XXXIX

En el que se cuenta cómo Pedro López de Ayala sirvió al rey Juan I después de volver de Portugal

En el año del Señor de 1387, toda mi familia, mi mujer Leonor, mis hijos y yo mismo tuvimos la sensación de que se abría una época de paz en nuestras vidas. El rey había cumplido, aunque un poco tarde, su promesa de rescate y quizá, para que los Ayala olvidáramos el tropezón diplomático del retraso, designó a Fernán jefe de las milicias reales, un nombramiento preeminente en la corte.

En aquellos momentos Castilla se encontraba en paz con Aragón y Granada, y además mantenía una excelente relación con los reinos francés y navarro, lo que significaba tranquilidad en la frontera de los Pirineos. Y aunque los ingleses habían desembarcado en la ría de Vigo con intenciones amenazadoras para la villa de Bayona, fueron rechazados.

El rey Juan citó al Consejo Regio antes de hacer la nueva convocatoria a Cortes en Valladolid, para solicitar una aportación de dinero destinada a comprar a Juan de Gante, el duque de Lancaster, su renuncia al trono de Castilla.

—Aunque estáis en vuestro derecho de solicitar este nuevo impuesto —le indicó el cardenal Rodrigo Tenorio, arzobispo primado de Toledo—, temo, señor, que ninguno de los tres estados de las Cortes va a expresar su entusiasmo por aflojar los cordones de sus bolsas. Tened en cuenta que las extracciones de dinero a las que todos se han visto sometidos han dejado exhaustas todas las cajas.

—Ayala, ¿estás de acuerdo con lo que dice nuestro arzobispo? —me preguntó el rey.

—Sí, mi señor. El aumento de la presión de los subsidios sobre los nobles y el alto clero repercutirá en los tributos que habrán de pagar los aldeanos y los menestrales, quienes están pasando muy malos tiempos. Las últimas cosechas han sido malas y unas nuevas gabelas desequilibrarán la economía de estas gentes, que ya viven bastante apuradas.

—Pero esta vez no pido dinero para armar un ejército, sino para todo lo contrario: establecer una paz duradera con el de Lancaster.

—Quizá para esto solo no haga falta convocar Cortes —repuse—. Probad con una convocatoria restringida a parte del clero y la nobleza.

—¿Qué pensáis los demás?

Todos aceptaron esta fórmula, con lo que el rey levantó la sesión. Luego, en un aparte, me tomó familiarmente del brazo.

—Menudo defensor tiene Castilla contigo. Creo que no debí nombrarte mi consejero, pues siempre lo haces en mi contra.

—Mi señor, el consejero debe decir siempre la verdad a su señor e inclinar a este a la piedad en el trato con sus súbditos. En todo tiempo, la clemencia debe ser virtud de los reyes.

—Bien, bien, Pedro. Te haré caso una vez más.

El rey convocó a los prelados de Castilla para pedirles una donación, pero no encontró un gran eco en ellos. Todos le indicaron que habían agotado sus dineros cuando hicieron el esfuerzo de cubrir las demandas de la guerra. La nobleza tampoco se mostró colaboradora por idénticos motivos. Al final, el arzobispo de Burgos, Gonzalo de Mena, propuso una solución.

—Señor, si la cantidad que pedís no es muy elevada, solicitad una contribución económica voluntaria en forma de juros amortizables. Así quien pueda ayudaros, que lo haga con el dinero que le parezca oportuno. Tiempo tendréis, si no recogéis lo suficiente, de buscar otros medios para recaudar más.

Con la fórmula del prelado burgalés el rey obtuvo la cantidad suficiente para iniciar sus conversaciones de paz con el duque de Lancaster. El rey buscó una persona que gozara de cierto ascendiente con el duque de Lancaster para encargarle la embajada de paz y la encontró en mi amigo, el noble rey Carlos de Navarra. El rey Juan pensaba que, si este aceptaba, sus deseos de paz llegarían a buen fin. Para encargarle tal gestión, mis antiguas relaciones con él me señalaban como la persona indicada.

Avié mi viaje a Navarra y pocos días más tarde me encontraba frente al castillo de Olite. Esta fortificación había sido construida sobre los cimientos de un antiguo edificio romano del siglo III y varias veces reformada. Cuando llegué aprecié la restauración terminada por Carlos en la que desarrolló toda su imaginación para dar a la fortaleza de Olite una soberbia grandiosidad.

