De lo que Pedro López de Ayala encontró al regreso de su estancia en la corte de Carlos VI de Francia
Lo primero que hicimos mi hijo Fernán y yo al entrar en Castilla fue pasar por Quejana. Ambos queríamos rendir visita a Fernán, el patriarca de los Ayala, que se mantenía en buen estado de salud. No dejaba de dar un paseo diario a caballo por los alrededores de la mansión ni tampoco desdeñaba una partida de caza por las estribaciones de Sierra Salvada.
Mi padre había acrecentado su casa solariega de Quejana, al certificar primero la creación del convento de monjas dominicas, en 1378 en el viejo monasterio allí existente, y después ampliando el palacio.
Sin embargo a mi madre los achaques más o menos relacionados con sus seis embarazos le estaban pasando una onerosa factura. La encontré más consumida, más encorvada, con una deambulación insegura y un temblor en las manos. Mucho más deteriorada que la última vez que estuve en Quejana.
Nuestra visita llenó de alegría a mis padres, que parecieron rejuvenecer con nuestra presencia. Si no cesó mi padre de preguntarme por los vericuetos de la política europea, a mi madre no le faltaron palabras para celebrar lo bien que había encontrado a su hijo y a su nieto. Satisfice la curiosidad de mi padre y, cuando ambos le contamos cómo nos había tratado el rey Carlos de Francia, se le escaparon unas palabras de admiración.
—No es frecuente tanta generosidad en una testa coronada. Es seguro que vuestros servicios en Francia valieron mucho para su rey.
Nos tocó después preguntar a nosotros y esta vez fue a mi padre a quien le correspondió dar buenas noticias.
—Tu mujer y tus hijos están todos bien si hemos de creer a un traficante en lanas burgalés que pasó por aquí hace una semana siendo portador de una carta de tu esposa. El buen hombre, que iba a Bilbao a fletar una nave para llevar una carga de lana que había mercado en Medina de Campo con destino a Brujas, complació los deseos de Leonor al desviarse de su camino para traernos noticias de los tuyos.
—¿Sabes quién era?
—Se llamaba Esteban de Santa María y nos dijo que había estado a tus órdenes como arquero en la batalla de Nájera, cuando los ingleses os cogieron prisioneros a Duguesclin y a ti.
—Lo recuerdo perfectamente. Era un hombre enorme que nunca marraba el blanco al lanzar una flecha. Su habilidad era tanta que el Príncipe Negro le propuso que sirviera en su hueste de arqueros, pero a pesar de las promesas de las que fue objeto, se excusó con el Príncipe y se quedó aquí. Me alegro de que las cosas le vayan bien en sus negocios.
No se olvidó en la conversación todo lo referente al reciente matrimonio del rey Juan con la princesa Beatriz. En esta ocasión fue mi madre la que inició este tema de conversación.
—El mayordomo del rey, Pedro González de Mendoza, fue muy cortés con nosotros pues no olvidó mandarnos una invitación en nombre del mismo rey, pero no nos encontrábamos tan bien como para ir hasta Badajoz. No creas que no lo sentí, pues me hubiera gustado curiosear todos los runrunes de la corte y ver si es verdad que las damas castellanas visten mejor que las portuguesas.
—Lo malo es que la pareja real no ha podido gozar mucho de su boda.
—¿Por qué dices eso, padre? —pregunté.
—Se me olvidaba que apenas has llegado a Castilla y que, por tanto, no estás al corriente de todo lo que ha ocurrido desde que faltas. Alfonso Enríquez no ha dejado de intentar desestabilizar el buen hacer del rey Juan. Ese ha sido el único escollo que ha tenido la política real en los asuntos interiores. El conde de Noreña, que es el título que detenta ahora, ha muñido en todo momento intrigas y traiciones. Tal fue así que el propio rey fue a buscarle a su cubil de Gijón, desde donde controlaba toda Asturias. Lo venció, le arrebató todas sus posesiones en aquella tierra y después donó sus bienes al obispo de Oviedo.
—Parece que la historia quisiera volver hacia atrás. Otra vez el hijo bastardo se levanta contra su hermano, el hijo legítimo.
