XXXVII

De cómo en Óbidos Pedro López de Ayala vio aliviada su prisión y de lo que habló en ella con sus compañeros de celda

El tiempo pasaba muy lento para mí, entre los barrotes de la jaula donde me habían metido en la prisión de Óbidos, y en la que muy pocas variaciones se ofrecían a mi vida. Sin otra conversación que algunas palabras, siempre pocas, cambiadas con los carceleros cuando me traían la bazofia que me suministraban como comida, sin más abrigo que un raído capote que me habían dado para resguardarme del agua de las lluvias de septiembre y combatir el frío de las primeras noches del otoño, mi cautiverio pasaba sin más mudas que los cambios de guardia en las almenas y los puestos de vigilancia de la fortaleza.

En aquel encierro recordé con amargura las dos ocasiones de mi vida, la primera vez en Nájera y después en Aljubarrota, en que ni Enrique ni Juan hicieron caso de mis advertencias de no entrar en batalla. Maldije con toda mi alma a los que se lanzaron alocadamente a la confrontación en la colina de Aljubarrota sin estudiar el terreno, la forma de guerrear de los arqueros ingleses y la mejor disposición que tenía el enemigo. Estos pensamientos me angustiaban en todos los momentos del día y aun de la noche. Cuando conseguía conciliar el sueño, me acometían unas alucinaciones horribles. Al despertar de mis desazones, inquieto, desasosegado, con todo mi cuerpo empapado de sudor, solo me salía de la boca una exclamación, con la que me dirigía a Dios para preguntarle: «¿Por qué, Señor, ellos están ahora muertos y a mí me haces sobrevivir a aquel día de desolación?». En medio de mis pesadillas, prometía a Dios, a la Virgen y a todos los santos que iría como romero en peregrinación a los monasterios que guardaban las imágenes de Santa María en Guadalupe, Toledo, Montserrat y la del Cabello, de mis monjas de Quejana.

Al igual que el niño pequeño, asustado por los cuentos de brujas que le cuentan otros chicos mayores, no quiere irse a la cama porque teme que por la noche se le aparezcan todos los espantos que le han contado durante el día, estas congojas que me sobrevenían por la noche me hacían temer que llegase la hora de dormir.

Hasta que un día me pregunté a mí mismo si la Providencia no me tenía reservada, como superviviente de aquella tragedia, una misión predestinada. Quizá aquella se valía de la desgracia sufrida para hacerme ver las causas de tamaña adversidad. Hice un concienzudo examen de conciencia volviendo sobre todos los hechos que habían acaecido durante mis últimos tiempos y sobre las circunstancias de las que había sido testigo presencial. No era la primera vez que hacía tal labor de introspección ya que, recordé, un repaso parecido hice cuando, durante la guerra entre el rey Pedro y su hermano Enrique, decidí abandonar al primero para pasarme al campo del segundo.

Fue a partir de aquel mismo instante cuando decidí transcribir todos mis pensamientos en una obra que fuera una confesión autobiográfica, algo así como un recorrido vital que recogiera todas las vicisitudes vividas, reseñando también las enseñanzas que había adquirido.

Veía que mi reclusión en Óbidos iba a proporcionarme el tiempo necesario para conjugar mis reflexiones introspectivas con el trabajo de compilación de mis pensamientos y de mis hechos de vida, ya que aún habría de pasar mucho tiempo hasta el momento en que mis captores recibieran el rescate pedido a mi familia. Al fin y al cabo, hasta que no me dejaran volver con los míos, nada más podía hacer.

En mis pensamientos me remonté a mi juventud, cuando la figura de mi padre, Fernán Pérez de Ayala, era para mí no solo mi educador y consejero sino también la persona cuyo ideario me había propuesto asumir mientras viviera como una segura guía de conducta.

Siempre había sentido una gran admiración por mi padre. Para mí, era el mejor de todos los hombres, muy por encima de cuantos había conocido. De niño me había llamado la atención su sincera religiosidad. En Fernán destacaban dos sentimientos: el amar mucho a Dios y, subsiguientemente, de temer que en algún momento pudiera faltar a su ley.

