XLIII

En el que Enrique III busca colocar el nombre de castilla en las tierras del gran Khan

La sesión de Consejo Regio había terminado. Sus componentes nos habíamos levantado de nuestros asientos y nos disponíamos a marcharnos. En aquel momento, el rey se dirigió a mí.

—Espera un poco más, Pedro. Antes de que te vayas deseo oír tu parecer sobre un asunto que me está dando mucho que cavilar.

—¿De qué se trata, mi señor?

—Verás, es un asunto importante para Castilla que pienso presentar al Consejo en la próxima sesión.

Enrique desgranó su proyecto. Quería establecer contactos diplomáticos con los países de más allá del Imperio bizantino, con las tierras que producían la seda y por donde transitaban las especias que venían del Oriente más lejano. Establecer relaciones permanentes con aquellos países podría ser muy interesante para Castilla, que se vería libre del peaje de los bizantinos y de los venecianos en un comercio tan importante. Hacía tiempo que habían llegado a Castilla los ecos del fabuloso viaje que casi un siglo antes había hecho Marco Polo, un mercader veneciano. Enrique había soñado con mandar una expedición que estableciera una amistad duradera con los legendarios khanes de Asia.

Recuperada del traspiés de Aljubarrota, Castilla era el reino más poderoso de Europa. La secular guerra que aún dirimían franceses e ingleses había dejado a ambos en una situación lamentable. El Imperio germánico, fraccionado en una multitud de pequeños Estados, no había conseguido formar un ente homogéneo y fuerte. En Italia, las luchas entre los diversos Estados que habitaban dentro de ella (Nápoles, Milán, Florencia, Parma, Venecia, los Estados Pontificios) habían propiciado una situación aún peor que la del Imperio. En cambio, en la península Ibérica, la conquista de Granada por Castilla era una fruta a punto de madurar. El reino nazarí sobrevivía gracias a las parias que pagaba a Castilla. Solo Jaume de Aragón se había expandido con fuerza hacia las islas Baleares. Enrique soñaba con dar el paso al frente que la Providencia reservaba a Castilla.

Hacía unos ocho o diez años que, a través de los viajeros procedentes de Mongolia, llegaban noticias bastante confusas sobre un conquistador. Había surgido en aquellas remotas tierras un émulo o sucesor de Kubilai, el khan descrito a los lectores de Il milione por Marco Polo, que había arrojado a los mamelucos y otomanos de Siria. Su nombre, Timur Lenk, sonaba en los oídos occidentales como Tamerlán el Cojo. El rey deseaba que el Consejo Real estudiara un fantástico proyecto: lograr la alianza entre el sultán de Babilonia, los mamelucos de Egipto, Tamerlán y el preste Juan de las Indias.

—¿Una expedición a la corte del Gran Tamerlán?

—Sí, Pedro, una gran embajada ante ese poderoso emperador de aquellas lejanas tierras. Pienso enviarle tres o cuatro caballeros que le lleven mis cartas proponiéndole nuestra amistad.

—¿A quién o quienes vais a confiar esta expedición, señor? —A alguien que conoces bien, al mariscal de Castilla, Payo Gómez de Sotomayor, que es miembro de la orden de la Banda, junto a Hernán Sánchez de Palazuelos, el señor de Batres.

—Está bien; el señor mariscal es un guerrero esforzado y un buen diplomático.

—Por otro lado, según el consejo de los misioneros franciscanos, la alianza con el soberano mongol puede ayudar a introducir el cristianismo en Asia.

—Necesitaremos la ayuda de Dios. Se trata de un viaje muy largo y de una aventura en la que no faltarán las dificultades. Mas ¿qué perdéis intentándolo? Gómez de Sotomayor es un hombre decidido y valiente. La fortuna ayuda a los audaces.

Dos años más tarde, el castillo de Quejana retumbó con los golpes que se dieron en su puerta. Cuando un vigilante abrió la mirilla, pudo ver a un caballero que se había acercado al umbral mientras otro jinete permanecía a una pequeña distancia.

—¿Quién sois y qué deseáis?

—Si esta es la mansión de don Pedro López de Ayala, decid a vuestro señor que un caballero de la orden de la Banda desea verle.

El vigilante pasó la información al jefe de la guardia, quien me la trasmitió al momento.

—¿Un miembro de la orden de la Banda ante mi puerta? Veamos de quién se trata.

Grande fue mi sorpresa cuando vi que era Payo Gómez de Sotomayor.

—¿Sois vos? En verdad que me sorprende veros en mi casa. Mas, pasad adelante, entrad.

Y dirigiéndome a los soldados de la guardia, les ordené que llevaran los caballos de los dos visitantes a los establos y que se les diera pienso y agua fresca.

—Entrad, señor, y me contaréis el motivo de vuestra visita. Mas antes descansad, que intuyo que venís desde lejos.