—Sí, es verdad.
Hablamos todos como si quisiéramos resarcirnos del largo periodo que abuelos, padre e hijo habíamos estado separados. Después, algo cansados, nos retiramos pero antes de hacerlo me dirigí a mis padres.
—Espero que sabréis comprender que mi estancia en vuestra casa sea algo corta. Tengo querencia de mi mujer y de mis otros hijos, a los que abandoné hace ya dos años y medio, y estoy deseando volver con ellos, pues nunca se sabe cuándo el rey te va a sacar de casa para cualquier embajada.
Durante los primeros días de mi estancia en nuestro hogar, me reencontré con mi vida junto a los míos allí donde la había interrumpido. Leonor, mi mujer, me puso al día de cuanto había ocurrido y comprobé que nuestro patrimonio se encontraba ordenado y acrecentado.
—Nuestras haciendas no están tan yermas como en los años que siguieron a la peste negra. Todavía no se han cubierto los huecos que dejaron los muertos de entonces. Sigue habiendo casas vacías porque sus dueños murieron o porque huyeron de la peste y no volvieron. De esta forma, se han despoblado muchos lugares en los que ahora apenas vive nadie. Por ello, las cosechas son más bien magras y la recogida de los impuestos se resiente.
—¿Nadie ha reclamado las tierras que fueron abandonadas?
—No, nadie. Esa es la razón de su despoblamiento.
—¿Qué se puede hacer para remediar este mal?
Leonor se encogió de hombros mientras en su cara se dibujaba un gesto de duda.
—He oído decir que algunos señores de Castilla han recogido la población que había en los pueblos que estaban semivacíos y la han llevado a otros lugares cercanos que así se han repoblado. Pero también me han dicho que muchas gentes que salieron de sus aldeas han buscado en ciudades como Burgos o Miranda de Ebro un lugar donde vivir.
—¿Qué ha sucedido en nuestro señorío?
—Algún que otro no ha dudado en agregarlas a sus propiedades. Aquí hubo gentes que, antes de irse de sus tierras, nos las ofrecieron para que las compráramos. En algunas ocasiones así lo hice, pero no con todos, ya que no teníamos dinero suficiente.
Recorrí con Leonor estas nuevas adquisiciones y pude comprobar que en ellas se veía la mano de una buena gestión.
—Leonor —dije a mi mujer—, reconozco entre tus virtudes que tienes buen tino para organizar nuestras haciendas. No me duelen prendas al reconocer que yo no lo hubiera hecho tan bien.
—Pues ahora, mi esposo, es el momento de que descanses de tus viajes a Francia y goces de cuanto tienes, que no es poco. Y debes hacerlo ahora, porque es seguro que el rey, pronto o tarde, te ordenará alejarte de tus haciendas y, lo que es peor, de mí y de los tuyos, para resolver no sé sabe qué negocio de Castilla que se ha trastabillado por esos mundos de Dios.
No le faltaba razón a Leonor en sus presentimientos. Una semana más tarde de aquella conversación, un correo real dejaba en nuestra casa una carta. Rompí los sellos y empecé su lectura. Mi mujer, inquieta y siempre temerosa de que fuera una nueva requisitoria, devoraba con los ojos mi cara.
—¿Qué quieren de ti en ese pliego? —preguntó ansiosa.
—Nada que me obligue a abandonarte de nuevo otra vez. El rey me pide consejo sobre un asunto de gran interés que piensa proponer en las próximas Cortes, que se celebrarán en Segovia.
—¿Sobre qué asunto?
—Sobre la datación del tiempo.
—A ver, explícamelo mejor.
—Es muy sencillo, todos los países del mundo empezaron a datar el tiempo a partir de un momento importante en su historia. En toda Hispania la fecha inicial fue el año en el que el emperador Augusto terminó su pacificación y posterior asimilación a Roma. Por ello, en todos los documentos y diplomas aparece la palabra era al lado del número del año, certificando que dicho documento se hizo en el año correspondiente de la Era Hispánica, es decir, los años que han trascurrido desde aquel momento.
—Y ahora ¿cómo se van a contar los años?