A partir del momento en que salí de Quejana para educarme con mi tío abuelo, el obispo Barroso, empecé a conocer que no todos los hombres tenían los mismos valores de mi padre, entre ellos, el sentido de la fidelidad y de la obediencia debida a su rey.

Pero no solo esto caló en mi conciencia. Su generosidad con el pobre y con el desvalido fue otra de las características de mi padre que me impresionaron más. Cuando las cosas venían mal dadas, cuando las gentes de nuestro señorío de Ayala habían tenido una calamidad, una mala cosecha, o cualquier otra circunstancia que les impedía pagar sus tributos señoriales, Fernán sabía ser generoso y aplazaba sus obligaciones pecuniarias, conducta que rara vez pude percibir en los nobles de otras latitudes de los reinos cristianos y aun en muchos de los prelados con los hábitos de sus diócesis.

Yo hube de reconocer que, a veces, no había sido fiel a aquellas enseñanzas paternas ya que en más de una ocasión había hecho ostentación de mi buen vivir delante de las penurias de quienes tenían muy difícil la subsistencia.

Después de reflexionar sobre el pasado, extendí la mirada a mi alrededor. Desde el primer momento de la explosión del cisma, las autoridades religiosas habían caído en descrédito, no solo ante las confesiones religiosas no cristianas, judíos y musulmanes, sino aun entre sus propios fieles, a quienes aquella dualidad de obediencia tenía sumidos en una profunda desorientación.

Si a ello se añadía que la conducta de los pastores de la Iglesia no siempre correspondía al espíritu de las enseñanzas de Jesucristo, que la relación de algunos prelados con sus súbditos se parecía más a la de un señor feudal de horca y cuchillo que a la de un pastor de almas, que las instituciones monásticas habían trocado su función de centros de oración para mudarse en centros de poder, que la presencia de clérigos regulares y seculares que vivían de forma poco acorde a sus votos no era excepcional, me invadía un sentimiento de amargura.

Y si en el ámbito eclesial la situación que se vivía era así, en el plano de la sociedad civil aún era peor. Señores explotadores de sus súbditos, funcionarios deshonestos, ministriles ignorantes, privados ambiciosos, jueces venales, y así toda la escala social dirigente, en la que, para encontrar una conducta honrada, no bastaría la luz de la lámpara de un nuevo Diógenes que portara alguna esperanza de que aquella sociedad mejorara.

Un día, vi a unos jinetes formados en el patio del castillo. Un escudero mantenía sujeto por las riendas a un caballo, esperando a alguien que lo montara. Poco más tarde, salía el alcaide Lourenço Martines, que partió a galope tendido por el portón de la muralla. Durante el resto del día, estuve esperando su regreso, pero este no se produjo. Cuando, al caer la tarde, me trajeron un plato de lentejas mal cocidas que era mi cena, me atreví a preguntar al sayón que me las trajo.

—¿Sabéis adónde ha ido el alcaide con su escolta?

—No ha tenido a bien comunicármelo —contestó con ironía el carcelero—, pero por lo que he oído hablar en el cuerpo de guardia, el señor Lourenço Martines ha sido llamado a Lisboa por el señor Nuno Álvares Pereira para rendir cuentas.

Mientras el alcaide estuvo fuera de Óbidos quedó al frente del castillo el caballero que nos había conducido a los prisioneros desde Santarém hasta Óbidos y que tan humanamente se había portado con la cuerda de presos.

Una semana más tarde, el regreso del alcaide trajo para mí un cambio de situación. Fui sacado de la jaula donde había pasado las últimas semanas y llevado a una celda situada en una de las zonas más elevadas del torreón central, celda que compartiría durante el resto de mi cautiverio con mi sobrino Diego y con otro caballero castellano, Gaspar de Benavides, también prisionero de Aljubarrota. Mi nueva prisión contenía algunas comodidades no soñadas en mi anterior encierro y además no estaba constantemente a la intemperie. Al día siguiente de hacerse mi cambio de ubicación, Lourenço Martines me mandó llamar.

