XXXVIII

De cómo pedro López de Ayala se vio libre de la prisión de Óbidos y de cómo encontró Castilla a su regreso

Fernán Pérez de Ayala se despidió de su madre, Leonor, y de su hermano Pedro en el portón de nuestra casa de Quejana. En el bolsillo secreto de sus alforjas llevaba las letras libradas por Benjamín ben David y Shlomo ben Isak por un importe total de veinte mil doblas de oro, pagaderas en cualquiera de las casas israelitas de banca sitas en Portugal. Además era portador de una carta del rey Carlos de Francia, en la que se le hacía constar que este había ordenado a sus banqueros en Lisboa que se le abonaran cinco mil doblas de oro. También llevaba otra carta del rey de Castilla para João de Avís, en la que se hacía a este una proposición de canje de los nobles portugueses que habían sido presos en los sitios de Lisboa y que se encontraban presos en el castillo de Ciudad Rodrigo, por la persona de Pedro López de Ayala y, que en el caso de que el rey de Portugal no deseara hacer ese canje por la razón que fuera, tendría la promesa en firme del rey Juan de Castilla de abonar cinco mil doblas de oro como pago sustitutorio.

—Que Dios te bendiga en tu viaje, hijo —fue la despedida de mi mujer mientras le trazaba en la frente con el dedo una cruz sobre la que después puso un beso.

—Qué Él quede con vos, madre.

Se despidió con un abrazo de su hermano Pedro, quien quiso insistir por última vez en hacer el viaje con él.

—No, Pedro, en estos momentos tu puesto está con nuestra madre y nuestras hermanas.

En el primer recodo del camino, adonde ya se había adelantado su escolta, Fernán hizo volverse a su caballo, tornó su cabeza hacia los suyos, que no se habían movido del portón, y agitó la mano como última despedida. Después espoleó su montura y, acompañado por sus escuderos, que esperaban unos pasos adelante, inició un galope corto en dirección a las primeras rampas del puerto de Orduña, la puerta de entrada a la meseta norte de Castilla.

Para entrar en Portugal y llegar a Óbidos eligió cruzar la meseta castellana en línea recta hacia el sur, pasando por Burgos, cruzando el Duero en Aranda, atravesando las alturas de Somosierra y siguiendo el curso del río Tajo para entrar en Portugal por Elvas. Este camino tenía la ventaja de que, antes de llegar a Madrid, podía alojarse en Buitrago, una de las villas propiedad de su tía Aldonza, adonde esta se había retirado tras la muerte en Aljubarrota de Pedro González de Mendoza, su esposo.

Mi relación familiar con Aldonza siempre había sido muy cordial a pesar de la gran diferencia de edad, como correspondía a la que separaba al hermano mayor de la menor en una familia muy numerosa. Por otro lado, Fernán sabía que en Óbidos había estado encerrado también su primo Diego, el hijo mayor de Pedro González de Mendoza, y que posiblemente podría tener a través de su familia alguna noticia sobre mí.

En Buitrago, Fernán fue acogido por su tía Aldonza con gran cordialidad, aumentada por el hecho de que hacía mucho tiempo que no había visto a su sobrino.

—Por mi hijo Diego los portugueses me pidieron treinta mil doblas de oro —le informó Aldonza a Fernán.

—Sí, el mismo precio que nos han exigido por nuestro padre.

—Un gran negocio este de las guerras para quien las gana. Si las cosas vienen bien y en la batalla apresas unos cuantos señores, sabes que tienes seguro un buen dinero por hacerles comprar su libertad.

—Sí, señora tía, pero para aquel preso que no tiene con qué pagar su libertad no hay más porvenir que pudrirse en las cárceles del enemigo, haciendo los trabajos forzados de los galeotes y, en poco tiempo, el mal trato al que le someten los cómitres y la mala bazofia que le dan por comida acaba con su vida. Eso si no es pasado por las armas cuando es capturado.

Un silencio pesado cayó entre los dos. Fernán no se atrevía a preguntar a su tía si había negociado ya la libertad de su hijo, pero no tardó en hablarle ella misma de este asunto.

—Desde que Diego, mi hijo, me notificó la pretensión de los portugueses de cobrar semejante barbaridad de dinero, empecé a reunir las treinta mil doblas. Bien es verdad que nuestras posibilidades me han permitido afrontar esa cantidad, pero para ello he tenido que vender una parte de nuestros bienes mayor de lo que hubiera deseado. Menos mal que el rey Enrique, el padre del actual rey, le donó a mi esposo unas tierras de labor en los campos de Montiel que he podido enajenar a un precio suficiente para, con ellas y otros dineros, alcanzar lo que esos malditos portugueses piden por mi hijo.

