XXXVI

En el que Leonor y sus hijos tratan de recaudar el dinero suficiente para rescatar a su esposo y padre de la prisión de Óbidos

La noticia de mi prisión y la cuantía de mi rescate tardaron tiempo en llegar a Quejana. El saberme cautivo tranquilizó a mi esposa y a mis hijos en cuanto a mi vida, pero no dejaron de inquietarles las condiciones de mi prisión y el elevado precio de mi liberación.

Leonor llamó de inmediato a nuestros hijos mayores Fernán y Pedro a una reunión, junto a nuestro administrador, para considerar la forma de reunir las treinta mil doblas de oro. Era nuestro administrador Íñigo González de Durana, el más antiguo de nuestros servidores, un hombre que había probado su fidelidad a través de muchos años de servicios a tres generaciones de los Ayala. Mi mujer le pidió toda la información sobre el estado del tesoro de nuestra casa.

—Como ya sabéis, señora, nuestro señor don Pedro, antes de unirse al ejército del rey Juan, gastó mucho dinero en dotar a las milicias de Ayala de armas y suministros de guerra. Por tanto, las arcas del señorío no se encuentran en su mejor momento.

—Entonces, ¿de qué cantidad de dinero podemos disponer?

—Señora, algo menos de seis mil doblas de oro. Pero sabed que, una vez sacado este dinero, las cajas de los Ayala quedarán prácticamente vacías.

—¡Menos de la quinta parte de lo que nos piden los portugueses! —exclamó Fernán.

—Así es, mis señores —corroboró el administrador.

Las palabras de Íñigo González cayeron con todo su peso sobre el ánimo de mis hijos, aunque no parecieron coger por sorpresa a Leonor.

—¿Solo hay esa cantidad, madre? —quiso confirmar Pedro.

—Sí, hijo, coincide con la cantidad que yo calculaba del remanente tras la partida de vuestro padre.

—¡Pero esto es muy poco, no alcanza para lo que nos piden esos ladrones!

—Faltan por cubrir veinticuatro mil doblas. Pero no os he llamado para llorar sobre nuestra penuria, sino para pensar cómo allegaremos la cantidad necesaria para liberar a vuestro padre. —Leonor se dirigió de nuevo a González de Durana—: Tú conoces el valor de mis joyas, al menos el de aquellas que fueron compradas después de nuestra boda. ¿A cuánto crees que asciende actualmente?

—Señora, ¿queréis liquidarlas todas ellas?

—Si hace falta el dinero para liberar a mi esposo, sí, las venderé todas.

—Pues veréis, en su día vuestro esposo gastó dos mil quinientas doblas en ellas. Pero si hoy quisierais venderlas, no creo que se pudiera recuperar más de mil. Desde luego, ni en las circunstancias más favorables, se superarían las mil quinientas. La guerra ha arruinado a muchos nobles de Castilla. Ahora bien, si queréis aceptar mi consejo, por ahora no os desprendáis de ellas.

—¿Por qué?

—Porque, como os digo, lo que obtendréis por ellas será muy poco y no va a ser esencial para alcanzar la cantidad necesaria para el rescate del señor. Además, en mi leal entender, el valor sentimental que tienen para vos es mucho más importante que el poco dinero que suponen. Por otro lado, no será muy fácil encontrar un comprador aquí o en Navarra o en Aragón que esté dispuesto a pagar al contado ni la tercera parte de lo que estamos hablando.

—¿Tenemos en Ayala otros bienes que puedan ser convertidos en dinero?

—Sí, mi señora, pero no de un valor que resuelva la falta de numerario. Aún podrían enajenarse algunos baldíos sin provecho actual y, además, recordaréis que vuestro esposo adquirió unos juros reales hace tiempo.

—¿Cuándo vencen esos valores?

—El día de los Santos, dentro de dos meses. No creo que el rey Juan se niegue a hacer frente a su liquidación anticipada.

—¿Cuánto suponen esos juros?

—Unas dos mil doblas, señora.

—Entre el dinero, las joyas y los juros se alcanzarían unas diez mil doblas. Aún nos siguen faltando otras veinte mil —dijo Leonor con cierto acento de desánimo en su voz—. ¿A alguno de vosotros se os ocurre quién nos puede prestar ese dinero?

