por la mañana, sin afeitar y descalzo. Era un día libre y lo iba a pasar limpiando el local y leyendo periódicos. Había dejado las puertas del estudio abiertas, para que entrase el aire fresco y sustituyese el mal olor de los cigarrillos y el vino derramado de la sesión de fotografía de la noche anterior, cuando la voz de una mujer dijo:
—¿Fotografía Bleak?
—Así es —dije, sin darme la vuelta—, pero Bleak ha muerto. Ahora llevo yo el negocio.
—Quiero hacer de modelo para ti —dijo.
Me di la vuelta. Medía cerca de uno setenta, tenía el cabello de color miel, ojos verde aceituna, una sonrisa como agua fría en el desierto.
—¿Charlotte?
Ladeó la cabeza.
—Si quieres. ¿Me vas a fotografiar?
Asentí en silencio. Enchufé los parasoles, la puse contra una pared desnuda de ladrillos y saqué un par de polaroids de prueba. Ningún maquillaje especial, ningún decorado, sólo unas pocas luces, una Hasselblad y la chica más hermosa de mi mundo.
Después de un rato, empezó a quitarse la ropa. Yo no le pedí que lo hiciera. No recuerdo haberle dicho nada. Se desvistió y yo seguí haciendo fotos.
Ella lo sabía todo. Cómo posar, acicalarse, mirar. Flirteaba silenciosamente con la cámara y yo estaba detrás, moviéndome a su alrededor, sin parar de apretar el botón. No recuerdo haberme detenido para nada, pero tuve que haber cambiado los carretes, porque acabé con una docena al final del día.
Supongo que pensáis que después de sacar las fotos, hice el amor con ella. Bueno, mentiría si dijese que nunca me tiré a las modelos en mi época y, si queréis, algunas de ellas se me habían tirado a mí. Sin embargo, no la toqué. Ella era mi sueño; y si tocas un sueño desaparece, como una pompa de jabón.
Además, me fue imposible tocarla.
—¿Cuántos años tienes? —le pregunté justo antes de que se marchara, cuando se estaba poniendo el abrigo y recogiendo el bolso.
—Diecinueve —me dijo sin darse la vuelta, y luego se fue.
No se despidió.
Envié las fotos a Penthouse. No se me ocurría ningún otro sitio adonde enviarlas. Dos días después, recibí una llamada del director artístico.
—¡Me ha encantado la chica! Es un auténtico rostro de los ochenta. ¿Cuáles son sus datos?
—Se llama Charlotte —le dije—. Tiene diecinueve años.
Ahora tengo treinta y nueve años y un día tendré cincuenta y ella seguirá teniendo diecinueve años. Pero otra persona estará haciendo las fotografías.
Rachel, mi bailarina, se casó con un arquitecto.
La punki rubia de Canadá dirige una cadena multinacional de moda. De vez en cuando trabajo haciendo fotos para ella. Lleva el pelo muy corto y con alguna mancha gris y hoy en día es lesbiana. Me dijo que aún tenía las sábanas de visón, pero que se había inventado lo del vibrador de oro.
Mi ex mujer se casó con un tipo simpático que tiene dos videoclubs y se mudaron a Slough. Tienen gemelos.
No sé qué fue de la criada.
¿Y Charlotte?
En Grecia, los filósofos están debatiendo, Sócrates está bebiendo cicuta y ella está posando para una escultura de Erato, musa de la poesía ligera y de los amantes, y tiene diecinueve años.
En Creta, se está untando los pechos de aceite y está saltando con toros en el ruedo, mientras el rey Minos aplaude y alguien pinta su retrato en una jarra de vino, y ella tiene diecinueve años.
En el 2065, está estirada en el suelo giratorio de un fotógrafo de holografías, que la graba como un sueño erótico en Amor Vivo de los Sentidos y encierra la vista y el sonido y su olor preciso en una matriz diminuta de diamante. Ella sólo tiene diecinueve años.
Y un hombre de las cavernas esboza a Charlotte con un palo quemado en la pared de la cueva-templo, llenando su forma y su textura con tierras y tintes de bayas. Diecinueve años.
Charlotte está aquí, en todas partes, en todas las épocas, deslizándose por nuestras fantasías, una chica para siempre.
La quiero tanto que a veces me duele. Entonces es cuando bajo sus fotografías y simplemente las miro un rato, preguntándome por qué no intenté tocarla, por qué ni siquiera hablé con ella cuando estuvo aquí, y nunca se me ocurre una respuesta que pudiera entender.
Ésa es la razón por la cual he escrito todo esto, supongo.
Esta mañana me fijé en que tenía otro pelo gris en la sien. Charlotte tiene diecinueve años. En algún lugar.