Fernán dudó unos momentos antes de hacerle la siguiente pregunta a su tía.

—¿Has pedido ayuda al rey Juan?

Aldonza hizo como que no le había oído.

—Según lo que me ha dicho don Martín de la Herrada, un caballero que mantenía una gran amistad con mi marido, tras la derrota de Aljubarrota, el rey Juan tendrá que convocar Cortes en Valladolid. En esta guerra contra los portugueses, Castilla ha enterrado todos los dineros que tenía y ahora se perciben los nuevos impuestos que pedirá en Cortes si no quiere que las cosas se tuerzan más. Y el dinero, ya sabes de dónde saldrá; se subirán las gabelas y encarecerán los precios. Pero todo estará bien pagado si el rey resuelve alguno de sus problemas.

—¿Sí? ¿Cuáles?

—Juan de Gante, el duque de Lancaster, sigue queriendo ser rey de Castilla; como sabes, el año pasado envió una flota que saqueó La Coruña y de paso atacó unas galeras atracadas en la ría de Betanzos. Después, tras Aljubarrota, invadió Galicia, aunque pudo ser rechazado. A ver cuándo Juan de Castilla y el de Gante se cansan de una lucha en la que nada van a obtener y en la que han perdido dinero y muchos hombres.

—¿Y qué solución se pretende ahora?

—La habitual en estos casos: la matrimonial. Se buscarán dos príncipes jóvenes y bien parecidos y con ellos se organizará un casorio. En esta ocasión, lo tienen muy fácil. El de Lancaster tiene una hija, Catalina, una joven muy gentil y no mal parecida, y Juan tiene a Enrique, su heredero, que se parece un poco a su padre, pues tiene su color blanco de piel y los cabellos rubios.

Aldonza dejó su chismorreo por unos momentos, tomó una copa de vino que tenía cerca y bebió unos sorbos antes de continuar con su perorata.

—Incluso el rey puede nombrar a Enrique conde, duque o príncipe de las Chimbambas, título que, naturalmente, compartiría con su mujer. Así, Juan de Gante, aunque no sea rey de Castilla, al menos será padre de una princesa heredera que después será reina. Si a esto nuestro rey añade como lenitivo a su frustración por no reinar una respetable cantidad de doblas castellanas, dejará en paz a Castilla per in saecula saeculorum, amén.

Aldonza carraspeó un poco, volvió a beber otro poco de vino para aclarar su voz.

—El rey Juan pedirá a las Cortes en Valladolid los dineros que necesita para la boda y el arreglo con su consuegro. De paso completará los cargos de la corte que están vacantes porque sus anteriores poseedores murieron en Aljubarrota o siguen prisioneros en las cárceles de Portugal. Acudirá con las cuentas bien hechas para hacer la defensa de las decisiones que se tomaron en Aljubarrota. Sí, estoy segura de que Juan buscará en Valladolid el apoyo de todos los procuradores y les arrancará los recursos extraordinarios necesarios para reformar el ejército, como quiere hacer desde que volvió de Portugal, y, como te he dicho, comprar al duque de Lancaster su renuncia al trono de Castilla, y sellar una paz duradera con Inglaterra.

Aldonza había terminado de contar las novedades a su sobrino, pero no se resistió a hacer unas consideraciones más al respecto.

—Como ves, querido sobrino, en Castilla y en todo el mundo, casi todas las cuestiones se arreglan con un buen saco de doblas. A tu abuelo Fernán, cuando yo era niña, le oí decir más de una vez que los problemas de las coronas y los ducados, teniendo ducados y coronas, no eran problemas. Supongo que tú lo entiendes tan bien como lo entendía yo entonces.

—¿Cómo, aquí recluida en tu palacio, estás tan enterada de lo que pasa por la corte y te atreves a hacer un pronóstico tan arriesgado como el de la boda del príncipe Enrique?