Tras ser recibido en el portón de entrada por el jefe de la guardia, fui llevado al torreón central, donde se ubicaban las estancias más lujosas. El gusto por lo francés que había aprendido el rey Carlos durante su infancia se expresaba en la suntuosidad y la riqueza con las que estaban adornadas todas sus dependencias y habitaciones.

En cuanto el rey supo que estaba esperando en su antesala, me hizo pasar a su presencia. Los dos nos fundimos en un fuerte abrazo. Me sentó a su lado y me pidió que le narrara, primero, mi peripecia en Aljubarrota y después, todas las vicisitudes del cautiverio de Óbidos. No me hice de rogar y terminé diciendo al rey:

—Alteza, doy gracias a Dios por verme libre y haber dejado atrás aquellos negros días. Ahora he reanudado mi vida donde la dejé, sin volver la vista atrás. Solo hay una cosa que he perdido y que no podré recuperar.

—¿Qué cosa es esa?

—No sé si recordareis el puñal de rica empuñadura que me regalasteis cuando, siendo el heredero de Navarra, os visteis libres de vuestra prisión en Francia. Yo lo llevaba siempre conmigo, pero mientras yacía inconsciente en el campo de batalla de Aljubarrota, me lo robaron.

Tras hablar un momento de cosas personales, Carlos de Navarra quiso saber con qué embajada me había mandado el rey de Castilla. Se la resumí de forma escueta y atractiva.

—¿Y qué está dispuesto a ofrecer Juan a cambio de la paz?

—Mi señor propone el matrimonio de su hijo y heredero, Enrique, con Catalina, la hija mayor del duque de Lancaster. De esta manera, si bien el duque renuncia a la corona de Castilla, se verá siendo el padre de la futura reina de este reino.

—En realidad la renuncia a la corona de Castilla la hace Constanza, su mujer —repuso Carlos sonriendo—, ya que al fin y al cabo es ella quien tenía el derecho de considerarse heredera de la corona del rey Pedro, por ser la hija mayor habida con María de Padilla. ¿Hay alguna concesión más por parte de vuestro rey?

—Sí, mi señor, una más que creo que es importante.

—¿Cuál es?

—Mi rey don Juan concederá a Enrique y Catalina el título de príncipes de Asturias. Este título, en lo sucesivo, será llevado por los herederos de Castilla. Por tanto, ellos serán los primeros en poseerlo.

—Con este tratado, Constanza y Juan de Gante nada obtienen para ellos. Es más, los dones que Juan otorga a su hijo y a su futura mujer podrían ser para aquellos, especialmente para Constanza, el recuerdo de que ella pudo ser reina pero no lo fue.

—¿Se os ocurre algo que pueda resolver este obstáculo?

En la cara de Carlos asomó una sonrisa.

—Oro, querido Pedro; oro. Este siempre ha sido antes de nosotros, y lo será mucho tiempo después de que desaparezcamos, un lenitivo poderoso ante muchos obstáculos y un medio eficaz de solucionar problemas insolubles. Que mi primo el rey Juan ofrezca al de Lancaster una renta sustanciosa durante toda su vida. Es fácil que ello sea la última piedra del edificio de la paz que ahora quiere levantar.

Se fijó el castillo de Monterreal de Bayona como punto de cita entre el rey de Castilla y el duque de Lancaster para resolver definitivamente sus diferencias. Todo el camino que habían recorrido hasta llegar a la avenencia en aquella villa gallega había sido desbrozado por Carlos de Navarra. Ahora los protagonistas no tenían más que estampar su firma en los pergaminos que los escribanos de ambos habían redactado después de hacer y deshacer unos cuantos borradores, por un quítame allá una coma y pon un punto sobre estas íes.

Para Constanza, la hija y heredera del rey Pedro I, volver a pisar suelo de Castilla, aunque fuera en Galicia, en su extremo más occidental, donde ella nunca había estado, no dejaba de producirle una emoción nueva: la de volver a los años en que siendo casi una niña fue prometida al hijo segundo del rey Eduardo de Inglaterra, momento en que salió de su país y que vio por última vez su tierra.