—Madre, tenemos el tercio del rescate. ¿Por qué no pedimos ayuda a Benjamín ben David? —preguntó Fernán—. Si él no tiene tanto dinero, quizá pueda ayudarnos a buscarlo.

—¿A un judío? —saltó Pedro.

—Sí, Benjamín ben David es judío —replicó Fernán—, pero es el jefe de los comerciantes de la judería de Vitoria y un hombre muy principal. Tiene que recordar que, cuando en otros lugares de Castilla se soliviantaba a las gentes en contra de los judíos, padre prohibió aquí, en Ayala, hacerles ninguna violencia ni a sus personas ni a sus haciendas.

—¿Qué opinas de este hombre, Íñigo? ¿Lo conoces bien? —preguntó Leonor al administrador.

—Aunque sea judío, no puedo decir nada malo de Benjamín ben David. Es hombre de palabra en sus negocios. No se perderá el tiempo en hablar con él. Oigámosle a ver qué nos dice.

Estas palabras sedaron el ambiente, por lo que Fernán pudo añadir con más tranquilidad una propuesta.

—Creo que podríamos hacer una gestión con el rey Carlos de Francia. Tenemos sin cobrar parte de los emolumentos que nos prometió cuando padre y yo le servimos en la revuelta de los flamencos de Gante. Entonces a padre y a mí nos prometió mil quinientas doblas todos los años, mil a él y quinientas a mí. Podemos pedirle que, ahora que tanto lo necesitamos, nos diera ya la dádiva de este año y un préstamo adelantado sobre los años venideros.

—¿Y por qué no ir también con una petición similar al rey Juan? —inquirió Pedro—. Al fin y al cabo, ha sido a su servicio cuando ha caído preso nuestro padre. Si el rey de Francia tiene una conducta generosa con él, con mayor razón debe ser la del rey de Castilla, al que padre ha servido bien siempre.

—Y además de los reyes de Castilla y de Francia, ¿habría alguien más a quien poder acudir?

—Quizás uno de los pocos que puedan ayudarnos en este momento es Gonzalo Núñez de Guzmán, el maestre de Calatrava —aportó Leonor—. Hace tiempo, vuestro padre le hizo un gran favor. El maestre siempre le ha mostrado su agradecimiento. Hace algún tiempo que no tengo noticias de él. Supe que había partido con el rey a la rota de Portugal, pero no he tenido noticia de que haya muerto o que esté prisionero de los portugueses. Hoy mismo le enviaré una carta. Quizá pueda ayudarnos.

—Eso está muy bien —dijo Fernán—. Pero las partidas más importantes para enjugar la cantidad que nos faltan son las que nos pueden proporcionar los reyes de Castilla y de Francia. ¿Quién irá a ellos con nuestras pretensiones?

Hubo un momento de silencio en la sala que inmediatamente fue roto por la voz de Pedro.

—Señora y madre nuestra. Si Fernán quiere acompañarme iremos los dos a hablar con el rey Juan y poco valdremos si no volvemos con el importe de los juros en el bolsillo y también algo más. Luego yo le acompañaré a Francia, que, puesto que ya es conocido en aquella corte, se encargará mejor que nadie de hacer la gestión cerca del rey Carlos.

Pedro, llevado por su impulso, había elevado el tono de su voz para hacer su proposición. Le contestó Fernán, entablándose entre ambos un diálogo sobre cuál era la mejor forma de actuar. Fue entonces cuando Íñigo González de Durana levantó la mano pidiendo ser oído. Leonor puso las dos manos sobre las de nuestros hijos en ademán de pedirles silencio a ambos y dar una oportunidad de hablar a Íñigo González de Durana.

—Gracias, mi señora. Todos deseamos que el cautiverio de nuestro señor don Pedro sea lo más breve posible y, si esperamos a recoger hasta la última dobla, tardaríamos bastante tiempo.

—¿Y qué se te ocurre para acortar esos plazos?