—Querido sobrino, podré estar recluida, pero no aislada. Por otro lado no he perdido la capacidad de pensar y de hilar una cosa con otra. Además, a Buitrago viene gente a verme, unas veces al pasar camino de Toledo para ver al rey cuando está allí, y otras veces, para cazar en estos riscos. Por mi parte, de vez en cuando organizo una cacería e invito a mis amigos, a mis vecinos y a los amigos de mis vecinos. Entre ellos siempre hay gente que ha estado recientemente en la corte y que me cuenta lo que en ella se cuece, lo que me divierte mucho.

»Ahora vete a dormir, Fernán. Mañana será otro día y tienes un largo camino por delante hasta llegar a Portugal. No sabes lo que me ha alegrado volver a verte. La última vez que te vi en Quejana eras todavía un chiquillo al que le apuntaban cuatro pelillos en el bozo. —Luego le dio un fuerte abrazo y le dijo a modo de despedida—: Te deseo mucho éxito en tus tratos con esos arteros de portugueses y espero que no tenga que repetirse otra catástrofe como la de Aljubarrota para volver a vernos de nuevo. Díselo así a tu padre cuando le vuelvas a ver.

Tras de unos días de cabalgada, Fernán y su escolta entraron en territorio portugués sin que ocurriera nada señalado. Estaban ya a poca distancia de Óbidos y la impaciencia de Fernán por volver a ver a su padre hacía que los últimos tramos del camino le parecieran eternos. Por fin vislumbró a lo lejos la silueta del castillo. Apresuró el paso y al poco llegó al portón. Inmediatamente se presentó al jefe de la guardia, al que pidió que diera cuenta al alcaide de su presencia. Al momento, Lourenço Martines le recibía en su aposento.

—Sois, sin dudar, el hijo de don Pedro López de Ayala. Vuestro parecido físico lo delata. Bien, venís sin duda a llevaros a vuestro padre, ¿no es así? Esperaba vuestra llegada y también vuestro padre, a quien se la anuncié en cuanto supe que os acercabais a Óbidos. Pero perdonadme, ambos desearéis veros cuanto antes y yo os estoy demorando. Ahora mismo ordenaré que acompañen a vuestro padre hasta aquí.

Unos minutos más tarde, me precipitaba en los brazos de mi hijo. La emoción de nuestro encuentro duró un buen rato, en el que ambos permanecimos abrazados sin proferir una palabra. Al separarnos, pude comprobar que Fernán detenía su atención en las secuelas que me habían dejado en la cara las heridas de la batalla. Una vez sosegados ambos, Fernán hubo de responder a mis preguntas sobre su madre y mis demás hijos.

—Están bien todos, padre, y deseando veros en casa enseguida. Traigo todo lo que es necesario para que volváis sin demora a vuestra casa.

—Bien —intervino Lourenço Martines en este momento—, si os parece podemos entrar en la parte práctica de este negocio. ¿Queréis estar presente en ella, señor de Ayala? Os lo digo porque puede ser desagradable para vos los posibles regateos que vuestro hijo y yo establezcamos sobre vuestra persona.

—He participado en asuntos peores. No creo que me amilane por esto.

—Pues entonces, adelante. Mi señor don Fernán, supongo que traeréis con vos el rescate de vuestro padre.

—Espero que la forma en que lo traigo sea de vuestra conformidad. Observad estos documentos donde se encierran las treinta mil doblas del rescate de mi padre.

—Veamos pues.

Fernán sacó todos los documentos que traía en su bolsa y los expuso en la mesa.

—Este documento es una carta de pago contra la banca de Moshé ben Ismael, de Lisboa, por valor de veinte mil doblas de oro. Supongo que estaréis conformes con ella.

—No tengo ningún inconveniente en aceptarla como pago, señor. La casa de Moshé ben Ismael es de las más consideradas en todo Portugal. Pero advierto que tenéis otros documentos.

—Así es. Tenéis una carta de nuestro rey Juan, en la que os propone la liberación de tres caballeros apresados durante el último sitio de Lisboa a cambio de la mitad de la cantidad restante del pago del rescate de mi padre, es decir, cinco mil doblas. Y otra del rey Carlos de Francia en la que se me comunica un envío de otras cinco mil a la casa de banca que le indiquéis. Con ambas cantidades queda finiquitada esta cuestión.

Lourenço Martines se quedó mirando a Fernán durante unos instantes. Después le habló con voz despaciosa.

—Es decir, que os faltan diez mil doblas, ¿no es así?

—No, puesto que ambos reyes empeñan su palabra en hacer esos pagos en forma inmediata. Leed la carta de nuestro rey Juan, quien indica que, en caso de que no se pueda hacer el canje que os propone, hará efectivas las cinco mil doblas.

