XLI

En el que Pedro López de Ayala vuelve a Francia en servicio del rey de Castilla y donde encuentra a quien piensa igual que él

—¿Qué decisiones tienes que ayudar al rey a tomar? —me preguntó mi mujer cuando le repetí las palabras del rey Enrique.

—No me lo ha dicho, Leonor, pero lo imagino. Es fácil que quiera que vuelva a Francia, ya que los tratados de paz con este reino están a punto de caducar. Como ambos reyes quieren su renovación, esta se llevará a cabo próximamente y, como el rey Enrique sabe que en la corte francesa se me recibe bien, estoy seguro de que querrá que yo sea uno de los caballeros de la comisión que firme los nuevos tratados. Tampoco descarto que explore al rey de Francia sobre la forma mejor de solucionar cuanto antes la dualidad papal que sufrimos desde hace años.

No estuvo muy alejado mi pensamiento del que tenía el rey. Cuando este me recibió, me insistió en los dos problemas que yo había comentado con mi esposa.

—Puesto que estarás con el rey Carlos de Francia, mira si sigue apoyando al papa de Aviñón. Si te pregunta cuál es nuestra opinión, estás autorizado a expresarle lo que ya sabes. Este asunto deben solucionarlo los dos papas. Nosotros debemos hacer caso a los que saben más que nosotros. La Universidad de París es partidaria de que ambos renuncien a la tiara y que un nuevo concilio elija a un nuevo papa. Aquí en Castilla, la Universidad de Salamanca expresó lo mismo en tiempos de mi abuelo el rey Enrique. Lo que en el momento actual está haciendo el cardenal Pedro de Luna, encastillándose en su discutible autoridad como Benedicto XIII, no me parece bien. Si persiste en esa actitud, llegará muy pronto el día en que Castilla se negará formalmente a escucharle y le considerará un antipapa.

—Así lo haré, señor. Yo también pienso como vos y como los teólogos de Salamanca y París. Su propuesta de solución es adecuada, porque no condena ninguna de las dos partes.

Se cumplió el presentimiento que tuve sobre el alcance de las misiones de mi viaje a Francia. El rey Carlos departió amablemente conmigo antes de entrar en la materia de la revalidación de los tratados con Castilla. Las puntualizaciones y las correcciones fueron tan poco trascendentes que en poco tiempo el acuerdo estuvo listo para su ratificación.

Sin embargo, ahí no terminó mi labor. Se celebraba en París una ponencia para tratar del cisma que dividía a la Iglesia cristiana, a la que fui invitado.

—Acudirán personas muy consideradas de varias universidades tanto de Francia como de fuera de ella. Si quisierais participar no solo como oyente, sino también expresando vuestra opinión, estoy seguro de que se os oirá con toda atención.

Para mí, la idea de asistir a un encuentro internacional de aquella altura académica era tentadora, así que acepté su proposición. Al día siguiente recibí las credenciales.

Una de las participaciones que más gustó fue la de Thomas Brown, un profesor de la Universidad de York, en la que ocupaba una cátedra de Teología. En un latín perfecto, aunque pronunciando las palabras en las que se encontraba la «c» con el sonido fuerte de esta consonante, expresó en sus argumentos una línea muy cercana a la que yo había defendido en Castilla: los papas de Roma y Aviñón deberían retirarse y dar lugar a un nuevo concilio que eligiera un nuevo papa.

Al terminar la sesión, me acerqué a él para felicitarle por la claridad de sus argumentos indicándole que coincidían con los míos. El inglés me agradeció sus elogios.

—Tengo la sensación de que no tardaremos en ver la terminación del cisma. Sé que el rey Carlos de Francia no se encuentra cómodo apoyando al Papa de Aviñón. Por otro lado, cada vez más predicadores exhortan al pueblo a orar por la unidad del papado. Dios Padre no puede dejar de oír estas oraciones. Pronto llegará el día en el que veamos un solo papa en la cristiandad.

—Y para vos, micer Thomas, ¿dónde está la verdad?

—La Universidad de York, y yo con ella, siempre ha sido fiel a Roma y así me he expresado a favor de Bonifacio, su actual papa. Y vos, señor de Ayala, ¿dónde os encontráis en esta disyuntiva de obediencia?

