De cómo Pedro López de Ayala, el gran canciller de Castilla, dio fin a sus días en la ciudad de Calahorra
Era el primer día del mes de diciembre del año del Señor de 1406. A aquella hora del día, las calles de la ciudad estaban desiertas y silenciosas. El portón de la casona propiedad del señor de Ayala y gran canciller de Castilla permanecía cerrado. Dentro, don Pedro López de Ayala, al final de sus setenta y cinco años, reñía la última batalla de su vida.
Una llamada discreta en el portón permitió la entrada de dos personas. Se trataba del escribano real y notario público Jon Sánchez de Xerez y de su amanuense, que habían sido llamados para dar fe escrita de las últimas voluntades del señor de Ayala. Fueron recibidos por su esposa, Leonor, y por la hija mayor del canciller, Elvira, y después guiados a la habitación donde aquel reposaba y les dijo a fuer de saludo:
—Gracias, señores escribanos, por vuestra diligencia en venir a escucharme.
—Es nuestro deber serviros —le dijo el notario, mientras el amanuense acomodaba en una mesita cercana todo el recado de escribir—. Estamos dispuestos a escucharos.
Pedro, con voz muy queda, fue desgranando sus últimos deseos sin ninguna interrupción, como quien ha meditado mucho lo que ha de decir y sabe perfectamente cómo hacerlo.
Desde las primeras líneas de su testamento el señor de Ayala deja bien claro que desea, según sus propias palabras, hacer una egualanza[13] entre todos sus herederos. Así confirma a sus hijos varones los mayorazgos que les había concedido poco tiempo atrás, de la misma manera que a él se lo había concedido Fernán Pérez de Ayala, su padre. De esta manera revalida al hijo mayor las tierras de Ayala y al segundo, las de Toledo.
No se olvida de Leonor, su mujer, a quien manda que le correspondan cuantos bienes compraron en vida de los dos para que pueda aprovecharse de ellos, pero sin que pueda venderlos ni traspasarlos a sus hijos. Además le deja 237.000 maravedíes en moneda vieja y diez quintales de hierro y plata.
Finalmente, deja unas mandas iguales en moneda castellana a sus hijas y otras a sus nietas. Termina sus últimas voluntades pidiendo a su mujer y a sus hijos que acepten su testamento.
Cumplidos los trámites precisos, el testamento fue firmado y sellado con el sello del escribano en el primer día de diciembre actuando como testigos dos clérigos beneficiados de la iglesia de Santiago y el racionero y tres capellanes de la de Santa María. Estuvieron presentes también sus escuderos Martín de Icoria, Pedro de Solaguren y Mingo de Goruela.
El precario estado de salud de Pedro de Ayala había llegado a oídos del infante Fernando de Antequera, el hermano del rey Enrique y a la sazón regente de Castilla, en la minoría de edad del rey Juan II. Aquel no quiso dejar de ir a visitarle en nombre del rey, su sobrino, y del suyo propio.
Sabía que el canciller había mandado redactar un nuevo y ya definitivo testamento, por lo que intuyó que, si quería ver con vida a aquel gran servidor de los reyes de Castilla, debía apresurarse. Ordenó a sus criados que le prepararan caballos y una escolta y se dispuso a viajar a la ciudad de Calahorra, donde vivía a la sazón Pedro López de Ayala.
El viaje en aquellos primeros días de abril no presentó ninguna dificultad, por lo que sin tener novedad en el camino, unos días después penetraba en las desiertas calles de Calahorra. La quiebra de su silencio, roto por el repique de los cascos de los caballos sobre el empedrado del suelo, anunció su llegada frente a la casona de los Ayala.
Elvira, la hija mayor de la familia, se acercó a la celosía que velaba el ventanal del salón y pudo ver que, delante del portón de entrada, varios caballeros estaban descabalgando y uno de ellos, un escudero sin duda, mantenía las riendas de un caballo bien enjaezado, del que se había apeado quien parecía la persona principal del grupo. Al ver a los recién llegados, se retiró de la celosía y se dirigió a una de las doncellas que permanecía algo retirada.
—Lucía, avisa a mi madre y a mi hermano Pedro que el señor infante ya se encuentra delante de la puerta.
Aquella salió rápidamente de la pieza para cumplir el recado de su señora. Mientras tanto, el caballero ordenó a su escudero:
—Haz una llamada; que los de la casa sepan que hemos llegado.
No se habían extinguido los ecos de la aldabada cuando la puerta de la casona se abrió haciendo rechinar sus goznes y dejaba el paso franco al visitante, quien nada más traspasar el umbral, se vio recibido por una mujer y tres jóvenes, dos mujeres y un hombre, a quienes una marcada semejanza en sus facciones delataba como madre e hijos.
La mujer mayor se dirigió al recién llegado.
—Nuestra casa os da la bienvenida, señor infante. Vuestra visita nos honra sobremanera.
—Doña Leonor, mi visita no es más que el cumplimiento de un deber de agradecimiento con respecto a vuestro esposo y padre. ¿Cómo se encuentra ahora?
—Está muy alicaído, señor, aunque he de deciros que el anuncio de que vendríais a verle le ha animado un tanto. Pero nuestro físico tiene una opinión muy pesimista y no nos ha dado ninguna esperanza en cuanto a su vida.
