De cómo se inició el reinado del rey Enrique III, siendo este menor de edad y de cómo realizó el viaje juradero a Vizcaya
La imprevista muerte del rey Juan abría una situación inquietante para Castilla. Heredaba el trono su hijo Enrique, un adolescente de once años, que recientemente había sido prometido en esponsales a Catalina, la hija de Juan de Gante, el conde de Lancaster, pero como aún era menor para asumir el gobierno del reino, se precisaba establecer la Comisión de Regencia.
Terminadas las honras fúnebres, a Pedro Tenorio, el cardenal de Toledo y presidente de la Comisión de Regencia, le urgía tomar posesión de la dirección de esta, para reanudar la actividad política del reino.
Don Pedro Tenorio era hombre versado en letras y en leyes, de gran corpulencia pero también de gran entendimiento. Riguroso consigo mismo y justo con los demás, no se le pudo acusar nunca de nepotismo ni de abandono de su diócesis a pesar de sus ausencias de Toledo, debidas a sus obligaciones con el Consejo Regio. Sus cualidades personales le hicieron en su día ser el candidato del papa Gregorio XI para ocupar la sede primada de Toledo, lo que fue aceptado sin ningún reparo por el rey Juan. Era partidario de conservar la neutralidad entre los papas de Aviñón y Roma y de mantener la autoridad tanto para la Iglesia como para la Monarquía.
En aquella primera sesión del Consejo Regio tras la muerte real se dio lectura al testamento del rey Juan, quien declaraba en él que deseaba que se continuara la alianza con Navarra, Aragón y Francia, a lo que el cardenal agregó el mantenimiento de las treguas con Portugal e Inglaterra.
Más espinoso fue el nombramiento de los miembros del Consejo de Regencia. El cardenal deseaba que estuviera constituido por pocos miembros, tres o cinco a lo sumo. Previendo que la regencia durara años, temía que, con un gran número de consejeros, fuera difícil lograr acuerdos.
La muerte del rey hacía ineludible la convocatoria de nuevas Cortes. El Consejo de Regencia señaló Madrid como su sede y el mes de enero de 1391 como la fecha de su apertura. El joven rey Enrique quiso trasladarse inmediatamente a Madrid a pesar de mis consejos. Yo sabía a través de mi hijo Fernán, el jefe de las milicias reales, que en aquella villa se encontraban los hermanos bastardos del rey Juan, Fadrique y Alfonso Enríquez, quienes, por no haber recibido ninguna mención en el testamento de su hermano, amenazaban con alborotos. Enrique no siguió mis consejos y entró en la plaza sin que se observara ningún incidente. Todas las calles por donde transcurría el cortejo real estaban adornadas y fue acogido con gran entusiasmo.
Enrique quiso que se celebrara un Tedeum en la iglesia de San Martín para conmemorar su primera visita a Madrid. Ya dentro del templo y habiendo comenzado aquella liturgia, penetraron en el templo Fadrique y Alfonso acompañados de gente fuertemente armada.
El rey se levantó de su sitial y, dando muestras de una entereza impropia de sus años, se dirigió a los bastardos.
—¿A qué venís aquí con semejante tropa de armas? Nadie os ha invitado, así que deponed vuestra actitud y salid de este templo.
—¿Por qué el rey nos ha olvidado en su testamento? Somos sus hermanos y ni nos nombra. ¿Acaso no somos dignos para servir a Castilla? —gritó Fadrique con voz y gesto de rabia.
—Siempre fuisteis infieles y perjuros al rey Juan en vuestra vida y le causasteis infinidad de problemas. ¿Qué premio reclamáis por vuestras deslealtades e infamias? Salid de mi presencia y llevaos a los esbirros que habéis traído con vosotros.
Fernán, sabiendo que los bastardos iban a tramar aquel incidente, había situado patrullas de las milicias reales en lugares estratégicos del templo. Los bastardos y sus sicarios se dieron cuenta de que los hombres de Fernán los tenían rodeados y que habían caído en una ratonera. Mi hijo se enfrentó a los bastardos y les conminó a que depusieran su actitud. Avanzó hacia ellos hasta tenerlos frente a frente.