—Tengo noticias de que vuestra petición de rescate ha llegado a vuestra familia y que esta anda recogiendo el dinero suficiente para pagarlo. Con esto me basta para cambiaros de forma de prisión. Esperemos que el rescate no sufra dilaciones para que podáis volver a Castilla cuanto antes. Mientras tanto, ¿deseáis alguna cosa que os haga más corta la espera? Tenéis fama de ávido lector y de buen escribidor. ¿Desearías tener la oportunidad de leer algún libro quizá? La biblioteca de Óbidos no es muy grande, pero trataríamos de encontraros la lectura que desearais.

La inusitada oferta del alcaide me había sorprendido.

—Me agradaría disponer de papel y recado de escribir. He de poner en letra algunos de mis pensamientos antes de que se me olviden.

—Si no es más que eso, fácil me será complaceros. Hoy mismo daré la orden para que os lo lleven a vuestra celda. Volved a pedirme más si es que se os termina.

Correspondí con un gesto de cortesía las palabras del alcaide.

—¿Puedo preguntaros a qué se debe esta mejora en mi situación?

—En estos días que he pasado en Lisboa, he comentado con el señor Nuno Álvares Pereira vuestra situación en Óbidos. Él se ha mostrado conforme en haceros más ligera vuestra estancia, sobre todo ahora que el tiempo se hará más frío para estar a la intemperie.

—Trasmitirle, entonces, mi agradecimiento —le dije inclinando levemente mi cabeza.

Volví a nuestra celda. Gaspar de Benavides no ocultó su alegría al ver en mis manos una resma de papel, dos plumas recién cortadas y un tintero.

—¿De dónde vienen semejantes riquezas?

—El alcaide no quiere verme ocioso y desea complacerme a la hora de darme permiso para escribir —dije sonriendo.

—Yo hubiera agradecido más una ballesta bien dotada y unas horas en un coto de caza.

—¿Sois cazador, señor de Benavides?

—Es una de mis pasiones. Si por algo me pesa en estos momentos estar encerrado aquí, es porque no puedo salir al campo con mi traílla de perros, mi caballo y mis azores y mis halcones con todos mis avíos de caza en busca de una presa difícil que ponga a prueba mis habilidades como seguidor de rastros. A vos, señor de Ayala, según tengo entendido, también os gusta la caza y tenéis fama de ser un buen seguidor de animales de pelo y pluma.

—Aprendí de mi padre, don Fernán Pérez de Ayala, que nunca dio una presa por perdida.

—Sí, esa es la principal virtud que debe tener quien practique la caza. Supongo que cazareis con aves de presa. ¿Cuál de ellas preferís?

—El halcón, sin duda alguna, y, precisando más, el halcón neblí o, dicho con otras palabras, el halcón peregrino. Creo que, sin duda alguna, es el rey de la cetrería.

—Eso pienso yo también. Nada hay tan bello como verle caer en picado sobre una presa, atraparla con sus garras a la carrera y elevarse con ella camino de su nido.

Gaspar de Benavides dejó adivinar en su mirada la evocación de sus jornadas de caza.

—Yo tengo un halcón que es un hábil capturador de liebres y conejos de monte —nos siguió contando—. Pero tiene el defecto de ser muy inquieto y tengo que mantenerle con el capuz permanentemente, si no quiero que se me escape. Y aun con él puesto, permanece impaciente e intenta por todos los modos quitárselo.

—¿Habéis tratado de ponerle una contrapesa en la correa del capirote?

—Sí, pero como este le estorba, intenta quitárselo. Entonces se rasca con las patas y quiere alcanzar con el pico el lugar donde siente que anda la correa del capirote y tirar de ella. Pero se le traba la correa, el contrapeso no se la deja sacar fuera y se le mete en la boca entre las quijadas. En tal caso, cuando el animal quiere sacar el pico fuera, no puede hacerlo, porque no le deja la correa. Y si tira, se le tuercen las quijadas y se le salen de su lugar, de tal guisa que el halcón ya no puede cerrar la boca, que se le queda desviada.

—¿Qué hacéis en semejantes casos? —pregunté.

—Trato de recomponerle el pico, pero no siempre es fácil de conseguir. Entonces el halcón sufre bastante pues tampoco puede comer y beber normalmente.

Pensé un poco antes de contestar a Benavides.