—Llevadme junto a él. Estoy impaciente por verle.
—¿No queréis reposar antes, señor? —preguntó Elvira, la hija mayor—. Quizá estéis cansado de vuestro viaje.
—No, gracias, Elvira. Si es caso, ya lo haré una vez que lo haya visto.
—Entonces, señor, seguidnos.
Elvira subió los peldaños de la escalera marcando el camino al infante. Al llegar a la puerta de la que era la habitación principal, la golpeó suavemente con los nudillos, mientras entornaba la puerta.
—María, somos nosotros. Dile a señor padre que está aquí el señor infante don Fernando, que ha venido a visitarle.
Un rumor de palabras apenas audible se escapó de los labios resecos del enfermo. Su hija María, que se había inclinado sobre él para oírle, se incorporó, dio unos pasos en dirección al infante que ya había entrado en la habitación, y le hizo una venia.
—Señor, nuestro padre os agradece vuestra visita. Acercaos a él, si gustáis, y sentaros en el sillón que está en la cabecera de su cama. Él os oirá, aunque vos tendréis quizá que hacer un esfuerzo por entender sus palabras.
—No deseo molestarle en demasía. Estaré solo unos momentos junto a él.
—Desde que le anunciamos vuestra visita, él esperaba con ilusión que llegarais a nuestra casa. Vuestra presencia aquí será un consuelo para él.
El infante se sentó en el sillón que le habían indicado y tomó la mano derecha del paciente entre las suyas. Notó sus dedos afilados y fríos pero no dejó de guardarla entre las suyas mientras le dirigía unas palabras de ánimo. El enfermo cerró los ojos y, por un momento, pareció que sus facciones se tornaron más serenas.
Todos en la habitación guardaban silencio, solo turbado por el jadeo de la respiración del enfermo. Permanecieron así todos callados durante unos minutos. Después el infante dejó suavemente la mano del enfermo sobre la colcha de la cama, se levantó del sillón sin hacer ruido y se dirigió hacia el grupo formado por la esposa y los hijos, quienes habían permanecido en pie al fondo de la habitación.
—¿Desde cuándo está en este estado?
—Lleva así unas dos semanas, señor, aunque ya hacía más tiempo, quizá desde los últimos meses, que nuestro padre viene desmejorando mucho. Había perdido el apetito, se encontraba muy cansado y se había convertido en una sombra de lo que había sido. Adelgazó mucho, se encontraba más torpe de movimientos y había días en los que apenas se levantaba de su sillón. Como os he dicho, señor, durante las últimas semanas, nuestro padre ha ido decayendo a ojos vistas. Ya visteis, señor, que no acudió a las Cortes de Guadalajara, a pesar de su ferviente deseo. Pero es que, señor, ya no podía mantenerse encima de su caballo y aún menos ponerse en viaje hasta aquella ciudad.
—Lo sé, amigos míos —repuso el infante—. Recibí la carta que me mandó vuestro hijo Fernán.
—Mi esposo quería estar en Guadalajara —aseguró Leonor—, pero le faltaron las fuerzas.
—Por eso he querido verle. Intuí que algo muy grave le debía de haber ocurrido. Cuando recibí, por fin, vuestra carta en la que explicabais cuanto había sucedido, decidí venir.
—Señor —dijo María—, estoy segura de que para nuestro padre ha sido una gran alegría veros aquí esta mañana.
—Me sentía obligado a ello. Vuestro padre ha sido un hombre fiel a Castilla durante toda su vida, como no hubo ni hay otra persona en el reino. Venir a verle en nombre de mi sobrino Juan, el rey de Castilla, y mío propio, es lo menos que yo debía hacer en estas circunstancias.
El infante retornó a la cabecera del enfermo, se inclinó sobre este y volvió a enlazar las manos con las suyas como si quisiera trasmitirle con aquel gesto lo que quizá no alcanzaría a decir con la palabra.
Después volvió junto a los hijos, que contemplaban callados la escena, se dirigió a Pedro, el varón, y, enlazando los hombros del joven con el brazo, salió con él de la habitación seguido por las hijas. Una vez en el pasillo, se dirigió a todos.
—Me hubiera gustado abrazar a Fernán. Siento no haber podido encontrarle aquí. Trasmitidle mi afecto en estos momentos. Y vosotros, por favor, mantenedme informado de la evolución de la enfermedad de don Pedro.
—Descuidad, señor; así lo haremos.
Ya en la calle, el infante besó las manos de Leonor, volvió a abrazar a Pedro, saludó a las hijas quitándose el sombrero y, ayudado por su escudero, subió a su caballo. Dio una breve orden a los caballeros de su cortejo, saludó de nuevo a toda la familia, que se había quedado en la puerta de su casa para despedirle, y partió con el trote corto de su montura.
De esta manera el infante Fernando de Antequera, regente del reino de Castilla por la minoría de edad de su sobrino Juan II, el hijo del rey Enrique III, realizó la última visita al canciller mayor de este reino, don Pedro López de Ayala, en su casa de Calahorra.
Unos días más tarde, el 16 de abril de 1407, cuando Pedro López de Ayala parecía haber iniciado una leve recuperación de su enfermedad, falleció de forma repentina. Tenía setenta y cinco años de edad.