—Señores infantes, en estos momentos el rey Enrique no desea aquí vuestra presencia ni la de vuestros hombres. Abandonad el templo. No nos obliguéis a forzaros a hacerlo.
Los infantes, viendo que los hombres que protegían a Enrique eran más que los suyos y que ocupaban lugares dominantes, optaron por abandonar la iglesia.
En vísperas de la convocatoria de las Cortes, advertí al cardenal Tenorio.
—Señor cardenal, la designación de los que han de integrar el Consejo Regio y la Comisión de Regencia debe aprobarse en estas primeras Cortes. Mientras tanto, todos los miembros estaremos en funciones hasta que las Cortes ratifiquen a todos los órganos de Castilla.
—Tenéis razón, Ayala; resolveremos este asunto en estas Cortes. Cuanto antes lo hagamos, mejor —me contestó Pedro Tenorio—. No estaremos en interregno eternamente.
Una vez constituidas, ante la situación inflacionaria del reino, se aprobaron las medidas destinadas a fortalecer la moneda. Los enormes gastos de la guerra con Portugal habían forzado el acuñamiento de moneda barata en la que se había sobrevalorado su valor real. Era necesario que esta maniobra no se repitiera y se acuñara en adelante moneda con verdadero valor intrínseco.
Fue más peliagudo concretar la formación del Consejo de Regencia que gobernara durante la minoría del rey. Los tres estados de las Cortes no querían perder cota de poder y representación, y en sus discusiones todos pugnaban por ocupar los mejores asientos. A pesar de mis esfuerzos, secundados por mi sobrino Diego, otros consejeros y las maneras diplomáticas del cardenal Tenorio, no se llegaba a ningún acuerdo definitivo.
Las disputas eran tales y parecían tan insolubles que el cardenal Tenorio, hastiado de tanta polémica inútil, tomó la decisión de retirarse a su diócesis en espera de tiempos mejores. Al final, cuando estaba cerca la hora de clausurarse las Cortes, se pudo llegar a un acuerdo.
En uno de los escasos momentos de avenencia, conseguimos llegar a un acuerdo con los portugueses y firmar la prórroga de la tregua, facilitada cuando Beatriz renunció a la corona portuguesa y se retiró al convento de Sancti Spiritus, de Toro, donde se dedicó a la oración y a la práctica de obras caritativas, y terminó muriendo a los treinta y ocho años de edad.
Tras la clausura de las Cortes y la formación definitiva del Consejo de Regencia, aproveché que la corte pasaba por un periodo de inactividad para volver a mi refugio de Quejana con el ánimo de descansar del ajetreo que habían supuesto los tiempos posteriores a la muerte del rey Juan. Me encontraba muy cansado y suspiraba por dedicarme a tareas menos agotadoras.
Por aquel entonces mi edad frisaba los sesenta años, tiempo de vida muy avanzado a la que llegaban pocos. Por otro lado, las penalidades sufridas en Óbidos me estaban pasando factura y mis fuerzas se encontraban ya muy alejadas de mi trepidante actividad anterior. Había pasado ya el tiempo en el que «amara a muchas mujeres, más de lo que a tan sabio caballero como él convenía», al decir de uno de mis sobrinos, y me encontraba con la necesidad cada vez más frecuente de relegarme y buscar por más tiempo el descanso en mi casa de Quejana.
Siguiendo la conducta de mi padre, dediqué tiempo y recursos a mejorar nuestras tierras, pensando, como hizo él en su día, en fundar mayorazgos para mis dos hijos varones y reservar para mí y mi esposa la casona y las tierras de Quejana, donde el convento de las religiosas dominicas fuera su referencia espiritual. De todas nuestras posesiones, esta era mi predilecta, el núcleo central de nuestras pertenencias, y desde hacía años tenía el pensamiento de retirarme a ella en el momento, cada vez más cercano, de cesar mis actividades políticas y diplomáticas.