Le hice pasar y lo confié al mayordomo. Cuando se hubo repuesto un poco de la fatiga de su viaje, le acompañaron a donde yo le esperaba. Una vez sentado en un sitial cercano al mío, Payo Gómez de Sotomayor me relató sus aventuras, que parecían salidas de un cantar de gesta.

—Mi querido amigo, mi presencia en vuestra casa tiene una explicación. Como sabéis ya, se me confió la primera embajada que enviaba Castilla a las tierras del Gran Khan.

—Sé que el rey Enrique os confió, junto a Hernán Sánchez de Palazuelos, señor de Batres, la primera embajada que se enviaba a Timur Lenk, el Gran Tamerlán, señor de Escitia, con el propósito de que el sultán tártaro no ayudase a los árabes peninsulares contra Castilla.

—El Gran Tamerlán nos recibió al llegar a Anatolia, donde había vencido al sultán Bayaceto, al que encerró en una jaula de hierro y además usó de apoyo para montar en su caballo. Fuimos testigos del gran botín que los tártaros cobraron a los ejércitos del sultán turco. Entre estos trofeos se encontraban dos jóvenes y bellas esclavas que parecían nativas de algún país europeo.

»Naturalmente, quisimos saber cómo habían caído aquellas mujeres en manos de Bayaceto y se lo preguntamos al visir que Tamerlán nos había puesto por compañía. «Son dos princesas, señor», nos contó. «Dos intrépidas y valientes hijas de un hermano del rey Segismundo, el rey de Austria, Hungría y Bohemia, que quisieron acompañar a su tío en una expedición que hizo para auxiliar a Bizancio. Al ser Segismundo derrotado por Bayaceto, cerca de Nicópolis, las princesas cayeron prisioneras, pero dada su posición fueron tratadas con respeto y delicadeza. Mas después de que Tamerlán venciera a Bayaceto, las princesas cambiaron de dueño.

»Yo le dije que querría saber sus nombres. «Se llaman Angelina y María de Grecia y no solo se distinguen por su belleza, sino también por sus excelentes prendas morales». Confieso que desde el primer momento su belleza y juventud me impresionaron. Cuando el visir me contó las vicisitudes de su vida, me conmoví tanto que empecé a pensar en cómo sacarlas de la casa de Tamerlán.

»Pocos días después, el visir que siempre nos acompañaba nos anunció que seríamos recibidos por Tamerlán, pero previamente nos hizo esta advertencia: «Señores, el gran Tamerlán os preguntará el objeto de vuestra embajada. No olvidéis agradecerle su condescendencia en recibiros y he de advertiros que debéis contestar con verdad a sus preguntas. Tened cuidado en que no se os deslice una mentira, pues nuestro señor tiene un medio infalible para conocer cuándo se le miente. Y la mentira es una falta que él no perdona». Naturalmente yo pregunté por ese medio infalible. «Tiene un rara piedra preciosa en su anillo que suda si alguien miente en su presencia», me aseguró el visir.

»Tamerlán nos recibió en su tienda principal rodeado por todos sus visires y cortesanos. Hernán y yo quedamos impresionados por el lujo de las telas y las sedas de sus vestimentas, por las joyas incrustadas en las empuñaduras de sus armas y por el despliegue de hombres que formaban la guardia de aquel gran mandatario. Por ello, cuando Tamerlán habló, no pude reprimir el encarecer las riquezas contenidas en las ciudades de Castilla, el poderío de su ejército y las glorias conquistadas por nuestro rey frente a todos sus enemigos. Hernán Sánchez, que era un tanto supersticioso, estaba temiendo que el anillo mágico de Tamerlán denunciara mis exageraciones, pero a pesar de que hice al rey algunas ponderaciones que se salían de la verdad, su anillo no sudó. El emperador mongol salió tan complacido al recibirnos como enviados de aquel lejano soberano de Occidente que nos obsequió con unas fastuosas fiestas en nuestro honor.

»Llegó el día en que nos pareció prudente dar por terminada nuestra embajada, así que solicitamos su permiso para volver a Castilla. Entonces nos dijo: «Señores de Castilla, quiero corresponder a vuestro gran rey enviándole unos pobres regalos con el testimonio de mi amistad a través vuestro». Yo le agradecí la muestra de amistad.

»Aún no le había propuesto nada sobre las jóvenes prisioneras, así que en aquel momento me armé de valor para decirle: «Perdonad, señor, mi audacia y os ruego que me escuchéis con benevolencia. Tenéis en vuestro poder dos bellas esclavas, las princesas Angelina y María de Grecia. ¿Querríais aumentar vuestra munificencia dejando que ambas se uniesen a vuestra embajada ante el rey de Castilla?». Tamerlán me respondió con otra pregunta y una sonrisa: «¿Me pedís, señor de Sotomayor, que ponga bajo la tutela de vuestro rey a estas dos jóvenes princesas y las agregue a vuestra compañía?». Y, para inmensa sorpresa mía, terminó diciendo: «Como una muestra de mi complacencia por la gran amistad que hoy se inicia entre nuestros dos reinos, accedo a ello».