—Sí, es angustioso ver al halcón en esas condiciones. Voy a deciros el procedimiento mejor para volver sus quijadas a su ser. Cuando veáis a vuestro halcón en semejante situación, colocadlo boca arriba y metedle un dedo de cada mano en la boca, aquellos que mejor pudieren caberle. Una vez metidos, con un dedo tiráis por el cabo de un carrillar de la boca, y con el otro dedo, del otro; después sacáis los dedos y le cerráis la boca un momento y al rato se la dejáis abrir.

»Si viereis que la boca sigue estando desvariada, entended que las quijadas no están en su lugar. Metedle un dedo por el cabo que tiene tuerta la boca y tirad de la quijada hacia el carrijal de la boca de donde aquella está fuera. Todo esto hasta que veáis que la parte inferior del pico se iguala con la superior. Entonces podéis considerar curada la boca de vuestro halcón.

—¿Y después qué precauciones he de tener con el ave?

—No le pongáis por comida más que vianda cocida y dadle de comer tres veces, una cada tres días, consuelda molida en un corazón de gallina. Gobernadle así hasta que veáis que está bien fortalecido y que comienza a picotear por sí mismo. Entonces le volvéis a dar su vianda como antes solíais.

—¿Puedo fatigaros con otra pregunta?

—Naturalmente.

—¿Con qué limpiáis de piojos a vuestros halcones? Os lo pregunto porque es pena oírles cuando les suenan los cascabeles y no sosiegan al rascarse con las garras. Algunas veces son tantos los piojos que tienen que al amanecer se les ve salir por encima de sus plumas.

—Mi padre me enseñó que, en estos casos, se toma una onza de pimienta molida y cernida y un cuarto de onza de favarraz también molido. Se le sujeta al halcón en una gamella pequeña que contenga cuatro partes de agua tibia y una de vino blanco y se le esparcen los polvos de la pimienta y del favarraz. Después se saca suavemente el halcón del bacín sin apretarle para que no se hiera en los hombrillos ni en las espaldas. Con ayuda de otra persona, colocáis al halcón de espaldas, le mojáis bien las plumas con el agua revuelta con el polvo de la pimienta y el favarraz y, una vez así bañado, se le envuelve con paño limpio de lino y se le deja encamisado encima de una almohada. Después se le desenvuelve y se le tiene al sol hasta que se haya secado. Entonces veréis salir los piojos. A los cuatro o cinco días, se prueba si quisiere bañarse en agua dulce. Si lo hace es señal de que está limpio.

Gaspar de Benavides agradeció mis enseñanzas y no volvió a hablarme en un buen rato aunque se había quedado con ganas de volver a hablar de caza conmigo, mas como me viera absorto escribiendo no se atrevió a interrumpirme. Tampoco mi sobrino Diego rompió su silencio limitándose a mirar por la pequeña ventana que daba luz y ventilación a nuestro aposento. Pero cuando nos trajeron la parca colación que constituía nuestra cena, Benavides volvió a hablarme.

—¿Me permitís, mi señor de Ayala, que os siga preguntando?

—Sí, claro. Vos diréis.

—¿Quién os ha enseñado las cosas que sabéis de la caza?

—Fundamentalmente, mi padre, don Fernán Pérez de Ayala; luego he tenido ocasión de cazar con buenos ojeadores y hombres que conocían el monte o los campos mejor que su propia casa. Tened en cuenta que en nuestro señorío de Ayala contamos con un terreno muy propicio para la caza. En los riscos de Sierra Salvada los nidos de las rapaces son muy abundantes y luego, tanto en el circo de Orduña como en las tierras altas del valle del Nervión, abundan las florestas y los bosques donde es fácil la recría de gamos y ciervos.

—¿Me permitís una sugerencia? ¿Por qué no escribís vuestros conocimientos sobre la caza y las aves de cetrería? En lengua romance no tenemos mucho donde aprender este arte. Yo he leído El libro de la caza escrito por el infante Juan Manuel pero vos tenéis muchos más conocimientos que él. ¿No os animaríais a superarle con un libro mejor fundamentado? Estoy seguro de que sabríais hacerlo.