Durante aquellos días de descanso junto a mi mujer y mis hijas, en una larga sobremesa participé a Leonor mis proyectos testamentarios. Me escuchó sin interrumpirme. Yo sabía que mi mujer no me iba a llevar la contraria, ya que nunca lo había hecho. Por otro lado, conocía su buen tino y, en las ocasiones en que ella me había expresado su opinión, no dejé de seguirla sin que posteriormente me hubiera tenido que arrepentir.
—Si vas a hacer dos mayorazgos de los bienes que ahora tenemos, ¿cómo has pensado repartirlos para hacer dos lotes similares?
—He pensado mucho cómo debía hacerlo siendo justo e imparcial. He tasado nuestras propiedades en el precio más razonable con vistas a hacer que las partes que hemos de legar a nuestros hijos sean similares. Por un lado, tenemos los bienes asentados en Álava, es decir, los que corresponden patrimonialmente a nuestro señorío y que, en su mayoría, son lo que recibí de mi padre. Estos bienes serán para Fernán. Por otro lado, Pedro recibirá los dominios, bienes y rentas que tenemos en tierras de Toledo, cuyo valor es parejo a lo que recibirá su hermano mayor.
—¿Y para nuestras hijas?
—No te preocupes. Nuestro tesoro se está rehaciendo del dispendio de mi rescate y cada una de ellas tendrá una buena dote. Como por ahora no pienso morirme, esperaré a hacerles partícipes de mi voluntad cuando tenga bien perfilado mi testamento. En él dejaré bien claro qué bienes corresponderán a cada uno de ellos y también con qué bienes te quedarás tú el día que yo desaparezca.
Al escuchar mis últimas palabras, Leonor asintió mientras esbozaba una sonrisa.
Estando en Burgos, le anunciaron al rey Enrique que unos caballeros deseaban ser recibidos por él. Al saber que eran de Vizcaya, nos encomendó a mi sobrino Diego y a mí que nos enteráramos de sus pretensiones.
—¿Qué es lo que desea esta gente? —nos preguntó Enrique.
—Son tres caballeros vizcaínos, señor, que han venido como delegados de las Juntas Generales de vuestro señorío y que desean conocer cuándo será el momento en que acudiréis allí para, en virtud de sus usos y costumbres, jurar los Fueros con que se gobiernan.
—Hacedles pasar.
Introdujimos a presencia del rey quienes a los tres caballeros, tras un breve saludo, quedaron en pie en actitud respetuosa.
—Sed bienvenidos —les saludó Enrique—. ¿Cuál es el motivo de vuestra visita?
El que parecía de mayor edad tomó la palabra.
—Señor rey, después de la muerte de vuestro padre Juan, que para nosotros fue el primer señor, que al mismo tiempo era rey de Castilla, hemos celebrado en Guernica Juntas Generales. Durante ellas, se ha apoderado de algunos de sus miembros una inquietud.
Adrián de Ibargüen, que era el portavoz de los tres caballeros, expresó a Enrique que, como el rey no había dado señales de ir a Vizcaya a jurar sus Fueros, a algunos de los junteros aquello les producía temor de que tuviera consecuencias no deseadas en el señorío.
—Os diré, señor, cuanto se dijo en esta ocasión dentro de nuestra asamblea en Guernica —le dijo Adrián de Ibargüen—. En la reunión de las Juntas Generales habida tras la muerte de vuestro padre, Domingo de Aguinagalde, representante de la anteiglesia de Ermua, expresó una pregunta que reflejaba la inquietud que se sentía: «¿Cómo sabremos que el nuevo rey va a respetar nuestros usos y costumbres?». «Porque jurará nuestros Fueros cuando venga a Vizcaya», le contesté. «¿Cómo puedes saberlo?», me porfió. «El nuevo rey de Castilla es un niño que aún no tiene la edad suficiente para gobernar ni Castilla ni Vizcaya y, para cuando la tenga, cabe en lo posible que se haya olvidado de nuestros Fueros y nuestras costumbres y nos trate como tierra conquistada». Yo le insistí en que no veo inconveniente para que el rey de Castilla sea al mismo tiempo el señor de Vizcaya siempre que nos garantice el respeto a nuestros Fueros. Su inquietud no se aplacó con mis palabras porque inmediatamente me preguntó: «¿Podríamos mandar al nuevo rey a dos o tres de nosotros para conocer cuándo jurará cumplir los mismos compromisos que cumplió su padre durante toda su vida?».
