En el que Castilla y Portugal dirimieron sus diferencias con las armas en la mano
En el consejo reunido por João de Avís con los mandos portugueses y el comandante inglés, se oyeron las palabras de Nuno Álvares Pereira.
—Señor, no podemos enfrentarnos a los castellanos en campo abierto, ya que son muchos más y acabaríamos machacados. Atraigámoslos a un terreno que nos sea más favorable y, una vez allí, les asestaremos un golpe de muerte.
—¿Adónde pretendéis atraer a los castellanos? —preguntó el comandante inglés.
—Mis señores ingleses, los naturales de los lugares por donde ha pasado el ejército castellano nos dicen que en la ruta que llevan atravesarán el campo de San Jorge. Allí les esperaremos —aclaró Nuno Álvares Pereira a sus aliados—. Es un lugar perfecto para nuestros planes. Colocaremos nuestras fuerzas en la colina, de espaldas a poniente. Así tendremos el sol detrás para verles mejor y a ellos, su resplandor se les meterá en los ojos.
Nuno Álvares Pereira eligió el terreno más favorable para la batalla, una pequeña colina de cima plana regada por múltiples arroyuelos situada en las proximidades de Aljubarrota. El generalísimo portugués aprovechó las horas más frescas de la mañana para que el ejército luso tomase posiciones sobre la vertiente norte de la colina frente al camino por donde debíamos llegar los castellanos.
Lord James Westmoreland, el jefe del destacamento inglés, se acercó a Nuno Álvares Pereira con una sugerencia.
—Los castellanos fiarán su fuerza en el ataque de la caballería. Estoy seguro de que esta arremeterá con todas sus fuerzas desde el primer momento. Pongámoselo un poco más difícil.
—¿Qué se os ha ocurrido?
—Muy sencillo, señor de Pereira. Araremos el terreno y lo desnivelaremos abriendo zanjas y trincheras. Esto impedirá que los caballeros ataquen a galope tendido y provocará caídas de los jinetes al tropezar con estos estorbos. Y cuando un caballero cubierto con su armadura cae al suelo desde su caballo, es muy difícil que pueda levantarse y mucho menos que vuelva a montar…
—Vuestra sugerencia es buena, milord. La seguiremos. Esperaremos a pie firme todos, incluso los jinetes, la carga de los castellanos, que, si se cumple como pronosticáis, llegará desorganizada a nuestras filas.
Aquel 15 de agosto amaneció bochornoso. Nuno Álvares Pereira siguió la táctica que los ingleses habían practicado años antes en Crécy y Poitiers: mandó desmontar a las tropas de caballería y ordenó a los jinetes que se unieran con la infantería y, a esta, que ocupara el centro de la línea de combate. En ambos flancos, se situaron los arqueros ingleses. Con esta disposición, el ejército angloportugués había ocupado un lugar privilegiado, protegido por los accidentes naturales, las trincheras excavadas y las pequeñas corrientes de agua que descendían desde la cima de la colina, donde esperaron tranquilamente nuestro ataque. La retaguardia estaba mandada por João de Portugal en persona.
Nuestra vanguardia llegó al mediodía al teatro de la batalla, avanzando con lentitud y agobiada por un calor sofocante. Desde una pequeña altura el rey Juan, acompañado de un grupo de sus caballeros, entre los que nos encontrábamos mi cuñado Pedro González de Mendoza y yo, observaba las posiciones ocupadas por ingleses y portugueses.
No nos pasó desapercibido que la posición del enemigo era más ventajosa, que el ataque de nuestra caballería e infantería iba a ser muy poco eficaz pues carecerían de espacio suficiente para desplegarse. Conversamos entre nosotros dos y, habiendo llegado al mismo punto de acuerdo, solicitamos al rey Juan permiso para parlamentar con Nuno Álvares Pereira, con el ánimo de evitar una batalla que nos parecía condenada al desastre. A nuestra propuesta se unió un caballero francés, Juan de Rye, veterano de las guerras que Carlos de Francia había mantenido con los ingleses.
