En el que Juan de Castilla se mete de hoz y coz en el avispero de la guerra con Portugal
En la primavera de 1384, como las tropas castellanas que sitiaron Coimbra no consiguieron someterla tras varias semanas de cerco, el rey Juan cambió sus planes y decidió dedicarlas a reforzar las que sitiaban Lisboa. Planteó al Consejo Regio un nuevo presupuesto de guerra tan exorbitante que no le fue fácil obtener su aprobación, ya que había bastantes caballeros contrarios al empleo de las armas con Portugal.
Pero cuando recabó algunas noticias favorables, como la existencia de focos opuestos a João de Avís, la defensa victoriosa de Mérida y el refuerzo de veintiséis naves al bloqueo de Lisboa, inició la ofensiva a pesar de las opiniones contrarias.
El cerco de Lisboa resucitó los recelos de la pequeña nobleza y de los burgueses portugueses, que se sublevaron contra el intruso. Al rey Juan le quedó solo el apoyo de la alta nobleza y de la Iglesia. Los demás se cobijaron bajo la bandera del descontento que habían alzado João de Avís y su condestable Nuno Álvares Pereira.
Mientras el ejército castellano se concentraba en el sitio de Lisboa, los musulmanes de Granada quisieron ampliar su territorio y, rompiendo las treguas firmadas cinco años antes, amagaron ataques en la frontera de Murcia. El rey Juan pidió la opinión de sus capitanes. Todos fueron partidarios de neutralizar las arremetidas musulmanas, aun a costa de entresacar algunas tropas de Lisboa. Pero antes Juan no quiso descartar una gestión diplomática y se la encomendó a Pedro González de Mendoza.
—Acudirás a Granada y te entrevistarás con el rey Muhammad. Le recordarás que está comprometido a guardar la paz con nosotros. Pero, para que vea que no amenazamos en balde, desplegaremos el ejército delante de sus ojos.
La enérgica actitud del rey disuadió a los musulmanes. Pero la retirada del cerco de Lisboa de las tropas llevadas a Granada se pagó con una pérdida de posiciones. Nuno Álvares Pereira logró una victoria en Atoleiros, que reforzó el ánimo de los leales a João de Avís. El tropezón de Atoleiros no rindió a Juan I: reforzó el bloqueo del puerto, ahogó el comercio y, con ello, cortó a los lusos el aflujo de los capitales y mercancías necesarios para vivir. Para Juan, era imperioso conquistar Lisboa no solo por razones financieras o militares, sino porque le faltaba el carisma de ser coronado allí con su mujer como reyes de Portugal.
Aquella tarde, Juan me llamó para encomendarme mi siguiente encargo.
—Busca un hombre inteligente que se introduzca en Lisboa y se entere de su situación.
—Entre mi gente hay un oficial gallego muy hábil, Payo Gomes de Andrade, al que no le será demasiado difícil cumplir a las mil maravillas ese cometido.
—Quiero que se informe del estado de Lisboa y que vuelva dentro de tres días.
Al poco tiempo, Payo volvió al campamento con mis órdenes cumplidas perfectamente.
—¿Qué nos dices de cómo se encuentra Lisboa? —le preguntó el rey.
—En Lisboa, señor, hay mucha hambre; las gentes no tienen qué comer. El cerco les ha quitado las esperanzas de que João de Avís les libere, ya que no tiene efectivos suficientes para enfrentarse a nuestras tropas. Los lisboetas solo confían en que la flota de Rui Pereira venza a la castellana, levante el asedio y lleve provisiones a la ciudad. Pero los barcos de Rui Pereira están a seis días de Lisboa, mucho tiempo para una ciudad desesperada.
Juan ordenó al almirante de Castilla, Juan Fernández de Tovar, que sus naves salieran al encuentro de Rui Pereira, quien insistió en su empeño de romper el cerco y avituallar la ciudad, pero en este intento perdió muchos barcos, muchos hombres y su propia vida.
En Lisboa se había declarado la peste bubónica. Esta plaga saltó el cerco y también ocasionó muchas muertes en nuestro ejército, lo que nos obligó a levantar el asedio. La flota castellana abandonó la desembocadura del Tajo y dejó libre Lisboa.
João de Avís buscó ayudas en Europa. Como Francia era aliada tradicional de Castilla, su opción lógica fue el apoyo inglés. Juan de Gante, duque de Lancaster y regente de Inglaterra, socorrió al ejército portugués con 600 arqueros veteranos de la batalla de Crécy, que habían sido decisivos contra la caballería francesa.
Avís convocó Cortes en Coimbra, donde se proclamó rey con el nombre de João I. Después nombró protector del reino a Nuno Álvares Pereira y le encargó que liquidara la resistencia castellana al norte de Portugal.