»La proposición de Domingo de Aguinagalde fue aceptada y se nos comisionó para venir a vos, rey Enrique, a expresaros nuestro deseo de que vengáis cuanto antes a nuestra tierra.
Enrique les manifestó que no tenía inconveniente en prometerles formalmente que dentro de poco tiempo iría a Vizcaya. Y tras consultar con nosotros, invitó a los vizcaínos a que fueran con él a la capilla del castillo y ante su altar adelantara su promesa de hacer los juramentos precisos. Ello tranquilizó a Adrián de Ibargüen y a sus acompañantes.
El señorío de Vizcaya pasaba por una época económica muy buena. La manufactura del hierro en las ferrerías y la producción de lana eran partidas muy importantes, no solo para el comercio entre Castilla y el señorío, sino para la exportación a todos los puertos del Atlántico. Si a ello se unía el trabajo de los astilleros de ribera y su industria subsidiaria, la actividad de Vizcaya y la riqueza generada por sus habitantes colocaban al señorío en un lugar sobresaliente.
Enrique me llamó para encomendarme que no perdiera tiempo en organizar aquel viaje.
—Mi padre, el rey Juan, a quien Dios guarde, me habló, cuando yo era un niño, del viaje que hizo a Vizcaya como de algo digno de recordar. La forma en que fue recibido por el pueblo y por los hidalgos vizcaínos, el episodio del juramento, en fin, todo le dejó una impresión muy grata que perduraba años más tarde. Y naturalmente, me dijo que todo ello se debía a lo bien que tú lo habías preparado sin dejar nada al azar.
Asentí con un gesto silencioso a las palabras de Enrique.
—Ahora te toca preparar el mismo viaje para mí, para que yo también cumpla mi obligación con ellos. Bueno, la segunda, dado que la primera es enterarme de cómo es el señorío en la actualidad. Porque hasta ahora las noticias que tengo de aquella región son las derivadas de su actividad económica. Sé qué cantidad de doblas de oro proporcionan las gabelas sobre el quintal de hierro extraído o sobre los arreldes de lana esquilada, pero me gustaría saber cuanto haya de interés allí, cómo viven las gentes de aquel mi señorío, como son sus costumbres…
—Mi señor, trataré de complaceros sin mucha palabrería. Vizcaya está formada por una parte por la tierra llana, que así se llama al conjunto de las anteiglesias, que son las poblaciones que se rigen por el fuero consuetudinario, y por otra parte, por las villas, que lo hacen por el régimen de cartas puebla, documentos que a través de los tiempos les han sido otorgados por los señores y que les dan un normativa peculiar para su gobierno interno.
—¿Por qué esa dualidad de régimen? ¿Por qué las primeras se llaman anteiglesias?
—El nombre de anteiglesia viene dado por la costumbre que tienen estas de discutir sus proposiciones de gobierno en concejo abierto en el pórtico, o delante de la iglesia parroquial, al final de la misa dominical y, si lo hay, a la sombra de un árbol corpulento cercano al templo. Las anteiglesias conservan los linajes tradicionales, formados por familias del mismo origen gobernadas por quien se llama el pariente mayor, designado a veces por su mayor riqueza en tierras, pastos y ganado con la aprobación y conformidad de las familias del linaje. El pariente mayor tiene atribuciones para llevar a las familias de su linaje a la guerra, concierta uniones con otros linajes y, en ocasiones, hace de juez al tener la misión de interpretar el fuero. Este régimen, como veis, les da un gran poder. Si esta forma de gobierno no les parece a los vizcaínos la más adecuada para sus poblaciones que tienen su forma de vida en el comercio, la navegación, la pesca, la minería o la industria, pueden solicitar al señor de Vizcaya que les dé fuero aparte, la llamada Carta Puebla, donde se expresa de qué forma deben gobernarse, las normas para elegir alcaldes, prebostes o jueces por parte de sus pobladores, que a partir de entonces serán elegidos por ellos.