—Dejadnos entrevistarnos con el señor de Pereira, alteza. Retrasemos la hora de la batalla, señor —le dijimos al rey—. Nuestros infantes están muy cansados por el calor y la marcha de aproximación. Ni jinetes ni caballos están en su mejor momento, ni es esta la mejor hora para combatir ni tampoco este el mejor lugar para hacerlo.
A duras penas los tres caballeros obtuvimos del rey Juan el permiso para pasar al campo enemigo y parlamentar con João de Avís y Nuno Álvares Pereira. Pero no logramos nada de ellos.
—Señores de Castilla —nos dijo João de Avís—. El tiempo de hablar ha pasado. Callen las bocas y hablen las armas.
Al volver a nuestro campamento, encontramos al rey Juan presa de fuertes dolores musculares. Volvimos a razonarle que no entablase batalla y esperara al menos hasta el día siguiente para atacar al enemigo. Juan de Rye se atrevió a una última sugerencia.
—Señor, cercad la colina que ocupan los portugueses puesto que tenéis suficientes efectivos para ello y esperad sus arremetidas. Ellos son muy pocos y en campo abierto no tienen opción para venceros. Vuestro ejército tiene provisiones de sobra, mientras que en el portugués escasean, no solo para la comida de mañana, sino ni siquiera para la cena de hoy. Ello les obligará a salir a la desesperada. Entonces vos podréis contenerlos, tomar la iniciativa en el contraataque y vencerlos fácilmente.
Como viéramos que el rey dudaba, algunos la apoyamos.
—Las palabras del señor de Rye son muy sensatas, señor. Nos parece más favorable permanecer quietos con expectación armada y esperar los acontecimientos.
Pero estas juiciosas palabras encolerizaron a algunos de los caballeros más jóvenes, que se opusieron frontalmente. Uno de ellos, Diego de Sarmiento, se dirigió al rey.
—Eso no es sensatez. Más bien, su nombre es cobardía. No hemos venido desde Castilla para dejar a nuestros enemigos sin acometerlos. Señor, si queréis ver cómo destruimos las líneas portuguesas, ordenad ya que entremos en lucha.
Los más jóvenes apoyaron a Sarmiento e ignoraron lo que era un sabio consejo. El rey se dejó llevar del ímpetu inexperto de sus jóvenes y ordenó atacar.
En el plan de batalla planeado, a mí me tocaba, como alférez mayor de la orden de caballería de la Banda, marchar en vanguardia, mientras el señor de Rye y Pedro González de Mendoza comandarían las alas de la infantería. Como abanderado de Castilla, hice tremolar el pendón de su ejército y lo aseguré en mi estribo antes de emprender el galope en dirección a los portugueses.
Las previsiones de Westmoreland y Álvares Pereira se cumplieron puntualmente. Nuestros jinetes de la primera oleada tropezaron en las zanjas abiertas y cayeron. La segunda oleada, al llegar a su altura, tiró de las riendas para no atropellar a los primeros. Al frenar su galope, desorganizaron sus líneas y ofrecieron unos magníficos blancos a los arqueros ingleses, que dispararon sus flechas sobre objetivos seguros. Nos produjeron un gran número de bajas en la caballería, que ni siquiera llegó a contactar con los infantes portugueses.
El rey Juan ordenó a la infantería castellana que avanzara, pero el gran número de soldados que formaban sus líneas se apelotonó en un espacio insuficiente, estorbándose mutuamente e impidiendo extenderse y apoyarse en las alas.
Por otro lado, algunos de los arroyuelos venían crecidos y se habían desbordado. Sobre este terreno enfangado, nuestros infantes se estancaron sin poder avanzar ni desplegarse y, como consecuencia, nuestras líneas quedaron desbaratadas.
De esta manera, en vez de caer con toda nuestra fuerza contra la vanguardia y los flancos del ejército portugués, la infantería quedó empantanada en medio del campo de batalla, dando la oportunidad a los arqueros ingleses a hostigarnos con una lluvia de flechas que cayó sobre infantes y jinetes, muchos de los cuales tuvieron que abandonar sus monturas y seguir la lucha a pie, lo que facilitó a los portugueses envolvernos completamente.