—No tengo los estudios teológicos que tenéis vos, micer Thomas. Por tanto, sigo la opinión de quien me parece que está en lo cierto. Mas ¿cómo saber que uno está en lo cierto?

—Sí, es una pregunta de difícil respuesta. De todas maneras, mi personal opinión es que esta ambigüedad de jerarquía en la Iglesia cristiana responde a que ha olvidado los principios evangélicos que deben gobernar su vida. Muchos grandes señores de la Iglesia se sienten dueños terrenales y no pastores espirituales y por ello no paran mientes en la miseria de los pueblos. Más de una vez permiten los desmanes de los poderosos, no reprimen la avaricia de los mercaderes, las mentiras de los letrados y la falta de conciencia de los que, como los alcaldes o los regidores, deberían proteger a los pobres en vez de despojarlos. Sus conciencias han olvidado, señor de Ayala, que todos los cristianos, desde el papa hasta el último creyente, debemos practicar la virtud en nuestra conducta y pedir perdón a Dios por nuestros pecados.

Brown y yo hablamos durante horas de forma distendida. Teníamos criterios concurrentes en multitud de temas transcendentes. Al conocer el inglés mi interés por los temas históricos, me preguntó qué proyectos tenía y me escuchó atentamente cuando le desgrané mi intención de escribir la historia de Castilla de los últimos tiempos.

—Mi vida ha transcurrido en Castilla bajo el cetro de sus cinco últimos reyes. En un principio, solo quería escribir y conservar mis recuerdos para mí. Mas después vine a pensar que merecía hacer un trabajo más amplio, una obra en la que dejara constancia fiel de cuanto había sucedido para que fuera recordado no solo por los que lo hubieran vivido, sino también que en los siglos venideros se supiera lo que pasó en Castilla en estos años. Reconozco que es un proyecto muy ambicioso y quizás esté muy alejado de mis fuerzas, pero pido a Dios que me dé la rectitud suficiente para apartarme de la exageración y de la falta verdad a la hora de juzgar los hechos que narro.

—¿Habéis leído Las décadas del historiador latino Tito Livio? Porque, tal como os expresáis, vais a hacer una obra paralela a la de él.

—La he leído; conozco esa obra desde hace tiempo y, puesto que la habéis mencionado, os diré que deseo encontrar un espacio entre mis ocupaciones cuando termine mis actuales compromisos con mi rey para hacerla traducir a mi idioma en toda su extensión.

—Os auguro un gran trabajo para llevar a buen puerto una labor como la que os proponéis. No porque el latín de Tito Livio sea especialmente enrevesado; para quien conozca un poco el idioma de los romanos su lectura no tendrá dificultades. Pero su extensión es considerable y su traducción os llevará mucho tiempo. Pero os auguro que el día que la acabéis tendréis la gran satisfacción de haber llevado a cabo una obra meritoria.

Agradecí las palabras de ánimo de Thomas Brown y me despedí de él no sin prometernos mutuamente mantenernos informados ambos de nuestras respectivas actividades.

A la vuelta de Francia, tomé el camino de la corte para dar cuenta al rey Enrique del resultado de mi viaje. Pero al llegar a Vitoria, sentí la tentación de desviarme y acercarme hasta Quejana. Al fin y al cabo, el rey seguiría en Burgos aunque yo tardara unos días más en llegar; y había pasado el tiempo suficiente para que se me despertara la querencia de volver a ver a mi esposa Leonor.

Me parecía que, en muy pocos años, Quejana había cambiado mucho. Había visto partir a casi todos mis hijos, llamados cada uno por su destino. Fernán seguía en la corte, adscrito al mando de las milicias reales; Pedro cursaba una larga visita a sus tierras de Toledo para indagar la labor de los administradores. Elvira y María hacía tiempo que habían volado de Quejana para formar nuevos hogares. Solo Mayor —¿por qué razón Leonor habría elegido este nombre para la hija más pequeña?— permanecía en nuestra casa, aunque quizá no por mucho tiempo, pues tenía edad de tomar estado, aunque cuantas veces le había propuesto un matrimonio, había tenido la misma respuesta:

—Padre, tiempo tendréis de casarme. Ahora prefiero estar aquí con madre y con vos.

