XLIV

En el que Pedro López de Ayala repliega sus actividades, mientras castilla busca su expansión más allá de los mares

—Estarás contento, ¿no? Te lo digo porque en estos últimos tiempos has dado fin a todo lo que tenías pendiente en tu vida. Has terminado todos los proyectos que llevaban retrasados desde hacía muchos años.

Así me habló mi mujer el día que maese Juan de Aberasturi, el maestro de obras, nos comunicó que se había puesto la última piedra en las obras de ampliación del monasterio de Quejana. Estábamos ambos fuera de aquel recinto, contemplando el torreón cuadrado que lo dominaba, hecho de muy buena piedra de mampostería. En la planta baja instalamos una capilla en honor de la Virgen del Cabello que habíamos previsto que fuera también el mausoleo familiar. Aquel era un proyecto que llevaba in mente desde hacía muchos años y que formó parte de las promesas hechas en los amargos días de cautiverio en Óbidos.

—Es verdad, tienes razón. Pero el mérito de haber terminado con bien todos mis proyectos no es solo mío; tú me has ayudado sobremanera. Como te lo tengo que agradecer de alguna manera, he pensado decirle a Juan de Aberasturi que coloque una lápida de alabastro bajo el coro en la que grabe una leyenda que diga cómo los dos hemos levantado esta capilla.

Quedamos silenciosos contemplando la portalada de la capilla, rematada en un arco apuntado con tres arquivoltas, dos de arista sin decorar y la segunda con adornos muy sencillos. A mí me parecía que el Cielo no tendría una puerta tan bella.

—¿Entramos? —propuse a mi mujer.

Esta asintió, nos acercamos al umbral y empujamos la puerta. Leonor se situó en medio de la capilla y miró hacia la bóveda de cañón apuntado apoyada en columnas adosadas. La luz tamizada de aquella tarde entraba por el óculo de la cabecera, un ventanal abocinado situado encima y dos pequeños ventanales de arco apuntado del muro derecho daban al interior un aire de recogimiento que invitaba a la oración.

Leonor me tomó de la mano y avanzamos hasta el presbiterio. Delante del mismo, un sepulcro con dos figuras yacentes de alabastro, una de mujer y otra de hombre, ocupaba el lugar central. La figura masculina vestía atuendo militar con armadura, guanteletes, rodilleras y una cota de malla. A sus pies, un perro en actitud vigilante. El cuerpo de la mujer estaba cubierto con un manto y la cabeza, con una toca ajustada.

—¿No te impresiona ver tu imagen sobre tu sepultura? A mí no deja de conmoverme verme así.

—No. No estoy muerto todavía. Y por otro lado, he visto demasiados muertos de verdad durante toda mi vida para que una estatua, aunque quiera ser mi figura, me sobrecoja.

Leonor observó su efigie y después la de su esposo, a la que pasó suavemente la mano por la cara como una suave caricia. Después ella se arrodilló delante del altar, dando la espalda al sepulcro e invitándome a hacerlo a su lado.

—Pedro, es justo que demos gracias a Dios y a su Madre, la Virgen del Cabello, por la vida que hemos vivido juntos hasta el día de hoy y por los bienes que hemos recibido durante toda ella.

Asentí en silencio y me arrodillé a su lado.

Mi vida pública se moderó en aquellos años, pero a pesar de todo, no pude evitar algunos compromisos. Un día llegó a Quejana un mensajero portando una carta de Leonor Lasso de la Vega, la esposa de mi sobrino Diego Hurtado de Mendoza, el hijo de Pedro González de Mendoza, mi gran amigo y compañero de armas contra los portugueses que murió en Aljubarrota.

Aquella carta me participaba que en el testamento de Diego López de Mendoza se me señalaba junto con otros caballeros de Castilla como albacea testamentario y protector de su hijo Íñigo[11]. Aquello dio motivo a que fuera a conocer el testamento de Diego. Afortunadamente, estaba redactado de forma muy clara ya que Diego no quería dejar ningún fleco suelto que pudiera después provocar dificultades a su esposa y a su hijo.

—Leonor —le dije a la viuda—, Diego ha dejado sus asuntos muy ordenados. No tendrás problemas con ellos. Sabes que, además, me ha nombrado tutor de Íñigo. Para cumplir mis deberes con él, mándame a Quejana periódicamente todo lo que tenga que ver con su educación: los estudios que te propongan sus preceptores, las lecciones que recibe, sus lecturas, y sobre todo ello te daré mi parecer. Y si hubiera que sugerir algo que a mi juicio faltare, te lo haré saber. Me agradaría vivir más cerca de vosotros para ver cómo Íñigo crece y se hace un hombre, pero al menos espero que Dios me dará oportunidad para que nos volvamos a ver.