En Castilla, contra la opinión de los que no veíamos posibilidad de éxito en aquella guerra, el rey Juan insistía en su ambición. Volvió a invadir Portugal con un ejército de 31.000 infantes, al que se agregó un grupo de caballería pesada francesa. Frente a nosotros, João I solo disponía de 6.500 portugueses y los arqueros ingleses reunidos en la ciudad de Tomar, donde sus comandantes se juramentaron para combatirnos hasta el final. Situaron su ejército en Leiria, cerca de Aljubarrota, y nos esperaron allí.
Aquella tarde yo me encontraba solo en mi tienda de campaña. Mi fiel escudero, Martín de Arceniega, me sirvió la cena respetando mi silencio. Permanecí con el ceño fruncido, el semblante serio, la vista perdida y el espíritu abstraído en un pensamiento muy lejano. La inquietud y el desasosiego se habían apoderado de mí. Inclinado a usar de la diplomacia antes que de las armas, mis últimas actuaciones en el Consejo se habían regido por la prudencia. Pero cuando vi que la decisión del rey no tenía vuelta atrás, comprendí que el tiempo de la diplomacia había terminado. Insistir en mis ideas de conciliación podría hacer que se me considerara un cobarde a pesar de mi exitosa historia de soldado. A final de la cena, Martín me trajo una toalla húmeda para que me limpiara las manos y se atrevió a inquirir.
—Os veo, mi señor, preocupado y cariacontecido. ¿Tenéis algo que os preocupe?
—No, nada, mi buen Martín.
—¿Os preocupa el próximo encuentro con los portugueses?
—Quien afirme que no está preocupado en vísperas de entrar en batalla en campo abierto con el enemigo es un tonto o un inconsciente. Todos los guerreros, aun los más valientes, sienten la inquietud de la víspera.
—Pero nunca os he visto tan silencioso como hoy. No lo estuvisteis ni siquiera en la guerra del rey Pedro, a quien Dios haya confundido por todos los siglos de los siglos amén por los males que hizo a Castilla mientras reinó, y vos dudabais si abandonar a Pedro por Enrique.
—Es posible que lleves algo de razón. Pero no son dudas como las de aquella vez las que ahora me asaltan. Lo que me preocupa es que nuestra lucha con Portugal no solo no va a reportar ninguna ventaja para Castilla, sino que al final todos nos empantanaremos en una guerra sin provecho.
—¿Os dejo las luces encendidas, señor don Pedro?
—Sí, he de escribir una carta. Ya las apagaré yo. Ahora vete a descansar.
En aquel momento, vísperas de la dura jornada que se avecinaba, a pesar de que sabía que los castellanos superábamos en número a los portugueses, tuve el presentimiento de que la desgracia se cernía sobre nuestro ejército y que también se abatiría sobre mí.
La luz que había dejado encendida Martín de Arceniega iluminaba tenuemente el crucifijo que tenía junto a mi lecho. Consciente de la posibilidad de que quizá muriera al día siguiente, me levanté del sillón donde había permanecido sentado y fui a postrarme ante la figura del Crucificado.
En el nombre de Dios que es Uno y Trinidad
Padre, Hijo, Espíritu Santo en simple Unidad.
Iguales en la gloria, eterna Majestad,
y los tres juntados en la Divinidad.
A esta Trinidad clamo con gran amor
que me quiera valer y ser merecedor
de ordenar mi vida en todo lo mejor
que a mi alma cumpliere, que soy muy pecador.
En mi plegaria, encomendé mi alma a Dios Padre y pedí perdón a la Santísima Trinidad por los muchos pecados con los que la había mancillado por seguir los placeres del cuerpo. Le ofrecí a Dios mi contrición por todos ellos.
Después de aquel examen de conciencia, me vinieron a la memoria las precauciones que había tomado el rey Juan cuando, después de levantar el primer sitio de Lisboa, le acometió una fuerte dolencia por la que se vio en peligro de muerte. Juan redactó su testamento sobre el que siete caballeros castellanos, entre ellos yo mismo, estampamos nuestros sellos en calidad de testigos. No quise ser menos a la hora de cuidar de aquellas voluntades que no podría cumplir si caía muerto o prisionero. Por ello decidí escribir a mi mujer.
Mi amada Leonor:
El rey Juan ha dispuesto que mañana al amanecer salgamos de Ciudad Rodrigo con todo el ejército y que nos dirijamos hacia el norte, hacia la que llaman sierra de la Estrella, para después bajar hacia el valle del río Mondego. Lo que indica que el rey, a pesar de nuestro consejo, no ha desistido de apoderarse de Lisboa.
Espero que Dios y Santa María del Cabello me guarden de todo mal en la batalla que a no dudar habremos de entablar con los portugueses y que me den la oportunidad de guardar mi alma y mi vida para volver a verte a ti y a nuestros hijos. Mas si así no fuera, cumple mis voluntades como ya te las confié en su día.
Que Dios y Santa María os guarden también a todos.