—¿Sabes qué esperan de mí los vizcaínos?
—Una autoridad superior que impida a los parientes mayores promover luchas entre ellos, que esta autoridad disponga de fuerzas para reprimir los abusos de quienes salgan de los límites de los Fueros, y yo agregaría, además, que se recojan y recapitulen por escrito todos los usos, costumbres y normas tradicionales que regulan su vida para que nadie se llame a engaño a la hora de respetarlas.
—¿Y esa autoridad…?
—Sois vos, mi señor; el señor de Vizcaya, que además es rey de Castilla, debe promoverla. Si, como nos habéis confiado, vais a establecer en todas las ciudades y territorios de vuestro reino la figura del corregidor, si me permitís expresar mi opinión os diré que este nombramiento será bien recibido y además colaborará también al buen gobierno de Vizcaya.
Enrique no quiso aplazar ni un día más la visita a Vizcaya. Así que cuando le informé que tenía todos los detalles ultimados, dio orden de partir. En este viaje, fuimos con él su hermano, el infante Fernando, Diego Hurtado de Mendoza y yo mismo, que agregué a mi hijo Fernán a la partida como jefe de las milicias reales.
Salimos de Burgos por la puerta de Gamarra para tomar el camino del norte. El día había amanecido espléndido y a los jinetes les apetecía dejar las riendas sueltas de sus caballos para que estos galoparan a su gusto por los llanos de La Bureba. En su camino, yo había previsto rendir jornada en Briviesca, a medio camino entre Burgos y las orillas del río Ebro, dentro de la ruta natural que comunicaba la meseta norte de Castilla con los montes cantábricos. Al llegar a esta ciudad, avisé al rey y a su hermano, el infante Fernando.
—Espero, mi señor, que os encontréis a gusto en esta ciudad. He previsto el hospedaje en el mismo lugar que acogió a vuestro padre, el rey Juan, que con Dios haya, durante su estancia en esta villa durante las Cortes que se celebraron aquí hace unos años.
—Parece una villa importante —comentó el rey—, hay mucha gente por las calles.
—Briviesca, señor, es ciudad de ferias y encuentro de caminos. En tiempo de los romanos era cruce de las calzadas que iban una a Pamplona y otra a Zaragoza. También pasa por ella un ramal del Camino de Santiago. Mas ahora, señores, descansad todo lo que podáis, ya que mañana deberemos pasar al valle del Ebro.
Al día siguiente, abandonamos la meseta castellana a través del desfiladero de Pancorbo.
—Un buen lugar para establecer una encerrona —comentó Diego Hurtado de Mendoza.
—O una línea de defensa contra el que viniera por el sur —le respondió el infante Fernando—, ¿no os parece, señor de Ayala?
—Ambos tienen razón, señores. Esta zona de la margen derecha del Ebro y la que se encuentra en los alrededores de Puentelarrá fueron líneas de defensa en las primeras épocas de la historia de Castilla.
—Y hablando de otras cosas, señor de Ayala —preguntó el rey Enrique—, ¿dónde habéis previsto el final de esta jornada de viaje?
—En Miranda de Ebro —respondí—. Algo más allá de donde estamos ahora. En cuanto pasemos el desfiladero, se inicia un camino muy tranquilo que nos dejará en esta ciudad en menos tiempo que se tarda en contarlo. En ella tiene su vivienda Fernán de Arceniega, el hermano de Martín, que fue mi escudero desde mi más temprana edad y que me defendió con su vida en Aljubarrota. Tiene una buena casa en la que cabremos todos holgadamente y él y su familia se desvivirán por atendernos.