—A partir del momento del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo, es decir, unos treinta y ocho años más tarde. De hecho, en Aragón ya se lleva ese cómputo, lo cual facilitará su uniformidad en todos los reinos no solo de Hispania sino de toda la cristiandad.
Mi mujer pensó que mientras las cosas que me propusiera el rey Juan fueran de ese jaez podría permanecer tranquila, pero lo cierto es que, con todas las confusiones que sufría el mundo en aquellos momentos, era difícil tener sosiego suficiente para vivir.
En Segovia, las Cortes se celebraron en un clima de tranquilidad. Los dineros que Juan pidió a nobles y ciudades para los gastos del reino fueron concedidos sin fuertes disputas. En el exterior, y siguiendo la política de su padre Enrique, en la guerra entre franceses e ingleses se alineó junto a aquellos. Era un momento en el que la flota de Castilla no tenía rival en los mares, y su presencia en los del Norte y Báltico daba la seguridad de que los barcos ingleses no nos molestarían el tráfico marítimo con la Hansa y los puertos daneses.
Otro carácter tuvo su política de protección con la población judía. Ferrand Martínez, el arcediano de Écija, venía enardeciendo desde hacía muchos años a la población predicando la destrucción de las sinagogas y los ataques a los barrios judíos. El rey le prohibió estas manifestaciones y atropellos advirtiéndole de graves castigos si persistía en su conducta.
—Sabed, señor arcediano —le decía el rey en una misiva que le fue enviada—, que las gentes que ocupan las aljamas son también súbditos de Castilla como vos y, en su caso, gozan de mi protección especial. Por tanto, os abstendréis de ultrajarles, insultarles, predicar contra ellos y de incitar a las gentes a la violencia contra sus personas y sus bienes. Además, respetaréis sus sinagogas y sitios habituales de reunión como lugares que deben tener protección especial.
El rey Juan había abandonado Valladolid y se dirigía con su séquito por la antigua Vía de la Plata en dirección a Sevilla, pero al llegar a Torrijos le alcanzó un mensajero de la corte que le traía un mensaje de João, el maestre de Avís y hermano bastardo del rey Fernando. Le daba cuenta de la noticia de la muerte del rey portugués. Durante el último periodo de su vida, Fernando había dejado totalmente el gobierno de Portugal al arbitrio de su mujer, Leonor Téllez de Meneses, quien a su vez lo había abandonado en manos de su amante, el conde João Fernandes de Andeiro, cuyas intromisiones en la política del país le habían hecho muy impopular.
El rey Juan, al conocer la muerte de su suegro, dio la orden de reunir a los nobles que le acompañábamos.
—Ha muerto el rey Fernando, el padre de mi esposa, la reina Beatriz. En esta situación debo suspender el viaje a Sevilla. Es mi voluntad que, sin dilación, pasemos todos a Toledo para que en su catedral se celebren solemnes funerales por su alma.
Una vez celebradas las exequias, se abrió el problema de la sucesión portuguesa. Por herencia, correspondía el trono a Beatriz, aunque provisionalmente la reina viuda Leonor había tomado el papel de regente. Su primer paso fue reconocer como heredera al trono a Beatriz y el segundo, creyendo que con el primero había cumplido todas sus obligaciones con Portugal, irse a vivir maritalmente con su amante, João Fernandes de Andeiro. Esta conducta improcedente le creó muchos enemigos, por lo que pidió ayuda al rey Juan de Castilla.
Juan aprovechó la oportunidad de que tenía reunido en Toledo a su Consejo para celebrar las honras fúnebres de su suegro, y nos comunicó la posibilidad de ocupar el trono portugués en nombre de su esposa. Al escuchar esta idea, intervino de inmediato el marqués de Villena.
—Si me permitís, señor, hacerme oír en este Consejo, os diré que la medida que hoy proponéis no me parece prudente, ya que nos llevará a una confrontación con Portugal. Tengo noticias verdaderas de que con la proclamación de vuestra esposa como reina de Portugal y de vos, por tanto, como rey consorte, surgirá de nuevo el fantasma de la absorción de ese reino. La nobleza y la burguesía portuguesas son muy celosas de su independencia y tropezaríamos con su oposición desde el primer momento.