—Mi señor don Fernán, en estos tiempos, vos lo sabéis tan bien como yo, la palabra de los reyes desgraciadamente no siempre se cumple. Lo más fácil es que estos acuerdos que proponen se difieran durante tiempo y no se hagan efectivos hasta que pasen muchos años. Por tanto, sintiéndolo mucho, el importe del rescate está incompleto en una tercera parte.

—Pero, señor alcaide, estas cartas de los reyes de Francia y España…

—No me ofrecen garantías. Mis señores de Ayala, es muy posible que, en una compraventa de ganado entre vuestras señorías y yo, aceptaría dejaros diez mil doblas de oro en cuenta sin más garantías que vuestra palabra de caballeros. Sé que las recuperaría. Pero no me ofrecen igual confianza los reyes de Castilla, de Francia… —Y bajando la voz, añadió—: Ni tampoco el de Portugal.

Un silencio tenso se extendió en aquel aposento. En la cara de Lourenço Martines se pintaba una sonrisa irónica, la mía se mantenía seria y en la de Fernán se traslucía su lucha interna. Finalmente, mi hijo rompió el silencio.

—Micer Lourenço Martines, estoy seguro de que tanto Carlos de Francia como Juan de Castilla harán honor a su palabra. En otras ocasiones lo han hecho y no van a cambiar de conducta ahora. Comprendo que vos debéis ateneros a las instrucciones que os ha dado vuestro señor, el señor João de Avís. Pues bien, os hago una proposición: dejad a mi padre en libertad para que vuelva con nuestra familia y tomadme a mí como rehén en su lugar.

—¡No, Fernán, no! —grité más que dije—. No puedo consentirte que por mí pierdas tu libertad ni un solo día. Me quedaré en Óbidos hasta que se formalice lo que dicen esas cartas.

—El que no puede consentir que sigas aquí soy yo, padre. Prometí a nuestra madre que volveríais libre a Quejana. Ella os espera y son muchas las angustias que ha pasado por vuestra prisión para que las prolongue un día más. Volved a nuestra casa, padre. Todos esperan vuestro regreso y con él librarse de las angustias de vuestra ausencia. Yo no me perdonaría que esperaran ni siquiera un minuto más.

Todos callaron al oír a mi hijo. Después de unos momentos de silencio, este fue roto por la voz del alcaide de Óbidos.

—Señor Fernán de Ayala, desde este mismo momento acepto vuestra proposición de quedaros como rehén en vez de vuestro padre, quien a partir de ahora mismo podrá salir de la fortaleza sin que nadie se lo impida. Decidme, señor Pedro de Ayala, si necesitáis alguna cosa para el avío de vuestro viaje de regreso que yo tendré a gala proporcionároslo en la medida de mis posibilidades. Y no os preocupéis por vuestro hijo Fernán. Mientras sea nuestro rehén, será un huésped tratado con todo miramiento.

En mi regreso, nada más traspasar la frontera de Portugal, descabalgué, me postré en tierra y, extendiendo los brazos como si quisiera abrazarla, besé aquel primer espacio de Castilla que pisaba tras mi cautiverio. Después tomé el camino de Ciudad Rodrigo, importante ciudad cerca de la frontera, donde me había propuesto pasar la primera noche en mi patria.

Lo primero que vi fue el castillo, sobre la margen derecha del río Águeda y muy cercano al antiguo puente romano. Me encaminé hacia él en la esperanza de que su alcaide me ofreciera hospitalidad por aquella noche. No fueron vanas mis expectativas ya que poco después de llamar a su puerta, me encontré ocupando una amplia estancia con ventanales abiertos al río. El castillo había sido construidodo no hacía mucho por el rey Enrique, aprovechando los cimientos de un edificio romano, y se había levantado dominando todo su entorno amurallado. En él destacaba una sólida y cuadrangular torre del homenaje en la que ondeaba el pendón de Castilla.

—¿Deseáis alguna cosa que os podamos proporcionar? —me preguntó el alcaide.

—Sí, iluminación para mi aposento y recado de escribir —contesté—. Además, desearé disponer de un correo de confianza para llevar la carta que escriba.

—No habrá ningún inconveniente. ¿Adónde deberá llevarse esa carta? ¿A Toledo, quizá?

—Algo más lejos, alcaide. A Quejana, en tierras de Álava.