Aunque había ordenado a sus doncellas que prepararan cuidadosamente el equipaje necesario para aquel retorno, ella misma quiso supervisarlo todo, especialmente el vestuario que iba a lucir Catalina, la futura princesa de Asturias. Un traje blanco de boda hecho con las telas más bellas y también más caras que los mercaderes de Lisboa pudieron encontrar en sus tiendas, y los trajes de corte para los actos ceremoniales de la corte de Castilla realizados por las costureras más expertas entre las damas de la reina de Portugal eran las piezas que descollaban en el equipaje de Catalina, donde tampoco faltaba una lencería hecha con las sedas más finas que habían podido encontrar los mercaderes de telas en los mercados de Oriente.

Cuando Catalina, fatigada por el ajetreo de pruebas de ropa con que su madre le atosigaba todos los días, se quejó a esta del cansancio que le producía todo aquel zarandeo de indumentarias y vestidos, Constanza la amonestó.

—Quiero presentarte a esos intrusos de los Trastámara como si fueras la hija del emperador del Sacro Imperio. Estoy segura de que ninguno de ellos ha tenido ocasión de ver nunca de cerca una joven como tú.

En las palabras de Constanza se deslizó un acento encrespado que no pasó desapercibido para su hija.

—Madre, ¿acaso no os gusta la boda que voy a hacer? ¿O es el novio prometido el que no aprobáis? Al fin y al cabo, entre mi señor padre y vos, señora madre, habéis arreglado el negocio de mi boda como os ha parecido mejor para mí.

Constanza tomó suavemente la cabeza de Catalina entre sus manos.

—Hija, tienes trece años, edad suficiente para comprender muchas cosas. Por el matrimonio que vas a contraer con Enrique de Castilla serás reina en un futuro quizá no demasiado lejano. Mientras tanto serás princesa de Asturias, un territorio cuyos prados, montes y ríos lo hacen extraordinariamente bello.

—¿Cómo es Enrique de Castilla?

—Ya te enseñé el grabado de él que nos envió su padre, el rey Juan. Parece un guapo mozo y además nos han dicho que es muy gentil.

—¡Pero si es un niño de apenas diez años…! —exclamó Catalina con cierto mohín de superioridad—. Es muy pequeño para mí.

—Por eso el matrimonio no se consumará ahora. Lo que vamos a hacer es firmar vuestros esponsales y establecer un acuerdo de casamiento. Unos y otros nos comprometemos a llevar a cabo vuestro matrimonio en el tiempo apropiado. Tendremos que esperar a que Enrique sea un poco más hombre de lo que es ahora y entonces ratificaremos lo que hoy es un compromiso.

La niña quedó pensativa ante las palabras de su madre. Pero además Catalina intuía algo más profundo.

—Madre, ¿es cierto que tú podías haber sido la reina de Castilla?

—Sí, eso tú ya lo sabes. Te lo he contado alguna vez.

—Pero entonces no lo comprendí. Vuélvemelo a explicar, ya que si dices que yo seré reina de Castilla algún día me gustaría saber por qué no pudiste serlo tú.

—Bien, te lo contaré otra vez, pero será la última vez que hable contigo de estas cosas.

—¿Por qué, madre?

—Porque son cosas horribles que pasaron en la familia y lo mejor en estos casos es aprender para que no vuelvan a ocurrir y después olvidar para que no sigan haciéndote sentir mal. ¿Has comprendido?

Catalina pensó que las personas mayores cuando hablan de temas serios con los jóvenes parece que no quieren que se les entienda nada, porque se expresan con un lenguaje que solo ellos comprenden, como ahora su madre.

—Hace muchos años, siendo yo pequeñita, mi padre era el rey Pedro de Castilla. Pero uno de sus medio hermanos, que se llamaba Enrique, quería ser rey en su lugar.

Catalina quiso saber también a quien llamaba su madre «medio hermano».

—Pues a los que tienen un mismo padre pero una madre distinta. ¡Qué preguntas haces! Así no voy a terminar nunca de contarte lo que quiero que sepas.

Catalina se prometió no hacer más preguntas en vista de que su madre se enfadaba con las interrupciones.