Se oyeron murmullos entre los asistentes, por lo que el rey Juan quiso saber cuántas opiniones favorables a su pensamiento había en el Consejo. Comprobamos que eran bastantes, pero que también fueron muchos los que le desaconsejaron su proyecto de inmiscuirse en la política del reino vecino. En Portugal, como había advertido el conde de Villena, una gran parte de la nobleza participaba de una corriente totalmente opuesta a que les gobernase la reina de Castilla. Todos estos nobles pidieron a João, maestre de Avís, hermanastro del rey Fernando, que rigiera Portugal a partir de aquel momento. El maestre, no queriendo por el momento coronarse rey de Portugal, aceptó presentarse con el título de Defensor del Reino. Su primera providencia fue llamar a consulta al general Nuno Álvares Pereira, un hombre con talento no solo en el campo de batalla, sino también en los entresijos de la política.
Mi experiencia en estas lides me permite imaginar el parlamento entre el maestre y su general más o menos en estos términos:
—Nuño, necesito establecer una línea estratégica de defensa frente a las más que posibles hostilidades que nos han de venir procedentes de Castilla. Para ello cuento con tu colaboración.
—La tenéis incondicionalmente, señor. Soy consciente de que la intromisión de Juan de Castilla puede suponer la absorción de Portugal.
—Me alegra oírte decir esto. ¿Cuál debe ser el primer paso que debemos dar?
—Sin duda, neutralizar a la reina regente. Con ella fuera de la escena, todo será más fácil.
—Y para eso…
—El mayor apoyo que tiene Leonor Téllez en estos momentos es su amante, el conde de Andeiro. Suprimido este, los nobles que aún permanecen indecisos abandonarán sus filas y dejarán sin apoyo al rey Juan de Castilla. Para ello, señor de Avís, procuraré que un grupo de hombres fieles se encarguen de que el conde desaparezca del mundo de los vivos.
La muerte de Fernandes de Andeiro no provocó muchas reacciones en contra, ya que la mayor parte de la nobleza lusa veía en él al valedor de Castilla y por tanto, a un traidor a Portugal.
El de Avís, con el ejército levantado por Nuno Álvares Pereira, reforzó la defensa de Beja, Lisboa, Portoalegre, Estremoz y Évora, lo que significaba una declaración de guerra a la reina regente. Ante esta situación, el rey Juan de Castilla reunió al Consejo Regio para explicarnos cuál iba a ser su respuesta.
—He dispuesto entrar en Portugal para auxiliar a la reina Leonor. Para ello vengo a disponer que todas las tropas del ejército de Castilla se concentren en Puebla de Montalbán como paso previo a la invasión de Portugal, si fuera necesario.
Aquí se me planteó una duda que no tardé en trasladar al rey.
—Señor, en este caso, los portugueses considerarán nuestra entrada una injerencia. ¿No contribuiremos a que los portugueses indecisos se pasen al campo del maestre de Avís?
—¿Por qué ha de serlo? Nosotros acudimos en apoyo de la reina Leonor. Hasta que Beatriz no sea proclamada reina, es la reina regente, la primera autoridad legítima de Portugal.
—Señor, perdonad mi insistencia, pero ¿no sería más prudente acercarnos a la frontera portuguesa y, sin cruzarla, reunirnos con los nobles portugueses adictos a la reina Leonor y que esta resigne la regencia a vuestro favor, en virtud de ser el esposo de la heredera de Portugal?
—No, no creo que tal cosa ocurriera como dices. Más bien al contrario; estoy seguro de que tal decisión sería perjudicial a los intereses de la reina Beatriz. De todas maneras, mi disposición de ir a Portugal es firme, así que entraremos allí y luego ya veremos.
Juan de Castilla puso en práctica su proyecto. En Puebla de Montalbán esperó unos días para dar descanso a sus soldados. Previendo que su ausencia de Castilla iba a ser larga, nombró al marqués de Villena, al arzobispo de Toledo y a Pedro González de Mendoza regentes de Castilla. Era la primera vez en la historia de nuestro reino que se instituía una regencia sin la presencia en ella de persona alguna de la familia real.