»El permiso de Tamerlán nos llenó de alegría a todos, especialmente a mí, que le repetí los corteses ofrecimientos de amistad que había prodigado antes. Además nos ofreció como despedida un suntuoso banquete. Después, acompañados de las dos princesas, emprendimos el regreso a Castilla.

»Durante el largo viaje por los mares Negro y Mediterráneo, colmé de cortesías y atenciones a las jóvenes tratando de hacer más ligera su travesía. Aquí he de confesaros, mi señor de Ayala, que, desde el primer momento en que vi a María de Grecia, quedé prendado de su belleza y de sus encantos, pero por respeto y por la diferencia de edad que existía entre nosotros, no me atreví a exteriorizarle mis sentimientos.

»Cuando desembarcamos en Sevilla, esta ciudad nos dispensó una entusiasta bienvenida. Allí quedaron todos admirados de la beldad de las princesas, realzada por los vistosos trajes que les había dado Tamerlán como regalos de despedida. Al salir de Sevilla, hicimos un alto en la villa de Jódar, posesión de Luis Méndez de Sotomayor, mi pariente, donde volvimos a ser agasajados con todo tipo de festejos. Pero aquí empezaron mis pesares porque, atraído por la llegada de las princesas, acudió a Jódar un joven de la familia de los Mendoza que participó en las justas celebradas en esta villa y resultó el ganador de las mismas y que, al ver a María de Grecia, también se enamoró de ella.

Al ver que tenía un rival más joven, perdí la serenidad y, temiendo que se anticipase a expresar su amor a la joven y de que esta le aceptara, olvidé totalmente mi calidad de cuidador de las dos jóvenes, que era viudo con hijos mayores que estas y que María no había llegado aún a los quince años, mientras que yo ya frisaba los cincuenta. De esta forma, una noche, junto a una fuente que había en la plaza de Jódar le expresé a la joven todos mis sentimientos hacia ella.

Para mi alegría, María me confesó que, puesto que ella era ya libre, usaba de esta libertad para corresponderme, ya que a ella también le complacía sentir el dulce amor que yo le confesaba y que se consideraría mi deudora por la libertad que le proporcioné y por el amor que le profesaba. Sé que en Jódar, como recuerdo de nuestro enamoramiento, se canta esta letrilla:

En la fontana de Jódar,

vi la niña de ojos bellos

e finque ferido de ello

sin tener de vida una hora.

»Poco después salimos de allí tomando el camino de la corte, pasamos a Alcalá de Henares, donde nos recibió el rey Enrique, quien, al ver los presentes enviados por Tamerlán y admirarse por la historia de las dos doncellas, determinó tomarlas bajo su protección para darles sendos matrimonios con señores principales de Castilla.

»Pero las cosas se nos complicaron a los dos. El joven Mendoza, cuando se percató de que habíamos salido de Jódar, tomó su caballo y galopó tras nosotros hasta la corte. Pidió audiencia al rey y le enteró de nuestros amores. Al oírle, Enrique se enfureció sobremanera ya que lo consideró como una insolencia hacia él, interpretando que yo, al pedir matrimonio a María, había olvidado que las jóvenes estaban bajo su real protección, por lo que dictó auto de prisión contra mí. Enterada María de la orden del rey, se apresuró a ponerme en guardia. Al percatarme del peligro que corría, huí a Galicia, pero temiendo que me alcance la ira del rey he dispuesto pasarme a Francia por mayor seguridad.

Payo Gómez de Sotomayor terminó aquí el relato de sus dichas y desdichas y pasó a justificar su visita a mi casa.

—Sé de vuestra gran amistad con el rey Carlos de Francia y he pensado en pediros ayuda. ¿Podríais vos darme una carta de presentación para que el rey me acoja y me libre de las iras del rey Enrique hasta que el tiempo diluya estas cosas?

—Naturalmente. ¿No queréis descansar unos días en mi casa, antes de volver al viaje?

—Gracias, señor de Ayala, pero no quiero enemistaros con el rey Enrique por haberme dado cobijo. Bastante es que apoyéis mi entrada en Francia con vuestra carta.

Cumplí los deseos de Payo Gómez de Sotomayor, le proporcioné cartas para el rey de Francia y algunos nobles amigos que conservaba en aquel país y, al día siguiente, le despedí deseándole que se resolviera cuanto antes el enojo del rey Enrique.

Un año más tarde me enteré de que los ruegos de la joven María habían conseguido que Enrique no solo perdonara a Payo Gómez de Sotomayor, sino que permitiera su matrimonio con ella. Tiempos después, el rey concedió la mano de Angelina, la hermana de María, a Diego González de Contreras, regidor de Segovia. De esta forma ambas doncellas terminaron con toda felicidad las aventuras habidas en Hungría, Asia y después en Castilla[10].