Hacia el año 1402, cuando mi edad frisaba la setentena, aún mantenía mi puesto como canciller mayor de Castilla, aunque cada vez más iba cediendo protagonismo en mis tenientes, a los que derivaba todos los trabajos rutinarios. De acuerdo con Leonor, cedimos parte de nuestras rentas a nuestros hijos, que de hecho llevaban desde hacía algún tiempo las riendas en nuestros dominios, reservando mi intervención en lo que correspondía a nuestro patrimonio.

Pude ver a mi hijo Fernán seguir su carrera militar, en la que siempre tuvo la confianza del rey, pero no conseguí que este aceptara la delegación en Pedro de mi título de canciller.

Aunque había perdido el ánimo de otros tiempos, seguía escribiendo y leyendo los fondos de la biblioteca de San Miguel del Monte, con cuyos frailes mantuve una relación cada vez más estrecha. Con su ayuda pude dar fin a la traducción de Los Morales de san Gregorio y de las Décadas de Tito Livio. Estos trabajos sin esfuerzo, mis lecturas y mis escritos me hacen pasar las horas y los días de Quejana a San Miguel del Monte y de este monasterio a casa.

Seguí en el Consejo Regio, aunque cada vez que acudía a una de sus convocatorias me encontraba con que faltaba alguno de sus miembros, sustituido por otra persona más joven, normalmente un pariente del desaparecido. En una de mis últimas presencias en el Consejo, el rey Enrique nos expuso la oportunidad que se le ofrecía para realizar una expedición de conquista de las islas Canarias. Dos caballeros normandos, Gadifer de la Salle y Jean de Bethencourt, propusieron al rey conquistar la isla de Lanzarote, motivados por la posibilidad de explotación de la urchilla, un liquen que se daba en las rocas del litoral y que proporciona un tinte violeta, muy estimado por los tintoreros.

—Señor, es una buena ocasión para llevar los pendones de Castilla por el océano Atlántico —dijo el rey—. Sé de buena tinta que los portugueses tienen planes para explayarse por sus aguas.

—El señor de Bethencourt, ¿qué garantías da a la corona de Castilla? —pregunté.

—Este señor se ha declarado vasallo del rey de Castilla y ha jurado ante los Evangelios esta condición —contestó el rey—. Él va a correr con todos los gastos de la expedición a cambio de que se le otorguen plenos derechos de comercio con aquellas islas.

Hubo algunas preguntas y respuestas más que dieron lugar a una discusión sobre este asunto, pero al final la propuesta del caballero normando fue aceptada. La ocupación de Canarias fue calificada como «una conquista de señorío» por ser iniciativa de particulares, ya que no fue participada por el rey. En ella se incluyeron las islas de Lanzarote, Fuerteventura, La Gomera y El Hierro, las menos pobladas del archipiélago, por lo que su ocupación resultó relativamente sencilla.

El rey Enrique quiso afianzar la monarquía, apartando a la nobleza, recortando el poder de las Cortes y acabando con la prepotencia de las ciudades. Fue muy hábil apoyándose bien en unos estamentos, bien en otros. A mí me maravillaba que toda la energía necesaria para llevar a cabo sus proyectos salía de un cuerpo atormentado por males y dolores que a menudo lo alejaban de toda actividad. Cuando las enfermedades del rey arreciaron dejándole casi inútil, surgió a su lado su hermano Fernando de Antequera, el segundo hijo del rey Juan, quien mantuvo durante su gobierno los mismos principios políticos pero, en contraposición a Enrique, dentro de un cuerpo fuerte y sano que le permitió arrostrar cualquier contingencia.

Apoyado en todo momento por su hermano el infante en los últimos años de su reinado, Enrique contuvo en el interior las persecuciones y matanzas a los judíos, y en el exterior siguió la política de amistad con Inglaterra, Aragón, Navarra y Francia, afectada esta por el problema de la obediencia al papa Luna, mientras seguía una política de contención con Portugal.

Cuando Enrique se disponía a reconquistar Granada, una calentura maligna le postró en cama de forma definitiva. El 23 de noviembre de aquel año de 1406, dictó su testamento y dos días después murió, dejando en minoría de edad a su hijo, el rey Juan II.

A su muerte, el hombre más importante de Castilla era su hermano Fernando de Antequera, que unía riqueza y fuerza militar, y al que su hermano confió seguir la política iniciada por él[12].