XXXII

En el que Fernán Pérez de Ayala decide dedicarse a cuidar de otros negocios que, no por ser menos remunerados, dejan de ser muy importantes para él

Aquel invierno hizo mucho frío en las tierras de Ayala. Las neviscas, más tempranas que otros años, hicieron acto de presencia no solo en las cumbres de Sierra Salvada, sino en los valles del Nervión y de Losa y en las vaguadas de sus arroyos tributarios. La nieve había cerrado el camino del puerto de Orduña y nadie se aventuraba a cruzarlo. Los pocos mercaderes castellanos que se habían puesto en camino para efectuar sus transacciones comerciales entre Castilla y el puerto de Bilbao se veían detenidos y esperaban desesperados en Orduña o en Amurrio a que una mejoría transitoria del tiempo, aunque fuera un deshielo parcial, permitiera el paso y dejara expeditos los caminos que daban acceso a la meseta. Un halo de desolación invernal flotaba en el ambiente, favorecido por nubes bajas de color gris plomo.

En Quejana se añadía la tristeza por la larga enfermedad de mi madre, cuyos males nadie había podido conjurar. Ni los emplastos de la madre Angustias, que tenía en el monasterio de Quejana fama de sanadora, ni el cocimiento de las hierbas medicinales de los bosques de Artómaña, que el virtuoso fray Tomás de Liébana, de paso por la casa de los Ayala, nos había aconsejado, habían dado el menor resultado.

Mi madre se pasaba los días postrada en su cama, sin fuerzas ni siquiera para pasar al sillón que mi padre le había colocado junto a la ventana de su habitación. Pero, si bien en las primeras neviscas el paisaje de Quejana había tenido la belleza del blanco inmaculado de la nieve recién caída, ahora el frío inclemente traído por el viento helado del norte se había adueñado despiadadamente de toda la campiña.

Mi padre apenas se alejaba de la cabecera de mi madre, salvo para dar algunas instrucciones al alcaide respecto a la organización del palacio o para escuchar sin oír a nuestro mayordomo cuando le notificaba las nuevas que llegaban hasta Quejana.

Solo la visita semanal que fray Dionisio, el padre guardián del convento de Santa María de la Encina de Arceniega, hacía a nuestra casa para saber del curso de la enfermedad de mi madre, confortarla con los auxilios espirituales de la confesión y la eucaristía y levantar el ánimo de mi padre, cada vez más decaído, alteraba el ritmo apagado de Quejana.

En los largos periodos de tiempo en que mi padre se quedaba sentado junto al lecho de mi madre apenas hablaban, puesto que ella solo musitaba dos palabras seguidas, y aún a costa de un gran esfuerzo y de que su respiración se tornara más angustiosa. Un día en el que parecía estar menos agotada que de costumbre, se dirigió a su marido.

—Fernán, no has establecido el mayorazgo entre tus hijos. Ya deberías haberlo hecho hace años.

—Elvira, sabes que últimamente mi tiempo estaba ocupado por otros menesteres.

—Sí, pero ahora nada urgente tienes que hacer. Aunque solo fuera por mi tranquilidad, te pediría que hagas ya lo que tienes que hacer. Toma tus decisiones y libérate de esta obligación.

Mi padre comprendió que su mujer tenía razón. Hacía ya muchos años que, a petición de las Juntas de Ayala, había completado toda la reforma del fuero ayalés y recordó que ya entonces había pensado en instituir los mayorazgos en su familia, con lo que podría hacer una distinción entre los bienes que comprendían todo el señorío de Ayala del resto de los bienes patrimoniales que por herencia disponía en otras tierras.

Aquella misma tarde, se acercó al archivo de Quejana para buscar los documentos. Después, pasó por el cuarto de su mujer y le musitó al oído:

—Elvira, hoy mismo me he puesto a ordenar los derechos patrimoniales de nuestros hijos. Espero que con ello quedes tranquila.