—¿No quieres que busquemos un esposo para ti? Podrás casarte con cualquier hijo de las mejores casas de Castilla.

—No os preocupéis ahora de eso, padre. Ya os diré cuando quiera casarme.

—Pero entonces quizá no encontraremos un buen candidato. Si esperas demasiado no te quedarán más que viejos asmáticos o ancianos llenos de dolores.

—¡Qué cosas más horribles decís, padre! —exclamó entre risas—. ¡Seguro que tendré un buen esposo!

—Mayor, ¿acaso piensas desposarte con Cristo ingresando aquí, con las dominicas de Quejana o en otro convento similar?

Mayor soltó una carcajada y, cogiéndome las manos, me las cubrió de besos.

—Pues ahora que lo decís, ¿dónde encontraré un esposo mejor? Pero no, padre; para ser dominica o entrar en cualquier otro convento, hay que tener vocación de monja y yo no la tengo.

Así terminó nuestra conversación por aquella vez. Pensé que el día que nuestra hija Mayor saliere de Quejana, nos haría el efecto de que se hubiere apagado la luz en aquella casa, pero pensando que aquella circunstancia aún no se había dado, me dije a mí mismo: «Mayor está aún en casa. Vivamos su alegría mientras permanezca aquí».

Aquellos días los dediqué junto a mi esposa a hacer planes para el futuro.

—Pedro, tienes ya cerca de sesenta años, eres el más veterano de los miembros del Consejo Regio. Es hora de que el rey Enrique te dé licencia para volver a tu casa.

—Ya lo pretendo, Leonor, pero no siempre puedo cumplir nuestros deseos. Sin jactancias por mi parte, soy el consejero con más experiencia. Salvo el conde de Benavente, no hay otra persona que sea anterior a Aljubarrota. Es normal, por tanto, que Enrique confíe los problemas más peliagudos en mi veteranía.

Leonor iba a decirme que me había oído contar muchas veces la misma cantinela, pero al final, no me dijo nada.

Cuando llegué a Burgos, el rey Enrique me recibió enseguida. Le hice entrega de los documentos que daban fe de la renovación de los tratados con Francia, a los que agregué una memoria que había redactado sobre las conversaciones habidas en la magna asamblea celebrada en París sobre la situación de la cristiandad en Europa a propósito del cisma.

—Es decir, Pedro, que me ratificas en la conducta que hemos observado hasta ahora. Mantenerme en una prudente neutralidad en el enfrentamiento entre los papas de Aviñón y Roma. Sí —agregó como hablando para sí mismo—, es lo más sensato.

Algo debió de intuir en mi inquietud el monarca.

—Supongo que deseas volver a Quejana con los tuyos. Te mereces un descanso junto a tu mujer y tus hijos, pero aún tengo varios proyectos que me gustaría que conozcas. Verás…

Enrique me desgranó sus intenciones. Se proponía llevar a cabo una verdadera reforma, encaminada a asentar el poder real por encima de cualquier otro.

—En resumen, quiero derogar privilegios y concesiones obsoletas. No deseo injerencias de quienes no tienen mi confianza. Por ello, voy a seguir promoviendo la figura de los corregidores en las ciudades. Ya se hizo en su día en Bilbao y he visto que Gonzalo Moro está haciendo allí una labor muy meritoria. Tanta que se ha ganado la confianza de los bilbaínos, que me han pedido que le nombre alcalde. He accedido, pues tiene buenas cualidades para ello.

—¿Qué funciones encargaréis a los corregidores, señor?

—Velar por la justicia, administrar los subsidios concedidos, la realización de los acuerdos tomados previamente y adoptar las medidas de protección con los judíos. —Enrique se arrellanó en su sitial y con una expresión satisfecha, agregó—: En estos momentos, querido Pedro, Castilla atraviesa un período de paz que nos va a proporcionar el equilibrio de las arcas de la corona. Todo parece ir bien, así que puedes volver a tu retiro de Quejana cuando quieras. Pero recuerda que esto no es una licencia definitiva sino una ausencia provisional. Sigo necesitándote y, cuando te precise de verdad, te volveré a llamar.

—Os agradezco lo que me decís, señor. Pero debo deciros que cada día me encuentro más cansado. Ya no soy el de antes y ahora todo me produce más lasitud. Por ello, me agradaría que llegara el momento de poder retirarme definitivamente.