—Enrique hizo la guerra a Pedro. A ella vinieron a luchar mucha gente que no era de Castilla, unos para ayudar a mi padre y otros para ayudar a Enrique. Fue una guerra que duró muchos años, tantos que a mí me llegó el momento de casarme y lo hice con tu padre, que era hijo del rey de Inglaterra, de los que ayudaban al rey Pedro. Pero, como los que ayudaban a Enrique eran más, arrinconaron a mi padre en Montiel. Él quiso escapar fuera de Castilla, pues sabía que si Enrique lo cogía preso lo encerraría en una prisión para toda su vida o quizá lo mandara matar. Para ello trató de comprar a un tal Bertrand Duguesclin, un señor de la guerra que había comprado Enrique para que le ayudara a derrotar a mi padre. El tal Bertrand le dijo que si venía a verle a su tienda, le dejaría escapar del cerco de Montiel. Mi padre confió en él, pero lo que este hizo fue traicionarle y entregarle a Enrique. Al encontrarse Enrique y Pedro en la tienda de Bertrand lucharon a muerte y al final mi padre murió a manos de su medio hermano, que fue proclamado rey de Castilla por sus partidarios. Después de Enrique, su hijo Juan ha sido el rey hasta ahora. Tu padre y tu tío, el duque de York, han querido que Castilla, que tan injustamente poseyeron tanto Enrique como su hijo Juan, volviera a mí, pero los Trastámara siempre han tenido suerte y no consiguieron desbancarles ninguna de las veces que lo intentaron.

»Ahora, tu matrimonio con Enrique, el hijo de Juan y nieto de Enrique, nos devolverá en tu persona el reino de Castilla. Y espero que esta vez, para siempre —terminó Constanza con un suspiro entrecortado.

El castillo de Monterreal de Bayona era una fortaleza construida sobre una prominencia de la orilla sur de la ría de este nombre, frente al océano Atlántico que la rodeaba por tres de sus lados. El duque de Lancaster entró en Monterreal al frente de un brillante cortejo de caballeros y escuderos que daba escolta a un carruaje donde iban su esposa y su hija. El señor de Monterreal, anfitrión de la reunión, el arzobispo de Compostela y los miembros del Consejo Regio dimos la bienvenida al duque de Lancaster y a su familia y les acompañamos a la estancia central del castillo.

Esta era una sala cuadrangular, donde nos recibió el rey Juan ocupando su trono y flanqueado a su izquierda por la reina Leonor, mientras que el sillón colocado a su derecha lo ocupaba un muchacho que apenas frisaba los diez años, ataviado con un lujoso traje de corte de terciopelo azul y tocado con un airoso gorro de brocado entretejido con hilos de oro y plata que dejaba escapar las puntas rizadas de una caballera rubia.

En contraste con la corta edad que representaba, la expresión de su rostro reflejaba el gesto decidido y firme del que sabe que en aquel momento él es el protagonista del importante acto que allí se estaba celebrando.

—Bienvenidos seáis, primo Lancaster, tu esposa y tu bella hija, a la que la reina Leonor y yo deseamos con anhelo darle por nuestra parte cuanto antes el nombre de hija.

Su hijo Enrique se levantó, hizo una venia al duque de Lancaster y a su esposa y besó suavemente la mano de Catalina, a la que debía considerar ya su prometida. Después la futura princesa de Asturias fue presentada a los nobles y prelados asistentes al acto.

Por la noche, tras terminar aquella recepción, Catalina pudo hablar con su madre a solas.

—¡Madre, es mucho más niño de lo que me había imaginado!

Constanza no contestó nada, se limitó a acariciar la cabellera de su hija.

Tres meses más tarde de que Juan de Castilla y el duque de Lancaster firmaran su particular paz en Bayona, se celebraron en Palencia los esponsales de Enrique y Catalina, a quien su suegro le concedió el título de duquesa de Soria.

Con aquella reunión pareció abrirse un periodo de paz. Quise aprovechar la ocasión para llevar a cabo alguno de los proyectos que habían quedado sin terminar en Quejana. Uno de ellos era trasladar el cadáver de mi padre junto al de su mujer a la capilla del monasterio, tal como había sido su voluntad expresa. Comuniqué mi intención a fray Juan de Gamarra, que seguía siendo el prior de los dominicos de Vitoria, en cuyo convento se habían dejado reposar los restos de mi padre. Fray Juan se ofreció a acompañar su traslado desde Vitoria hasta Quejana con una representación de su comunidad.

Así, en una luminosa mañana de abril, partió la comitiva fúnebre con cruz alzada desde el convento dominico de Vitoria hasta nuestras tierras de Quejana. Durante aquel viaje el cuerpo de mi padre se vio escoltado no solo por algunos de los que fueron sus hermanos de religión, sino también por una importante participación de las gentes del señorío de Ayala, que quisieron unirse a nosotros para acompañar a su última morada al que fue su señor. La noticia de aquel traslado había corrido por todos los lugares y aldeas, por lo que fueron muchas las gentes que salieron al borde del camino para ver pasar la comitiva fúnebre.