Ante todos estos acontecimientos, la reina viuda Leonor, temerosa de que su vida tuviera igual suerte que la de su amante, se refugió en Santarém, ciudad todavía leal a su causa. Días más tarde, Juan entró en Portugal y se dirigió a esta ciudad en un esfuerzo para normalizar la situación, tomar el control del país y asegurar la corona para su esposa. Una vez allí, se entrevistó con la reina viuda Leonor.
Pero el rey de Castilla no encontró a la mujer animosa que conoció el día de su boda, sino a otra más acobardada que rehuía la mirada del rey de Castilla, temerosa de ser asesinada.
—Juan, yo no quiero tener nada que ver en la sucesión de Portugal. Haz lo que quieras para que mi hija, tu esposa, sea reina. Por mí, estará bien todo lo que hagas.
En vano su yerno intentó infundirle valor, indicándole que necesitaba su apoyo decidido para sentar en el trono portugués a Beatriz, pero nada consiguió de ella. En vista de su actitud, Juan abandonó Santarém y, no quedándole más salida que la opción militar, concentró todos sus esfuerzos en sitiar y tomar Lisboa por un lado y, por otro, en conjurar los brotes rebeldes a favor del maestre de Avís. Luego, a pesar de que la intervención armada estaba en contra de cuanto se había acordado en las capitulaciones de su matrimonio con Beatriz de Portugal, se dirigió a Guarda, que le abrió sus puertas y se entregó sin lucha. A partir de este momento Juan justificó sus acciones adoptando el título de rey consorte de Portugal.
Durante esta campaña, su mujer le informó de que había dado a luz a un niño, el infante Miguel. Juan convocó a sus nobles.
—Señores, el reino de Portugal tiene ya un heredero, el príncipe Miguel, a quien desde este momento yo, Juan, rey de Castilla, reconozco como tal.
Pero estas alegrías se vieron pronto enturbiadas, primero por la derrota que sufrieron las tropas castellanas en El Alentejo a manos de Nuno Álvares Pereira y, después, por la muerte del infante Miguel. Ambos reveses supusieron un fuerte golpe en el ánimo del rey, que se mostró indeciso de seguir con sus propósitos. Pero esa indecisión solo duró un momento.
Juan decidió forzar la situación y sitiar Lisboa, cercándola por tierra y bloqueando la desembocadura del Tajo. Juan tenía la intención añadida de apresar a João de Avís y descabezar la oposición portuguesa. Pero los portugueses resistieron y el maestre eludió el cerco de Lisboa. Juan, decidido a hacerse con Portugal por la vía militar, se dirigió a Lisboa para dirigir personalmente su asedio. Al día siguiente de su llegada, Pedro González de Mendoza le pidió audiencia para comunicarle una grave situación y acudió a la tienda real acompañado de un caballero a quien definió como un partidario de Beatriz.
—Señor, este es Martim Fernandes de Oliveira, señor de Aveiro, quien desea haceros una revelación. Quiero afirmar en su favor que he comprobado que cuanto me ha comunicado, a pesar de que pudiera parecer increíble, tiene todos los visos de ser verdad.
—Podéis hablar, señor de Oliveira —le dijo el rey Juan.
El caballero portugués deseaba advertir al rey de una trama en la que había caído la reina viuda de Portugal, quien, a pesar de haber mostrado en sus entrevistas de Santarém su acuerdo con el rey castellano, se había dejado convencer por el bastardo Alfonso Enríquez para que favoreciera su instalación en el trono portugués. Al oír aquellas palabras, el rey Juan montó en cólera.
—Ve ahora mismo a Santarém con los hombres que estimes necesario —ordenó a González de Mendoza—. Coge a esa mala pécora de Leonor y enciérrala en el monasterio de Santa Clara de Tordesillas. Que la priora la guarde bajo siete llaves si es preciso. ¿No quería Leonor estar a cubierto de los partidarios del de Avís? Pues allí se quedará encerrada hasta que las ranas críen pelo. Mientras tanto, estará totalmente segura, donde no la podrán encontrar ni los de Avís ni los canallas que siguen al bergante de mi hermanastro Alfonso.