El alcaide quedó en silencio al oír el destino del envío, mirándome con gesto de duda.

—Me hago cuenta de que ignoráis dónde se encuentra Quejana. Aunque está asaz lejana, cualquier correo medianamente corrido podrá llegar sin problemas, pero tendrá que recorrer toda Castilla. ¿Podréis hacerme este servicio, alcaide?

—Sí, mi señor. Tengo correos que han recorrido Castilla muchas veces y, por tanto, para ellos no supondrá ninguna dificultad.

A pesar de que hacía dos años y medio que no veía a mi familia, a pesar de que todos los deseos de mi alma me pedían en aquel momento irme directamente a Quejana para estrechar entre mis brazos a mi mujer y a mis hijos, venció en mi ánimo el afán de acortar cuanto antes la cautividad de Fernán. Por ello, decidí que antes de ir a mi hogar vería al rey Juan para urgirle a que cumpliera mi rescate. Iría enseguida a Toledo y plantearía al rey la urgencia de transferir a Portugal de forma inmediata las cinco mil doblas que faltaban para completar el rescate.

Comprendiendo que mi mujer y los míos también estaban anhelantes por volver a verme debía darles una explicación.

Leonor, mi querida y siempre bien amada esposa:

Hoy, esta mañana he traspasado la línea que separa Portugal de Castilla.

Tras dar el primer paso en ella, he descabalgado, me he postrado en tierra y, teniéndote a ti en mi pensamiento, he besado el suelo de Castilla, esperando que ese beso atraviese montes, prados y ríos y llegue hasta nuestras tierras de Ayala, allí donde estás tú ahora.

Solo una tristeza empaña mi alegría de este día en que yo debía ser totalmente feliz. El que nuestro buen hijo Fernán no está a mi lado. Pero él se ha quedado cautivo en la prisión de Óbidos para que yo me viera libre, se ha quedado sin libertad para convertirse en un rehén de los portugueses hasta que se satisfaga el último maravedí de la deuda de mi libertad.

Leonor, mi amada, no sabes cómo siento dentro de mí tu llamada; cómo anhelo estar junto a ti tras estos dos años largos de cautividad. No sabes cuán grande es la ilusión de verte de nuevo, de besar tus manos, tu cara, tu boca… No sabes cuán grande es mi deseo, aunque imagino que idénticos sentimientos te embargan también en estos momentos para recuperar este tiempo perdido.

No es ningún capricho no retornar ya a ti. Sé que el rey Juan aún no ha hecho llegar a mis captores la parte de mi rescate que te prometió cuando fuiste a implorar su ayuda. El canje de los caballeros portugueses cautivos en Castilla a cambio de mi persona no fue aceptado, pero tampoco fue enviado el dinero. Por eso, Leonor de mi vida, he de ver al rey Juan para pedirle, para suplicarle, que cuanto antes cumpla su compromiso y podamos tener a Fernán entre nosotros.

Sé que tú tampoco gozarás de nuestro reencuentro mientras Fernán esté encerrado en la prisión en la que me he encontrado hasta ahora. Sé que, por él, me esperarás hasta que dé fin a este asunto. Ten la esperanza de que estaré contigo enseguida. Te prometo que, una vez concluido, galoparé día y noche para no hacerte esperar ni un minuto más de lo preciso.

Leonor, mi querida mujer, abraza a nuestros hijos y transmíteles que mi mayor deseo es volver a sentir sus brazos alrededor de mí, pero que no querría ver sus ojos de reproche por haber dejado atrás a su hermano mayor.

Leonor, mi dulce amor, mi corazón ansía descansar en ti. Cuento cada uno de mis latidos y me pregunto cuántos me faltan por sentir, para sentirnos los dos juntos como antes.

Leonor, mi dulce vida, espérame; no tardaré, pronto estaré contigo.

Puse un beso en el pergamino de esta carta, la cerré, la lacré y se la entregué al correo que me proporcionó el alcaide.

—¿Sabes dónde se encuentra el valle de Ayala, en Álava?

—Creo que sí, mi señor. En la ruta de la lana que sale de los mercados de Medina de Campo para embarcarla en el puerto de Bilbao, en el mar de Vizcaya.

—¿Ya has hecho tú esa ruta que pareces conocer tan bien?

—No, mi señor, pero mi padre, que también ha sido correo, la hizo a menudo y me la ha contado tantas veces que creo que sabría llegar con los ojos cerrados.