Cuando la comitiva llegó a Quejana, toda la comunidad de las monjas dominicas esperaba a la puerta del monasterio portando hachones encendidos, con los que acompañaron al féretro al sepulcro. Este estaba cerrado con una tapa sobre la que descansaba una escultura yacente que yo había encargado a un maestro escultor de Burgos.

Mi padre estaba representado como un hombre de edad con cabellos estilizados que asomaban al igual que un corto flequillo bajo un bonete liso sin adornos. Sus dos manos enguantadas sostenían su espada con su ceñidor rodeando la vaina de su arma. Quise que se le representara portando una vestidura larga y con los pliegues de su manto recogidos. Aunque en los últimos años había vivido como un fraile dominico, pensé que esto último no quitaba que durante la mayor parte de su vida hubiera ejercido como soldado a las órdenes de los reyes de Castilla y como regente de su señorío, y que en ambas actividades había puesto su empeño de servicio con toda su inteligencia.

Fray Juan, acompañado del capellán de Quejana, del rector del monasterio de Nuestra Señora de la Espina de Arceniega y de los prestes de las parroquias cercanas, se encargaron de rezar las oraciones para que el cuerpo de mi padre reposara definitivamente en el lugar elegido por él frente al que ya albergaba los restos de mi madre.

Fray Juan de Gamarra se quedó a pernoctar en nuestra casa, ya que lo avanzado de la tarde no hacía recomendable el regreso a Vitoria. Durante la cena, el tema obligado de mi conversación con el prior fue la vida de mi padre como dominico.

—Fue un novicio humilde y generoso. No dudó nunca en aceptar los trabajos que se le confiaban e incluso en ayudar a otros frailes con menos arrestos. Fue piadoso en sus rezos, pero sin ñoñez ni sensiblería. Su piedad era connatural a su fuerte carácter de caballero.

Calló un momento Fray Juan como si dudara en seguir hablando y cuando lo hizo tuve la sensación de que me desvelaba un secreto que mi padre solo a él había confiado.

—¿Sabéis, don Pedro, por quién rezaba todos los días vuestro padre?

—No. ¿Por quién?

—Por el alma del rey don Pedro de Castilla. No dejó un día de hacerlo hasta el último momento de su vida. A él dedicaba su oración más fervorosa del día.

Juan I nos hizo llegar a todos los miembros de su Consejo Regio un documento que quería exponer a las próximas Cortes de Guadalajara. Lo abrí inmediatamente, pues intuía que su contenido iba a ser importante. El rey nos informaba sobre la posibilidad de recuperar el trono de Portugal, para lo cual había preparado un nuevo plan.

—¿Qué te dice el rey? —me preguntó mi mujer al ver la preocupación que había adoptado mi cara a medida que avanzaba en su lectura.

—Un tremendo disparate, a mi modo de ver. El rey Juan parece que no ha escarmentado de la pasada guerra. Todavía cree que puede proclamarse rey de los portugueses.

—¿Cómo piensa conseguirlo?

—Es un auténtico despropósito. Espero que las Cortes no le dejen llevar a cabo su proyecto y que se lo rechacen desde el principio de la cruz a la data.

Juan quería proponer hacer una partición de su reino en la que él se quedaría solo con las ciudades de Sevilla, Jaén, Murcia, Córdoba, las tierras de la frontera con los moros y el señorío de Vizcaya, mientras que cedería a su hijo Enrique el resto de los reinos de Castilla y León. De esta manera, al no ser él ya rey de Castilla, pensaba que podría pretender mejor para su esposa el reino de Portugal, y que, al propio tiempo, los portugueses le admitirían con menos reparos, pues, al no quedar sometidos a Castilla, se alejaba el fantasma de su absorción.

Antes de entrar en aquella reunión, pulsé las opiniones de algunos consejeros. A todos el proyecto del rey les parecía un profundo dislate.

—Creo que todo el Consejo deberá disuadir al rey de que siga adelante con su propósito. A mi juicio, originará grandes daños a Castilla.

—¿A quién encomendamos que lleve nuestra opinión al rey? —preguntó Pedro Tenorio, el arzobispo de Toledo.