Mi madre recibió esta noticia con una tenue sonrisa. Después cerró los ojos, mientras apretaba la mano de su esposo como signo de conformidad. Mi padre no quiso interrumpir este contacto con su mujer y permaneció junto a ella durante un buen rato. Mi padre no tardó mucho en cumplir sus propósitos. Dado que conocía perfectamente dónde y cómo tenía dispuesto su patrimonio, no le fue difícil establecer los mayorazgos que quería instituir. Así, estableció que la casa de Quejana con sus dependencias y los derechos patrimoniales sobre las tierras del señorío de Ayala formaran la parte de mi mayorazgo. Con un segundo lote, que comprendía parte de las últimas adquisiciones hechas en Álava, formó el correspondiente a mi hermana Mencía y, finalmente, instituyó un tercer mayorazgo que comprendía parte de sus posesiones en tierras de Toledo y Murcia para sus sobrinos.

Solo quedaba dar las instrucciones pertinentes a su mayordomo.

—Redacta cuanto antes los protocolos necesarios para finiquitar estos asuntos.

Después pasó a la habitación de su esposa, a la que encontró agobiada por una respiración entrecortada y muy rápida. Volvió a sentarse a la cabecera y a tomar su mano entre las suyas. Mi padre había sido testigo de los últimos momentos de la existencia de muchas personas como para engañarse al pensar que a nuestra madre no le quedaba mucho de vida. Decidió permanecer a su lado para recoger su último suspiro. No esperó demasiado. Poco después se acercó la doncella que cuidaba a nuestra madre.

—Mi señor, creo que doña Elvira ha muerto. Me parece que ya no respira.

Mi padre se levantó del sillón donde se había quedado adormilado y se acercó a su mujer, pudiendo comprobar que, efectivamente, así era.

—Llama al preste para que encomiende su alma a Dios y después disponed todo para amortajarla.

Luego se retiró de la estancia, ya que no quería que sus deudos le vieran llorar.

En el momento de celebrar las exequias fúnebres de su mujer, a mi padre le cupo el consuelo de verse rodeado de todos los suyos. Nos reunimos en la iglesia de Quejana y acudieron los abades de los monasterios de Valpuesta, Oña, la Encina de Arceniega y Santo Domingo de Vitoria. El cuerpo de mi madre fue enterrado en la capilla del monasterio después del solemne funeral con que mi padre quiso despedirla. Las gregorianas por el alma de mi madre aún duraron varios días. Terminados estos oficios religiosos, nuestro padre nos reunió a todos sus hijos y nos dio cuenta de las disposiciones que había tomado.

—Vuestra madre y yo habíamos acordado entre nosotros que, el día que uno de los dos muriera, el otro se retiraría a un monasterio. Ella había elegido este mismo monasterio de Quejana y yo, el de los dominicos de Santo Domingo de Vitoria. Ahora quiero ratificarme ante todos vosotros en mis deseos. Estoy preparado para ir allí y he aprovechado la presencia del prior de este monasterio para confirmarle mi decisión. Ha llegado el momento de que dedique el tiempo que Dios quiera que me quede para cuidar los asuntos de mi alma, que quizá he abandonado demasiado durante mi vida.

Todos los hermanos cambiamos una mirada entre nosotros, y yo, como primogénito, me dirigí a nuestro padre.

—Nosotros no somos quienes para discutir vuestra decisión. No nos queda más que acatarla con todo el respeto que os debemos y rogar a Dios que os ilumine en esta nueva forma de vida que habéis elegido libremente. Habéis sido un buen padre para nosotros. Ahora, padre, que Dios os bendiga y os colme con su gracia en el camino que habéis tomado.

No era frecuente en aquellos tiempos que un caballero de la casta del señor de Ayala llamara a las puertas de un convento para solicitar ingreso como un humilde novicio y someterse como cualquier otro postulante a una regla monástica. Sin embargo, Fernán Pérez de Ayala, señor de Ayala y merino mayor de Guipúzcoa, lo hizo en el convento de los frailes dominicos de Vitoria. Era a la sazón prior del convento fray Juan de Gamarra, que se resistió a aceptar a un novicio tan especial. Pero la porfía del neófito y la intervención a su favor de fray Pedro de Loredo, maestro de gramática del convento, ablandaron su actitud.