—Pedro, te minusvaloras. Aún eres un hombre al que le quedan arrestos para cumplir cualquier cosa que pueda mandarte y además, y es lo más importante para mí, sigues teniendo una gran capacidad de consejo. Ninguno de los que me rodean la tiene con tanta claridad como tú. Tus palabras han iluminado a mi padre, a mi abuelo y a mí mismo, es decir a tres generaciones de reyes de Castilla. Como comprenderás, no puedo perderte aún.

Vi que, al menos en esta ocasión, Enrique no iba a concederme aquel retiro definitivo que anhelaba. El rey se levantó de su sitial, se acercó a mí y me puso las dos manos sobre los hombros.

—Pero tampoco quiero abusar de ti. A partir de ahora no te mandaré; solo te pediré. Si te pido algo que es demasiado oneroso para ti, me lo haces saber y te libraré de esa carga sin que por ello pierdas mi estima y mi favor. Y ahora, si quieres, puedes volver a tu casa junto a tu mujer.

—Gracias, mi señor don Enrique.

De vuelta de Burgos, hice escala en Miranda de Ebro en la casa de Juan de Arceniega, el hermano de mi fiel escudero Martín. Todos los Arceniega eran muy próximos a la casa de Ayala. Miguel, el padre, nos había servido desde su juventud. Cultivaba sus tierras en tiempo de paz y nos seguía cuando el rey llamaba al señor de Ayala a las guerras contra sus enemigos. Cuando mi padre eligió a Martín como mi servidor y acompañante para ir a Aviñón con el obispo Barroso, había entregado a Miguel, su padre, un puñado de doblas de oro con estas palabras:

—A partir de ahora, Martín estará al servicio de nuestra casa como escudero. Pero no quiero olvidar a tu otro hijo, a Juan, a quien deseo ayudar también. Como ya tiene edad suficiente y conozco su diligencia a la hora de trabajar, le confiaré mis tierras de Miranda de Ebro.

Juan de Arceniega cuidó tan bien aquellas tierras que, cuando agregamos las de Ameyugo a nuestro señorío, no dudé en confiárselas también.

Como siempre, al entrar en su casa, recibí la cordial acogida de Juan, que nunca desperdiciaba ocasión para mostrarme su afecto.

—¿Qué noticias hay por aquí?

—Hay un nuevo prior en el monasterio de San Miguel del Monte, señor. Es un hombre que, a pesar de ser joven, tiene fama de sabio. Habla muy bien y en sus sermones dice cosas que entiende todo el mundo. Precisamente hoy le espera el párroco de San Nicolás pues debe predicar allí mañana, domingo, en la misa mayor. ¿Queréis conocerle? A él vuestra fama le ha llegado de alguna manera, pues cuando me tropiezo con él, siempre me pregunta por vos.

Fray Domingo de Oña, que así se llamaba el prior, era un hombre alto, de abundante y revuelta cabellera negra sobre la que habían caído unas canas como los primeros copos de nieve sobre las copas de los árboles. Tenía unos cuarenta y cinco años y una cara franca y sonriente.

Cuando el párroco de San Nicolás me lo presentó después de la misa solemne del día siguiente, quise besarle la mano, cosa que fray Domingo evitó.

—Señor de Ayala, tenéis el aspecto de tener la misma edad que mi padre. ¿Acaso por ello solo no debiera ser yo quien besara vuestras manos?

Aquel gesto jovial en mi primer encuentro con el prior de San Miguel del Monte me agradó y una corriente de simpatía se estableció ente los dos.

—Mi señor de Ayala, ¿queréis compartir nuestra humilde refección? Creo que hablo en nombre de fray Domingo al decir que nos haríais un gran honor si comierais con nosotros.

No me arrepentí de haber aceptado la invitación del clérigo. En el prior encontré un interlocutor inteligente a quien inquietaban los mismos asuntos que a mí. Durante la larga sobremesa, fray Domingo no rehuyó ningún tema que le puse sobre la mesa, empezando por el que más me preocupaba en aquellos momentos: la dualidad papal en la que se hallaba liada la Cristiandad.