Tampoco entró en combate el contingente de portugueses al servicio de la reina regente que se había integrado en nuestro ejército. Estos mostraron una gran falta de moral, desertando en masa y provocando el desorden en nuestras líneas. En vano quise detenerles. Los fugitivos arrollaron mi caballo y hubieran dado con él en tierra si no hubiera sido por Martín de Arceniega, quien encabritando el suyo y echándolo encima de ellos pudo conseguir sacarme del agobio.
En este momento de la batalla, Nuno Álvares Pereira ordenó a su vanguardia dividirse en dos columnas paralelas y atacar a nuestros desorganizados grupos de infantería. Después, João de Avís mandó retirarse a los arqueros y, a través del espacio que estos dejaron abierto en la línea del frente, avanzó toda la fuerza de la retaguardia. Atrapados entre estas tropas de refresco y los flancos portugueses, peleamos desordenadamente, perdiendo en la lucha gran número de hombres.
Mi caballo estaba malherido por un golpe de pica de un soldado portugués. A pesar de la protección que me había ofrecido Martín de Arceniega, tuve que apearme y cruzar mi espada como un infante más. El que me hubieran visto portador del estandarte me revelaba como un oficial de alto rango y, por tanto, una presa importante. De ahí que fueran más de cuatro los que pugnaron por hacerme prisionero. Gracias a mi superior esgrima y la eficaz cobertura de Martín, los portugueses no se hicieron conmigo, pero al fin sentí como si todo un monte se desprendiera sobre la cabeza y mi conocimiento se hundiera en la oscuridad más profunda de la tierra. Me desplomé junto a mi fiel escudero, también caído, yaciendo sobre los cadáveres de los cuatro soldados portugueses de los que me había defendido hasta su muerte.
Cuando el sol empezó a caer sobre el horizonte, la posición de nuestro ejército era indefendible y el rey Juan ordenó la retirada. Esta fue en desbandada. Todos huyeron sin orden ni concierto siendo víctimas de los soldados portugueses y de los habitantes de los pueblos cercanos, quienes no dudaron en matar para robar a cuantos fugitivos pudieron.
El caballo del rey Juan había recibido el impacto de tres flechas inglesas y había caído pesadamente. El rey pudo salir torpemente de debajo de aquella bestia malherida. Pedro González de Mendoza, que había descabalgado, le sorprendió en ese apuro y le ofreció las riendas de su montura.
—Si el caballo vos han muerto, subid, rey, en mi caballo y, si no podéis subir, llegad, que subiros he en brazos. Poned un pie en el estribo y el otro sobre mis manos; mirad que carga el gentío; aunque yo muera, libraos vos[8].
—¿Y tú?
—Ya me las arreglaré, señor. Vamos, subid presto y salvaos ahora que aún es tiempo.
Y a estas últimas palabras unió un fuerte golpe en las ancas del caballo, que saltó por encima de tres soldados portugueses que pretendían apresarle. Estos, al ver que el rey se les escapaba a lomos del caballo de Mendoza, se volvieron con rabia contra este, quien poco pudo hacer frente al triple ataque de sus enemigos. Frenó las espadas de dos de ellos, pero la del tercero encontró un hueco en su armadura por donde se hundió causándole la muerte. Su hijo Diego, que peleaba junto a él, también cayó sin sentido bajo el golpe de una maza hábilmente esgrimida por un soldado portugués, quien, creyendo haberle matado, no le asestó el golpe de gracia cuando se derrumbó.
Los cadáveres eran tantos que llegaron a interrumpir el curso de los ríos. Mientras el ejército portugués tuvo menos de mil bajas, los castellanos pasamos de las cuatro mil. Cayeron, además de Pedro González de Mendoza, los señores de Hita y Buitrago, de Aguilar de Campoo, de Amusco y Treviño, el hijo del marqués de Villena, el señor de Aguilar, el prior de San Juan, el impulsivo Diego de Sarmiento, Juan Fernández de Tovar, el almirante de Castilla, y Juan de Rye, cuyo consejo en mala hora había desoído el monarca, más un largo etcétera. Todos ellos pertenecían al más alto escalafón social y nobiliario, lo que causó un gran luto cuando las malas nuevas de Aljubarrota llegaron a Castilla.