—Os equivocáis, mi señor de Benavides, en que no se ha escrito mucho en lengua romance sobre el arte de la caza. Tanto en los reinos de Castilla como en el de Aragón, personas importantes, como don Juan, el hijo del infante don Juan Manuel, o don Gonzalo de Mena, el arzobispo de Burgos, y otros más son expertos cazadores.

—No lo negaré, señor, pero vos también tendréis cosas muy importantes de decir que ellos aún no han dicho. Vamos, don Pedro, estoy dispuesto a haceros de amanuense si aceptáis mi petición. Ponedme a prueba antes de decir definitivamente que no.

Yo, ante la rendida petición de Gaspar de Benavides, no sabía qué contestar. Expresaba tal devoción que comprendí que podía herir su sensibilidad si no le daba una respuesta positiva.

—Está bien, don Gaspar. Hoy es ya muy tarde, pero mañana si queréis hablaremos de ello. Os prometo que estudiaré vuestra petición con todo cuidado. Pero habéis de saber que me importa sobremanera llevar a buen puerto otra obra que tengo empezada desde antes de haber caído prisionero en Aljubarrota y que mucho me importa darle un buen fin.

A la mañana siguiente, Diego se levantó del catre que le servía de lecho con un fuerte dolor de cabeza, los ojos hinchados, llenos de sueño y mucho más cansado que cuando se había acostado.

—He tenido unas terribles pesadillas que no me han dejado conciliar el sueño más que unos breves ratos.

—¿Os preocupa algo sobremanera? —se interesó Benavides.

—Nada que no sea lo ya sabido. Nuestra situación depende de que llegue cuanto antes nuestro rescate. Pero lo de esta noche nada tiene que ver con ello. Se me han metido en la cabeza las circunstancias a las que nos han llevado la existencia de dos papas en la cristiandad. Como los reyes de Castilla y de Aragón en su día decidieron seguir al papa Clemente de Aviñón, el papa Urbano de Roma los reprobó a los dos y a todos los que les siguieran en la misma obediencia. Eso quiere decir que yo, súbdito del rey Juan de Castilla, estoy apartado de la Iglesia por el papa Urbano, si es que este fuera el verdadero. ¿Tienen vuestras señorías una opinión formada sobre este dilema? Si así fuera, me agradaría conocerla para tranquilidad de mi ánima. Gaspar de Benavides se quedó esperando en una muda instancia de que fuera yo quien atendiera a la pregunta de mi sobrino.

—No es fácil, querido sobrino, contestarte. Prueba de ello es que ambos papas tienen a su alrededor hombres justos y sabios que apoyan su postura y legitiman su estado. Mas no eres tú solo a quien preocupa este tema. Ningún rey cristiano en Europa ha tomado su decisión a este respecto fiado solamente por sus propias deducciones. Todos ellos, incluidos los reyes de Castilla, Navarra y Aragón, han consultado a sabios teólogos y eminentes doctores de las universidades de sus países y se han dejado guiar por sus conclusiones antes de apuntarse a la obediencia de uno u otro pontífice.

—Pero, mi señor tío, ¿qué argumentos tienen cada uno de los que se consideran papas de la Cristiandad para creerse que son el único verdadero? El papa de Roma indica que, cuando fue elegido todos los cardenales le llamaban Padre Santo y que recibió de todos súplicas y peticiones. ¿No refleja esa conducta una prueba de que aceptaban la elección?

—Sí, es cierto; nada más ocupar el solio, Urbano VI se vio solicitado por los cardenales en la forma que tú dices. Mas después adujeron que lo habían elegido impulsados por el miedo y se volvieron atrás de su elección.

Gaspar de Benavides había interrumpido la transcripción de los escritos que, sobre la caza y las aves, le había dictado el día anterior para escuchar nuestra conversación.

—El caso es, sobrino, que con estas porfías anda con mal pedimento una situación que debía estar fundamentada en la fe y que, con semejantes discusiones, se están socavando los propios cimientos de la Iglesia. Y es que, cuando dominan la codicia y soberbia, no hay escarmiento posible. No es la primera vez que hay cismas y grandes males a causa de nuestros pecados, pero en otras ocasiones se llegó a acuerdos. A mí me parece que ahora debería surgir un prelado que mantenga enhiesta la justicia, para que esta no se pierda, para que podamos vivir y morir en paz y en concordia. Pero están surgiendo muchos que se las dan de letrados y que, en realidad, no son más que disputadores que formaron sus opiniones en las cátedras de la confusión y del desconcierto. Por ello la Iglesia tiene en estos momentos sudores de sangre.