—Una negociación doble. Una, con los portugueses, para proponerles la entrega de una cantidad a cuenta, con la que dejaran libre a don Pedro, asegurándoles nuestro compromiso de entregar el resto en un plazo relativamente corto y conveniente para ambas partes.

—¿Y la otra?

—Hablar con Benjamín ben David para ver si la aljama de Vitoria pudiera cubrir todo el rescate, con nuestro compromiso de una devolución inmediata en cuanto tengamos el dinero.

—Pero ¿qué garantía podemos ofrecer a Ben David?

—La que en su día dio el rey Pedro a las juderías de Toledo y de Sevilla: el cobro de los impuestos señoriales.

—¿Nos tolerará el rey Juan que se haga esta concesión del cobro de los impuestos?

—O mucho me equivoco, o al rey Juan no le conviene que nobles como mi señor don Pedro permanezcan presos en las cárceles portuguesas.

—Bien, creo que hemos discutido todas las posibilidades. ¿Por cuál empezamos?

—Mi señora, por la más cercana. Por hablar con Benjamín para explorar su disposición. Mañana mismo me entrevistaré con él.

—No, Íñigo; esa es una comisión que debo hacer yo.

—¡Pero al menos permitidme que os acompañe!

—Si así lo deseais, me acompañareis. Pero en este caso prefiero que sea él quien venga a verme.

Benjamín ben David era un hombre de unos cincuenta años. Cabello negro, veteado por algunas canas, porte serio, nariz recta, en contradicción de lo que se esperaba de un descendiente de hebreos. Se vestía con una túnica de buen paño sujeta por un cíngulo en el que había ubicado un pequeño bolsillo de cuero y calzaba unas sandalias de cuero de piel de vaca.

Cuando Íñigo González de Durana le pidió que viniera a Quejana, Benjamín supuso que el motivo no iba a ser la compra de una de las piezas de seda que había recibido últimamente, sino de algo más trascendente, así que se previno para todo. Al llegar a nuestra casa fue recibido por Durana e introducido en la cámara donde Leonor le estaba ya esperando.

—Gracias por vuestra diligencia en acudir a nuestra llamada, Benjamín.

El comerciante inclinó su cabeza en señal de asentimiento y esperó a que se le dijera el objetivo de aquella convocatoria.

—Íñigo te dirá mejor que yo lo que queremos pedirte a ti y quizá también a los tuyos.

—Vos diréis, señores.

González de Durana expuso al judío lo que se pretendía de él. Este escuchó atentamente cuanto el administrador le expuso sin interrumpirle ni una sola vez. Cuando aquel calló, Leonor abordó al israelita.

—Ya sabéis lo que queremos, Benjamín. ¿Hasta dónde puedo contar con vosotros?

—Señora doña Leonor, vuestro administrador ha expuesto muy claramente vuestras necesidades y lo que vos pretendéis. La casa de Ayala necesita unas veinte mil doblas de oro para liberar a su señor de manos de los portugueses y venís a nosotros para que os ayudemos a recoger esa cantidad. Le he oído decir que tenéis otras fuentes para allegar ese dinero pero que no son suficientes. Don Pedro López de Ayala no fue mal señor para nosotros, los habitantes de las juderías de Álava. Quizá algo rígido en hacer cumplir la ley, pero nunca nos violentó y en alguna ocasión nos protegió de algún desalmado que quiso hacernos mal. Por tanto, señora, debemos ver cómo os podemos auxiliar.

»De aquí a tres días volveremos a hablar. Es el tiempo que necesito para consultar con nuestros hermanos de la aljama de Salvatierra. Si me lo permitís, volveré a esta vuestra casa con la respuesta a mis gestiones.

Leonor se levantó del sillón y musitó unas palabras de despedida e inclinó levemente la cabeza ante Benjamín, quien correspondió con una profunda reverencia.

Cuando Benjamín salió, Íñigo González de Durana, ante la muda pregunta que expresaba el rostro de mi mujer, se inclinó hacia ella.

—Tened confianza, mi señora. Después de oír a Benjamín, estoy seguro de que nos ayudará en todo lo que él pueda.