En el atardecer del día de la Virgen de agosto, en apenas media hora sucumbió lo mejor de la caballería castellana y buena parte de los nobles portugueses que apoyaban a la reina Leonor. En idéntico tiempo, João de Avís se asentó como João I, rey indiscutido y el primero de su dinastía en Portugal. La victoria supuso el triunfo del espíritu nacional portugués.
El nuevo rey contó desde entonces con el favor de la mayoría del pueblo. Para celebrar la victoria y agradecer el auxilio divino que creía haber recibido en aquella gloriosa jornada para las armas portuguesas, João erigió el monasterio de Santa María de la Victoria o de Batalla y fundó la villa de este nombre.
Hacía dos años que el hermano Fernán había ingresado en el convento de los dominicos de Vitoria. El que en el mundo había sido señor de Ayala y mi padre era el más humilde de los novicios de Santo Domingo. Dado que sabía leer y escribir perfectamente tanto en latín como en romance, el prior lo dedicó a copiar aquellos libros que el convento tenía en su biblioteca cuando les eran solicitados por otros monasterios. Su letra gótica era clara y fácil de leer, por lo que, a su vez, cuando en intercambio llegaban libros interesantes a Santo Domingo de Vitoria, también se hacía cargo de su copia.
Durante cuatro años realizó esta labor de copista, acompañada por el rezo y el canto del oficio divino en la iglesia del convento, donde era muy fácil encontrar al antiguo señor de Ayala limpiando el templo, reponiendo las velas de los altares o haciendo de monaguillo en el oficio de la misa.
A pesar de sus setenta y cinco años, había aguantado bien la vida conventual y, aunque en alguna noche de invierno se había helado el agua del lebrillo con la que se lavaba todos los días, su recia complexión le había librado hasta entonces de afecciones pulmonares.
Pero en aquellos días del verano, el hermano Fernán no se encontraba bien. A partir del día en que me despedí de él para incorporarme al ejército, el hermano Fernán había entrado en una melancolía de la que nada ni nadie le podía sacar.
El prior fray Juan de Gamarra y su buen amigo el gramático fray Pedro de Loredo le intentaron animar en vano: el hermano Fernán decaía a ojos vistas. A principios de la segunda semana de agosto, empezó a aquejarle un intenso dolor de cabeza que martilleaba sus sienes, asociado a un estado nauseoso que, en ocasiones, le hacía vomitar. Un fuerte sopor le mantenía sumido en un sueño agitado y ansioso, invadido por angustiosas pesadillas que le hacían proferir gritos estridentes. Su estado era tan alarmante que el prior tuvo que organizar un turno de vela entre los frailes que cubriese las veinticuatro horas del día las necesidades del hermano Fernán.
Había llamado al doctor Juan de Cartagena, un médico judío converso que gozaba de un gran prestigio en Vitoria. Pero cuando este terminó de examinar al enfermo, la seriedad de su semblante expresaba muy claramente lo infausto de su pronóstico.
—Es posible que no pase de esta noche, fray Juan.
El prior aceptó la noticia con tristeza y quiso quedarse solo al cuidado del enfermo; rogó a sus frailes que fueran a la iglesia a rezar por el hermano moribundo. El hermano Fernán estaba muy agitado, profiriendo gritos de los que escapaban algunas palabras coherentes, como si estuviera arengando a sus soldados en una batalla.
Caía ya la tarde cuando Fernán se incorporó en su camastro, levantó el brazo derecho con el puño cerrado como si asiera una espada, profirió un grito terrible y cayó de espaldas sobre su almohada. Cuando el prior fue a atenderle, Fernán había entregado su vida. El prior dio su última absolución al cadáver y tapó su cara con el embozo de la sábana.
Era el atardecer del día de la Virgen de agosto.