»Hoy, los musulmanes y los judíos se ríen de esta hechura que tenemos los cristianos. Los paganos están en nuestra contra de palabra y de gesto. Por nuestras malas glosas ellos niegan nuestras escrituras y así perdemos la ocasión de atraerlos a nosotros como se pierde el agua si se la quiere guardar en un cesto. Y ¡por nuestros pecados! veo en grave peligro a la nave de San Pedro y pido a Dios que todos estos hechos tengan una buena terminación.

Gaspar de Benavides se sumó a la conversación.

—Entonces, señor de Ayala, ¿qué solución veis a esta situación?

—Yo no entiendo mucho de esto, pero si pidieran mi consejo os diría que hay que convocar un concilio universal de la forma que ya está ordenado para estas cuestiones. Pero me temo que nuestros obispos no nos van a dar esta solución.

Yo sabía que mi opinión era compartida desde hacía tiempo por los teólogos y doctores de la Universidad de París, y posteriormente por los de Oxford y Salamanca.

—Este concilio no debía limitarse a confirmar un papa y derogar otro. Los males de la Santa Madre Iglesia son algo más que una dualidad y además vienen de muy lejos. Todos conocemos la falta de disciplina en la que no pocos clérigos viven, que ignoran hasta las palabras con las que se consagra el cuerpo de Cristo, que no viven honestamente, ya que no pocos están amancebados y con una gran calaña de hijos. Hay obispos que tienen clérigos en sus diócesis a los que, antes de ordenarlos, ni les enseñaron nada, ni les examinaron para saber sus conocimientos para ejercer su oficio. De tal manera que pienso que estos son ministros, pero de Satanás.

»Y qué decir de obispos y cardenales, que practican la simonía con gran asiduidad, que venden canonjías y curatos a quienes no tienen méritos, ni conocimientos ni condiciones para cubrir semejantes puestos, solo por ser paniaguados de alguien a quien deben un favor cualquiera.

—Pero, señor tío, ¿creéis que todos estos defectos son causa de que en la Iglesia católica haya dos papas? ¿Qué tiene que ver una cosa con otra?

—Sí tiene que ver, Diego. Trataré de decírtelo en dos palabras. Los hechos que te he indicado no tendrían lugar si los que gobiernan la Iglesia se hubieran dedicado más al cuidado de las almas, tal como fue el mensaje de Jesucristo, que a sus propios intereses o a sus ambiciones. Si quienes están llamados a regir la Iglesia no mantienen un tono acorde con la ley del Evangelio, los que deben obedecer no lo harán, puesto que no ven en sus superiores el cumplimiento de la ley de Dios que a todos nos obliga.

—Pero, mi señor don Pedro —intervino don Gaspar de Benavides—, habéis hablado de la sociedad de la Iglesia, mas ¿qué me decís vos de la sociedad de los que gobiernan nuestro mundo, de los reyes, los condes y de otros que tienen autoridad?

—Pido a Dios que les dé un buen consejo, que lo quieran creer y puedan mantener la justicia en sus tierras. Según yo lo veo, es menester mucho ya que veo a sus pueblos suspirar y penar. Y Dios no menosprecia la oración de los pobres, mas antes la recibe y oye a quien humildemente le ruega de buen corazón y, si justamente pide, oye mejor a su servidor. Se oyen las voces de los huérfanos y de las viudas que claman: «Señor, acógenos, que no podemos durar con los pechos y tributos que se nos hace pagar». Y es que, cada día veo a los señores, nobles, obispos y clérigos imponer nuevas cargas para alimentar su afán de lucro. Y en tal estado estamos que al que antes tenía trigo, ahora ya no le queda ni el salvado. Y es que se juntan los privados que gobiernan con los procuradores que hacen las leyes y las reinventan de tal manera que consiguen sacar toda la sangre de los pobres cuitados de las gentes del pueblo que quedan arruinados para toda su vida[9].