González de Durana había acertado en su presentimiento. Tres días más tarde, tal como le había prometido a Leonor, Benjamín ben David volvió a nuestra casa, pero esa vez no lo hizo solo. Le acompañaba uno de los miembros de la comunidad judía de Salvatierra.

—Y bien, ¿qué me decís? —inquirió Leonor tras los saludos de bienvenida.

—Señora —contestó Ben David—, quien me acompaña es Shlomo ben Isak, jefe de la aljama de Salvatierra. Hemos discutido vuestra proposición y, a pesar de nuestros deseos, no podremos daros plena satisfacción.

Estas palabras produjeron un gesto de decepción y de tristeza en el rostro de Leonor, que fue rápidamente reprimido.

—Ahora bien, eso no quiere decir que no podamos ayudaros en parte. Señora, los israelitas de Salvatierra y de Vitoria podemos prestaros ocho mil doblas de oro.

—Valoro y agradezco vuestro apoyo económico, mas ¿cuál será la garantía que me pediréis por vuestro préstamo?

—Shlomo ben Isak y yo nos hemos puesto ya de acuerdo en ese detalle. Nos dejareis en depósito las joyas que os ha regalado vuestro esposo durante los últimos años. Bien es cierto que su valor es inferior a nuestro préstamo, pero como para vos su precio es incalculable, creemos que para nosotros suponen una garantía suficiente.

—Sí, es como decís. —Y se volvió hacia González de Durana, que permanecía de pie tras ella sin pronunciar una palabra—: Íñigo, ya sabes dónde se guardan mis joyas en mi aposento y dónde están las más valiosas. Tráelas.

—Antes de que vuestro administrador salga queremos añadir algo más. Cuando debáis hacer efectivo el rescate del señor de Ayala, llevar hasta Portugal su importe en oro puede crear problemas, puesto que los caminos no están libres de bandidos y salteadores tanto en Castilla como en Portugal y esa cantidad es muy tentadora. Por tanto, os proponemos que en este caso enviéis vuestro dinero mediante una letra de cambio. Nosotros os brindamos haceros este servicio. El dinero que nos confiéis será librado contra nuestros corresponsales en Santarém o Lisboa, con lo que el dinero llegará a donde vos digáis con la mayor seguridad, ya que, aunque os asaltaran y os robaran o perdierais este documento, su importe siempre estaría a salvo, nunca podría ser cobrado por persona ajena al negocio del rescate del señor don Pedro.

Leonor se levantó y se acercó a los israelitas.

—Benjamín, Shlomo, de nuevo he de expresaros a los dos el reconocimiento de toda nuestra familia por vuestro servicio. Recibid, además, nuestro más profundo y eterno agradecimiento.

Al día siguiente de la primera conversación que tuvo con sus hijos y su administrador, Leonor participó a Gonzalo Núñez de Guzmán, el maestre de Calatrava, la situación crítica para la que le pedía su auxilio. Tres semanas más tarde, se recibía en Quejana un mensajero con una carta: Gonzalo no había rehuido el problema de los Ayala y acudía a las súplicas de la esposa de su amigo. A su carta, adjuntaba una letra de cambio por valor de dos mil doblas de oro.

El maestre de Calatrava lamenta la situación del señor de Ayala y se alegra de tener la oportunidad de aliviarle en ella. Esta dádiva no requiere devolución pues hace muchos años que se considera deudor de este por un importe mucho mayor que nunca tendrá tiempo suficiente para poderlo amortizar.

Las siguientes negociaciones eran más complicadas y requerían que los Ayala se desplazaran a París y a Toledo, residencias de los monarcas de Francia y Castilla. Mi mujer se reunió con nuestros dos hijos para planear la estrategia de estas dos visitas.

—Madre, aunque hace unos días dije que estaba dispuesto a acompañar a mi hermano a París para hablar con el rey Carlos y después ir también juntos a Toledo, hoy me parece que de esta forma perderíamos tiempo. En estos momentos me parece mejor hacer ambos viajes por separado. Sigo pensando que Fernán debe ir a París y hablar allí con el rey Carlos. De esta manera yo haré el viaje a Toledo y hablaré con el rey Juan. Creo que sabré decirle lo que debo y espero poder convencerle para que nos ayude en estas circunstancias. ¿No estás de acuerdo conmigo, hermano?