—Vuestra casa de Quejana está ya muy cercana, ¿no es así?
—Así es, mi señor. Como ya sabéis, cuando aceptasteis el recorrido de este viaje, en la última etapa nuestra familia de Ayala tendrá el honor de dar a todos la bienvenida y ofreceros alojamiento en Quejana.
Cuando, dos días más tarde, Enrique llegaba con su comitiva a Quejana, pudo recibir en ella la hospitalidad que Leonor, mi esposa y señora de la casa de los Ayala, había preparado. Esta parada, última en el camino para llegar a Vizcaya y cumplir sus objetivos, sirvió para dar un repaso al programa de los actos juraderos.
—Mi señor —le dijo Diego Hurtado de Mendoza al rey—, la primera parada que haremos al entrar en Vizcaya será en la villa de Bilbao. Es la más importante y vuestra misión será renovar la carta de fundación de esta villa, cuya última redacción fue concedida por doña María Díaz de Haro, hace más de medio siglo. Desde Bilbao corresponde ir a Bermeo, uno de los puertos más importantes y la villa de más antigua fundación. Finalmente, señor, en Guernica, al pie del roble secular, frente a la iglesia de Santa María de la Antigua, recibiréis a los representantes de las villas y tierra llana, a los que confirmaréis sus Fueros y libertades.
—Y entonces seré ya señor de Vizcaya.
—Sois ya señor de Vizcaya desde el momento de la muerte de vuestro padre, el rey Juan, que con Dios haya —maticé—, pero después de todos estos actos que habéis venido a celebrar en Vizcaya, los vizcaínos os aceptarán como tal.
Los actos juraderos se celebraron tal como Diego Hurtado de Mendoza había expuesto. Solo hubo un incidente que nadie había previsto. En el momento de prestar juramento en la iglesia de Santa Eufemia de Bermeo, los junteros de esta villa presentaron al rey tres arcas.
—¿Qué es esto que me traéis aquí? —les preguntó el rey.
—Señor, son documentos importantes para nosotros que hablan de nuestros Fueros y libertades y que deseamos que juréis que también los guardaréis.
—Estoy presto a jurar todas las libertades, privilegios y Fueros que os corresponden, como lo he hecho en Bilbao y en cuantos lugares he visitado. Mas no juraré nada que venga en un arca cerrada cuyo contenido no conozco.
La voz juvenil de Enrique sonó con tono rotundo y solemne en los oídos de los jauntxos reunidos en Santa Eufemia. Los bermeanos se miraron entre sí. Era evidente que no esperaban una contestación tan vigorosa de un adolescente. Finalmente se inclinaron en forma de saludo y, tomando las tres arcas, salieron de la presencia del rey.
En Guernica, Enrique hizo el acto juradero para toda la Tierra Llana y las villas a las que no había visitado personalmente, donde ratificó todos los juramentos y promesas. El rey, antes de terminar aquel último acto de los que formaban su visita al señorío, se dirigió a los asistentes.
—Hidalgos y hombres buenos de Vizcaya, sabed que he decidido que, al igual que en el resto de mis territorios en Castilla, tengáis en este señorío un corregidor. Él me representará como si fuera yo mismo; conocerá con esmero todas las causas y aplicará según ley y fuero el castigo de los delitos cuando los hubiere. Para esta función he tenido a bien nombrar al doctor Gonzalo Moro, quien a partir de este momento empezará a ejercer sus funciones.
El rey de Castilla y su comitiva volvieron a Burgos, menos yo, que me quedé en Quejana para ordenar los asuntos que tenía pendientes.
—Quédate el tiempo que necesites, pero cuando hayas terminado lo que tienes que hacer, vuelve pues deseo que me ayudes a tomar decisiones en algunos problemas pendientes.
Yo, que había prometido a Leonor, mi esposa, ir dejando poco a poco la política de Castilla, vi que el rey me rompía aquel sueño y me alargaba una vez más el momento de retornar definitivamente a mi retiro de Quejana.