—Mi señor de Ayala —le dijo el prior varias veces antes de darle la conformidad a su ingreso—, os prevengo que la vida de los dominicos no es un camino ancho, cómodo y sin obstáculos; antes bien os prevengo que encontraréis en él todo género de dificultades.

—Mi reverendo padre prior —le contestó Fernán—, en mi vida han abundado los momentos difíciles; no creo que sean mayores los que aquí me esperan.

—Sé, señor don Fernán, de vuestra vida anterior. Pero a vos que estáis acostumbrado a mandar y ser obedecido, no sé cómo os sentará tener que obedecer a todos los frailes del convento. Haceos cuenta de que al último que llega se le reservan los trabajos que nadie quiere.

—Ya suponía que vuestras caridades no me ibais a confiar el abadengo del convento —contestó mi padre con una sonrisa—. No temáis, cuento con vuestras oraciones y vuestra ayuda para ser un humilde hijo de Santo Domingo. Supongo, reverendo padre, que me haréis pasar por el noviciado para comprobar la firmeza de mi decisión, lo que me parece una medida muy prudente, ya que así yo también comprobaré hasta dónde puedo llegar.

—Bien, no hablemos más y veamos si seréis tan buen novicio y tan buen dominico como vos y yo esperamos. Terminad de tomar vuestras últimas disposiciones en el mundo y, cuando estéis dispuesto, avisadme para mandar que abran para vos la puerta de la clausura del convento.

Una semana más tarde de haber terminado los actos por el alma de su mujer y haber tomado las últimas disposiciones para dejarme todas las cosas en orden, mi padre, el hasta entonces señor de Ayala, recorrió el corto camino entre Quejana y Vitoria, acompañado por mí, puesto que fui el único miembro de su familia a quien consintió que le acompañara a su nueva residencia.

—Ocúpate siempre de Quejana. Es nuestro principal solar; guárdalo bien para tus hijos.

La puerta del convento se abrió para mi padre. El prior, que en aquel momento acompañaba al portero, le esperaba al otro lado del umbral.

—Sed bienvenido. Ahora os acompañaré a la que será en adelante vuestra celda, que ya está preparada para que la habitéis. Hermano —agregó dirigiéndose al portero—, volved a vuestros menesteres, que yo acompañaré a nuestro nuevo hermano.

Mi padre y el prior se despidieron de mí con una silenciosa inclinación de cabeza. Yo les seguí con la vista hasta que desaparecieron tras un recodo del pasillo. A mis espaldas se cerró suavemente el portón de la clausura en la que reposaría mi padre.

Antes de volver a cumplir mis deberes con el rey Juan, me quedé unos días en Quejana para tomar nota de todo lo que mi casa contenía. Lo primero que hice fue revisar el aposento donde mi padre había establecido todos los fondos documentales de la casa de Ayala, recogidos en todo tipo de legajos, cartularios, partidas y actas, y archivados cuidadosamente.

Era ya de noche cuando Leonor entró en aquella habitación y me puso las manos sobre los hombros.

—No pretenderás leer ahora todos los documentos del archivo de tu padre. ¿Sabes que llevas más de cinco horas metido aquí?

—¿Cinco horas? Me han parecido cinco minutos, tal ha sido el interés que me han despertado estos legajos. En verdad, mi padre ha sido el mejor de cuantos han formado su linaje. Todos sus hijos aprendimos de él, aunque no sé si llegaremos a su altura. Fue un hombre que, por encima de todo, amó a Dios con todo su corazón y nos enseñó a seguir por su mismo camino.

Durante los días siguientes, mi mujer y yo recorrimos las tierras de Ayala, ya que intuía que, en cuanto volviera a Burgos, el rey Juan no tardaría mucho en encomendarme una labor lejos de mi tierra, la misma que desde que nací, siempre, había formado parte de mi propio ser. Apuré al máximo la tarde del último día en Quejana para pasarlo con mi mujer y mis hijos. Con una guerra no declarada con Portugal, con las relaciones deterioradas con Granada que no descartaban que se abriera un nuevo frente de guerra con los musulmanes, pensé que tardaría en volver a Quejana.

—¿En qué piensas, Pedro? —me preguntó Leonor.

—En que no sé cuándo podremos tener paz duradera en Castilla.