—A mí me parece bien lo que dices. Y vos, madre, ¿qué opináis?

—Que tenemos que cuidar muy mucho la forma de abordar este problema y que no podemos dejar nada a la improvisación ya que va en ello la mejor forma de conseguir la libertad, si no la vida, de vuestro padre. Os agradezco que queráis correr vosotros con todo lo que supone entrevistaros con las cortes de Francia y de Castilla. Pero pienso que yo no debo quedarme en casa mano sobre mano esperando vuestros regresos.

—¿Qué quieres hacer?

—Representar mi papel de esposa de marido prisionero de guerra en un país extraño. Apruebo que Fernán vaya a Francia, pero a Toledo, Pedro, te acompañaré yo, y ten la seguridad de que no es por no fiarme de ti, que eres capaz de cumplir perfectamente cualquier misión que se te confíe. Pienso sinceramente que veo mucho más segura la ayuda del rey Carlos que la de nuestro rey Juan. Este se encuentra con la resaca de Aljubarrota. Temo, por tanto, que el tesoro real no tenga mucho dinero disponible. Por eso pienso que, si la esposa une sus súplicas a las del hijo, será más fácil aflojar los cordones del tesoro de Castilla.

Pareció a Fernán y a Pedro atinada la proposición de su madre y la aceptaron sin más discusiones. A Fernán le pareció necesario avisar a ambos reyes de sus peticiones indicándoles no solo la cuantía exigida como rescate, sino el esfuerzo que la familia del prisionero tenía que hacer en unos momentos en los que también su economía estaba apurada.

Puestos de acuerdo en la redacción de las cartas para ambos monarcas, el escribano transcribió sus textos y se enviaron por unos correos anunciando a sus destinatarios que la familia de Pedro López de Ayala acudiría a ellos para conocer su decisión. Los correos no perdieron el tiempo por el camino y, en seis días el que fue a Toledo, y en doce el que fue a Francia, ambos se encontraban de vuelta en la casa de los Ayala y confirmaron que los dos monarcas habían sido enterados de sus misivas.

Fernán y Pedro dispusieron todo el avío y, con muy poca diferencia de tiempo, salieron con su madre hacia sus destinos, no sin rogar a Dios y a Santa María del Cabello, patrona de la casa de los Ayala en Quejana, que el camino les fuera propicio.

Para Fernán el viaje no tuvo dificultades. No era la primera vez que recorría el Mediodía de Francia y, después de cinco días de cabalgada, llegó con su escolta a las puertas de París.

Inmediatamente pidió audiencia al rey Carlos de Francia, quien al saber quién era el solicitante, la concedió al momento. El monarca acogió a Fernán con todo afecto y se interesó vivamente por las circunstancias en las que fui apresado en Aljubarrota y por las condiciones en que me encontraba en el cautiverio.

—Mi querido Fernán, sería yo muy desagradecido con vosotros, y sobre todo con tu padre, que tan bien nos sirvió tiempo atrás en la guerra contra los rebeldes flamencos, si en esta desgracia que os ha sobrevenido no os ayudara cumplidamente con todas mis fuerzas. Por de pronto, serás mi huésped durante el tiempo que permanezcas en París. Así nos será más fácil el discutir los detalles de la transacción de dinero que debe hacerse contigo.

—Muchas gracias, señor.

—Voy a enviarte al tesorero de la corte para que trate contigo la entrega de la cantidad y de qué mejor manera puedas llevarla sin peligro.

Intentó Fernán besar la mano del rey como agradecimiento, gesto estorbado por Carlos, que lo trocó por un estrecho abrazo.

Fernán se retiró a la estancia que se le había preparado en palacio, donde esperó que llegara el tesorero.

—¿Puedo preguntaros a cuánto ascienden vuestras necesidades para alcanzar esa cifra?

—La ayuda que solicitamos al rey de Francia es la misma que hemos solicitado a nuestro rey Juan: cinco mil doblas de oro. La familia ha conseguido reunir con sus propias reservas y las prestaciones de algunos de nuestros deudos una cantidad cercana a las veinte mil.