—Tío, ¿por qué no sois vos quien hable al rey Juan? —me planteó Diego Hurtado de Mendoza—. A vos os tiene en mucho predicamento y es seguro que considerará vuestras palabras dos veces antes de daros una negativa.

Miré a mi alrededor y vi que los demás miembros del Consejo aprobaban la propuesta.

—Bien, señores, si todos tenéis la misma opinión, aceptaré este cometido. Únicamente deseo que algunas de vuestras señorías se queden conmigo para consignar el escrito que, en nombre de todos, hemos de presentar al rey.

A todos pareció adecuada mi idea y encomendaron al arzobispo de Burgos y a Diego Hurtado de Mendoza que me acompañaran a redactar tal documento.

—¿Qué razones llegarán mejor al rey? —pregunté a mis compañeros de comisión.

—Podemos recordarle los funestos resultados habidos cuando otros monarcas dividieron su soberanía o la cedieron a otros miembros de su familia —intervino el arzobispo—, como, por ejemplo, el reparto que hizo el primer rey de Castilla llamado Fernando, quien repartió el reino entre sus cinco hijos y que, por no estar acorde aquella partición con el sentir de su hijo primogénito, Sancho, que se creía con derecho a poseer todo el reino, llevó hasta sus demás hermanos la guerra, que acabó con la muerte de varios de ellos.

—Estoy seguro de que las ciudades que piensa separar para sí recibirían esta nueva situación con disgusto —aportó Diego Hurtado de Mendoza—. No les agradará que se les aparte del reino de Castilla después de los siglos en que han pertenecido a él.

Yo también quise aportar algunos argumentos que podría presentar el señorío de Vizcaya para oponerse al proyecto del rey.

—Yo creo, señores, que Vizcaya, aunque es tierra apartada, en estos momentos es un señorío del rey de Castilla y cuenta con su potestad y su pendón; que sus habitantes, los vizcaínos, siempre han querido mantener que sus Fueros sean jurados y guardados y elegir sus alcaldes entre ellos. Y aun ahora, aunque el rey Juan es señor de Vizcaya por herencia de su madre, doña Juana Manuel, los vizcaínos no consentirán que un alcalde ajeno a ellos procedente de Castilla los juzgue y oiga sus apelaciones. Y así, señores, si vieran que el rey Juan lo es de Portugal y que ya no tiene el señorío de Castilla, ni le obedecerían, ni cumplirían sus mandatos.

»Además, me parece a mí que, si el rey quiere quedarse con Sevilla, las otras ciudades y la frontera con el reino de Granada, se producirá un alejamiento entre estas tierras y su señorío de Vizcaya. Lo que entiendo como algo muy grave y posiblemente sería discordia para todos, ya que todo el reino de Castilla quedaría en medio de ellos. Si los vizcaínos, que son hombres con voluntades firmes que quieren ser muy libres y muy guardados, si por cada cosa que hubiesen de exponer al rey como señor de Vizcaya, tuvieran que acudir a verle a Sevilla o a cualquiera de las otras ciudades con las que se quedara el rey, no les parecería bien, ya que sería grave cosa en contradicción con sus actuales costumbres.

—¿Deben los alcaldes de Vizcaya acudir siempre a su señor con sus apelaciones? —preguntó don Pedro Tenorio.

—Hasta no hace mucho, sí. Los alcaldes de Vizcaya, en ejercicio de su oficio, acudían a ser escuchados por su señor donde este se encontrara. Pero desde el tiempo en que don Juan recibió el señorío de Vizcaya y esta quedó unida a Castilla, el alcalde o juez mayor de Vizcaya puso su residencia en la corte y cancillería de Valladolid, lugar donde se entendían estos asuntos en una sala especial para los vizcaínos.

Se hizo un silencio después de mi última participación. Entonces intervino don Pedro Tenorio.

—¿Creen sus señorías que deben añadirse algunos argumentos más?

—A mí me parecen suficientes —contestó Diego Hurtado de Mendoza.

—Y vos, señor de Ayala, ¿tenéis algo más que añadir?

—No, ilustrísimo señor.

—Pues entonces, señor de Ayala, recoged cuanto hemos debatido, dadlo a los escribanos reales para que nos hagan una copia a cada uno de los miembros del Consejo Regio y yo me encargaré de decir al rey don Juan que estamos dispuestos a participarle del resultado de nuestros debates. Espero que con ello atienda a nuestras razones.