—Pues si es así, te encomiendo que cabalgues sin cesar hasta llegar a Quejana, la casa principal del valle de Ayala. Aquí tienes estas notas y este croquis que te vendrán bien para no perderte. ¿Las entenderás?

El correo examinó cuidadosamente las notas y, tras pedirme un par de aclaraciones, las guardó en un gran bolsón junto a la carta para mi esposa. Unas horas más tarde, con no menor velocidad, salí también hacia la corte, pues ansiaba encontrarme cuanto antes con el rey Juan.

Mi llegada a la corte originó un gran revuelo. En cuanto fue anunciada mi presencia al rey, este ordenó que se me llevara inmediatamente a su presencia y, cuando aparecí en el umbral de la puerta, se apresuró a venir hacia mí con los brazos abiertos.

—Pedro, Pedro, hoy es un día grande para mí puesto que estás de vuelta.

Y pasando su brazo por mis hombros me hizo sentar en un asiento que tenía junto a él.

—Estoy en grave deuda contigo, Pedro —empezó a decirme—. No quise haceros caso a Mendoza y a ti en Aljubarrota; y después, en la batalla, debí haberte rodeado de más gente para que os defendieran a ti y el estandarte que llevabas y no lo hice. Solo Dios sabe las angustias que pasé cuando no te vi entre los nuestros después de dar la orden de retirada. Temí que hubieras caído para siempre.

—Señor, dejad de lamentaros, pues ya veis que estoy aquí.

—Sí, daré orden al arzobispo de que se celebren cien misas de acción de gracias porque has vuelto vivo de tu prisión. Pero dime, ¿cómo has pasado estos meses que has estado en Óbidos? ¿Cómo te han tratado los portugueses?

—De todo ha habido, mi señor.

Animado por el rey, conté mi odisea en la prisión portuguesa sin ocultarle la negativa de canje ofrecida por el rey, lo que había provocado que mi hijo Fernán se hubiera quedado como rehén hasta que se pagaran las cinco mil doblas de oro que faltaban.

—Veo que João de Avís sigue siendo tan cicatero como siempre. Hoy mismo ordenaré que se le envíen esas doblas que pide aunque sean las últimas que haya en el tesoro. Has hecho bien en venir primero a contarme todas estas cosas. Te prometo que el pago será cumplido y tú volverás a ver a tu hijo.

Juan mandó llamar a su mayordomo, a quien le dio órdenes al respecto, apremiándole a que su cumplimiento se hiciera inmediatamente.

—Ahora quédate, que he de hablar contigo para que me des tu opinión sobre unos asuntos de importancia para el reino de Castilla. Y no temas, esta vez te prometo que te haré caso.

Juan dio orden de que se me hospedara en el alcázar de Toledo. Durante la comida de aquel día, el rey quiso seguir escuchando mis desventuras en Óbidos y saber qué había sido de mis compañeros de cautiverio.

—Tanto mi sobrino Diego como el señor de Benavides salieron de allí uno o dos días antes que yo, pues ya habían cumplido con las exigencias de los portugueses y tenían todo dispuesto para el viaje de regreso.

El rey mostró su interés por El libro de la caza y de las aves que yo había escrito en Óbidos.

—Me harás llegar un ejemplar cuando lo hayas terminado.

—Sí, mi señor, así lo haré.

—No quiero entretenerte más. Mañana será otro día. Pero antes de que te retires quiero que sepas que recibirás los honores de camarero y copero mayor del Real Palacio, cargos que están vacantes y que hasta ahora no había cubierto. Pero no es eso todo. Pedro, te necesito junto a mí. Ahora que te he recuperado no estoy dispuesto a perderte otra vez. A partir de hoy formarás parte del Consejo Real. Ya sé que cuando te he llamado, tú has venido a él. Pero ahora quiero que seas no un miembro eventual, sino un consejero permanente con asiento en él.

Yo no esperaba semejante distinción, por lo que le agradecí aquella muestra de confianza. Aquel nombramiento me convirtió en uno de los personajes más poderosos de Castilla, cuyas recomendaciones iban a ser buscadas y tenidas en cuenta.

A la mañana siguiente, se me presentó un caballero.

—Señor de Ayala, os comunico que en esta misma mañana saldré hacia Óbidos para pagar el resto del rescate de vuestro hijo Fernán, al que serviremos de escolta en su viaje de vuelta, ya que el rey desea verle personalmente en cuanto pise tierra de Castilla.