—Es decir, señor de Ayala, quinientas doblas más de lo que recibiríais por las rentas de vos y vuestro padre del tesoro real francés durante los tres próximos años.

—Exactamente, señor tesorero.

—Mientras os escuchaba, señor de Ayala, he temido por un momento una cantidad mucho más exorbitante. De todas maneras es una cifra importante para el rescate de un hombre, que, sin duda, también es importante, si me permitís hacer este comentario. No creo que el tesoro real tenga problema para reunirla, aunque tardaré algún tiempo en proporcionárosla. ¿Cuándo necesitáis que se os haga entrega de ella?

—Como comprenderéis, nuestra familia desea ponerse en tratos con los portugueses cuanto antes para ver libre a nuestro padre. Por ello no desearía abusar de la hospitalidad del rey Carlos permaneciendo en París más tiempo del necesario.

—Lo entiendo perfectamente, mi señor. En dos o tres días podré reunir esa cantidad y convertirla en una letra de cambio. Por cierto, señor, ¿contáis con escolta adecuada? Claro está que la redactaremos de tal manera que solo vos podríais hacerla efectiva, pero el mismo hecho de que os la quitaran sería un enojo para volver a daros una nueva copia fehaciente.

—¿No son seguros los caminos de Francia? —preguntó Fernán.

—Algo más que cuando vinisteis con vuestro padre, pero aún queda por los bosques de la Francia central algún amigo de dar sustos a los viajeros que los transitan. Será oportuno que pidáis al rey que refuerce vuestra escolta hasta llegar a la frontera.

Mientras Fernán conseguía la ayuda del rey Carlos de Francia, su madre y su hermano se encontraban en la corte de Castilla. El rey Juan les recibió en una de las estancias del viejo palacio de los reyes moros de Toledo.

Mi mujer le explicó que parte del rescate se había solicitado al rey Carlos de Francia haciendo valer mis servicios de consejero personal en su corte. Al terminar de hablar, Leonor se quedó mirando al rey con un rictus de angustia en su cara.

—Los recursos que hemos allegado suman veinte mil doblas de oro. Nuestras peticiones alcanzarían el resto, es decir, diez mil doblas. La ayuda del rey de Francia alcanza la mitad de esa cifra. Si vos, señor, cubrierais otro tanto, nos sentiríamos muy aliviados.

Juan quedó silencioso, pues aunque la cantidad no era exorbitante, tal como había supuesto mi mujer, la situación del tesoro real tras la guerra con Portugal era muy precaria. Pero el rey sabía que no podía abandonarme ni a mí ni a mi familia. Así que prometió a Leonor y a nuestros hijos su ayuda aunque sin especificar su aportación, que emplazó para dentro de unos días. El rey Juan llamó a los míos a su presencia dos días más tarde.

—En estos momentos tengo prisioneros en un castillo a tres caballeros portugueses. Mi idea es canjearlos al maestre de Avís por vuestro padre. He pensado que, para dar más fuerza a este plan, podríais ser sus hijos, Fernán y Pedro, quienes hicierais llegar mi propuesta al de Avís. Por mi parte, os doy desde este momento toda la libertad de gestión en beneficio de vuestro padre, si João os hace alguna contrapropuesta.

Mi mujer y mi hijo hicieron de tripas corazón y aceptaron esta decisión de Juan, cuyos escribanos les proporcionaron la misiva dirigida a João de Portugal y el poder necesario.

De vuelta todos en casa, a Fernán y Pedro no les quedaba más que viajar a Portugal. Pidieron a Benjamín ben David que extendiera las letras de cambio por el dinero conseguido, a las que añadieron los resguardos de la cantidad entregada por el rey Carlos.

Tomaron la ruta del río Tajo, como camino más recto para llegar a Lisboa, donde esperaban que João atendiera sus peticiones.

—¿Cómo crees que el portugués acogerá la proposición de canje que le ha planteado el rey Juan? —preguntó Pedro a su hermano Fernán.

—Los reyes tienen reacciones inesperadas y nunca se puede predecir cuál va a ser su conducta del momento siguiente. Creo que debemos ir preparados para recibir cualquier respuesta.