Efectivamente, el rey, al oír que todos los consejeros estábamos unánimes y darse cuenta de que no tenía en el Consejo ningún partidario, decidió no presentarlo a las Cortes. Los consejeros, como gesto amistoso por haber aceptado nuestros argumentos, apoyamos sus deseos de donar a su hijo segundo, el infante, un niño todavía, el castillo de Peñafiel, el señorío de Lara y las villas de Medina del Campo y Olmedo.

Aquella mañana de otoño había salido clara y luminosa. La temperatura, aunque con el frescor de los primeros días otoñales, no era excesiva, y apetecía salir al aire libre. El rey Juan no había dormido bien y se había despertado con somnolencia y dolor de cabeza. Pensó que con un paseo a caballo por los campos de Alcalá de Henares se le despejaría y lo dejaría como nuevo para acometer las audiencias que tenía para media mañana.

Acompañado por un gentilhombre y dos escuderos, Juan bajó a las caballerizas para elegir el caballo con el que dar un paseo por los campos circundantes del palacio arzobispal. Recordó que aún no había probado el magnífico alazán árabe que le había regalado días atrás un mercader de Castillejo de la Cuesta como agradecimiento por haberle acelerado el veredicto de un juicio que amenazaba eternizarse.

Al penetrar en las cuadras, Juan ordenó al caballerizo que lo aviara para montarlo. El caballo, que había permanecido muchos días sin salir de la cuadra, estaba agitado, nervioso, piafaba constantemente y se revolvió al sentir la silla encima. Aunque al final pareció tranquilizarse lo suficiente para permitir al rey montarlo, el caballerizo hizo una advertencia.

—Mi señor, el caballo ha estado inquieto durante estos días. ¿No querríais esta mañana llevaros otro, no sea que este respingue en cuanto lo montéis?

Pero Juan se había encaprichado con él y ordenó que se lo prepararan.

—Id con cuidado, mi señor —advirtió el caballerizo al salir jinete y caballo de la cuadra.

Juan sujetó al caballo con las riendas tensas. Primero lo puso a un trote corto pero enseguida lo pasó a un galope tendido sin que el corcel necesitara del acicate de las espuelas. El rey notaba cómo el viento le daba en la cara y su capa se arremolinaba a sus espaldas por la velocidad desarrollada por el alazán. Nunca el rey se había sentido tan satisfecho de una de sus monturas.

Pero cuando estaba en lo mejor de su carrera, el caballo metió las manos en un hoyo que el rey no había visto, dio una corveta y derribó a Juan, que salió despedido por encima del alazán yendo a dar de cabeza sobre el suelo. Acudieron veloces los hombres de su escolta, lo colocaron en unas improvisadas angarillas y lo llevaron al cercano palacio del arzobispo.

Ordenó este que acomodarán al rey en su propio lecho e hizo llamar con urgencia a su médico, quien no tardó en venir. Al llegar a la cabecera de la cama, se dio cuenta de que el rey ya no respiraba y que no se percibía pulso en sus arterias. Con el semblante demudado miró al cardenal.

—Eminencia, el rey está muerto.

El cardenal se santiguó y musitó una oración. Después ordenó llamar con urgencia a los miembros del Consejo Regio. Afortunadamente estaba prevista una convocatoria real del Consejo para unos días más tarde y casi todos sus miembros nos encontrábamos ya en Alcalá.

Cuando llegué a palacio, el cardenal Tenorio me participó las disposiciones que iba a proponer al Consejo. Asentí a su proyecto.

—¿Formareis la Comisión de Regencia prevista por el rey don Juan en su testamento?

—Sí, para eso os he citado. Encargaos de despachar correos con cartas para que todos los miembros del Consejo se reúnan aquí de inmediato. Luego habrá que organizar las honras fúnebres del rey y su enterramiento en la capilla de los Reyes Nuevos de Toledo, tal como él lo había dispuesto.

Dos horas más tarde los miembros del Consejo Regio que estábamos en Alcalá nos reunimos presididos por el cardenal Tenorio.

—Señores consejeros, como sabéis, el rey ha sufrido una caída mientras montaba a caballo, se ha dado un fuerte golpe en la cabeza y ha muerto en el mismo momento del accidente. Sin embargo, no me ha parecido prudente dar esta noticia sin que todos los miembros del Consejo Regio lo supieseis. Asimismo, lo he comunicado a todos los que forman la Comisión de Regencia que en su día nombró el rey Juan.