—Es un problema de humildad, mi señor don Pedro. Con mis palabras no quiero condenar ni a Urbano de Roma, ni a Benedicto de Aviñón, pero los que tenemos un lugar en la Iglesia, sea mayor o menor, desde la silla papal hasta la parroquia más insignificante, hemos olvidado que estamos allí no para mandar, sino para servir: «Servus servorum Dei», dice la antefirma del Papa en todos los documentos que escribe. Ese debía ser nuestro lema.

—Ignoraba este detalle, pero no deja de ser curioso que sea así.

—Le ha impresionado lo que he dicho referente a la antefirma que usa el Papa en sus cartas. ¿Puedo preguntarle por qué?

—Veréis, fray Domingo, siempre me ha impresionado un pensamiento. Cristo dijo en más de una ocasión que los pobres serían bienaventurados y que a ellos les era dirigida la predicación del Evangelio. Sin embargo los papas, los obispos, los clérigos reúnen a veces gran cantidad de bienes. Es decir, son ricos. Entonces pregunto: ¿Se puede predicar a los pobres siendo ricos?

—Quizá no hemos seguido el ejemplo que nos han dado algunos de nuestros antecesores. Mirad a san Gregorio, que fue papa en el siglo VII y que ejerció una gran labor pastoral y social. Era la época de la invasión de Italia por los longobardos, tiempo de penuria, de hambre y de todos los males que traen consigo las guerras. Pues bien, con las rentas del notable patrimonio que los papas poseían entonces, compró y distribuyó trigo, socorrió a los que se encontraban necesitados, ayudó a sacerdotes, monjes y monjas que vivían en la indigencia, pagó rescates de ciudadanos que habían caído prisioneros de los longobardos y compró paces y treguas.

»Además, ordenó que los bienes de la Iglesia, destinados a su subsistencia y a la obra evangelizadora, se gestionaran según la justicia y la misericordia. No se olvidó de los colonos que tenía la Iglesia en sus propiedades y exigió a sus encomenderos que no abusaran de ellos y que, en caso de fraude, se les indemnizara con prontitud, para que la Iglesia de Cristo no se contaminara con beneficios injustos.

—Una excelente medida de la que debemos aprender todos los que tenemos a gentes en nuestras tierras —comenté.

—Sí, es cierto. Pero a esto hay que añadir que san Gregorio fue siempre un monje sencillo. Él fue el autor de esa frase que a vos ha llamado la atención.

—¿Cuál? ¿Servus servorum Dei?

—Sí, la misma. Esta frase no solo es una fórmula piadosa, sino un modo de vivir y actuar. Él calcó en todo momento la humildad de Cristo, que lavó los pies sucios de sus discípulos. Estaba convencido de que un obispo debía reproducir esta humildad. En realidad, a pesar de llegar a ser papa, siempre se tuvo como un humilde monje, en permanente coloquio con la palabra de Dios. Creo que, por ser humilde, nos enseñó la medida de su verdadera grandeza.

—Interesante persona. ¿Dejó obras escritas?

—Sí. Precisamente en San Miguel tenemos todas sus obras.

—Me agradaría leerlas. ¿Podría disponer de ellas? Porque creo que las dominicas de Quejana no las tienen.

—¿Podrá leerlas en latín?

—Sí, lo aprendí de joven y siempre me agrada reverdecer aquellos conocimientos.

—¿Cuándo queréis volver a Quejana?

—Mañana mismo. Deseo volver a ver a mi familia cuanto antes.

—Pues a primera hora tendréis las obras de san Gregorio en casa de Juan de Arceniega.

Dos días después, llegaba a Quejana con gran alegría de los míos, alegría que para Leonor fue mucho mayor al saber que ya el rey Enrique no me llamaría para largas embajadas fuera de Castilla. Reinicié mis casi olvidadas labores de escritor y, a mi propósito de leer las obras de san Gregorio, se unieron la de las versiones de la primera, tercera y cuarta Décadas de Tito Livio y la obra de Boccaccio De casibus virorum illustrium, mientras que daba los últimos retoques a mi Libro rimado de Palacio.

Fue un tiempo en el que, por su frecuente trato, estreché mi amistad con el prior y los frailes de San Miguel del Monte en mis frecuentes viajes desde Quejana a Miranda de Ebro.